Yasmina Khadra
EL ATENTADO
Ignoro cuántas personas han pasado por mi mesa de operaciones. Cada vez que acababa con una, los batientes de la puerta del quirófano se abrían para dejar pasar otra camilla. Algunas intervenciones no han durado mucho, pero otras me han dejado agotado. Tengo calambres por todas partes y un hormigueo en las articulaciones. Hubo ratos en que la vista se me enturbiaba y me sentía mareado. Sólo cuando un pequeño estuvo a punto de morírseme, creí razonable ceder mi puesto a un sustituto. En cuanto a Kim, se le han quedado entre las manos tres pacientes, uno tras otro, como si un sortilegio se entretuviera haciendo añicos sus esfuerzos. Salió de la sala 5 maldiciéndose. Creo que subió a su despacho a llorar a lágrima viva.
Según Ezra Benhaím, el número de muertos debe revisarse al alza. Vamos por diecinueve defunciones —entre ellas once escolares que festejaban el cumpleaños de una compañera en el local—, cuatro amputaciones y treinta y tres ingresos en situación crítica. Unos cuarenta heridos han sido recogidos por sus familiares, otros han regresado a su casa por sus propios medios tras los cuidados de urgencia.
En la sala de espera, los familiares se comen las uñas yendo y viniendo por la sala como sonámbulos. La mayoría no parece totalmente consciente de la magnitud de la catástrofe que acaba de golpearlos. Una madre, loca de dolor, se agarra a mi brazo con mirada incisiva. «¿Cómo está mi niña, doctor? ¿Se va a salvar?…» Acude un padre cuyo hijo está en reanimación. Quiere saber por qué la operación dura tanto. «Hace horas que está ahí dentro. ¿Qué le están haciendo?» Las enfermeras sufren el mismo acoso. Hacen todo lo que pueden por calmar los ánimos y prometen obtener las informaciones que se les reclaman. Una familia me pilla tranquilizando a un anciano y se abalanza sobre mí. Debo batirme en retirada, salir por el patio interior y rodear todo el edificio para regresar a mi despacho.
Kim no está en el suyo. La busco en el de Ilan Ros, que no la ha visto, ni las enfermeras tampoco.
Me cambio para irme a mi casa.
En el aparcamiento, los policías van y vienen en una especie de sordo frenesí. El chisporroteo de sus radios salpica el silencio. Un oficial da instrucciones desde un 4 × 4 , con el fusil de asalto sobre el salpicadero.
Llego hasta mi coche, embriagado por la brisa nocturna. El Nissan de Kim está aparcado donde lo encontré esta mañana, con las ventanas delanteras medio bajadas por el calor. Deduzco que sigue en el hospital, pero estoy demasiado cansado para buscarla.
Al salir del hospital, la ciudad parece serena. El drama que acaba de estremecerla no ha alterado sus costumbres. Colas interminables de coches tienen copada la carretera de circunvalación de Petah Tiqwa. Los cafés y restaurantes rebosan de gente. Los noctámbulos invaden las aceras. Giro hacia la avenida Gevirol hasta Bet Sokolov, donde un control obliga a los conductores a rodear el barrio de Haqirya, aislado del resto de la ciudad por un drástico dispositivo de seguridad. Consigo colarme hasta la calle Hasmonaím, envuelta en un silencio sideral. Puedo ver de lejos el local de comida rápida que elkamikaze ha hecho volar por los aires. La policía científica analiza el lugar de la matanza y va tomando muestras. Todo el frontal del restaurante está destrozado. El techo se ha desmoronado sobre la parte trasera, rayando la acera con regueros negros. Una farola arrancada de cuajo cruza la calzada sembrada de residuos de todo tipo. El impacto ha sido de una violencia inaudita; los cristales de los edificios circundantes se han hecho añicos y algunas fachadas están desconchadas.
—No se quede ahí —me ordena un poli surgido de no sé dónde.
Barre mi vehículo con su linterna, la dirige hacia la matrícula y luego hacia mí. Da instintivamente un paso hacia atrás y se lleva la mano a la pistola.
—No haga ningún gesto brusco —me advierte—. Quiero ver sus manos sobre el volante. ¿Qué hace usted por aquí? ¿No ve que la zona está acotada?
—Regreso a mi casa.
Un segundo agente acude en su ayuda.
—¿Por dónde se ha colado éste?
—¡Y yo qué puñetas sé! —dice el primero.
El segundo poli pasea a su vez su linterna sobre mí, me echa una mirada torva y desconfiada.
—¡Sus papeles!
Se los alargo. Los comprueba y vuelve a enfocarme con su linterna. Mi nombre árabe le preocupa. Siempre ocurre lo mismo tras un atentado. Los maderos están con los nervios de punta y las caras sospechosas exacerban su susceptibilidad.
—Salga —me ordena el primer agente— y póngase de cara al coche.
Obedezco. Me empuja con fuerza contra el techo del vehículo, me aparta las piernas con su pie y me somete a un cacheo sistemático.
El otro abre y registra el maletero.
—¿De dónde viene?
—Del hospital. Soy el doctor Amín Jaafari, soy cirujano en Ichilov. Acabo de salir de la sala de operaciones. Estoy reventado y quiero volver a mi casa.
—Está bien —dice el otro policía cerrando el maletero—. No hay nada extraño por aquí.
El otro se niega a que me vaya así porque sí. Se aleja un poco y comunica a la central mi filiación y la información contenida en mi permiso de conducir y mi carné profesional. «Es un árabe nacionalizado israelí. Dice que acaba de salir del hospital en el que es cirujano… Jaafari, con dos aes… Comprueba en Ichilov…» Regresa a los cinco minutos, me devuelve los papeles y me pide en tono perentorio que dé media vuelta sin mirar atrás.
Llego a casa hacia las once, mareado de cansancio y de despecho. De regreso, me han interceptado cuatro patrullas y registrado minuciosamente. Por más que presentara mis papeles y diera a conocer mi profesión, los polis sólo se fijaban en mi cara. Durante un momento, un joven agente que no soportaba mis protestas me apuntó y amenazó con saltarme la tapa de los sesos si no cerraba el pico. Tuvo que intervenir enérgicamente el oficial, que lo puso en su sitio.
Me siento aliviado al llegar sano y salvo a mi calle.
Sihem no me abre. No ha regresado de Kafr Kanna. Tampoco ha venido la asistenta. Mi cama está deshecha, tal como la dejé esta mañana. No hay mensaje en el contestador del teléfono. Tras una jornada tan agitada como la que acabo de vivir, la ausencia de mi mujer no me preocupa más de la cuenta. A menudo le da por prolongar la estancia en casa de su abuela. A Sihem le encanta la finca y las veladas nocturnas sobre un cerro bañado por la luz tranquila de la luna.
Me cambio de ropa en el dormitorio y me detengo a mirar la foto de Sihem que preside la mesilla de noche. Su sonrisa es amplia como un arco iris, pero no así su mirada. La vida no la ha tratado bien. Huérfana de madre con dieciocho años —que murió de cáncer—, y de padre, fallecido en un accidente de carretera unos años después, tardó una eternidad en aceptarme como marido. Temía que el destino, que se había ensañado con ella, la volviera a desarmar. Tras un decenio largo de vida conyugal, y a pesar del amor que le profeso, sigue temiendo por su felicidad, convencida de que cualquier cosa podría echarlo todo a perder. Sin embargo, la suerte no deja de favorecernos. Cuando Sihem se casó conmigo, mi única fortuna era un viejo coche asmático que no paraba de averiarse. Vivíamos en un barrio proletario donde los apartamentos tenían poco que envidiar a una madriguera. Nuestro mobiliario era de formica y no todas las ventanas tenían cortinas. Hoy tenemos una magnífica vivienda en uno de los barrios más encopetados de Tel Aviv y una cuenta corriente bastante saneada. Todos los veranos nos escapamos a un país de jauja. Conocemos París, Frankfurt, Barcelona, Amsterdam, Miami y el Caribe, y tenemos un montón de amigos a los que queremos y que nos quieren. A menudo invitamos a gente a casa, y nos invitan a saraos de sociedad. He conseguido hacerme una reputación honorable y me han premiado varias veces por mis trabajos científicos y la calidad de mis servicios. Sihem y yo mantenemos una íntima amistad con notables de la ciudad, con autoridades civiles y militares y hasta con figuras del espectáculo.
—Sonríes como la suerte, cariño —digo dirigiéndome al retrato—. Bastaría con que cerrases los ojos de vez en cuando.
Me beso el dedo, lo pongo sobre la boca de Sihem y me meto en el cuarto de baño. Permanezco unos veinte minutos bajo el agua ardiente de la ducha y luego, envuelto en mi albornoz, comisqueo un bocadillo en la cocina. Tras cepillarme los dientes, regreso al dormitorio, me meto en la cama y tomo una pastilla para dormir el sueño de los justos…
El teléfono suena dentro de mi cabeza como una perforadora, sacudiéndome de pies a cabeza como si fuera una descarga de electrochoque. Aturullado, busco a tientas la luz sin localizarla. El teléfono sigue exacerbando mis sentidos. Una ojeada al despertador me informa de que son las tres y veinte de la mañana. Vuelvo a tender la mano en la oscuridad sin saber si debo descolgar o encender.
Vuelco algo sobre la mesa camilla y, tras varios intentos, consigo hacerme con el auricular.
El silencio que sigue casi me despabila.
—¿Diga?…
—Soy Naveed —me dice un hombre al otro lado de la línea.
Tardo algo en reconocer la voz rasposa de Naveed Ronnen, un alto cargo de la policía. La pastilla que he tomado me tiene entumecido el cerebro. Tengo la impresión de estar dando vueltas a cámara lenta en alguna parte y que, suspenso entre el adormecimiento y la somnolencia, el sueño en que andaba metido se dispersa entre otros sueños inextricables, deformando hasta la ridiculez la voz de Naveed Ronnen que, esta noche, parece surgir de un pozo.
Aparto la sábana para poder sentarme. La sangre me late sordamente en las sienes. Debo sondear en lo más hondo de mi ser para disciplinar mi jadeo.
—¿Sí, Naveed?…
—Te llamo desde el hospital. Te necesitamos aquí.
En la penumbra de mi habitación, las agujas fosforescentes del despertador se enredan segregando una estela verdosa.
El auricular me pesa en el puño como si fuera un yunque.
—Acabo de acostarme, Naveed. Me he pasado el día operando y estoy reventado. El doctor Ilan Ros está de guardia. Es un excelente cirujano…
—Lo siento, tienes que venir. Si no te encuentras bien, mando a alguien a buscarte.
—No creo que sea necesario —contesto revolviéndome la cabellera.
Oigo a Naveed carraspear al otro lado de la línea y percibo el jadeo de su respiración. Voy lentamente recobrando el sentido y la visión a mi alrededor.
Veo por la ventana una nube deshilachada intentando envolver la luna. Más arriba, miles de estrellas se creen luciérnagas. Ni un ruido altera la calle, como si la ciudad hubiese sido evacuada mientras dormía.
—¿Amín?…
—¿Sí, Naveed?
—Nada de excesos de velocidad. Nos sobra tiempo.
—Si no es urgente, por qué…
—Por favor —me interrumpe—. Te espero.
—De acuerdo —digo sin pretender enterarme—. ¿Puedes hacerme un pequeño favor?
—Depende…
—Avisa a tus controles y a las patrullas de que voy a pasar. Tus hombres me parecieron muy nerviosos antes, cuando regresé a casa.
—¿Sigues con el mismo Ford blanco?
—Sí.
—Voy a darles un toque.
Cuelgo y me quedo un rato mirando el auricular, intrigado por la llamada y el tono impenetrable de Naveed. Luego, me pongo las zapatillas y voy al cuarto de baño a lavarme la cara.
En el patio de urgencias, dos coches de policía y una ambulancia se devuelven los destellos de sus faros giratorios. Tras el tumulto del día, el hospital ha recuperado su aspecto sepulcral. Agentes uniformados hacen tiempo, unos chupeteando un pitillo y otros de brazos cruzados dentro de sus vehículos. Dejo mi coche en el aparcamiento y me dirijo hacia la recepción. La noche ha refrescado algo y llega hasta aquí una subrepticia brisa marina cargada de hedores dulzones. Reconozco la silueta desgarbada de Naveed Ronnen de pie en la escalera. Tiene el hombro claramente inclinado sobre la pierna derecha, cuatro centímetros más corta desde hace diez años debido a un percance profesional. Fui yo quien se opuso a la amputación. Por entonces, acababa de ganarme sin dificultad mis galones de cirujano tras una serie de operaciones exitosas. Naveed Ronnen fue uno de mis pacientes más afectuosos. Tenía una moral de acero y un sentido del humor sin duda algo discutible pero perseverante. Fue quien me contó los chistes de polis más subidos de tono que conozco. Más adelante, operé a su madre, y eso nos unió aún más. Desde entonces me confía a todos los colegas y parientes que deben pasar por el quirófano.
Tras él está el doctor Ilan Ros, apoyado en el marco de la puerta de entrada. La luz del vestíbulo acentúa su grotesco perfil. Con las manos en los bolsillos de su bata y la tripa que le llega a las rodillas, mira fijamente el suelo con aire ausente.
Naveed baja un escalón para venir a mi encuentro. También lleva las manos en los bolsillos. Su mirada evita la mía. Su actitud no presagia nada bueno.
—Bueno —digo de entrada para ahuyentar el presentimiento que me acaba de embargar—, subo ahora mismo a cambiarme.
—No es necesario —me dice Naveed con voz desentonada.
A menudo me he topado con su semblante descompuesto cuando me ha traído a alguno de sus colegas en camilla, pero el que trae ahora supera todos los anteriores.
Un escalofrío me rasga la espalda antes de reptar furtivamente hasta mi pecho.
—¿El paciente ha fallecido? —pregunto.
Naveed pone finalmente sus ojos en mí. Pocas veces los he visto tan tristes.
—No hay paciente, Amín.
—Entonces, ¿por qué me has sacado de la cama a estas horas si no hay nadie a quien operar?
Naveed no sabe cómo empezar. Su turbación incrementa la del doctor Ros, que empieza a agitarse con fastidio. Los miro de hito en hito, cada vez más irritado por sus misteriosos modales y su creciente malestar.
—¿Alguien me va a explicar de una vez lo que está pasando?
El doctor Ros se despega bruscamente de la pared y alcanza la recepción, donde dos enfermeras que están claramente al acecho fingen consultar la pantalla de su ordenador.
Naveed saca fuerzas de flaqueza y me pregunta:
—¿Sihem está en casa?
Noto cómo me flaquean las pantorrillas, pero me repongo al instante.
—¿Por qué?
—¿Está en casa, Amín?
El tono pretende ser insistente, pero la mirada se le enturbia.
Una gélida garra me retuerce las tripas. Mi nuez, atascada en el gaznate, me impide tragar.
—Aún no ha regresado de casa de su abuela —digo—. Se fue hace tres días a Kafr Kanna, cerca de Nazaret, para visitar a su familia… ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Qué me estás contando?
Naveed se adelanta un paso. El olor de su transpiración me repele y exaspera la turbación que me está invadiendo. Mi amigo no sabe si debe agarrarme por los hombros o bien guardarse las manos.
—Por Dios, ¿qué está ocurriendo? ¿Me estás preparando para lo peor o qué? ¿El autocar que la traía ha tenido algún problema en la carretera? ¿Ha volcado, verdad? Eso es lo que me estás diciendo.
—¿Entonces qué?
—Estamos cargando con un cadáver y debemos ponerle un nombre —dice un hombre rechoncho con pinta de bruto que surge detrás de mí.
Me vuelvo vivazmente hacia Naveed.
—Creo que se trata de tu mujer, Amín —me confiesa—, pero te necesitamos para estar seguros.
Siento que me desintegro…
Alguien me agarra por el codo para impedir que me derrumbe. Durante una fracción de segundo, mis puntos de referencia se volatilizan. Ya no sé dónde estoy, ni siquiera reconozco las paredes donde se ha desarrollado mi carrera de cirujano… La mano que me agarra me ayuda a caminar por un pasillo evanescente. La blancura de la luz me machaca el cerebro. Tengo la impresión de estar caminando sobre una nube, que mis pies se hunden en el suelo. Llego al depósito de cadáveres como un ajusticiado al cadalso. Un médico hace guardia ante un altar… El altar está cubierto con una sábana manchada de sangre… Bajo la sábana manchada de sangre se adivinan unos restos humanos…
Siento un repentino miedo de las miradas que convergen hacia mí.
Mis oraciones resuenan a través de mi ser como un rumor subterráneo.
El médico espera que recupere algo de lucidez para tender la mano hacia la sábana y acecha una señal del bruto que antes me abordó para retirarla.
El oficial hace un gesto con la barbilla.
—¡Dios mío! —exclamo.
He visto cuerpos mutilados en mi vida, los he remendado por decenas; algunos estaban tan destrozados que resultaba imposible identificarlos, pero los miembros despedazados que tengo aquí mismo sobre esta mesa sobrepasan todo lo concebible. Es el horror en su absoluta fealdad… La cabeza de Sihem, extrañamente ilesa de los destrozos que han devastado el resto de su cuerpo, sobresale del lote, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, los rasgos apacibles, como liberados de su angustia… Es como si estuviese durmiendo tranquilamente y a punto de abrir los ojos para sonreírme.
Ahora sí que mis piernas flaquean, y ni la mano desconocida ni la de Naveed consiguen sujetarme.
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