domingo, 29 de marzo de 2020

Malcolm Lowry / Bajo el volcán / Una nueva traducción




UNA NUEVA TRADUCCIÓN DE BAJO EL VOLCÁN, DE MALCOLM LOWRY


[Al final del Capítulo I de la novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, aparece casi como acto de magia el fragmento de una posible carta escrita por el protagonista, que tiene la virtud de reflejar todos los elementos de la novela. Más abajo se presenta esta carta perdida y encontrada y vuelta a perder.]


Después de años de leer y releer la obra narrativa y las colecciones publicadas de las cartas de Malcom Lowry, sentí que era imprescindible un nuevo esfuerzo por trasladar la novela al español, no sólo reduciendo al mínimo la distancia respecto a la prosa original sino conservando en lo posible su espléndida claridad, su ritmo vertiginoso y su frecuente sentido del humor, que acompaña toda la narración aun en sus más oscuros vuelcos. El escritor inglés, que vivió en México en dos periodos, en 1936-1938 y en 1945-1946, sitúa los hechos de la novela en la ciudad de Cuernavaca y sus alrededores, con lo cual este libro —uno de los más importantes del siglo XX— es también en cierta forma mexicano.
Bajo el volcán es un prodigio de arquitectura narrativa, una novela total en términos de su concepción del mundo y el encanto sostenido a través de sus doce capítulos. Su estructura —casi fractal pero sin duda fatal— impregnada de filosofía y humor, sugiere al lector sumar imágenes que completan y multiplican sus formas en una prosa seductora de sintaxis larga y sinuosa, pues esta obra maestra de Lowry es al mismo tiempo un gran poema narrativo y filosófico. Mi traducción intenta ofrecer una lectura apegada al original, una comprensión exacta de cada elemento sin dejar de atender los múltiples registros de los que depende el efecto global de la novela. El lector en español, y muy especialmente el lector mexicano —pueblo anfitrión de estas ficciones— merece poseerlas como propias; alcanzar este propósito ha dictado los diversos criterios seguidos en cinco años del proceso de traducción e investigación.
Hay una delicada tensión que nuestro idioma ejerce en el original. El germen del que brota la novela es el malentendido entre el inglés y el español, la comprensión inexacta del significado de las palabras y sus resonancias de una lengua a otra. Además, la construcción del universo mexicano en que la novela sucede —un retrato entrañable, magnífico y exacto del país y su gente—requiere en el original del uso constante del español de México, contraste que es imposible conservar al verter al mismo idioma el resto de la novela, al menos en su registro original como recipiente de otredad fundamental y a la vez de comunión humana más allá del lenguaje.
Lowry utiliza puntuación y tipografía como recursos tanto narrativos como poéticos. He echado mano a la tipografía en versalitas para todo lo que se traslada verbátim del libro, ya sea en el español recogido minuciosamente por Lowry o en el inglés de los mexicanos, conservando todas sus “imperfecciones” y variables ortográficas para transmitir, aunque sea tipográficamente, esa tensión entre idiomas.
María Vinós
Traductor
***
Fragmento de Bajo el volcán, de Malcom Lowry
M. Laruelle cerró el libro en la comedia de Dekker y de cara al cantinero, que lo miraba con el trapo exprimido colgado del brazo, cerró los ojos y abriendo nuevamente el libro hizo girar un dedo en el aire y lo dejó caer con firmeza sobre un fragmento que alzó a la luz:
Cortada está la rama que pudo crecer recta
Ardió la fronda del laurel de Apolo
Que antaño creció en este hombre sabio
Fausto se ha ido: he aquí su caída infernal —
Sacudido, M. Laruelle volvió a poner el libro sobre la mesa, cerrándolo con los dedos de una mano y el pulgar mientras con la otra recogía del suelo una hoja de papel doblado que escapó volando de entre las páginas. Tomó la hoja con dos dedos y la desdobló, dándole vuelta entre las manos. Hotel Bella Vista, leyó. En realidad eran dos páginas largas y estrechas de un papel membretado desusadamente fino que estuvieron plegadas dentro del libro, escritas a lápiz por ambos lados con apretadas anotaciones sin márgenes. A primera vista no parecía una carta. Pero resultaba inconfundible, aun bajo la luz incierta, la mano a medias acalambrada, a medias generosa, pero por completo ebria, del Cónsul mismo, las e’s griegas, los arbotantes de las d’s, las t’s como cruces solitarias en el camino, excepto donde crucificaban la palabra entera; las palabras se inclinaban hacia abajo por una empinada pendiente, aunque las letras individuales se resistían a descender y con las patas enterradas trepaban en dirección opuesta. Le sobrevino a M. Laruelle un escrúpulo al darse cuenta enseguida de que en efecto se trataba de una especie de carta, aunque sin duda el autor no tuvo la menor intención, ni tampoco la capacidad, de realizar el ulterior esfuerzo táctil de echarla al buzón:
…Noche: y una vez más, la cotidiana lucha nocturna a brazo partido con la muerte, la habitación que se sacude al son de orquestas demoniacas, los momentos arrebatados de sueño temeroso y turbulento, el ruido de voces en la ventana que repiten mi nombre constantemente con desprecio, visitantes imaginarios que anuncian su llegada, el armonio de las tinieblas. Como si no hubiera suficiente ruido real en estas noches encanecidas. No es el tumulto agotador de las ciudades norteamericanas, el ruido de sus enormes gigantes en agonía cuando les retiran las vendas, sino el aullido de los perros parias, los gallos que durante toda la noche anuncian el amanecer, los tambores, el gemido que más tarde se hará visible, plumaje blanco acurrucado en los alambres del telégrafo, en jardines escondidos, o el cacareo de las gallinas que duermen en los manzanos, el duelo eterno que nunca duerme del gran México. En cuanto a mí, prefiero poner mi duelo bajo la sombra de los viejos monasterios, enclaustrar mi culpa en las ermitas y cubrirla con tapices, someterla a la misericordia de esas cantinas inimaginables donde beben alfareros de cara triste y pordioseros sin piernas, al amanecer, cuya helada belleza de narciso uno sólo redescubre en la muerte. Así que cuando tú te marchaste, Yvonne, yo me fui a Oaxaca. No hay palabra más triste. ¿Quieres que te cuente, Yvonne, del terrible viaje a través del desierto en el ferrocarril de vía angosta, sobre una tabla que hacía las veces de asiento en un vagón de tercera, del niño a quien su madre y yo le salvamos la vida mediante fricciones con el tequila de mi botella sobre su cuerpo, o de cómo, cuando fui a mi habitación en el hotel donde una vez tú y yo fuimos felices, el ruido de la matanza abajo en la cocina me hizo salir al relumbre de la calle, y más tarde esa noche, un buitre vino a pararse en la pila de agua del lavadero? ¡Horrores para un nervio de gigante! No, mis secretos pertenecen a la tumba y deben guardarse. A veces pienso en mí como un gran explorador que viaja a tierras extraordinarias de las cuales nunca podrá volver para dar a conocer al mundo su descubrimiento: pero el nombre de ese país es el infierno.
No es México, por supuesto, sino un lugar dentro del corazón. Y hoy estaba yo en Quauhnáhuac como de costumbre cuando recibí de mis abogados la noticia de nuestro divorcio. Conforme a mi invitación. Llegaron además otras noticias: Inglaterra rompe relaciones diplomáticas con México, y todos sus cónsules —es decir, los que son británicos— deben volver al hogar. Hombres amables y bondadosos casi todos, cuyo buen nombre supongo que he denigrado. No voy con ellos. Puede que vuelva al hogar, pero no a Inglaterra, no a ese hogar. A media noche me fui en el Plymouth a Tomalín para ver a mi amigo tlaxcalteca, Cervantes, el de las peleas de gallos, en el Salón Ofelia. Desde ahí llegué al Farolito, en Parián, donde estoy ahora sentado en un cuartito al lado del bar, a las cuatro de la mañana, bebiendo OCHAS y luego mescal, y escribiéndote en el papel que me robé del Bella Vista la otra noche, quizás porque me duele mirar el papel del consulado, que evoca una tumba. Creo saber bastante sobre el sufrimiento físico. Pero lo peor de todo es sentir que se te muere el alma. Me pregunto si siento ahora algo parecido a la paz porque esta noche mi alma ha muerto de verdad.
¿O será que hay un sendero que atraviesa todo el infierno, como bien sabía Blake, y aunque no me resuelvo a tomarlo, lo veo en algunos de mis sueños recientes? Las noticias de mi abogado me han hecho un efecto raro. Me parece vislumbrar, entre los MESCALES, ese sendero, y más allá, paisajes extraños, como visiones de una vida nueva en la que tú y yo podríamos vivir juntos en algún lugar. Me parece vernos en un país del norte, una tierra de montañas, colinas y aguas azules; nuestra casa se alza en una ensenada, y nos veo de pie un atardecer en el balcón de esa casa, felices uno en el otro, mirando más allá del agua. Hay aserraderos medio escondidos entre los árboles y, bajo las colinas, al otro lado de la ensenada, lo que parece ser una refinería de petróleo, aunque suavizada y embellecida por la distancia.
La noche de mi visión es un anochecer de verano, azul y sin luna, pero ya es tarde, quizás las diez de la noche; Venus arde feroz bajo la luz del día, así que ciertamente estamos en algún lugar muy al norte, de pie en el balcón, y a lo lejos, serpenteando por la costa, retumba el trueno creciente de un tren de carga con muchas locomotoras, digo trueno porque, aunque nos separa de él una vasta franja de agua, el tren se dirige al este, y el viento, procedente de la misma dirección, vira momentáneamente hacia nosotros, que miramos también hacia el este, como los ángeles de Swedenborg, bajo un cielo despejado excepto en la lejanía, donde al noreste, sobre distantes montañas cuyo púrpura se ha deslavado, reposa una masa de nubes de un blanco casi puro, que de pronto se ilumina por dentro con relámpagos dorados como una lámpara de alabastro: pero no se oyen truenos, solamente el estruendo del tren con sus locomotoras y su largo eco mientras avanza desde las colinas hacia las montañas: y al mismo instante, un barco pesquero con velas altas entra encarrerado alrededor del cabo como una jirafa blanca, veloz y elegante, dejando a su vera el largo canto de plata de una estela curva que no se orienta visiblemente hacia la costa sino que corta la distancia y avanza ponderosa hacia nosotros, un filo plateado de agua que se se despliega como un pergamino para golpear la orilla, primero en la distancia, y rueda después sobre la curva de la playa, añadiendo su creciente estruendo y conmoción al menguado trueno del tren, y se rompe reverberando en la playa, mientras que las boyas, pues ahí están las boyas de los aserraderos, se suman al vaivén, y todo ondula y se revuelve con hermosura sobre la plata brillante de la superficie estremecida, atormentada, luego, poco a poco, todo vuelve de nuevo a la calma, y podemos ver el reflejo de las remotas nubes blancas en el agua profunda, y el barco pesquero con el rizo de oro de la luz reflejada de la cabina, que se desenreda sobre su estela plateada, siempre a su lado, y desaparece más allá de la península, silencio, y de nuevo, del interior de las nubes blancas, blancas y distantes de alabastro, más allá de las montañas, el relámpago sin trueno, dorado, que ilumina la noche azul, una noche que no es de este mundo …
Y mientras estamos de pie, mirando, de un solo golpe súbito, la estela de otro barco, invisible para nosotros, barre las aguas como una rueda gigante cuyos vastos radios ruedan por la bahía—
(Varios MESCALES después.) Desde diciembre de 1937, cuando te fuiste, y según me dicen ahora es la primavera de 1938, emprendí deliberadamente una lucha contra mi amor por ti. No me atrevía a someterme a él. He tratado de asirme a todas las ramas y raíces para remontar el abismo de mi vida por mis propios medios, pero ya no me puedo seguir engañando. Si he de sobrevivir necesito tu ayuda. Sin tu ayuda, tarde o temprano, caeré. ¡Ah, si tan sólo me hubieras dejado en la memoria algo por lo cual odiarte, para que al fin ningún buen pensamiento de ti me tocara en este lugar terrible donde estoy! Pero no, en vez de eso me enviaste aquellas cartas. A propósito ¿por qué mandaste las primeras a Wells Fargo en la Ciudad de México? ¿No sabías que seguía aquí? ¿O que —si estaba en Oaxaca— Quauhnáhuac era mi base? Peculiar. Y además, era fácil de averiguar. Pudo haber sido distinto, si tan sólo me hubieras escrito de inmediato —aunque fuera una postal, impulsada por la angustia común de nuestra separación, apelando simplemente a nosotros, a pesar de todo, para poner fin sin demora al absurdo —de algún modo, como sea— diciendo que nos amábamos, o no sé, un telegrama, nada más simple. Pero tardaste demasiado —o así me lo parece ahora, hasta después de Navidad —¡Navidad!— y Año Nuevo, a esas alturas ya no podía leer lo que mandaste. No: muy raras veces me veo apenas libre del tormento, o tengo suficiente sobriedad para comprender algo más que la intención general de ninguna de esas cartas. Pero podía sentirlas, aún puedo. Creo que traigo algunas conmigo. Pero duele tanto leerlas, fueron rumiadas demasiado tiempo. No lo voy a intentar ahora. No puedo leerlas. Me rompen el corazón. En todo caso llegaron demasiado tarde. Supongo que ahora ya no habrá más.
¡Ay de mí! ¿Por qué no fingí al menos haberlas leído, por qué no acepté la medida de retractación que ofrecía el simple hecho de que las enviaste? ¿Y por qué no te mandé yo un telegrama o aviso de inmediato? ¿Ah, por qué, por qué, por qué? Supongo que llegado el momento habrías vuelto, de habértelo pedido. Pero así es esto de vivir en el infierno. No pude ni puedo pedírtelo, no pude ni puedo mandarte un telegrama. He estado en la Ciudad de México, en la COMPAÑÍA TELEGRÁFICA MEXICANA, y en Oaxaca, temblando y sudando en la oficina de correos, escribiendo telegramas toda la tarde, cuando había bebido lo suficiente para estabilizar mi mano, y no mandé ninguno. Y una vez tuve un teléfono tuyo en Los Ángeles y te llamé de larga distancia, en vano. En otra ocasión el teléfono se descompuso. ¿Y por qué no voy a los Estados Unidos? Estoy demasiado enfermo para ocuparme de los boletos, o para sufrir el trémulo delirio de las inacabables planicies de cactus. ¿Y para qué ir a morir a los Estados Unidos? Quizás no me importa que me entierren allá. Pero creo que es preferible morir en México.
A todo esto, ¿acaso me ves aún trabajando en el libro, empeñado todavía en hallar respuestas a preguntas como: ¿Existe una realidad ulterior, externa, consciente y siempre presente, etc. etc., que pueda ser comprendida por medios aceptables a todos los credos y religiones y apropiada para todos los climas y países? ¿O me encuentras entre la Misericordia y la Comprensión, entre Chesed y Binah (pero aún en Chesed) —con precario equilibrio, y el equilibrio lo es todo— trastabillando, oscilando sobre un espantoso vacío infranqueable, la trayectoria del todo imposible de trazar del relámpago de Dios que regresa a Dios? ¡Como si alguna vez hubiese estado en Chesed! Más bien en Qliphoth. ¡Cuando mi deber era producir volúmenes oscuros de versos titulados El triunfo de Humpty Dumpty o La nariz de la Donga luminosa! (1) O al menos, como Clare, “una visión de terror entretejida” …Hay un poeta frustrado en todo hombre. Aunque quizás no es mala idea, por lo menos en estas circunstancias, fingir que uno avanza en la magna obra sobre la “Sabiduría Secreta,” pues se puede señalar cuando nada se publica que en el título reside la explicación de esta deficiencia.
—Pero ¡ay del Caballero de la Triste Figura! Oh, Yvonne, no sabes de qué manera continua me hechiza el pensamiento de tu cantar, de tu ternura y alegría, de tu sencillez y camaradería, de tus talentos en mil cosas, de tu cordura esencial, tu desorden y tu pulcritud igual de excesiva, de los dulces comienzos de nuestro matrimonio. ¿Recuerdas la canción de Strauss que solíamos cantar? Una vez al año los muertos viven por un día. Oh vuelve a mí como aquella vez en mayo. Los Jardines del Generalife y los Jardines de La Alhambra. Y las sombras del destino que nos aguardaba cuando nos encontramos en España. El bar Hollywood en Granada. ¿Por qué Hollywood? Y el convento, allí: ¿por qué de Los Ángeles? Y en Málaga, la Pensión México. Y sin embargo, nada podrá jamás tomar el lugar de la unidad que llegamos a conocer y que Dios sabe debe existir todavía en alguna parte. Que sentimos aun en París —antes de la llegada de Hugh. ¿Es también eso una ilusión? Ya sé que estoy siendo completamente lacrimoso. Pero nadie puede tomar tu lugar; debería saberlo a estas alturas, me río mientras escribo esto, sea que te ame o no… A veces me veo poseído por un sentimiento de lo más poderoso, unos celos desesperados, salvajes, y cuando ahondo en ellos con la bebida, se convierten en un deseo de destruirme mediante mi propia imaginación, para por lo menos no ser presa de —fantasmas—
(Varios MESCALITOS después y de madrugada en el Farolito) …El tiempo es un falso curandero en cualquier caso. ¿Cómo puede nadie pretender hablarme de ti? Es imposible que conozcas la tristeza de mi vida. En el sueño y en la vigilia, siempre perseguido por la idea de que quizás necesites de mi ayuda, que no puedo darte, como yo necesito de la tuya, que no puedes darme, viéndote en visiones y en cada sombra, me he sentido obligado a escribirte esto, que nunca he de mandar, para preguntarte qué podemos hacer. ¿No te parece extraordinario? Y sin embargo —¿no nos debemos a nosotros mismos, a aquel nosotros que creamos más allá de nosotros, intentar de nuevo? ¡Ay de nosotros! ¿Qué fue del amor y el entendimiento que una vez fue nuestro? ¿Qué será de todo eso? —¿qué será de nuestros corazones? Sólo el amor da significado a nuestros pobres caminos en el mundo. No precisamente un gran descubrimiento, me temo. Pensarás que estoy loco, pero así es como bebo también, como si estuviera recibiendo un sacramento eterno. Oh, Yvonne, no podemos dejar que eso que tú y yo creamos se hunda en el olvido de este modo tan vil—
Alza tus ojos a las montañas, dice una voz que me parece oír. A veces, cuando veo llegar el pequeño avión rojo del correo, el que viene de Acapulco a las siete de la mañana, sobre los cerros extraños, o lo que es más probable, lo oigo —tan solo un breve rugido— mientras tiemblo, estremecido y agonizante en la cama (si acaso estoy en la cama a esas horas), extiendo el brazo balbuceando en busca del mescal, la bebida en que es casi imposible creer que sea real aun mientras me la bebo, y no sólo eso, sino la maravillosa previsión de dejarla al alcance de la mano la noche anterior, cada mañana pienso que tú estarás en ese avión, que has venido a salvarme. Luego la mañana transcurre y no has llegado. Pero ¡oh, cómo rezo pidiendo que vuelvas! Aunque pensándolo bien, no sé por qué vendrías de Acapulco. Pero, por el amor de Dios, Yvonne, escúchame, he bajado mis defensas, están vencidas por el momento —allá va el avión, lo oigo en la distancia, por un instante, más allá de Tomalín—, vuelve, vuelve. Dejaré de beber. Lo que sea. Me muero sin ti. Por el amor de Cristo Jesús, vuelve, óyeme, es mi grito, vuelve a mí, Yvonne, aunque sea por un día…
Lentamente, M. Laruelle comenzó a plegar la carta de nuevo, plisando los dobleces con cuidado entre el índice y el pulgar, luego, casi sin pensarlo, la arrugó del todo en el puño. Permaneció abstraído con la bola de papel en la mano, mirando a su alrededor. La escena dentro de la cantina había cambiado radicalmente en los últimos cinco minutos. Aunque por sus señas la tormenta amainaba, la Cervecería XX se había llenado de campesinos buscando refugio. No ocupaban las mesas, que permanecían vacías —pues aunque la proyección no recomenzaba, la mayor parte del público había vuelto a entrar a la sala, ya casi en silencio, como en anticipación inmediata— sino que se apiñaban cerca de la barra. Y la escena emanaba belleza y una suerte de misericordia, bajo la tenue luz tanto de las velas como de las bombillas eléctricas de la cantina. Un campesino tenía a dos niñas tomadas de la mano, mientras que el suelo estaba lleno de canastas, casi todas vacías y amontonadas, y el cantinero le ofrecía a la menor de las niñas una naranja: alguien salió, la niñita se sentó sobre la naranja, la puerta de la cantina se columpió una y otra vez en sus goznes. M. Laruelle miró su reloj —faltaba otra media hora para que llegara Vigil— y enseguida volvió su atención a los papeles arrugados que tenía en la mano. La frescura del aire lavado por la lluvia entró por las puertas de la cantina, podía oír las gotas que caían de los tejados y el agua que corría por los caños en la calle, y en la distancia nuevamente el ruido de la feria. Estaba a punto de volver a meter la carta arrugada entre las páginas del libro, cuando a medias ausente pero con un repentino impulso definitivo, la puso a la flama de la vela. La llamarada iluminó toda la cantina en una explosión de luz y las figuras en el bar —que incluían, ahora notaba, además de las niñitas y campesinos con membrillos o nopales, vestidos en ropa suelta y blanca y sombreros amplios, varias mujeres de luto que venían del cementerio, y algunos hombres de rostros oscuros en trajes oscuros con el cuello abierto y la corbata suelta— se iluminaron momentáneamente congeladas en un mural: todos dejaron de hablar y lo miraron con curiosidad, todos menos el cantinero, que por un instante dio señas de interponer una objeción, pero perdió interés cuando M. Laruelle puso la masa ardiente sobre el cenicero, donde hermosamente conformada, se dobló sobre sí misma, un castillo en llamas, para colapsarse y vencerse en un enjambre vivo a través del cual las chispas, como pequeños gusanos rojos, reptaban y volaban, mientras que unas cuantas briznas de ceniza flotaban en el humo ligero, un esqueleto vacío, ya apenas crepitante…
De pronto, desde afuera, una campana hizo sonar su voz antes de cesar abruptamente: ¡dolente… dolore!
Por encima de la ciudad, en la noche oscura y tempestuosa, la figura luminosa de la rueda de la fortuna comenzó a girar hacia atrás.
1) The Dong with the Luminous Nose, aliteración obscena del poema de Edward Lear “The Nose with the Luminous Dong”
LITERAL


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