domingo, 31 de octubre de 2021

Yasmina Khadra / El atentado IV

 


Yasmina Khadra

EL ATENTADO

IV


    El capitán Moshe y sus asistentes me mantienen despierto durante veinticuatro horas seguidas. Se van relevando en el sórdido cuartucho donde se lleva a cabo el interrogatorio. Se trata de una especie de ratonera de techo bajo y paredes insípidas, con una bombilla enrejada encima de mi cabeza cuyo continuo chisporroteo acabará volviéndome loco. Mi camisa empapada de sudor me corroe la espalda con la voracidad de un manojo de ortigas. Tengo hambre y sed, me duele todo y no veo el final del túnel. Han tenido que agarrarme por las axilas para llevarme a orinar. He vaciado media vejiga en mi calzoncillo antes de conseguir abrir la bragueta. Mareado, por poco me rompo la cabeza contra el bidé. Me han devuelto a mi jaula a rastras. Luego, nuevo acoso, las preguntas, los puñetazos sobre la mesa, las tortas para impedir que me desmaye.


    Cada vez que el sueño ofusca mi discernimiento, me sacuden de pies a cabeza y me entregan a un oficial descansado y afanoso. Las preguntas son siempre las mismas. Resuenan en mis sienes como hechizos sepulcrales.
    Me tambaleo sobre la silla metálica que me está limando el culo y me agarro a la mesa para no caer, pero me desmorono de golpe, como un pelele dislocado, y mi cara choca con violencia contra el borde de la mesa. Creo que me he abierto una ceja.
    —El conductor del autocar ha reconocido formalmente a su mujer, doctor. La ha reconocido de inmediato en foto. Ha dicho que efectivamente subió al coche que iba a Nazaret, el miércoles a las ocho y cuarto, pero que al salir de Tel Aviv, a menos de veinte kilómetros de la estación, pidió que la bajaran pretextando una urgencia. El conductor no tuvo más remedio que detenerse en el arcén. Antes de proseguir, vio a su esposa subirse a un vehículo que iba detrás. Ese detalle llamó su atención. No se quedó con la matrícula pero ha dicho que se trataba de un modelo antiguo de Mercedes de color crema… ¿No le dice nada esa descripción?
    —¿Qué quiere usted que le diga? Tengo un Ford reciente, y es blanco. Mi mujer no tenía ningún motivo para bajarse del autocar. Eso es un disparate del conductor.
    —En ese caso, no es el único. Hemos mandado a alguien a Kafr Kanna. Hanán Sheddad dice que no ha visto a su nieta desde hace más de nueve meses.
    —Es una anciana…
    —Su sobrino, que vive con ella en la granja, lo confirma. Entonces, doctor Jaafari, si su esposa no ha puesto los pies en Kafr Kanna desde hace más de nueve meses, ¿dónde se ha metido estos tres últimos días?
    ¿Dónde se ha metido estos últimos tres días?… ¿Dónde se ha metido?… ¿Dónde?… Las palabras del oficial se pierden en un insondable rumor. He dejado de oírle. Sólo veo sus cejas arquearse en función de las trampas que me va tendiendo, su boca removiendo argumentos que han dejado de afectarme, sus manos que delatan su impaciencia o su determinación…
    Aparece otro oficial con el rostro emboscado tras unas gafas negras. Se dirige a mí agitando un dedo perentorio. Sus amenazas se diluyen en la inconsistencia de mi lucidez. No se queda mucho tiempo y se aleja soltando maldiciones.
    Ignoro la hora que es, si es de día o de noche. Me han quitado el reloj, y mis interlocutores han tomado la precaución de quitarse el suyo antes de acercarse a mí.
    El capitán Moshe regresa con las manos vacías. El registro no ha dado resultado. Él también está cansado. Apesta a colilla fría. Con la cara cansada y los ojos enrojecidos, no se ha afeitado desde la víspera y la boca tiende a aflojársele hacia la comisura.
    —Todo induce a pensar que su esposa no salió de Tel Aviv el miércoles ni los días siguientes.
    —Eso no la convierte en una criminal.
    —Sus relaciones conyugales eran…
    —Mi mujer no tenía amante —lo corto.
    —No estaba obligada a contárselo.
    —No teníamos secretos el uno para el otro.
    —El auténtico secreto no se comparte.
    —Seguro que hay una explicación, capitán. Pero no en la dirección que indica usted.
    —Sea razonable un segundo, doctor. Si su mujer le ha mentido, si le ha hecho creer que iba a Nazaret y ha regresado a Tel Aviv apenas se ha dado usted la vuelta, es que no jugaba limpio con usted.
    —Es usted quien no juega limpio, capitán. Predica la falsedad para dar con la verdad. Pero su farol no funciona conmigo. Puede mantenerme despierto todos los días y noches que quiera, pero no me hará decir lo que quiere oír. Va a tener que buscarse a otro para que cargue con el mochuelo.
    Se irrita y sale al pasillo. Regresa al rato, con la frente acartonada y las mandíbulas como poleas atascadas. Su aliento me invade. Está a punto de venirse abajo.

    Sus uñas emiten un crujido horroroso cuando se rasca las mejillas.
    —No va a conseguir que me trague que no había observado nada raro estos últimos tiempos en el comportamiento de su esposa. A menos que ya no viviesen bajo el mismo techo.
    —Mi mujer no era islamista. ¿Cuántas veces tendré que repetírselo? Se equivoca usted. Déjeme volver a mi casa. Llevo dos días sin dormir.
    —Yo también, y no pienso pegar un ojo antes de haber aclarado este asunto. La policía científica es categórica: su esposa ha muerto debido a la carga explosiva que llevaba encima. Un testigo que estaba sentado en la terraza del restaurante y que sólo ha sufrido heridas leves asegura haber visto a una mujer embarazada cerca del banquete que habían organizado unos escolares para festejar el cumpleaños de su compañera. Ha reconocido a esa mujer en la foto sin dudarlo. Y se trata de su esposa. Pero usted ha declarado que no estaba embarazada. Tampoco sus vecinos recuerdan haberla visto embarazada desde que se instalaron en el barrio. La autopsia es igual de categórica: no había embarazo. Así que algo hinchaba el vientre de su mujer. ¿Qué había bajo su vestido sino esa maldita carga que se ha llevado por delante a diecisiete personas, a chavales que sólo pensaban en brincar y jugar?
    —Espere la cinta de vídeo…
    —No habrá cinta. Personalmente, me importan un pepino las cintas. Para mí no es un problema. Lo que para mí es un problema es otra cosa, y es algo que me pone enfermo. Por ello, necesito imperativamente saber cómo una mujer apreciada en su entorno, guapa e inteligente, moderna, integrada, mimada por su marido y adulada por sus amigas, en su mayoría judías, ha podido de la noche a la mañana cargarse de explosivos y presentarse en un lugar público para cuestionar todo lo que el Estado de Israel ha confiado a los árabes que ha acogido en su seno. ¿Se da usted cuenta de la gravedad de la situación, doctor Jaafari? Esperábamos felonías, pero no como ésta. He investigado todo lo investigable sobre su matrimonio: sus relaciones, sus costumbres, sus pecados menores. Total, me siento estafado. Yo, que soy judío y oficial de los servicios israelíes, no gozo ni de la tercera parte de las atenciones que les ofrece a diario esta ciudad. Y no puede imaginarse hasta qué punto eso me trastorna.
    —No intente abusar de mi estado físico y moral, capitán. Mi mujer es inocente. No tiene absolutamente nada que ver con los integristas. Jamás se ha visto con ellos, jamás ha hablado de ellos, jamás ha soñado con ellos. Mi mujer fue a ese restaurante para almorzar. Almorzar. Ni más ni menos… Ahora déjeme en paz. Estoy reventado.
    Tras lo cual cruzo los brazos sobre la mesa, apoyo sobre ellos mi cabeza y me adormezco.
    El capitán Moshe vuelve una vez y otra… Al cabo del tercer día, abre la puerta de la ratonera y me señala el pasillo.
    —Queda usted en libertad, doctor. Puede regresar a su casa y volver a llevar una vida normal si es que…
    Recojo mi chaqueta y camino titubeando por un corredor donde oficiales en mangas de camisa y con la corbata aflojada me miran en silencio, como una horda de lobos que ve cómo se le escapa la presa que creía haber atrapado. Un guardia con tics en la cara me entrega mi reloj, mis llaves y mi cartera, me hace firmar un recibo y cierra con un golpe seco el ventanuco que nos separa. Alguien me escolta hasta la salida del edificio. Apenas salgo, la luz del día me hiere la vista. Hace buen tiempo; un sol enorme ilumina la ciudad. El ruido del tráfico me devuelve al mundo de los vivos. Me detengo un instante en lo alto de la escalinata, siguiendo con la mirada el vaivén de los coches, pautado aquí y allá por claxonazos. No abundan los transeúntes. El barrio parece descuidado. Los árboles que jalonan la calzada no dan la impresión de estar encantados de la vida y los mirones que zanganean por los alrededores parecen tan tristes como sus sombras.
    Al pie de la escalinata hay un coche grande con el motor en macha. Al volante, Naveed Ronnen. Se apea y, acodado a la puerta, espera que llegue hasta él. Comprendo de inmediato que no es ajeno a mi liberación.
    Frunce el ceño, cuando llego a su altura, por mi ojo tumefacto.
    —¿Te han pegado?
    —Resbalé.
    No lo convenzo.
    —Es verdad —le digo.
    No insiste.
    —¿Te dejo en tu casa?
    —No sé.
    —Tienes un aspecto lamentable. Debes tomar una ducha, cambiarte y comer algo.
    —¿Han mandado la cinta los integristas?
    —¿Qué cinta?
    —La del atentado. ¿Se sabe ya quién es el kamikaze?
    —Amín…
    Retrocedo para esquivar su mano. Ya no soporto que se me toque, ni siquiera para reconfortarme.
    Mis ojos enganchan los del poli y se aferran a ellos.
    —Si me han soltado es porque están seguros de que mi mujer no tiene nada que ver.
    —Tengo que dejarte en tu casa, Amín. Necesitas recuperar fuerzas. Es lo único que importa por ahora.
    —Si me han soltado, Naveed, dilo ya… Si me han soltado es porque… ¿Qué han descubierto, Naveed?
    —Que tú , que tú no tienes nada que ver, Amín.
    —¿Sólo yo?…
    —Sólo tú.
    —¿Y Sihem?…
    —Tienes que pagar la knass para recuperar su cuerpo. Es la norma.
    —¿Una multa? ¿Y desde cuándo está en vigor esa norma?
    —Desde que los kamikazes integristas…
    Lo interrumpo con el dedo.
    —Sihem no es una kamikaze, Naveed. Intenta recordarlo, pues es para mí lo más importante del mundo. Mi mujer no es una asesina de niños… ¿Te ha quedado claro?
    Lo dejo plantado ahí mismo y me voy sin saber dónde. Ya no tengo ganas de que me lleven a casa ni necesito que nadie me ponga la mano sobre el hombro. No quiero ver a nadie, sea del bando que sea.
    La noche me pilla frente al mar, sentado sobre una roca. No tengo la menor idea de lo que he hecho durante el día. He debido de quedarme dormido en alguna parte. Mis tres días y noches de cautiverio me han extenuado. He perdido mi chaqueta. Seguro que la he olvidado sobre un banco, o quizá alguien me la haya robado. Mi pantalón tiene un manchón en la parte alta y mi camisa está salpicada de vómito. Recuerdo vagamente haber devuelto al pie de una pasarela. ¿Cómo habré podido llegar hasta esta roca sobre el mar? Lo ignoro.
    Un buque transatlántico centellea mar adentro.
    A mis pies, las olas se estrellan contra las rocas. Su estruendo retumba en mi cabeza como mazazos.
    La brisa me refresca. Rodeo mis piernas con los brazos, hundo la barbilla entre las rodillas y escucho el rumor del mar. Lentamente, la mirada se me va embarullando, los sollozos se agolpan y atropellan en mi garganta, y una tiritera me recorre y estremece todo el cuerpo. Me tapo la cara con ambas manos y, gemido tras gemido, acabo aullando como un poseso en medio del estrépito del oleaje.

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