BIOGRAFÍA
Por Sara Vial
Estamos en su casa, la casa de su madre, Blanca Anthes de Bombal.
—Para qué me vas a hacer una entrevista —me reclama—; la gente se aburre, no le interesa. Además, Sara, hablamos todos los días…
—Pondré lo que hablemos ahora. A la gente claro que le interesa.
Se sabe que no puede ver las entrevistas y hay preguntas, sobre todo, que corren el riesgo de ponerla en desbandada. Es celosa de su privacidad y, al mismo tiempo, rehúye sistemáticamente la publicidad. Pero si en Chile hay alguien a quien vale la pena entrevistar entre los escritores, es ella. No insistiremos sobre la obvia injusticia literaria que sigue sufriendo su obra en su propio país. Le den o no el Premio Nacional, sobrevivirá al tiempo. ¿No es todo el secreto? «Tienes que soportar la entrevista —le digo—. Sucumbiste a la televisión y todo resultó bien». Esto no me lo puede refutar. La periodista y escritora porteña Myriam Phillips libró también su personal batalla para convencer a María Luisa Bombal de ser entrevistada para el Canal 4 de Valparaíso.
—¡Ah! —exclama entonces—. Sí, el programa de Myriam estuvo muy bien. Le quedé agradecida, porque ella lo hizo con mucho corazón. ¿Sabes? Y, además, tengo que regalar mi Amortajada a esa muchacha tan bonita que hizo el papel de muerta. Nadie quería hacer el papel, les daba miedo. A ella también, pero se atrevió. Supe que trabajaba en utilería, que no tenía nada que ver con cámaras. Y que es hija de alemanes, con ascendencia alemana, igual que yo. Su nombre, sí, Gabriela Barner. Estuvo hecha para el personaje, tan delgada, tan alta, con el pelo largo sobre la almohada, tal como describo a Ana María en mi novela. Se le colocó ese batón blanco y un crucifijo entre las manos y estaba tan bella con los ojos cerrados, sin respirar. Me emocionó cuando vi el video. Me confesó que al principio tenía mucho miedo, pero cuando empezaron las palabras del texto de esa escena, dijo que se había sentido tan bien, que sonaba tan lindo y se sintió completamente feliz. Qué hermoso lo que me dijo, ¿verdad? Su madre estaba muy enojada porque hizo de amortajada. La retó mucho.
Un ángel que pasa
Sí, la escena resultó impactante y fue impactante presentar a María Luisa conversando y diciendo cosas que en muchos momentos llegaron al corazón de los televidentes; ahora está riendo.
—La cama era de Silvia Piñeiro, la de su programa. No tenían dónde poner a mi muerta.
—María Luisa, a la gente le gusta saber cómo nacen los libros. ¿Cómo nacieron los tuyos?
—Ah, uno nace con ellos, tú lo sabes. Yo no sé por qué los escribí. No se puede saber por qué. Explicar esas cosas, poder explicarlas, sería hacerles perder su magia. ¿Quién puede definir la magia? Un poema es como una flor que brota, que viene de la tierra. O del cielo. Escribir es un aliento de la tierra, un aliento de Dios. Llega a uno como un viento, como un viento de Dios, que pasa… Escribir es un ángel que pasa.
—Tú has hablado de tu deseo de llegar al corazón de todos y de todo.
—Sí, quizás atribuyo a ello la comunicación que lograron mis libros. La última niebla, La amortajada , mis cuentos. Quizás sea por mi deseo de llegar realmente al corazón de todos, a mi curiosidad y emoción por los misterios y secretos del alma y del espíritu de cada uno de nosotros. Y, por último, a mi entusiasmo por ese milagro vivo, y día a día renovado, de la naturaleza.
—Sí. En Buenos Aires me sentía sola, sola en una ciudad tan grande. Viña del Mar, donde he nacido, es como el hogar, al que siempre se vuelve. Sin embargo, allá tenía muy buenas amigas, como Gloria Alcorta, con quien estudiamos juntas en la Sorbona. Nos queremos mucho. Tienes que leer su libro: La pareja de Núñez. Te lo prestaré. Pero me lo devuelves. También están Josefina Cruz. Es historiadora. Y Delia Vieyra, de gran talento. Su libro Un indiano en la corte, también hay que conocerlo. Es una creadora de leyendas. Sabe mucho de geología. Hay escritores maravillosos en Argentina, como Gudiño Kieffer. A ti te fascinarán sus cuentos. Su Fabulario me lo traje a Chile, con mis papeles. Es poeta y sabe ser, al mismo tiempo, muy moral y muy cínico. Es especialísimo.
—También te interesa a ti la juventud, ¿te leen los jóvenes?
—¡Oh, sí! Y esto lo digo con gratitud, con alegría. Pareciera ser que con la juventud mi anhelo se cumple: adentrarme en sus emociones y lograr que ella comparta las mías. Me emocionó leer en el diario La Patria que una estudiante que logró alto puntaje académico me incluyó entre sus autores preferidos. Aunque la juventud moderna pareciera haberse vuelto fría, distinta o ajena, no es así. Creo que el corazón, la emoción, siguen siendo en ellos los mismos que nuestra emoción. Pienso que en sus vidas no ha cambiado la base verdadera y profunda, sino sólo, a veces, la apariencia.
Sobre nuestra literatura opina que es de gran interés, con una prosa particular, «muy nuestra», pero nos afirma que por encima de todo aprecia a nuestros poetas.
—Una vez dije en la prensa de Buenos Aires que Chile nunca morirá, porque es país de poetas. A los pocos días de aparecer publicado en La Nación de Buenos Aires esa declaración, le dieron el Premio Nobel a Neruda. A veces soy profética. Recuerdo lo que dije cuando me vine a Chile. Me voy allá para poner orden.
—¿Y estás contenta con este Chile que hallaste?
—En mi viaje anterior lo hallé en el punto de no ser más Chile. No más nuestro país, sino un feudo.
Sus facciones se han endurecido súbitamente. Tocamos en ella una fibra muy definida, definitoria.
—Ahora volvemos a ser Chile —prosigue—. Muy simple. Nos salvamos. Somos un país. Nuestro gobierno me gusta: es democrático, estricto, eficiente, respetuoso de los derechos humanos. Debo decirte que no creí nunca que iba yo a asistir a la unión, a la lucha y a la devoción de gentes de ideas diferentes, clases diferentes; integrarse con tanta intensidad y pasión para defender su país de caer en la nada. Lo que se dice afuera es una injusticia, producto de la ignorancia y calumnias premeditadas por fuerzas que no necesito nombrar pus todo el mundo las conoce.
— Sobre Solyenitsyn… (no alcanzamos a terminar la pregunta).
—Mi pensamiento es claro. Solidarizo furiosamente con él. Me indigna que se coarte la libertad del creador. Según mi punto de vista, debiera sentirse contento de haber salido de esa jaula que es su país.
Más amigos en el otro mundo
—Eres muy religiosa, ¿temes a la muerte?
—Como soy religiosa, no le temo. Sí tengo temor del instante mismo del tránsito de una vida a otra. Es un miedo físico. De la muerte propiamente tal, no tengo ningún miedo. No creo en ella. Tengo tantos amigos allá, ¡muchos más amigos en ese mundo que en el de acá! ¿Ves? No voy a sentirme sola…
Su rostro se ha suavizado nuevamente. Sonríe.
Mi vida con Neruda
— ¡Qué curioso! —le decimos—. Una vez Neruda nos contestó lo mismo que tú a una pregunta ante la muerte. Nos dijo cuatro palabras. La muerte no existe .
—Es que es verdad. Él también lo sabía. Y no es la respuesta del marxista. Es lo que te habría contestado el Neruda que yo conocí, con el cual conviví un tiempo en Argentina, con él y su mujer Maruca Hagenaar. Entonces era hombre con ideas de izquierda, pero nada más. No tenía partidismos. Y, claro, él está vivo. Míralo, está ahí, sentado en ese sillón. Nos está mirando y oyendo todo hace rato. ¡Cómo se estará divirtiendo! Debe pensar que estamos armando una tramoya. Pero no importa, déjalo que jorobe. Es lo que más le gustaba: jorobar a medio mundo. Pero yo lo conocía.
María Luisa no es de risa fácil, pero su mente sonríe frecuentemente.
—Ustedes fueron muy amigos.
—Claro, imagínate, y lo seguimos siendo y yo lo sigo retando igual. No me importa nada que esté muerto. Le digo las cosas como son. Tú sabes por qué y él también lo sabe. Pero nos quisimos mucho. Fuimos como hermanos en nuestra juventud. Él me conoció cuando yo era poco más que una chiquilla, en casa de Marta Brunet. Una vez fui con mis hermanas a verlo a Temuco. Nos recibió la «madre». Muy seria. Nos dijo que andaba por ahí. Lo fuimos a buscar no sé adónde. Sí, Pablo es el recuerdo de una parte muy inolvidable de mi vida. Fue muy bueno, muy generoso conmigo. Lo nombraron cónsul en Buenos Aires y allá nos fuimos los tres, a la calle Corrientes. Maruca, su mujer, era muy buena. No lo entendía mucho, pero era muy buena. Para mí, ese es el Pablo de Residencia en la tierra, poéticamente el más valedero.
—¿Te influenció de alguna forma?
—Sí, me enseñó mucho, me enseñó la retórica, siendo que él no era retórico. Él creó un idioma que le salía del alma. Empezó a decaer cuando permitió que en su obra entrara la política. Cambió el idioma. Inventó un idioma. Con Residencia en la tierra yo aprendí mucho. Escribí mi novela La última niebla, en la cocina de su casa. Recibí esa fuerza misteriosa de su Residencia, pero, claro, yo me expresé de una manera distinta. Me enriqueció interiormente. Yo le mandé mi libro a España. Reunió a todos los amigos para celebrarlo. Me escribió una carta maravillosa, cariñosísima. Conservo todas sus cartas. Me las guarda mi editor, Joaquín Almendros, en su caja de fondos, pues con los viajes para un lado a otro, temí perderlas.
Prosigue recordando:
—Pablo peleaba conmigo en materia literaria a veces. Le gustaba leerme sus cosas. Yo le decía: Esto me gusta. Esto no me gusta. A veces se enojaba: «Es que tú no entiendes la poesía moderna, tú no llegas más que hasta Mallarmé». «Pues yo considero que he llegado bastante lejos», le decía yo. También me tenía un sobrenombre, Madame de Mérimée, porque hice mi Tesis en la Sorbonne sobre Mérimée. Pero siempre llegaba con sus papeles: «Mira, escucha esto», y me leía. Pero una vez me indigné. Había agregado una frase horrible: «matar a una monja con un irrigador». Lo de azotar a un notario con un lirio cortado estaba bien. «Esto es muy feo», le dije, «es grotesco. Esto no eres tú, no es más que épaté le bourgeois . Además, no entiendo por qué necesitas poner estas cosas». Volvía unas horas después: «Mira, escucha ahora. Cambié la frase»: Me leía otra vez el poema. Pero, luego, se enojaba y me decía: «Lo que más rabia me da es que cómo es posible que una ignorante como tú tenga siempre la razón».
Pesadilla profética
María Luisa ya se ha embarcado en sus recuerdos.
—Una vez, Pablo tuvo una pesadilla extraña, profética. Estábamos todos juntos y yo empezaba a gritar, que no se fuera a España, gritaba tanto que él me hacía callar y quería irse a su cama y se ponía a dormir y veía inmensas cantidades de agua, por todas partes. Luego, despertaba y su cama estaba rodeada por altas humaredas, que lo cercaban. Se levantó espantado, creyendo que había un incendio en la casa y se iba hacia la cocina, para ver qué sucedía. La cocina tenía unos vidrios empavonados, blancos. Vio tras ellos una sombra oscura y alta, de perfil, una silueta negra, parada allí. No pudo más, corrió a despertarme. «He visto a la muerte —me dijo—, he visto algo. He tenido un sueño horrible. Necesito salir a la calle, conversar. Me voy a morir del corazón». Estaba pálido, demudado y temblaba como quien no ha visto algo en sueños, sino despierto. Salimos. Fuimos al Café Munich. Maruca estaba despierta. «Acompáñalo, por favor», me dijo. Estuvimos conversando hasta que amaneció y, cuando estuvo tranquilo, regresamos. Al poco tiempo, lo enviaron a Europa. Lo que tuvo fue una visión premonitoria de la guerra, de la muerte, de la Guerra Civil española.
García Lorca
—Dicen que García Lorca también la tuvo.
—Sí. Federico era de nuestro grupo de amigos, en Buenos Aires. Al irse, él mismo dijo que se sentía extraño, con angustia. Fue una época muy alegre aquélla, hoy todos están muertos. Conocí a Alfonsina Storni. La vi muerta. Estaba muy bonita. Era muy afectuosa. Su vida fue triste y se suicidó. García Lorca era encantador, el hombre de más encanto y vitalidad que he conocido en la vida. Nos interpretaba al piano María Luisa es así. Y tocaba unas notas. Tocaba muy bien al piano. A veces era alegre y otras triste o chacotero. Recitaba siempre, como si conversara. Nos reuníamos en casa de Oliverio Girondo y Norah Lange, escritores también. Recuerdo a Conrado Nalé Roxlo, Arturo Capdevila, Lisandro Gaitié, que aún vive, Pedro Henríquez Ureña, Jorge Larco, el pintor. Me casé con él y luego enviudé. Mi segundo marido, tú lo sabes, fue francés, Fal de Saint-Phalle, un hombre al que no puedo olvidar. Murió hace tres años. Vivimos siempre en Nueva York. Conocí también en la época que te relato a Gonzalo Losada, el editor. Me lo presentó el filólogo español Amado Alonso, quien fundó el Instituto de Filología en Buenos Aires. Soy amiga, desde entonces, del poeta Jorge Luis Borges, a quien conocí en casa de Victoria Ocampo, que dirigía la revista Sur . También Eduardo Mallea, otro gran escritor, fue amigo mío.
Pero el espacio, no así los recuerdos, las anécdotas, llega a su fin.
María Luisa ha salido a caminar por la ciudad para las fotografías. Ha elegido el estero, «porque me gusta el estero más que el mar. Lo siento más cercano a mí, con sus sauces, con su sensación de tierra adentro. No es que no sienta el mar, pero el mar de Viña es solitario como un desierto azul marino. Parece lejos. ¿Será porque ya no están las playas de mi infancia, la de Miramar con sus rocas que el mar se llevó? No sé. Pero a veces me acerco al mar, trato de escucharlo».
María Luisa pudo haber sido, de quererlo, una actriz teatral y ello surge al oírla narrar, hacer determinados giros, producir una atmósfera que es muy difícil reflejar en una crónica. Estudió teatro en L’Atelier, de París, nada menos que con Charles Dullin, y Ortiz Echague alabó su capacidad interpretativa.
Ella se ríe. «Sara, no nací para eso. Aunque hice algunos papeles, era muy joven, muy apasionada».
La dejamos en su casa de Poniente. No quiere hablar de lo que escribe. Sabemos que trabaja en una leyenda irlandesa. Su hija Brígida, que vive en Estados Unidos, lleva ese nombre en recuerdo de la Patrona de Irlanda.
Tiene otra obra inédita, El Canciller, y otra en que el nudo central se basa en un diálogo del hombre con Dios. Como siempre, sigue prefiriendo la magia. «Aun ellos no han nacido, no han sido editados. Sigo trabajando, pero… no hay más».
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