Yasmina Khadra
EL ATENTADO
I
Tras la operación, nuestro director Ezra Benhaím viene a verme al despacho. Es un hombre ágil e impetuoso, a pesar de sus sesenta años cumplidos y su sobrepeso. En el hospital lo llaman el sargento de caballería por su excesivo militarismo, agravado por un sentido del humor de lo más inoportuno. Pero, a las duras, es el primero en remangarse y el último en abandonar la nave.
Ya estaba él allí cuando, antes de adoptar la nacionalidad israelí y siendo yo un joven cirujano, ponía todo mi empeño en convertirme en médico de plantilla. Aunque por entonces sólo era un modesto jefe de servicio, recurría a la escasa influencia que le confería su puesto para mantener a raya a mis detractores. Por entonces, no resultaba fácil para el hijo de un beduino unirse al gremio de la élite universitaria sin provocar un rechazo manifiesto. Mis compañeros de promoción eran unos niñatos judíos afortunados, con pulsera de oro y descapotable en el aparcamiento. Me miraban por encima del hombro y consideraban mis hazañas una afrenta a su categoría. Así, cuando alguno de ellos se excedía conmigo, Ezra ni siquiera intentaba enterarse de quién había empezado y se ponía sistemáticamente de mi lado.
Abre la puerta sin llamar y me mira de soslayo con la sonrisa en la comisura de los labios. Así es como suele demostrar su satisfacción. Acto seguido, como hago girar mi sillón para ponerme frente a él, se quita las gafas, las limpia con el faldón de su bata y dice:
—Al parecer, has traído de vuelta del limbo a tu paciente.
—Tampoco hay que exagerar.
Se coloca las gafas sobre su nariz de ingratas aletas, menea la cabeza tras meditar brevemente y recupera su austera mirada.
—¿Te apuntas al club esta noche?
—Imposible, mi mujer regresa hoy.
—¿Y mi revancha?
—¿Qué revancha? No me has ganado una sola partida.
—No eres legal, Amín. Siempre aprovechas mi baja forma para apuntarte un tanto. Hoy, que me encuentro en condiciones, te escaqueas.
Me retrepo sobre el respaldo de mi asiento para mirarlo le frente.
—Si quieres que te diga, amigo Ezra, ya no tienes la pegada de antes y me da pena abusar de ti.
—No me entierres tan pronto. Acabaré poniéndote en tu sitio de una vez por todas.
—Para eso no necesitas raqueta. Te basta con suspenderme de empleo y sueldo.
Promete pensárselo, se lleva con desparpajo un dedo a la sien para despedirse y regresa a los pasillos para increpar a las enfermeras.
Una vez solo, intento recordar en qué estaba pensando antes de la interrupción de Ezra y recuerdo que iba a llamar a mi mujer. Agarro el aparato, marco el número de mi casa y cuelgo tras la séptima llamada. Mi reloj marca la una y doce minutos de la tarde. Si Sihem hubiese tomado el autocar de las nueve, hace un buen rato que debería haber llegado.
—No te preocupes tanto —me suelta de improviso la doctora Kim Yehuda invadiendo mi cuartucho.
Y añade de seguido:
—He llamado antes de entrar. Es que estás en las nubes…
—Lo siento, no te he oído.
Rechaza mis excusas con gesto altivo, vigila el movimiento de mis cejas y pregunta:
—¿Llamabas a tu casa?
—No se te puede ocultar nada.
—Y, claro está, Sihem aún no ha regresado.
Su perspicacia me irrita pero ya estoy hecho a ella. Conozco a Kim desde la universidad. No éramos de la misma promoción —yo le llevaba tres cursos— pero simpatizamos desde el principio. Era guapa y espontánea, y a diferencia de las demás estudiantes, que se mordían siete veces la lengua antes de pedirle fuego a un árabe, por buen estudiante y apuesto que fuera, ella no se andaba con remilgos. Kim tenía la risa fácil y el corazón en la mano. Nuestros flirteos eran ingenuamente conmovedores. Sufrí enormemente cuando un adonis ruso, recién llegado de su komsomol, vino a robármela. Como soy buen perdedor, no me quejé en absoluto. Más tarde, me casé con Sihem y el ruso regresó a su casa sin previo aviso, tras el desmembramiento del imperio soviético. Kim y yo seguimos siendo excelentes amigos, y nuestra colaboración estrecha ha tejido entre nosotros una estupenda complicidad.
—Hoy es día de regreso de vacaciones —me señala—. Las carreteras están saturadas. ¿Has intentado localizarla en casa de su abuela?
—No hay teléfono en la finca.
—Llámala al móvil.
—Otra vez ha olvidado llevárselo.
Aparta los brazos en señal de fatalidad.
—Mala suerte.
—¿Para quién?
Arquea su magnífica ceja y me advierte con el dedo.
—Lo dramático de algunas buenas intenciones es que su compromiso carece de valor y de tenacidad.
—Es la hora de los valientes —digo levantándome—. La operación ha sido agotadora y necesitamos recuperar fuerzas…
La agarro por el codo y la empujo hacia el pasillo.
—Pasa delante, guapa. Quiero ver las maravillas que vas dejando tras de ti.
—¿Te atreverías a repetirme eso en presencia de Sihem?
—Los imbéciles son los únicos que no cambian de opinión.
La risa de Kim suena por el pasillo como el brillo de una guirnalda en un cementerio.
Ilan Ros se reúne con nosotros en la cafetería cuando estamos acabando de almorzar. Se instala con su sobrecargada bandeja a mi derecha para tener a Kim enfrente. Con la bata abierta sobre su vientre pantagruélico y sus mofletes rojos, empieza tragándose tres lonchas de carne fría y se limpia la boca con una servilleta de papel.
—¿Sigues buscando una segunda vivienda? —me pregunta en medio de un voraz chapoteo.
—Depende de dónde.
—Creo que te he encontrado algo. No lejos de Asquelón. Un bonito chalé con todo lo necesario para desconectar por completo.
Mi mujer y yo llevamos más de un año buscando una casita a la orilla del mar. A Sihem le encanta el mar. Uno de cada dos fines de semana, cuando me lo permiten mis días de asueto, nos metemos en el coche y nos vamos a la playa. Tras caminar un buen rato por la arena, subimos a lo alto de una duna y contemplamos el horizonte hasta bien avanzada la noche. La puesta del sol siempre ha ejercido en Sihem una fascinación que me cuesta entender del todo.
—¿Piensas que está al alcance de mi cartera? —le pregunto.
Ilan Ros suelta una breve sonrisa que sacude su papada carmesí como si fuera gelatina.
—Con el tiempo que hace que no te llevas la mano al bolsillo, Amín, pienso que te sobra para comprar la mitad de tus sueños…
De repente, una formidable explosión hace temblar las paredes y tintinear las ventanas de la cafetería. Todo el mundo se mira con perplejidad, y los que se encuentran más cerca de los ventanales se levantan y se vuelven hacia el exterior. Kim y yo nos abalanzamos hacia la ventana más cercana. Fuera, la gente que estaba volcada en sus ocupaciones en el patio del hospital se mantiene inmóvil, con la cabeza vuelta hacia el norte. La fachada del edificio de enfrente nos impide ver más allá.
—Seguro que ha sido un atentado —dice alguien.
Kim y yo salimos corriendo por el pasillo. Una cuadrilla de enfermeras sube del sótano y se dirige a la carrera hacia el vestíbulo. Teniendo en cuenta la violencia de la onda expansiva, el lugar de la explosión no debe de estar lejos. Un vigilante activa su emisor-receptor para informarse de la situación. Su interlocutor le comunica que sabe tanto como él. Tomamos al asalto el ascensor y, al llegar al último piso, nos precipitamos hacia la terraza que da al ala sur del edificio. Ya se encuentran allí algunos curiosos, con la mano a modo de visera. Miran hacia una nube de humo que se eleva a una decena de manzanas del hospital.
—Ha sido por Haqirya —informa un vigilante desde una radio—. Una bomba o un kamikaze. Puede que un coche bomba. No tengo esa información. Lo único que veo es el humo que sale del lugar…
—Hay que bajar —me dice Kim.
—Tienes razón. Hay que prepararse para acoger a los primeros evacuados.
Diez minutos después, las informaciones fragmentadas dan cuenta de una auténtica carnicería. Algunos hablan de un autobús alcanzado, otros de un restaurante volado. La centralita amenaza con saltar. Tenemos alarma roja.
Ezra Benhaím decreta el despliegue de la célula de crisis. Las enfermeras y los cirujanos se reúnen en urgencias, donde camillas de ruedas y parihuelas están dispuestas en un carrusel frenético aunque ordenado. No es la primera vez que un atentado sacude Tel Aviv, y la asistencia se presta cada vez con mayor eficacia. Pero un atentado no deja de ser un atentado. La experiencia permite controlarlo mejor técnicamente, pero no humanamente. Ni la emoción ni el pavor casan bien con la sangre fría. Cuando el horror golpea, lo primero que alcanza es el corazón.
Llego a mi vez a urgencias. Allí se encuentra Ezra, con el semblante demudado y el móvil pegado a la oreja. Dirige con la mano los preparativos.
—Un kamikaze se ha volado en un restaurante. Hay varios muertos y muchos heridos —anuncia—. Manden evacuar las salas 3 y 4 y prepárense para recibir a las primeras víctimas. Las ambulancias están de camino.
Kim, que había ido a su despacho para llamar por su cuenta, se reúne conmigo en la sala 5, donde irán a parar los heridos más graves. Como a veces el quirófano resulta insuficiente, se amputa in situ . Verificamos con cuatro cirujanos el material para las intervenciones. Unas enfermeras se afanan en torno a las mesas de operaciones, ágiles y precisas.
—Hay al menos once muertos —me informa Kim mientras pone en marcha unos aparatos.
Fuera aúllan las sirenas. Las primeras ambulancias invaden el patio del hospital. Dejo que Kim se ocupe de los aparatos y me reúno con Ezra en el vestíbulo. Los gritos de los heridos resuenan en la sala. Una mujer casi desnuda, tan enorme como su espanto, se contorsiona sobre una camilla. Los camilleros que la atienden tienen dificultades para mantenerla tranquila. Pasa delante de mí, con los pelos de punta y los ojos desorbitados. Justo tras ella llega el cuerpo ensangrentado de un chico. Tiene la cara y los brazos negros como si saliese de una mina de carbón. Agarro su camilla de ruedas y lo dejo a un lado para despejar el paso. Una enfermera acude en mi ayuda.
—Tiene una mano arrancada —exclama.
—No es momento de flaquear —le recomiendo—. Hágale un torniquete y llévelo de inmediato al quirófano. No pierda un minuto.
—Bien, doctor.
—¿Está segura de que lo puede hacer?
—No se preocupe por mí, doctor. Me las arreglaré.
En un cuarto de hora, el vestíbulo de urgencias se ha convertido en un campo de batalla. No menos de un centenar de heridos se amontonan, la mayoría de ellos sobre el suelo. Todas las camillas están atestadas de cuerpos desmembrados, horriblemente acribillados por la metralla, algunos con quemaduras en distintas partes. Los llantos y gritos inundan todo el hospital. De cuando en cuando un alarido domina el estrépito, indicando la muerte de una víctima. Una se me va entre las manos, sin darme tiempo a examinarla. Kim me señala que el quirófano está saturado y que va a haber que mandar a los más graves a la sala 5. Un herido exige que se ocupen de él inmediatamente. Tiene la espalda desollada de lado a lado y una parte del omóplato a la vista. Al no verse auxiliado por nadie, agarra a una enfermera por el pelo. Hacen falta tres forzudos para que la suelte. Un poco más allá, encajonado entre dos camillas de ruedas, un herido aúlla meneándose como un poseso hasta que acaba cayéndose de la suya. Su cuerpo está lleno de cortaduras y no para de dar puñetazos en el aire. La enfermera que lo atiende no sabe qué hacer. Se le iluminan los ojos al verme.
—Rápido, rápido, doctor Amín…
El herido se tensa de golpe, cesan sus estertores, convulsiones y coces, y sus brazos se abaten sobre el pecho, como si fuera una marioneta a la que acabaran de cortar los hilos. Sus rasgos congestionados se desprenden repentinamente del dolor y se mudan en una expresión de demencia, mezcla de rabia extrema y de asco. Justo cuando me inclino sobre él, me amenaza con la mirada y retuerce los labios.
—Me niego a que un árabe me toque —gruñe rechazándome hoscamente con un manotazo—. Antes, muerto.
Lo agarro por la muñeca y le pego con firmeza el brazo contra el costado.
—Agárrelo bien —pido a la enfermera—, voy a examinarle.
—No me toque —se subleva el herido—. Le prohíbo que me ponga la mano encima.
Me escupe. Como jadea, la saliva le cae sobre la barbilla, trémula y elástica, mientras lágrimas de furia le inundan los párpados. Aparto su chaqueta. Su vientre se ha convertido en una papilla esponjosa que se comprime con cada esfuerzo. Ha perdido mucha sangre y sus gritos no hacen sino acentuar la hemorragia.
—Hay que operar de inmediato.
Hago una señal a un enfermero para que me ayude a colocar al herido sobre su camilla y, apartando las que nos cortan el paso, corro hacia el quirófano. El herido me mira fijamente con ojos de odio a punto de ponerse en blanco. Intenta protestar, pero sus contorsiones lo han dejado exhausto. Vencido, vuelve la cabeza para no tenerme de frente y se abandona al embotamiento que se va apoderando de él.
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