Mary Beard
Expansión, soldados y ciudadanos
De manera indirecta y con rodeos, Livio, que a veces parece lento y pesado en su análisis, ofrece una respuesta perspicaz a las preguntas de qué era lo que hacía tan buenos a los ejércitos romanos de este período obteniendo victorias y de cómo pudo Roma extender su control tan rápidamente sobre gran parte de Italia. Esta es una de las pocas ocasiones en que mira por debajo de la superficie de la narración y menciona los factores estructurales y sociales subyacentes, desde la organización del mando romano hasta los recursos de Roma en cuanto a efectivos. Vale la pena insistir un poco más en el argumento de Livio, reflexionar sobre lo que fue, retrospectivamente, el inicio del Imperio Romano.
Dos cosas están claras y socavan un par de engañosos mitos modernos acerca del poder y el «carácter» romano. En primer lugar, los romanos no eran por naturaleza más beligerantes que sus vecinos y contemporáneos, como tampoco eran por naturaleza mejores constructores de carreteras y puentes. Es cierto que la cultura romana valoraba sobremanera —para nosotros, de forma incómoda— el éxito en el combate. Celebraban reiteradamente el coraje, la valentía y la violencia mortal en batalla, desde el general victorioso desfilando por las calles con la muchedumbre vitoreando la procesión triunfal hasta los soldados rasos exhibiendo sus cicatrices de guerra en medio de debates políticos con la esperanza de añadir peso a sus argumentos. A mediados del siglo IV a. C. la base de la plataforma principal para los oradores en el foro estaba decorada con espolones de bronce de naves de guerra enemigas capturadas en la ciudad de Antium durante la guerra latina, como símbolo de la fundación militar del poder político romano. La palabra latina para «espolones», rostra , se convirtió en el nombre de la plataforma y dio lugar al término inglés moderno rostrum (tribuna).
No obstante, sería ingenuo imaginar que los demás pueblos de Italia eran diferentes. Eran grupos muy dispares, mucho más variados en cuanto a lengua, cultura y organización política, de lo que implica la palabra simplificada «itálicos». Pero a juzgar por lo relativamente poco que sabemos sobre la mayoría de ellos, por el equipamiento militar encontrado en sus tumbas o por las pasajeras referencias literarias a sus botines, guerra y atrocidades, estaban tan comprometidos con el militarismo como los romanos y probablemente tan sedientos de ganancias. Aquel era un mundo en el que la violencia era endémica, las escaramuzas con los vecinos eran acontecimientos anuales, el saqueo era una importante fuente de ingresos para todo el mundo y la mayoría de disputas se resolvían por la fuerza. La ambivalencia de la palabra latina hostis capta a la perfección la confusa frontera entre «el forastero» y «el enemigo». Lo mismo ocurre con la expresión latina para indicar «en casa y en el extranjero» — domi militiaeque — en la que «en el extranjero» ( militiae ) no se distingue de «en campaña militar». La mayoría de pueblos de la península sin duda compartía esta confusión. Estar fuera de la tierra natal era siempre (potencialmente) estar en guerra.
En segundo lugar, los romanos no planearon conquistar y controlar Italia. No hubo ninguna camarilla romana en el siglo IV a. C. que se sentase con un mapa tramando apoderarse de extensiones territoriales tal como asociamos hoy a los Estados-nación imperialistas de los siglos XIX y XX . Para empezar, tan simple como suena, no tenían mapas. Lo que esto supone en cuanto a su manera, o a la de cualquier otro pueblo «precartográfico», de concebir el mundo que les rodeaba, o solo más allá de sus horizontes, es uno de los grandes misterios de la historia. Soy propensa a escribir sobre la expansión del poder romano por la península Itálica, pero nadie sabe cuántos, o para ser más realistas cuán pocos, romanos de aquella época pensaban en su patria como parte de una península de la manera en que nosotros la imaginamos. Una versión rudimentaria de esta idea quizá esté implícita en las referencias que la literatura del siglo II a. C. hace del Adriático como Mar Superior y del Tirreno como Mar Inferior, pero esto indica sobre todo una orientación diferente de la nuestra: este-oeste en vez de norte-sur.
Estos romanos veían su expansión más como un cambio de relaciones con otros pueblos que como control de territorio. Evidentemente, el creciente poder de Roma transformó drásticamente el paisaje de Italia. Pocas cosas había más obviamente transformadoras que la recién construida carretera romana que atravesaba campos vacíos, o la tierra anexionada y repartida entre los nuevos colonos. Resulta práctico medir el poder romano en Italia entérminos de zonas geográficas. Sin embargo, el dominio romano se ejercía básicamente sobre las personas, no sobre los lugares. Como Livio comprendió, las relaciones que los romanos establecieron con aquellos pueblos fueron la clave de la dinámica de la expansión romana primitiva. Los romanos impusieron una obligación a todos aquellos que estaban bajo su control: a saber, proporcionar tropas para los ejércitos romanos. De hecho, para la mayoría de los derrotados por Roma y forzados, o invitados, a formar algún tipo de «alianza», la única obligación a largo plazo parece que fue la provisión y manutención de soldados. Roma no tomó estos pueblos de ninguna otra manera, no tenían fuerzas de ocupación romanas ni gobierno impuesto por los romanos. Es imposible saber por qué se eligió esta forma de control, pero es improbable que implicase ningún cálculo estratégico especialmente sofisticado. Fue una imposición cómoda que afianzó el dominio romano sin requerir demasiadas estructuras administrativas romanas y sin personal extra que gestionar. Las tropas que aportaban los aliados las formaban, equipaban y en parte comandaban los hombres del lugar. Cualquier otra forma de tributación habría sido mucho más ardua y trabajosa para los romanos; el control directo de los derrotados habría sido aún más costoso.
Es muy posible que los resultados no fueran intencionados, pero fueron arrolladores y revolucionarios. Este sistema de alianzas se convirtió en un mecanismo efectivo para transformar a los enemigos derrotados por Roma en parte de su creciente máquina militar, dando al mismo tiempo a aquellos aliados una participación en la empresa romana, gracias al botín y la gloria compartida en caso de victoria. Una vez iniciado el éxito militar, los romanos consiguieron que se sustentase a sí mismo, de un modo que ninguna otra ciudad antigua había hecho jamás de forma sistemática. El factor más singular y relevante que había detrás de la victoria en este período no era la táctica, ni el equipamiento, ni la habilidad, ni siquiera la motivación, sino la cantidad de hombres que uno podía desplegar. A finales del siglo IV a. C., los romanos tenían probablemente poco menos de medio millón de tropas disponibles (comparados con los aproximadamente 50 000 soldados de Alejandro en sus campañas orientales, o quizá los 100 000 cuando los persas invadieron Grecia en 481 a. C.). Esto les hizo casi invencibles en Italia: podían perder una batalla, pero no una guerra. O como lo expresó un poeta romano en la década de 130 a. C.: «El pueblo romano ha sido derrotado a menudo por la fuerza y vencido en muchas batallas, pero nunca en una guerra real de la que todo depende».
Sin embargo, había otras implicaciones de gran alcance en la manera en que los romanos definían sus relaciones con otros pueblos de Italia. Los «aliados», que no tenían más compromiso que el de proporcionar efectivos, eran los más numerosos, pero eran solo una de las categorías implicadas. A algunas comunidades de las amplias zonas del centro de Italia, los romanos extendieron la ciudadanía romana. A veces esto suponía plenos derechos y privilegios, entre ellos el derecho a votar o a presentarse a las elecciones romanas sin dejar de ser al mismo tiempo ciudadano de una ciudad local. En otros casos, se ofrecía una forma de derechos más limitada conocida como «ciudadanía sin voto», o civitas sine suffragio (expresión que habla por sí misma). También había gente que vivía en territorios conquistados en asentamientos conocidos como colonias ( coloniae ), que no tenían nada que ver con las colonias entendidas en el sentido moderno de la palabra, sino que eran ciudades nuevas (o expandidas) compuestas normalmente por una mezcla de población local y de colonos de Roma. Había unos pocos que tenían el pleno estatus de ciudadanía romana. La mayoría tenía lo que se conocía como derechos latinos. No era ciudadanía como tal, sino un paquete de derechos que, según se creía, compartían las ciudades latinas desde tiempos inmemoriales, posteriormente definidos como matrimonio mixto con los romanos, derecho mutuo de establecer contratos, libre movimiento, etc. Era una posición intermedia entre tener la plena ciudadanía y ser un extranjero, u hostis .
También es difícil saber cómo se originó este complicado mosaico de diferentes estatus. Los autores romanos del siglo I a. C., seguidos de los juristas modernos, solían considerarlos como parte de un sistema altamente técnico y cuidadosamente calibrado de derechos y responsabilidades civiles. Pero sin duda es producto de una posterior racionalización legal. Es inconcebible que hombres del siglo IV a. C. se sentasen a debatir las implicaciones exactas de la civitas sine suffragio o los privilegios concretos que iban emparejados a la pertenencia a una colonia «latina». Es mucho más verosímil que improvisasen sus nuevas relaciones con diferentes pueblos del mundo exterior utilizando y ajustando sus ya existentes y rudimentarias categorías de ciudadanía y etnicidad.
Sin embargo, las implicaciones fueron, una vez más, revolucionarias. Al extender la ciudadanía a pueblos que no tenían conexiones territoriales directas con la ciudad de Roma, rompieron el vínculo, que la mayoría de personas del mundo antiguo daba por sentado, entre ciudadanía y una sola ciudad. De una forma sistemática, entonces sin parangón, hicieron posible no solo convertirse en romano sino también ser ciudadano de dos lugares a la vez: la ciudad natal y Roma. Y al crear nuevas colonias latinas por toda Italia, redefinieron la palabra «latino» de manera que ya no representaba una identidad étnica sino un estatus político sin relación alguna con la raza ni con la geografía. Esto preparó el escenario para un modelo de ciudadanía y «pertenencia» que tuvo enorme importancia para las ideas de gobierno, derechos políticos, etnicidad y«nacionalidad» romanos. Este modelo se extendió poco después a territorios de ultramar y finalmente apuntaló al Imperio Romano.
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