lunes, 18 de octubre de 2021

Jackie Collins / Los Ángeles, 1987

 



Jackie Collins
LOS ÁNGELES, 1987

    Sábado 11 de julio
    Era uno de esos perfectos días despejados de Los Ángeles. Los vientos de Santa Ana se habían llevado el smog y el sábado 11 de julio se presentaba radiante y bello, con una calidez que inducía a la pereza.


    Kris Phoenix, cosa inusual en él, se despertó temprano. Había volado desde Londres la tarde anterior y se había acostado nada más llegar. Catorce horas más tarde emergía en su gigantesca cama de su gigantesca y lujosa mansión de Bel-Air, y al volverse encontraba a su lado a su amiga de Los Ángeles, Cybil Wilde, que había llegado en algún momento de la noche. Afortunadamente para ella, no habría intentado siquiera despertarlo. El sexo era formidable, pero nada bueno hubiese resultado con el cansancio del viaje.
    Cybil dormía, su cuerpo de diecinueve años delicado y desnudo, y su cabello dorado que enmarcaba un rostro precioso.
    Cybil Wilde era una cotizada y destacada modelo, con un futuro prometedor. Recientemente su fotografía había aparecido en la portada del Sports Ilustrated, con un sugestivo traje de baño entero, y a partir de entonces, habían comenzado a lloverle ofertas de trabajo, pero Cybil nunca aceptaba ninguna sin antes consultar con Kris, y él siempre prefería que ella se quedara en casa, aunque él no estuviese allí.
    Pensó en despertarla. Hacía varias semanas que no se veían, pero entonces recordó que esa noche tenía un concierto y decidió que era preferible esperar. Astrid, la mujer con quien vivían en Londres, no había dejado precisamente que su motor se oxidara. En realidad era una maníaca que nunca lo dejaba solo.
    Astrid era diseñadora de modas. Se habían conocido en París cuatro años antes, cuando su representante la había contratado para diseñarle cierta ropa de cuero y habían terminado haciendo mucho más que eso. Astrid tenía veintiocho años, nueve más que Cybil, pero cumplía también con el requisito de lucir cabello largo rubio y un cuerpo impactante. Además, era danesa, y nadie desconoce la bien ganada fama de las mujeres escandinavas. A él le gustaba esa mujer rubia y de piernas largas, de pechos grandes y carácter cordial. ¿Qué más podía pedir un hombre?
    En silencio, Kris se levantó de la cama y se dirigió hacia su cuarto de baño negro y lleno de espejos.
    Afortunadamente se había mantenido sobrio durante el vuelo, y la diferencia era asombrosa: se sentía un ser humano. Al inspeccionarse con detenimiento en el espejo que estaba sobre el lavabo de mármol negro, corroboró que lo parecía.
    Kris Phoenix tenía treinta y ocho años, intensos ojos azules y un largo cabello rubio ceniciento aclarado por el sol (si no había sol, un peluquero inglés, de nombre Spud, se ocupaba de lograrle el efecto). Era guapo el desgraciado… Ni muy alto ni muy bajo, hacía ejercicio para mantener un cuerpo dinámico y músculos tensos. No llegaba a ser un Arnold Schwarzenegger, era más bien una mezcla entre Bruce Springteen y Mick Jagger.
    Kris Phoenix era realmente una estrella del rock. Para algunos, incluso una leyenda del rock.
    Todo lo que de él se decía no le preocupaba en absoluto. Sólo le interesaba componer música, cantar canciones y tocar la guitarra. Lo mismo hacían muchos otros pero él sabía que llevaba una vida extraordinaria. Dividía su tiempo entre dos mansiones estupendas, ganaba millones de dólares al año, tenía siete automóviles y dos bellas mujeres. Sin embargo, esto no alteraba nada en su interior. En el fondo, seguía siendo Chris Pierce, de Maida Vale, Londres. Jamás podría olvidar que su madre había fregado los suelos de otros y que su padre había conducido un autobús.
    —Dios mío, ¡eres tan sexy! —Cybil, descalza, se dirigió hacia el cuarto de baño. En realidad no eran sus pies lo único desnudo—. Te he echado tanto de menos… —Y lo rodeó con sus brazos.
    Rápidamente la imagen de Astrid comenzó a disiparse en sus pensamientos.
    —Yo también, pequeña —contestó él y besó sus labios cálidos e incitantes.
    Ella apoyó los senos sobre el pecho desnudo de él, sabiendo bien el efecto que esto le provocaría. Pero el sexo estaba prohibido los días en que actuaba. Sólo una persona podía notar el poderoso crecimiento bajo los pantalones de su pijama.
    Él la apartó suavemente.
    —Deja eso, Cybil. Conoces las reglas. Esta noche tengo esa maldita presentación privada de Marcus Citroen.
    Ella lo abrazó por la cintura y con su voz más sexy murmuró:
    —¿Y qué hay de una pequeña función privada para mí? Te lo estoy pidiendo bien… y prometo ser buena. —Y tras una sugestiva pausa añadió—: Muy buena.
    Pero no había manera de que Kris rompiera las reglas. Ni siquiera la bella Cybil podría lograrlo. Cuando daba un concierto, él era como un luchador entrando en el cuadrilátero. Necesitaba cada gramo de su preciosa energía sexual. No desperdiciaría ni una sola gota hasta después de la actuación.
    —Más tarde —prometió y, desembarazándose de ella, se dirigió a la ducha.
    Cybil puso cara larga.
    —He dicho que más tarde —repitió él esbozando una de sus famosas sonrisas, mientras entraba bajo las heladas agujas del agua de la ducha y se frotaba con su jabón cítrico.
    Pensó que la ducha era saludable. Agua helada. Helaba las urgencias sexuales. Se sentía vivo y despierto, listo para cualquier cosa.
    Para cualquier cosa menos para la función privada para Marcus hijo de puta Citroen. Meditó fríamente cuánto despreciaba al poderoso magnate de la industria discográfica.
    Con resignación, se dio cuenta de que no había nada que pudiese hacer.
    Por lo menos, no de momento.



    Rafaella descendió del jet privado de Marcus Citroen y subió a la limusina Mercedes privada de Marcus Citroen. Hizo un pequeño gesto al chófer, y se sintió aliviada al ver que no había ningún comité de recepción esperándola.
    «Formidable —pensó—, nadie me molestará hasta llegar al hotel».
    Estaba equivocada. Tan pronto se instaló, el chófer le pidió que contestase al teléfono móvil del automóvil, diciendo con reverencia:

    —El señor Citroen al aparato.
    —Gracias. —Su voz sonó hastiada. Marcus Citroen seguía cada uno de sus movimientos. No podía ni ir al cuarto de baño sin que él se enterara.
    —Hola, Marcus —dijo con indiferencia.
    —El señor Citroen estará con usted en un instante —dijo con voz aterciopelada su siempre eficiente secretaria, Phoebe.
    Rafaella esperó. A Marcus le encantaba tener a la gente esperando: ella lo había visto hacerlo innumerables veces. «Fortalece el carácter», decía él con ese acento europeo que nunca había logrado quitarse del todo. Nerviosamente se inclinó hacia delante y pidió un cigarrillo al chófer.
    —Lo he dejado —dijo el hombre con orgullo—. ¿Quiere que nos detengamos y le compre un paquete?
    —No —dijo ella meneando la cabeza con energía. Ella también había dejado ese maldito hábito, aunque en ese momento habría matado por dar una calada profunda a cualquier cosa.
    —¿Rafa? —Era la voz de Marcus. Su leve acento. Su pesadez untuosa.
    —Sí, Marcus.
    —Estás aquí.
    «Por supuesto que estoy, tú me citaste».
    —Sí.
    —¿Has tenido buen viaje?
    —Sí, gracias.
    —Bien, bien. —Se aclaró la voz—. Te he reservado una suite en el Hotel Hermitage. Te llamaré cuando llegues allí.
    «Sí. Posiblemente en el mismo instante en que cruce la puerta».
    —¿Rafaella?
    —Sí.
    —No lamentarás tu decisión.
    «Lo haré, Marcus, lo haré».
    Él no le había dado más opciones, pensó ella, acariciando con la mano su largo cabello oscuro. Con un profundo suspiro, se recostó en el mullido asiento de cuero.
    Rafaella. Se la conocía por ese único nombre.
    Rafaella.
    Cuando cantaba, su voz tenía un efecto mágico. Noches sofocantes y clubes nocturnos llenos de humo. Ella no cantaba sobre las vírgenes y el amor de los jóvenes. Se movía en el territorio de Billie Holiday y los blues. A los veintisiete años estaba empapada de la tristeza de los blues, más de lo que hubiera debido estar.
    Rafaella era una belleza exótica. Ojos verdes y pómulos salientes. Una boca ancha y sensual y piel cobriza. Su cabello oscuro, largo y brillante, le caía como una cortina hasta la cintura. Era ligera, nada voluptuosa, pero su cuerpo significaba mucho bajo el amplio traje de hombre y la camisa de seda que llevaba.
    Rafaella había llegado a las alturas desde nada. Hacía ocho meses nadie sabía nada acerca de ella. Ahora era una estrella. Brillaba en todas partes. Una carrera meteórica la había llevado rápidamente a la cúspide. Pero si ella había imaginado que la fama le traería la libertad, le había sucedido exactamente lo contrario. El estrellato le había traído a Marcus Citroen. Y ella lo odiaba con una pasión profunda y ardiente.
    —Bobby Mondella, ¿acaso tienes idea de cuánto te quiero? —La pequeña mujer negra lo miraba entusiasmada mientras se apoyaba en el borde del amplio escritorio circular. Su nombre era Sara.
    Bobby, sentado en una cómoda silla de cuero próxima al escritorio, se acercó para tocarla:
    —Dime, nena, dime.
    Bobby Mondella daba un nuevo significado a la palabra «apuesto». Rondaba los treinta años, era muy alto, tenía la piel de un color chocolate oscuro, el cabello negro rizado y un cuerpo magnífico.
    —Haré algo mejor que contarte, querido —dijo Sara con entusiasmo mientras cogía una pila de recortes de periódicos que estaban sobre el escritorio—. Te leeré alguno de los comentarios que han aparecido sobre el álbum Mondella Alive. Lo que dicen es di-na-mi-ta.
    Bobby se llevó las manos a las gafas oscuras que cubrían sus ojos ciegos. Se las quitó y se las volvió a poner. Hacía el mismo gesto cientos de veces al día. No podía aceptar el hecho de que ya no vería nunca más.
    —Sí. Son di-na-mi-ta —repitió Sara, excitada.
    —Ya sé lo de los comentarios —dijo Bobby con paciencia—. El álbum ha sido el número uno en las listas durante las últimas cinco semanas.
    —Seis —corrigió Sara—. Seis semanas seguidas y continúa firme. —Se detuvo un instante para respirar—. Estoy segura de que has oído hablar de los comentarios que hicieron Billboard, Rolling Stone y el L.A. Times.
    —¿Qué pasa? —interrumpió Bobby—. ¿Por qué no me ahorras esto y vas directamente al grano?
    —Lo que pasa —dijo Sara con aire importante— es que a través de este gran país llamado América…
    —Acaba con eso, nena.
    Ella lo ignoró y continuó con su discurso.
    —En cada pequeño pueblo perdido te aman, querido. —Hizo una pausa triunfal y agitó los recortes—: ¿Quieres que te lea algo de esto?
    —Está bien —dijo él despreocupado. No quería parecer demasiado ansioso, pero sabía de sobra que era inútil tratar de ocultar algo a Sara. La conocía muy bien.
    Ella leyó:
    —«Bobby Mondella tiene alma de rey. Compre Mondella Alive
y reveréncielo, ya que Bobby Mondella pone más sentimiento que nadie en cada verso». —Se detuvo y preguntó—: ¿Te gusta?
    —No está mal.
    —¡Eh! Miren al señor presumido.
    —Pon aquí tu lindo trasero. Quiero jugar al baloncesto.
    —Deja eso. Aquí hay otro, de Duluth Herald: «El retorno de Bobby Mondella es el mejor álbum de soul de la última década. Desde su desdichada tragedia, la magia de Mondella es cada vez mayor».
    La dulce voz de Sara continuaba, leyendo elogio tras elogio, superlativo tras superlativo. Bobby escuchaba atentamente y no podía evitar deleitarse con todos esos extravagantes elogios. Era agradable volver a ser el número uno, especialmente cuando todos lo habían descartado, habían dicho que estaba acabado y se habían referido a él como a un muerto.
    Todos.
    Excepto Sara.
    Y excepto el maldito Marcus Citroen.
    Bobby sentía que el odio lo envolvía como una nube tóxica. Detestaba a aquel hombre, y tenía buenos motivos para hacerlo. Sin embargo, debía admitir que Marcus Citroen era el único que le había dado una oportunidad de regresar. Y aquí estaba de nuevo, su venganza.
    —Suficiente, Sara —interrumpió suavemente—. Quiero descansar un poco antes de esta noche.
    —No sé por qué aceptaste eso —gruñó ella—. Marcus Citroen y sus ricachos amigos no merecen que los entretenga alguien como tú. Especialmente no merecen que les dediques tu primera actuación en vivo después del accidente.
    ¿Cómo podían todos, incluso Sara, referirse a su ceguera como un accidente? No había sido un accidente, maldita sea. Había sido un crimen, y un día él llegaría a descubrir al responsable.
    —Se trata de un acontecimiento interesante.
    —El acontecimiento de ella —gruñó Sara. Lo cogió del brazo y lo guió hasta la puerta del dormitorio.
    El acontecimiento de ella. Bobby no la había vuelto a ver desde el accidente. Tampoco había escuchado una palabra de esa puta sin corazón.
    Nova Citroen. La esposa de Marcus. La idea de estar con ella lo excitaba y le disgustaba a un tiempo. Se preguntaba qué haría… qué diría ella.
    «¡Por Dios! no puede ser que aún esté pendiente de ella —pensaba él—. No debo, no puede ser…».
    Como si sintiese que él estaba pensando en otra mujer, Sara se apartó. Su voz se volvió fría y distante:
    —La limusina estará aquí a las tres. ¿A qué hora te despierto?
    —A la una y media. —Acercó la mano a la cálida mejilla de ella—. Y comeré un emparedado de tocino. ¿Está bien?
    —No soy tu cocinera.
    —Ya lo sé, nena. Pero nadie prepara mejor que tú los de tocino.
    Dejando escapar un suspiro de resignación, ella se dio cuenta de que haría cualquier cosa por Bobby Mondella. Y él lo sabía. Si lo apreciaba o no era otra cuestión.
    Una vez solo, Bobby se dirigió a la cama, se quitó la camisa, se desabrochó el pantalón y se acostó.
    Nova Citroen. Ahora que había comenzado, no podía parar de pensar en ella.
    Se quitó las gafas oscuras y le invadió un sentimiento de desesperanza al darse cuenta de que ya no podría volver a verla.
    Nova Citroen no podía decidir qué joyas ponerse esa noche. Las esmeraldas de Harry Winston eran tentadoras, tan verdes y lujosas. Una sola piedra enorme rodeada de diamantes en su cuello, aretes haciendo juego, un enorme anillo y un magnífico brazalete. Pero las había llevado en febrero, en la gran fiesta del día de San Valentín que daban Niven, Cohen y Moss, y también el día del Oscar de Irving y Mary. Dos veces en un año era suficiente. Descartó las esmeraldas y pensó en los rubíes Cartier.
    Eran bellos, pero un tanto rimbombantes para lo que ella necesitaba esa noche.
    Se inclinó sin vacilar por su nuevo collar, brazalete y aretes de diamantes. No cabía duda. Esa noche no merecía nada menos que esos despampanantes diamantes para complementar su cabello platinado y el vestido de Galanos que iba a lucir. Era muy adecuado para una noche sencilla junto al mar.
    Indudablemente la idea que tenía Nova de una noche sencilla difería de la del resto del mundo. Ella y su marido Marcus vivían parte del año en una magnífica propiedad de diez hectáreas sobre una colina mirando hacia el océano Pacífico, a pocas millas de Malibú. La propiedad tenía dos mansiones separadas, una de las cuales estaba destinada a los invitados. Poseía también una piscina olímpica, tres canchas de tenis, una sala de grabaciones, un gimnasio totalmente equipado, una sala de cine, establos donde se albergaban los carísimos caballos árabes y un garaje con suficiente espacio para la colección de automóviles antiguos de Marcus.
    Ellos la llamaban su refugio de fin de semana, pero en esta ocasión harían algo más que refugiarse. Nova y Marcus Citroen darían allí una fiesta de recaudación de fondos para el gobernador Jack Highland. Era una fiesta de etiqueta, exclusiva para cincuenta parejas, cada una de las cuales había pagado cien mil dólares por el privilegio de estar allí. Se trataba de un grupo muy selecto. Nova había sido muy cuidadosa al decidir a quiénes permitiría asistir. Cuando el mundo se dio cuenta de que las entradas eran imposibles de obtener, todos clamaron por pagar. Después de todo, los enterados estaban seguros de que el gobernador Highland sería el nuevo presidente.
    Nova estaba muy contenta con su lista final de invitados. Sólo la crème de la crème. Los más ricos, los más poderosos, los de mayor talento y los más famosos. No quería demasiada gente de Hollywood. Lo que ella deseaba era reunir al poder real y agregarle sólo unas gotas de polvo de estrellas. Y había triunfado. Estaban volando hacia allí de todas las partes del mundo.
    La velada que había planeado era espectacular. Una cena al aire libre servida por el ultra chic restaurante Lillianne. Acto seguido, concierto sorpresa, en el que aparecerían tres de los mayores astros del mundo. La leyenda: Kris Phoenix. El retorno: Bobby Mondella. La estrella en ascenso: Rafaella.
    Una noche. Cinco millones de dólares recaudados para la campaña del gobernador Highland, y eso sin tener en cuenta la rifa en la cual, por mil dólares el número, podrían ganar premios que iban de una caja de champaña a un cupé Mercedes Benz.
    Se probó el collar de diamantes. Decidió que sería ideal para esa noche, y volvió a colocarlo en la caja de terciopelo; después de todo ella tenía una reputación que mantener. Todos la conocían por su fabulosa colección de joyas.
    Nova Citroen era una mujer elegante de cuarenta años, con la piel ligeramente bronceada, rasgos finos y asombrosos ojos de color violeta. Los hombres se perdían en sus ojos. Constituían su mayor atractivo. No era realmente bella, pero sí seductora y atractiva. Su cuerpo era delgado hasta el punto de la anorexia. Le convenía, ya que le permitía lucir maravillosamente la ropa.
    Discretamente, Norton St. John, el secretario personal de Nova, entró en la habitación.
    —Disculpe, señora Citroen. El señor Citroen desea hablar con usted. Está en la línea privada.
    —¿Ah, sí?
    Por un momento consideró la posibilidad de decirle a Norton que lo mandara al diablo. Era una idea agradable, pero cambió de opinión al recordar que Marcus Citroen constituía su trampolín hacia la fama y estaba decidida a llevar el asunto hasta el final, por más que lo detestara.
    A Speed le gustaba el dinero. Sólo había un problema: el dinero no le parecía gustar de él. Cada vez que reunía algo, sucedía alguna cosa. Si ganaba en Las Vegas aparecían una o dos artistas y se acababa todo. Si trabajaba en algo legal, que no era precisamente su actividad permanente, el abogado de su ex mujer se le echaba encima en cuanto recibía su primera paga. ¿Qué pasaba con su maldita suerte? No podía explicárselo.
    Pero un día conoció a un sujeto llamado George Smith y supo que su suerte estaba a punto de dar un giro total. Había un gran trabajo para él: George Smith lo quería porque él era el mejor conductor de automóviles de todo el sur de California.
    Se reunieron muchas veces pero ahora había llegado el día D, en el que Speed sabría exactamente lo que se esperaba de él.
    Cuidadosamente vestido con un uniforme de chófer que había alquilado a un sastre de Hollywood, se puso a admirar su figura reflejada en el espejo de su apartamento de una sola habitación.
    No era demasiado alto, pero ¡qué demonio!, tampoco era Dustin Hoffman.
    Su cabello estaba raleando, pero, en fin, Burt Reynolds padecía el mismo problema.
    Tenía rasgos afilados, como de hurón, pero ¿acaso Al Pacino no era un ídolo?
    Speed estaba satisfecho de su aspecto. Por lo que a él se refería, se veía como un verdadero tenorio. Y cuando tuviese dinero para acompañar su encanto imaginario, sería totalmente irresistible para todas las mujeres. Excepto para su ex mujer. Una bailarina de striptease con tetas suficientes para romper el corazón de cualquier hombre.
    Speed decidió que el uniforme le sentaba bien, y se admiró a sí mismo durante unos minutos, antes de ocuparse de las cosas que tenía entre manos. Debía arreglar algunos asuntos antes de la gran cita.
    Era la oportunidad que siempre estuvo esperando y no había modo de que la dejase escapar.
    Vicky Fox se moría por dar una patada en los huevos al jefe de seguridad. Hombres. Sexo. Eso era lo único en que pensaban. Por lo menos, la mayoría de ellos. Existían algunas excepciones, pero esos pocos eran muy difíciles de atrapar.
    Por un instante, Vicky se permitió pensar en Maxwell Sicily. Él era sin duda una excepción. Por supuesto que habría reventado en sus pantalones si hubiese pensado por un instante que ella conocía su verdadera identidad. ¿Pero con quién se había creído que trataba? ¿Con una idiota de tetas grandes? ¡Oh, no! Cuando Vicky entraba en el negocio, lo averiguaba todo.
    Cuando lo conoció, pensó: ¿George Smith? ¡Un pito! Y no tardó en averiguar su verdadera identidad. En realidad a Vicky nada le llevaba mucho tiempo.
    —¿No usas sostén, muchacha? —preguntó el hombre fofo mirando sus mejores tributos.
    Cretino, pensó ella. Si alguna vez la veía en su mejor forma, le daría un ataque cardíaco antes de que tuviese tiempo de pensar un deseo. Ahora, hábilmente disfrazada de criada, tenía un aspecto lamentable: su cabello rojo brillante, oculto bajo una cofia, poco maquillaje, y su sensacional figura escondida bajo ese uniforme.
    —No seas tan curioso, Tom —contestó coqueta, moviendo los párpados sin recordar que no tenía puestas sus pestañas postizas—. No es asunto tuyo.
    Tom era el jefe de seguridad de la casa de los Citroen, y ahora que Vicky había trabajado allí durante seis semanas estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que ella le pidiera a cambio de un favor sexual… o dos.
    —Me gustaría averiguarlo.
    —Bueno —dijo ella, lamiéndose los labios sugestivamente—. ¿Qué tienes que hacer esta tarde?
    Los dos rieron. Más tarde sería el gran acontecimiento y Tom estaría ocupadísimo con todas las medidas de seguridad.
    —Si tan sólo pudiésemos ver juntos el concierto —dijo Vicky, desabrochándose deliberadamente un botón del uniforme y luego otro… y otro…
    Tom casi derramó su café.
    —Tienes una formidables te… —comenzó a decir. En ese momento alguien entró en la cocina y se calló.
    Vicky se fue, abrochándose los botones del uniforme. Podía escuchar la pesada respiración de Tom mientras salía de la cocina. Cuando llegara el momento de ocuparse de él, no habría ningún problema.
    En la ciudad, Maxwell Sicily trabajaba en el restaurante Lillianne, uno de los más selectos de Beverly Hills. Tenía veintinueve años, era alto, robusto y de origen siciliano. Su cabello era negro, peinado hacia atrás, sus ojos brillantes, su nariz demasiado larga y su boca demasiado fina. Sin embargo, la impresión general era de fría compostura. Parecía el hijo de un capo de la mafia.
    Efectivamente, su padre era el infame Carmino Sicily, uno de los traficantes de drogas más importantes de Miami. Padre e hijo no se dirigían la palabra y Maxwell había venido de Sicilia para construir su propio porvenir. Y ciertamente había recibido una educación adecuada para eso.
    —Hola, George —lo saludó Chloe, la rechoncha supervisora de Lillianne que contestaba al teléfono y vigilaba a los camareros.
    Maxwell respondió con un gesto. En el trabajo le conocían solamente por George Smith, un seudónimo adecuado.
    —Hace calor, ¿verdad? —dijo Chloe coqueteando y abanicándose con un ejemplar de la revista People.
    Maxwell la ignoró, pero luego lo pensó mejor y asintió con la cabeza.
    —Nunca te lo he podido preguntar antes —dijo ella apresuradamente, contenta de poder conversar con ese camarero tan guapo, al que le había echado el ojo desde el primer día—: Tú eres actor, ¿verdad? —Lo miró, esperanzada—. ¿Verdad que tengo razón? Siempre puedo detectara los actores.
    Maxwell asintió nuevamente. Gracias a Dios, era el último día que tenía que soportar esto. Mañana estaría volando rumbo a Brasil con una generosa suma suministrada gentilmente por los señores Citroen.
    Maxwell Sicily no podía esperar.

Jackie Collins
Rock Star



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