María Luisa Bombal
BIOGRAFÍA
‘La última niebla’: soledad, cuerpo y locura
Autora: María Luisa Bombal
Año: 1992
Primera edición: 1935
Editorial: Andrés Bello
Género: Novela corta
Valoración: Me gustó
Antes de escribir sobre María Luisa Bombal, una de las grandes olvidadas que tenemos que rescatar, quise empaparme de información. Mi edición es del año 92, pero conserva un texto del 61 que funciona como prólogo. Entre sus desafortunadas líneas tuve que leer, por ejemplo, que la autora respondía a su entrevistador «arreglándose el pelo, recogiéndose las faldas, llena de orden y buen humor», «criatura tan precisa como fantástica, casada en Nueva York con un noble francés, madre tierna de una hija que ha de parecer su hermana…» o «tres idiomas se le mezclan en unos labios que no se dirían hechos para tanta sabiduría». El texto que cierra el libro dedica muchas líneas a comentar que hombres como Neruda y Borges la consideraban buena escritora —habrá que creerlo, entonces—. Lo que leí en internet no dista mucho de esta tendencia. Cuando no se habla de sus problemas psicológicos, su carácter alegre o su belleza, se reitera en las buenas amistades que mantuvo con los intelectuales del momento. Cuando no se habla de sus matrimonios fallidos y su tardía maternidad, se mencionan nombres como García Lorca o José Bianco.
Y así, explorando, descubrí que la primera edición de La última niebla se había publicado con un prólogo escrito por su amiga Norah Lange —autora de 45 días y 30 marineros—. Lamento profundamente haber tenido que leer este otro prólogo tan machondescendiente y que el editor no juzgara importante mantener el prólogo original. Eso sí: si en algo coinciden todos es que su narrativa fue determinante para la historia literaria latinoamericana, tanto que algunos la llaman «la madre del realismo mágico» y otros aseguran que Pedro Páramo jamás habría sucedido si Rulfo no hubiese leído La amortajada, la segunda novela de Bombal. Si todo esto es cierto ¿por qué es prácticamente imposible acceder a sus textos? No está en las librerías principales del país, y los listillos que intentan revender sus libros por internet piden auténticas fortunas por ellos.
Dejando al lado esta pregunta, que se responde fácilmente pero indigna mucho —tirando por colonialismo y misoginia—, me pregunto, desde un punto de vista de género, dónde radica el valor de María Luisa Bombal, y no solo en un sentido diacrónico, sino para nuestro hoy.
Parto de esta pregunta básica, que me hará dar un rodeo, pero que no quiero omitir: ¿Hay mujeres en los textos? —me lo pregunto ahora, pero tal y como se lo han preguntado muchas antes: Mary Jacobus, Mary Ellman, Elaine Showalter…—. La respuesta, actualmente, podría ser «aún pocas, pero cada vez más», y eso se debe a todos estos esfuerzos que hacemos juntas para otorgar a las mujeres autoras los espacios que histórica y sistemáticamente se les han negado; porque son las autoras las que otorgan, a su vez, espacios a las mujeres en el plano ficcional. Me refiero a mujeres, no a espejismos ni sombras de mujeres, no a las mujeres planas que revolotean alrededor de los hombres. Mujeres con profundidad psicológica, distintos planos, importancia en la trama y complejidad humana.
Según la ginocrítica de Showalter, la evolución de la literatura de la mujer se ha tenido que enfrentar al problema inevitable del canon patriarcal: ¿cómo escribir al margen de él? Según ella, subiendo tres escalones: primero imitándolo, después transgrediéndolo y, por último, buscando una expresión propia. Todo esto con la finalidad de tener una historia literaria conformada en su totalidad por nuestros temas, nuestros géneros, nuestras formas. Y es en una literatura propia donde caben mujeres en los textos.
María Luisa Bombal escribió su primera novela, La última niebla, en 1935. En ese momento la novela chilena tendía a un registro naturalista: la mezcla de elementos reales con elementos fantásticos era incluso absurda —Borges le diría a Bombal, con respecto a su proyecto de La amortajada: lo que quieres hacer es imposible de ejecutar. Pues bien, lo hizo, y, según dicen, lo hizo muy bien—. Bastó su ópera prima para transgredir el canon, pero no dejó de hacerlo en sus futuras publicaciones.
La protagonista y narradora de La última niebla es una mujer que contrae matrimonio con su primo, un hombre recientemente viudo que no la quiere y que llora y anhela a su primera mujer indisimuladamente. De esta forma se nos muestra, desde un tono íntimo y sumamente poético, una vida destinada al tedio y a la infelicidad. El desprecio tan desgarrador y explícito —la exigencia de ser como una mujer muerta—, es terrible, pero es un ejemplo de la vida de la mujer en matrimonio, despojada de autonomía y voluntad, y dominada por exigencias institucionales imposibles de satisfacer. Se comenta que sus contemporáneos criticaban que daba la espalda a los problemas sociales, si tan solo hubieran sabido qué social y qué urgente era lo que estaba retratando…
Mi cuerpo y mis besos no pudieron hacerlo temblar, pero lo hicieron como antes, pensar en otro cuerpo y en otros labios […] Y lloró locamente, llamándola, gritándome al oído cosas absurdas que iban dirigidas a ella.
Ante este destino, las vías de escape son limitadas. Si no es posible la huida física, hay que recurrir a la psíquica; ante la imposibilidad de escapar literalmente, tendrá que hacerlo literariamente, es decir, vía ficción. El refugio de la protagonista se manifestará más allá de la misteriosa neblina que la envuelve en silencio y la aísla. La narración en la que podemos confiar se entremezclará con otra, la de los sueños y pensamientos sin censurar. Ambas narraciones construirán el nido, el refugio, en el que la sexualidad y el deseo pueden ser liberadas, frente al lento y agónico paso del tiempo en la vida cotidiana gris.
Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, se arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.
No es de poca relevancia presentar a la mujer como sujeto sexual. Bombal lo hace desde lo íntimo y lo genuino. El objeto sexual es el amante anónimo, y no habla, se mueve y existe más como un fantasma. La mujer no es deseada, sino que desea y lo hace también en su soledad.
Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua. Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran.
Puede parecer que no ha pasado tanto tiempo desde 1935, pero no era frecuente —y no lo es aún— construir y preocuparse por estas facetas de los personajes femeninos. De hecho, tradicionalmente, los personajes femeninos no tienen facetas, solo siluetas.
No es de extrañar que a la protagonista la envuelva el estigma de la loca. No es explícito, porque está inmersa en sí misma y en sus fantasías, pero basta enmarcar el libro con la tradición literaria que tenemos más a la mano: mujeres febriles, débiles, exhaustas, infantiles, caprichosas, impredecibles. Recuerda a ratos a «The Yellow Wallpaper» (Charlotte Perkins Gilman) y augura, por ejemplo, Resurgir (Margaret Atwood). Al leer me daba cuenta de que, por fin, estaba observando un matrimonio no a través del pestillo, ni desde los ojos del marido, sino desde el punto de vista de la Otra: la omitida, la callada, la censurada. No es que aquí entre en tela de juicio la representación binaria del hombre frente a la mujer, y su consecuente catalogación en pasividad y actividad, emoción y razón, etc., sino que es un retrato fiel de este sistema de pares, y como tal, hace expresas sus más grandes flaquezas.
En suma, esta novelita de menos de cincuenta páginas pone en entredicho las convenciones literarias contemporáneas a María Luisa Bombal —que hasta la fecha no nos hemos logrado aún sacudir del todo—. La construcción de una mujer ficcional compleja se nos va presentando paulatinamente como un ser sensible, sexual, inconforme y destinado a la infelicidad, que «llora por costumbre y sonríe por obligación». Es como oír el grito perpetuo de todas las mujeres —«esposas»— a las que no se les ha dedicado más espacio en los textos que a los muebles o ropajes: todas las «mujeres de» que se exhiben como figuras misteriosas e incomprensibles. Pero desde esa posición tan a la mano, la del hombre «racional» que no entiende el comportamiento de su mujer quien, tras décadas de infelicidad e imposiciones, refleja algún dolor de cabeza, algún desmayo, alguna reacción poco ortodoxa. No son mujeres locas, ni temperamentales, ni histéricas. Son mujeres condenadas.
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