Jackie Collins
BOBBY MONDELLA
Nueva York, 1966
A los dieciséis años, Bobby Mondella era un gordito bien parecido y una estrella del canto. Lo conocían como Sweet Little Boy, y había editado con éxito varios discos de música country. Había comenzado a cantar profesionalmente a los once, y fue a los dieciséis precisamente cuando todo acabó.
Su voz se quebró y antes de lo que canta un gallo, la compañía discográfica lo dejó en la calle. También lo abandonaron su representante y sus supuestos amigos.
El señor León Rue, su representante y tutor en Nashville, renunció a los dos puestos, le dio un cheque de seis mil dólares y veinticinco dólares en efectivo y lo puso en un avión para que regresase a casa de su tía Berta en Nueva York, donde lo había recogido cinco años antes.
Sweet Little Boy no sabía lo que había sucedido: un día estaba editando grandes éxitos y al siguiente, se encontraba en un avión de regreso a casa. Además, estaba tan acostumbrado a hacer lo que le mandaban que hasta le pareció bien. Sólo cuando llegó al aeropuerto Kennedy y vio que no había nadie esperándolo, ni siquiera una limusina para recogerlo, poco a poco empezó a comprender. Lo habían desechado, limpia y claramente. No más presiones. No más trabajo interminable. ¡Era libre! Y regresaba a casa de la querida tía Berta. Se las arregló para conseguir un taxi y cargar en él sus tres maletas llenas de vestuario televisivo, y partió hacia la casa de la tía Berta en Queens. Sólo había un problema: la tía Berta había muerto seis meses antes, dejando seis gatos y una hija de treinta años llamada Fanni, aún más gorda que Bobby.
El recibimiento de Fanni no fue precisamente afectuoso.
—¿Qué es lo que quieres, muchacho? —gritó desde el umbral de la puerta, con los brazos en jarras y el pecho hinchado de indignación.
—He vuelto a casa.
—¿Qué has hecho qué? Ésta ya no es tu casa —gritó ella, atrayendo la atención de todos los vecinos, que se asomaron a las ventanas.
Todo el mundo, a muchas millas a la redonda, sabía quién era Sweet Little Boy. La tía Berta tenía un retrato en un marco junto a la ventana. Siempre hablaba de él con orgullo y se jactaba de haberlo criado desde la muerte de su hermana, cuando el niño tenía apenas dos años.
—¿Dónde está tía Berta?
El muchacho empezaba a sentirse fatigado y hambriento, además de deprimido. Sabía que todo había acabado, y ese pensamiento, a los dieciséis años, asusta, aunque signifique la libertad.
—No me preguntes dónde está la tía Berta —dijo Fanni furiosa—. Hace seis meses que está metros bajo tierra, y ni siquiera enviaste unas míseras flores. ¡Al diablo con la estrella!
Bobby sintió que las lágrimas le corrían por sus mejillas. Había estado fuera durante cinco años, grabando, componiendo canciones y actuando. Todo el tiempo había pensado en regresar. Y ahora que estaba aquí, Fanni le decía que su tía Berta había muerto.
—El señor Rue me lo hubiera dicho —balbuceó— no puedo creerlo.
—¿Acaso me estás llamando mentirosa, primito?
—Es que nadie me dijo…
—Esa no es una buena excusa. —De la boca de Fanni sólo salían sarcasmos—. Supongo que, cuando se es una gran estrella, pequeñas cosas como un muerto en la familia no tienen importancia.
A esas alturas, el taxista, un puertorriqueño que mascaba chicle, había depositado las maletas de Bobby en la entrada, y se estaba impacientando. Chasqueaba los dedos y se movía de un lado a otro, hasta que preguntó:
—¿Van a pagarme? ¿O acaso tengo que ir a dar un paseo, ir a comer y a jugar al billar?
—Este muchacho no se queda aquí —dijo Fanni con firmeza—. Puede volver a poner sus cosas en el taxi.
El puertorriqueño hizo una mueca.
—Oiga, señora, ¿tengo cara de mozo? ¿Quiere poner el equipaje en el taxi? Póngalo usted, doña.
—No me llame doña —dijo Fanni, con una mirada glacial.
—Págueme, señora.
Bobby recordó de pronto su cheque. Seis mil dólares por cinco años de duro trabajo. Lo sacó de su bolsillo y se lo entregó a Fanni.
—Esto es para ti si puedo volver a casa.
Fanni echó una ojeada al cheque, corroboró la cantidad y finalmente dijo:
—Adentro, muchacho. Yo pagaré el taxi.
Fanni vivía con un hombre llamado Ernest Crystal. Ernest era grande en todos los sentidos. Un metro noventa de alto y ciento veinte kilos. Era un ex jugador de fútbol y hacía un poco de todo. Tenía dos ex esposas y varios niños. En ese momento vivía con Fanni y no hacía gran cosa.
Ernest miró el cheque de seis mil dólares que Fanni puso ante sus ojos y su mirada se iluminó.
—Mujer, ¿de dónde has sacado esto?
—Sweet Little Boy ha vuelto.
—¡Madre Santa! Por fin sucede algo bueno.
Ernest y Fanni se casaron dos semanas después y se constituyeron tutores legales de Bobby. Lo primero que hicieron fue llevar a Bobby a un paseo interminable por las compañías grabadoras, pero era demasiado tarde. Ya nadie quería oír hablar de Sweet Little Boy. Era una noticia atrasada. Un adolescente gordo, con cara de bebé y voz quebrada.
Preocupado, Ernest contrató a un abogado para que averiguase qué había sucedido con el resto de las ganancias que Bobby había obtenido en sus cinco años de trabajo con el señor Rue. Seis mil mugrientos dólares no parecían ser lo bastante. Y no lo eran. Sin embargo, el señor Rue se había cubierto legalmente con cláusulas, que le conferían la mayor parte de las ganancias de Bobby. Además era dueño de los derechos de todas las canciones que Bobby había escrito.
—¡Sucio hijo de perra! —se quejaba Ernest—. Tu madre debe de haber sido una tonta. Ella autorizó que se llevaran al chico, y ahora lo tenemos de vuelta sin nada.
—Tenemos seis mil dólares.
—¡Al diablo! Ese bastardo nos ha robado miles de dólares, que deberían ser míos.
—Nuestros —corrigió Fanni, con la papada temblándole de indignación.
—Bueno, nuestros.
Bobby no podía evitar escuchar estas conversaciones. Ocupaba un pequeño cuarto junto a la cocina y pasaba la mayor parte del tiempo comiendo pasteles y dulces, y pensando en lo agradable que era andar por allí sin nada que hacer. Se había pasado trabajando los últimos cinco años que había estado con León Rue. Cuando no actuaba, Rue lo tenía sentado al escritorio, componiendo. Había perdido la cuenta de las canciones que había compuesto. No había tenido tiempo de hacer amigos o de conocer gente. Un profesor particular le enseñaba las cosas de la escuela tres veces por semana. Tuvo su primera experiencia sexual a los quince años con una prostituta (el encuentro fue organizado por el señor Rue) y le pareció horrible: la mujer tenía un cabello que parecía un cepillo y olía a leche agria.
Cuando actuaba, había muchas chicas entre el público que aplaudían y gritaban, pero él nunca podía conocer a ninguna. Ahora todo eso había terminado. En realidad no le importaba si volvía a componer alguna vez o no; cantar ya no podía, desde que la pubertad había transformado su voz en un ruido disonante.
Rue había descubierto a Bobby al día siguiente de su undécimo cumpleaños. Bobby estaba cantando y tocando el piano en un concurso de aficionados de su barrio. El muchacho era bueno, y había aprendido ambas cosas en las reuniones religiosas semanales de la tía Berta. La música era para él un don natural, y le proporcionaba un inmenso placer. También la tía Berta disfrutaba con la música, y por eso lo alentaba y alardeaba ante sus amigos de su talento y su voz de falsete. Bobby ganó ese concurso y quince dólares, y el señor Rue se ganó la confianza de la tía Berta. En pocas semanas ya la había convencido de que él se haría cargo de su carrera, sería su tutor legal y lo transformaría en una estrella de la canción.
—Es por tu bien —susurró con tristeza la tía Berta cuando llegó el momento de despedirse—. Ésta es la única manera de que logres tener una verdadera oportunidad.
En poco tiempo el muchacho se encontró instalado en la gran casa de Rue en Nashville, donde comenzó a componer sencillas canciones country. Estaba acostumbrado a las canciones religiosas, pero pronto, escuchando interminables canciones country, aprendió lo que Rue deseaba: siempre las mismas historias de amor y desengaño. Componer éxitos era sencillo, aun cuando los temas no le resultasen demasiado inspiradores.
Los seis mil dólares de Bobby no duraron mucho. Ernest necesitaba un automóvil, lo que consumió gran parte del dinero. Fanni necesitaba ropa nueva, y en eso se fue el resto. La tía Berta había dejado a su única hija su casa y algo de dinero, pero pronto llegó el día en que todos tuvieron que salir a trabajar, incluso Bobby.
Fanni retomó su antiguo puesto de vendedora de libros en una oficina de contables, y Ernest se puso a trabajar en una tienda como dependiente.
—¿Qué es lo que vas a hacer, muchacho? —solía preguntar Ernest de mal talante—. No puedes estar todo el día rascándote el trasero y viviendo de tu prima.
Había olvidado convenientemente la contribución de seis mil dólares que Bobby acababa de hacer al patrimonio familiar.
Bobby no sabía qué hacer. Lo único que sabía era música y eso se había terminado. Tenía dieciséis años, y estaba acabado. Sin embargo, algún futuro debía haber para él. Buscando trabajo, recorrió todo el espectro de empleos que se ofrecían y parecían tener algo interesante, y que no requerían un título universitario.
Después de cinco entrevistas, se dio cuenta de que siempre resultaba rechazado: era demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado gordo, demasiado ignorante, y, sobre todo, demasiado negro.
Por supuesto, nadie alegaba esas razones, pero él lo sabía bien. Desde que vivía en Nueva York se estaba avispando rápidamente.
Tras varias semanas de búsqueda, añadió tres años a su edad y consiguió un empleo en The Chainsaw, una gran discoteca de Manhattan, como encargado del lavabo de caballeros.
Fue la humillación final. Ya no quedaba nada de aquel Sweet Little Boy.
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