miércoles, 27 de octubre de 2021

Mary Beard / Emperatriz de Roma



Mary Beard
ANDREW TESTA / PANOS


Emperatriz de Roma

Mary Beard, experta en clásicos de la antigüedad, domina el género con sus estudios y críticas La británica sostiene que nuestros dilemas son los mismos que los de los tiempos de Cicerón


Jacinto Antón
28 de marzo de 2014

Mary Beard (Much Wenlock, Reino Unido, 1955) está considerada hoy en día la más relevante e influyente especialista en los clásicos de la antigüedad, pero también una mujer de armas tomar. Autora de obras de referencia como El triunfo romano o Pompeya, espléndidas monografías sobre el Partenón o el Coliseo, o una apasionante pesquisa sobre la pionera de los estudios clásicos Jane Harrison, es asimismo una persona con un impacto directo sobre la opinión pública a través de su columna en The Times y su seguidísimo (y a menudo tan divertido) blog en Internet, que ha dado origen ya a dos libros muy populares. Catedrática de Clásicas en Cambridge, Beard, editora de temas clásicos del Times Literary Supplement, es a la vez una crítica temible, que te zarandea una traducción de Tucídides como un terrier a un conejo, despedaza (con extrema propiedad todo hay que decirlo) una biografía de Adriano o descalifica a un prestigioso —y algo pomposo— estudioso del mundo aqueménida sin que le tiemble el pulso. Tras observar cómo trata a gente tan docta en su último libro La herencia viva de los clásicos (Crítica), me dirijo a la entrevista con Mary Beard comprensiblemente acongojado, con la negra ansiedad en la grupa, que diría Horacio (“post equitem sedet atra cura”).

La historiadora vive a las afueras de Cambridge, en un tranquilo barrio de bonitas casitas, puro territorio Mister Chips, con chimeneas y amplias bibliotecas, en el que todos sus habitantes parecen ser profesores eruditos que consagran las tardes a releer a Eurípides, en griego. Por el temor a llegar tarde a la cita arribo tan pronto que tengo que esperar dando vueltas por el vecindario, cargando las flores que he comprado para propiciar a la estudiosa y también por compensarla un poco de la sucia campaña de ataques —con insultos misóginos y comentarios infames sobre su aspecto físico— que ha recibido de los troles de Internet tras hablar positivamente de los inmigrantes en un programa de la BBC. Llamo al final a la puerta y abre Beard. Me parece más joven, delgada y atractiva que en las fotos, pero igual de despeinada. Con algo de sibila, me digo, aunque trato de borrar de mi cabeza su descripción de cómo se sentaba la Pitia en su trípode con las piernas abiertas para que los vapores del espíritu profético pudieran entrarle en la vagina. La sigo por el recibidor y un pasillo lleno de libros apilados en el suelo y descendemos por una escalera hasta la amplia y abigarrada cocina —en un estante puedo ver una pequeña vitrina con dos mustélidos disecados— presidida por una larga mesa en la que se amontonan volúmenes de historia y papeles. No hay vino de una jarra sabina: la clasicista se prepara un café y me sirve un té. Le señalo un cuervo de plástico encima de la nevera, y, en un momento de feliz inspiración, le pregunto si es el de aquel pillo que se lo presentó a Augusto y que graznaba dando vivas al victorioso ganador de la batalla de Actium y vencedor de Antonio; previsor, el tipo tenía otro preparado que a quien adulaba era a Antonio, por si acaso (la historia la recoge ella en La herencia viva de los clásicos, en un capítulo sobre el sentido del humor de Augusto). Sonríe (he ganado un punto) y me relajo un poco.

Los romanos fueron sus grandes críticos. Es el propio Tácito el que dice lo de ‘crean un desierto y lo llaman paz

El conocimiento de los clásicos antiguos ha tenido tradicionalmente un marchamo de high class en Reino Unido, apunto. “De alguna manera sigue siendo un sello de buena educación, el latín y el griego eran una forma de entrar en una élite sociocultural, aquí y en otras partes. La paradoja es que el conocimiento de los clásicos marca una frontera en el nivel de educación de una persona, pero a la vez está más extendido de lo que la gente admite”. Ante mi cara de sorpresa continúa con un brillo divertido en sus ojos grises —pura Atenea glaucopis—: “Los clásicos han invadido la cultura popular, desde la sitcom de 1969 de gran éxito Up Pompeii a la nueva comedia romana Plebs, pasando por tantas películas de sword & sandals, péplums. O ese Gladiator que tanto te gusta. En realidad, una cosa que muchos compartimos es haber sido conquistados por Roma. Eso hace que Asterix sea tan popular. La gente manifiesta una gran aprensión ante los clásicos, un miedo injustificado de que son extraños y difíciles, pero en realidad sabe mucho más de ellos de lo que cree. Todo el mundo sabe lo que son los gladiadores y no hay nadie que no reconozca lo que es una columna: sabes que estás ante un museo o un banco”. Levanto la cabeza del bloc y capto el malicioso destello de broma en la mirada de Beard. “En realidad usamos la cultura clásica todo el rato, aunque no nos demos cuenta. Hay que hacer a la gente más consciente de eso. Los bloques de construcción del mundo occidental tienen mucho que ver con los clásicos. Piensa en Dante, por ejemplo. Hay que estar en contacto con la cultura romana para formar parte de la civilización occidental. ¿Sabrías qué representa un cuadro con una mujer abrazada por un cisne si no conoces los clásicos?, ¿entenderías por qué es un cisne y no un pollo?”. Aprovecho la referencia a Leda y Zeus camuflado de ave y copulando complejamente para preguntarle por la obsesión romana por esa extraña pareja. “Es sexo extremo”, zanja.

“Nuestros dilemas son los mismos de los romanos”, continúa. “En el 63 antes de Cristo, Cicerón salvó la República conculcando el Estado de derecho, la ley. ¿Cuán lejos debemos llegar en suspender la ley, las garantías, para salvar al Estado? Guantánamo es Cicerón. Cuando pones juntos a Cicerón y el 11-S los estudiantes enseguida lo entienden. Compartimos muchas cosas con los romanos. Eso no es raro. Porque en buena medida hemos aprendido a actuar leyendo a Cicerón. Hemos aprendido a resolver nuestros dilemas morales, a pensar nuestras cosas, a través de los clásicos. Ciertamente, hay también otras influencias en la cultura moderna. No estamos prisioneros del mundo clásico”. Se refiere al cristianismo, claro. “Sí, y el judaísmo y tantas otras cosas. Pero hemos heredado el pensamiento griego y romano y a gente que ha hablado con ellos, que los ha leído y asimilado. Gladstone leía a Homero cada noche. Y esa lectura condicionaba su forma de pensar y hacer. No es solamente que los grandes pensadores y políticos que nos han influido estuvieran a su vez influenciados por los clásicos, es que los clásicos son herramientas para entender a esas figuras de nuestro mundo, lo que pensaban y por qué actuaban como lo hicieron”.

Los romanos tenían muchas cosas admirables, desde luego, acueductos, carreteras, el derecho, etcétera, pero ¿cómo podían juntar refinamiento y sabiduría con violencia como lo hicieron? “Eso es lo complejo, lo difícil, ver que eran tan parecidos y sin embargo presentaban algunos rasgos que nos inquietan. Hay que decir, sin embargo, que los romanos fueron los grandes críticos de sí mismos. Había muchas voces en Roma contra la corrupción, el militarismo, la injusticia”. Vaya, ¿por ejemplo? “Tácito. Recuerda el discurso de Calgaco, el jefe britano, que recoge en las páginas de Agrícola. ‘Los romanos, cuya soberbia en vano se evita con la obediencia y el sometimiento. Saqueadores del mundo, si el enemigo es rico se muestran codiciosos, si es pobre, despóticos’. Un discurso que culmina con las célebres palabras ‘a la rapiña, el asesinato y el robo los llaman por mal nombre gobernar y donde crean un desierto, lo llaman paz” (atque ubi solitudinem faciunt, pacem apellant). “¡Qué gran encapsulación de la conquista imperial! Lo más grande es que por supuesto esa arenga a las tropas que pone en boca del líder enemigo es en realidad obra suya, de Tácito. Lo admiro mucho, especialmente al autor de los Anales”.

¿Si nos encontráramos con un antiguo romano nos entenderíamos con él?, aparte de soportar difícilmente su aliento —Beard ha explicado que tenían muy mala higiene bucal—. “Es la gran pregunta, nunca lo sabremos. A veces son como nosotros, cuando lees las cartas privadas de Cicerón no es difícil pensar que es alguien con quien podrías cenar esta noche. Y otras, cuando ves cómo ese mismo Cicerón castigaba a sus esclavos o trataba a su hija, parece haber una gran distancia”. Un elemento que nos los acerca y al cual Mary Beard dedica su próximo libro es el humor. “Algunas bromas romanas son incomprensibles, pero sorprendentemente muchas parecen de hoy mismo y son chistes de hace 2.000 años”. Vaya, y ¿cómo era el humor romano? “Muy Monty Python, un punto absurdo, surrealista”. Cuéntenos un chiste romano, va. “Vale: ‘¿Pero no estabas muerto?’, ‘ya ves que no’, ‘no sé, no sé, me fío mucho de la persona que me lo dijo”.

Beard ha hecho una cierta reivindicación de algunos de los personajes más denostados de la historia romana. “Bueno, no imagino que Calígula fuera un tipo agradable. O Nerón. Pero la reputación de los emperadores estaba determinada por el que le sucedió. En caso de asesinato, el sucesor debía hacer propaganda negra del anterior. En términos de sucesión de poder tenías que decir que la muerte, el asesinato, del que te había precedido fue necesaria. Tiberio hizo bueno a Augusto que murió en la cama (quizá con alguna discreta ayuda), Claudio malo a Calígula. La historia está escrita por los sucesores”.

El secreto de las legiones era una combinación de poder de fuego, disciplina brutal y colaboración con las élites locales

Aprovechando el palo que le da a la serie Yo, Claudio por alguna morbosa escena de, precisamente, Calígula —y que ella achaca al guionista y no a Robert Graves—, le digo a Mary Beard que es una crítica muy dura. “Es cierto que puedo parecerlo, pero tengo una regla de oro: nunca escribo nada que no diría a la cara”.

Con la intimidad que da la cocina y hablar de Virgilio, me atrevo a preguntarle a Beard por la violación que sufrió de adolescente en un viaje estudiantil a Italia, en un tren en ruta a Milán, un episodio del que ella misma ha escrito y que parece tener bien conjurado. “No hubo violencia, sino abuso de poder, y eso me reportó que algunos dijeran que yo había consentido. En realidad fue una violación en toda regla, como la de Lucrecia. Los clásicos lo hubieran entendido así perfectamente”.

Volvemos al sexo en Roma. Le digo que tengo un amigo que se ha hecho adicto al sexo romano, de tanto ver las series Roma y Spartacus, y la hago reír. “¡No me extraña! La antigua Roma ha sido muchas veces excusa y cobertura para pornografía. El caso es que lo romano parece todo desmesurado, larger than life, si me permites la expresión, los edificios, las esculturas, y también el sexo”. En la exposición sobre Pompeya en el British Museum, recuerda Beard, lo que más impactó a la gente fue la escultura de Pan copulando con una cabra en posición del misionero. “Una pieza así no se podría colocar en el museo, pero como son romanos…”. ¿Nos sorprendería lo que los romanos hacían en la cama? “No sabría decirte, no lo sé, ¿acaso sabemos todo lo que se hace y lo que no en nuestros días? En realidad oigo a gente y no doy crédito a lo que dicen que hacen. Supongo que exagerarán, pero no sé. Las reglas sexuales, lo que puedes hacer y no en una sociedad, son muy complejas. No sabemos lo que pasaba en la intimidad de un baño romano. La idea de que Roma era un lugar de gran libertad sexual es un cliché, como la participación de Mesalina en un concurso de putas. Mucho de eso son imágenes creadas por los cristianos para denostar el paganismo. Es cierto que los hombres romanos tenían miedo a la penetración, pero era una cuestión de posición”. Me quedo masticando la polisemia (es sabido que los ciudadanos romanos podían, ejem, penetrar, pero ser penetrados por alguien inferior socialmente se veía como humillante). “Los romanos no tenían el sentido de pecado cristiano evidentemente, pero vergüenza sí y culpabilidad también, aunque fuera otra”. Hablando de vergüenza, parece que la calvicie les provocaba mucha. “Sí, era algo insoportable para ellos, a Julio César lo desazonaba en gran manera. Había muchos chistes de calvos, nosotros los hacemos más de los sordos”.

¿El amor era igual? “El romántico en el sentido que le damos nosotros es una creación muy posterior, pero existía un amor muy intenso como prueban las lápidas funerarias y los poemas. Pero no es Sylvia Plath”.

Quedan tantos temas, ¡y se nos acaba el tiempo! (Beard tiene un compromiso académico). ¿Cuál era el secreto militar de las legiones? “Una combinación de poder de fuego, entrenamiento brutal y colaboración con las élites locales, que probablemente era lo más importante”. ¿El episodio más excitante de la historia de Roma? “¿Excitante?… Bueno, en un sentido muy gore escogería a Fulvia, la mujer de Marco Antonio, cosiendo a puñaladas con su horquilla del pelo la lengua de Cicerón en su cabeza decapitada”. Uh. ¿El romano más grande? “Es difícil elegir uno sin caer en el síndrome del gran hombre (grandes conquistadores = grandes carniceros). Mi personaje favorito es Eurysaces, un panadero”.

Marcho de casa de Mary Beard apurando preguntas mientras ella se apresura como un improbable cruce de Boadicea y Cenicienta. Amplus mulier. ¡Qué gran mujer!



Jacinto Antón

Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.


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