La señora M
Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.
Pero una vez que la oí abrir la puerta con su lave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina. «Por si la necesita», dijo.
Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: «Qué buena persona es usted». «Bueno, bueno», dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. «Esto le irá bien», dijo, y añadió: «Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad». Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.
La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: «Ahora estoy bien, gracias a usted». «Bueno, no se ponga solemne —me interrumpió—, todo ha ido perfectamente». En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado un desgraciado rumbo. «Bah, se las hubiera arreglado de una u otra manera —contestó—, es usted muy terco. Mi padre se parecía a usted, así que sé muy bien de lo que hablo». Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: «Me temo que piensa demasiado bien de mí». «Oh, no —contestó—, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo». Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: «Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?». «Ah sí, muy mayor. Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla». A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. «Supongo que usted también es así», dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró muy atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: «Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo».
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