25 MAY 2016 - 12:53 COT
Mercedes Barcha en la presentación del busto que se erigió en el Claustro de la Merced en Cartagena (Colombia) en honor de García Márquez, el 22 de mayo. RICARDO MALDONADO ROZO EFE
Bajo un cielo azul caribeño, en la histórica y heroica ciudad de Cartagena de Indias, doña Mercedes Barcha de García, rodeada de un pequeño grupo de familiares y amigos, encomendó a la tierra costeña de Colombia los restos mortales de su compañero de vida y premio Nobel, don Gabriel García Márquez. Esa tarde, entre el sol y una humedad sofocante, cuando ni una hoja se movía, un vacío, un hueco en la tierra y en el alma de Colombia se llenaron. Aracataca y el pueblo colombiano durmieron al fin esa noche con su hijo preferido descansado en su pecho, amamantado con sus cuentos, fábulas y leyendas.
Entre los que acompañaban a doña Mercedes, sus hijos y nietos, cartageneros, bogotanos y mexicanos, estaban dos extranjeros, los abajos firmantes. Nacidos en mundos distintos, se encontraron por los senderos de la diplomacia y su amistad fue nutrida por los vínculos que, por separado, habían desarrollado con Gabo y Mercedes.
El panameño los conoció de joven en las aguas claras de la isla Contadora en el archipiélago de Las Perlas de Panamá. Él escuchaba los cuentos de Gabo cuando compartía conversaciones con su padre y Omar Torrijos. Mucho antes de adquirir la fama que merecería por su Nobel en 1982, el adolescente panameño reconoció su genio, su don de gentes y su aguda visión periodística.
El otro, un norteamericano de clase media neoyorquina y exmilitar, no se encontró con Gabo hasta bastante más tarde. Fue en México por una serie de felices coincidencias, ya en el ocaso de la vida del escritor. El americano no aprendió a hablar el castellano fantasmagórico del autor, pero sí había logrado entenderlo suficientemente como para reconocer la grandeza de su intelecto y su enorme curiosidad por todo lo que lo rodeaba. Él y su mujer apreciaban sus salidas, en petit comité, con Mercedes y Gabo, a varios restaurantes del Distrito Federal, donde lectores emocionados dejaban libros para que Gabo los firmara cuando terminara el almuerzo. Él siempre lo hizo con una sonrisa y con picardía.
La tarde del entierro, el panameño y el americano se percataron del realismo mágico del entorno cartagenero. Un exvicepresidente de Panamá y un embajador de los Estados Unidos entendieron en ese momento que al volver después de su muerte a Colombia, don Gabriel estaba cumpliendo con su última encomienda.
Fielmente acompañado por el amor de su vida, a su lado durante los tiempos de vacas flacas y los tiempos del cólera, Gabo fue devuelto a su querida Colombia justo en el momento que ella más lo necesitaba: durante la recta final hacia la paz. Y los dos amigos también entendieron que con una paz duradera y tan merecida por el pueblo colombiano, un eslabón esencial se forjaría en la cadena de los pueblos americanos democráticos. Era como si las cenizas del maestro faltaran en la receta de reconciliación entre los alzados en armas y los que creen en el diálogo como el único mecanismo legítimo de resolución de conflictos.
Tristes por un momento al pensar de la pérdida del enorme talento de Gabriel Garcia Márquez, los amigos se animaron pensando que al rayar el alba, el espíritu y el alma de Gabo estarían presentes en el rocío de la mañana colombiana. Reunido finalmente con la tierra y el pueblo que tanto amó.
Samuel Lewis Navarro fue vicepresidente de Panamá entre 2004 y 2009.
John Feeley es embajador de Estados Unidos en Panamá.
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