Dennis Cooper
LO PEOR
(1960-1971)
Traducción de Diego Luis Sanromán
Cuando tenía nueve años, pasé un mes en Texas con mi abuela durante las vacaciones de verano. Vivía junto a una iglesia y un día en la iglesia se celebró una boda. Me pasé por allí, yo solo, para asistir al festejo. Había una niña rubia más o menos de mi edad, con un vestido blanco emperifollado, encima de una pasarela bordeada de antorchas hawaianas encendidas. Pensé que era lo más hermoso que había visto nunca. La observaba maravillado cuando una de las antorchas se cayó y prendió su vestido. En menos de un segundo, todo su cuerpo estaba envuelto en llamas. Lo siguiente que recuerdo es que, 48 horas después, un oficial de policía me encontraba conmocionado bajo la casa de mi abuela. No sé si la niña sobrevivió o murió.
Cuando tenía once años, estaba jugando con mis amigos entre los arbustos que había frente a mi casa. Queríamos cavar un hoyo, pero como no pude encontrar una pala en el trastero, utilizamos un hacha. Uno de mis amigos estaba dándole hachazos al suelo cuando inesperadamente surgí de entre los arbustos justo donde él hacía el agujero. El hacha me golpeó en plena cabeza, abriéndome una gran brecha y dejándome inconsciente. Mis amigos se asustaron y me abandonaron allí. Finalmente recuperé la conciencia, me di cuenta de que sangraba a borbotones por la cabeza, alargué la mano para ver qué pasaba y toqué lo que reconocí como mi cerebro al descubierto. Corrí hacía la puerta de nuestra casa y me llevaron a toda prisa al hospital. Los médicos me salvaron la vida, pero durante meses estuve postrado en cama con fuertes dolores. El chico que me había dado el hachazo estaba tan traumatizado que no volvió a mirarme a los ojos ni a hablarme nunca más. Se suicidó cuando tenía quince años.
Cuando tenía trece años, quería ser arqueólogo. Mi padre conocía a un peruano rico que financiaba excavaciones arqueológicas, así que me enviaron a Perú para que pasase el verano con la familia de aquel hombre y trabajara en las excavaciones. Para llegar hasta el lugar de la excavación me veía obligado a hacer un largo viaje en un autobús muy viejo, siniestro y abarrotado de gente. Un día el autobús se detuvo en medio de ninguna parte con un brusco frenazo. El conductor se levantó y caminó hasta el fondo del autobús. Cuando regresó, llevaba lo que parecía un pasajero que había perdido el conocimiento. Al llegar a la altura de mi asiento, tropezó y el hombre que llevaba a cuestas cayó sobre mi regazo y sobre el regazo de la mujer que estaba sentada a mi lado. Entonces me di cuenta de que el hombre estaba muerto. Estaba frío y tenía un reconocible aspecto de muerto en la cara. El conductor se enderezó, cogió el cuerpo, caminó hasta la puerta del autobús y arrojó el cadáver a la cuneta. Después volvió a su asiento y siguió conduciendo. Los demás pasajeros actuaban como si no pasara nada, como si aquello ocurriese todos los días.
Cuando tenía catorce años, mi madre me ordenó que me cortase el pelo. Me negué y me encerré en el pequeño cuarto de baño que había en mi dormitorio. Estuve allí durante horas. Al final, mi padre volvió del trabajo y echó la puerta abajo de una patada. Corrí a mi habitación mientras él me perseguía, me gritaba y me azotaba con el cinturón. Estaba asustado de verdad, así que cuando vi a mi madre en la puerta, corrí hacia ella y la rodee con los brazos, rogándole que le pidiese que parara. Mi madre, sin embargo, me cogió por los hombros, me dio la vuelta y me agarró con fuerza mientras mi padre me azotaba en la cara con el cinturón. En aquel momento dejé de confiar en ellos.
Cuando tenía quince años, mi madre le presentó a mi padre los papeles del divorcio, después huyó con nosotros, sus hijos, a Maui, Hawai, donde estuvimos dos meses. Mientras estábamos allí, me hice amigo de un chico llamado Craig, que tenía enormes provisiones de LSD. Los dos estuvimos tomando LSD veinticuatro horas al día durante el mes siguiente. Debí de dormir algo en aquella época, pero no lo recuerdo. Me alejé casi completamente de la realidad. En ocasiones, la realidad aparecía de nuevo por algún tiempo y me encontraba caminando por algún lugar que no reconocía o hablando con alguien que no sabía quién era, luego la realidad se desvanecía otra vez. Después de un mes así, Craig y yo hacíamos autostop cuando unos tíos de la zona nos recogieron. Nos llevaron hasta una plantación de piñas y nos dijeron que iban a matarnos. Más tarde Craig me dijo que estaban bromeando, pero a mí no me lo pareció y me entró auténtico pánico. Estaba tan aterrado que los hawaianos nos ordenaron que saliéramos del coche y se marcharon. Durante más o menos las ocho horas siguientes, tuve una crisis nerviosa generalizada, gritando, convulsionándome y alucinando violentamente mientras mi amigo cuidaba de mí. En los meses posteriores apenas servía para nada y difícilmente podía hablar, pero de alguna manera me las arreglé para pasar desapercibido en casa y en el instituto.
Cuando tenía dieciséis años, el feo y prolongado divorcio de mis padres convirtió a mi madre en una completa alcohólica durante un par de años. Cada día presentaba algún impredecible y aterrador comportamiento. Por ejemplo, entraba con un puñado de píldoras en la mano en la habitación en la que mis hermanos y yo veíamos la tele y, después de llamar nuestra atención, se las metía en la boca. Teníamos que agarrarla, reducirla en el suelo y forzarla a que las escupiese. O bien permanecía durante horas en lo alto de la escalera de nuestra casa, rogándonos a alguno que fuéramos a empujarla y la matásemos. También podía meternos a todos en el coche familiar, empezar a conducir calle abajo a toda velocidad y dirigirse hacia un muro o una farola gritando: “Voy a matarnos a todos”, y entonces teníamos que arrebatarle el volante y pisar el freno de golpe. Cuando estaba enfadada de verdad con nosotros, cortaba la luz de toda la casa, cerraba con candado la caja de los fusibles para que no pudiésemos poner de nuevo en marcha el suministro, y empezaba a machacar muebles y cosas con un hacha. Etc., etc.
Cuando tenía diecisiete años, fui a una fiesta en la que había un puñado de amigos míos. Algunos de ellos, incluyendo un tío llamado Dave, se estaban colocando disparando el aerosol de unas latas de pintura manipuladas en una bolsa de papel e inhalando después. Me preguntaron si quería pegarle una esnifada y les dije que no. Después de que me fuera, hubo un accidente. Al disparar el aerosol, de alguna manera Dave había llenado la bolsa de pintura sin querer. Inhaló la pintura, que recubrió sus pulmones y lo asfixió hasta que cayó muerto allí mismo. Mis amigos, que estaban con él, me dijeron más tarde que era la muerte más horrible que pudiera imaginarse.
Cuando tenía dieciocho años, estaba pasando el rato en Hollywood con mi novio Julian, una tarde en la que él trabajaba de chapero. Julian estaba haciendo un servicio y yo estaba hablando con otro de los chaperos, cuando aquel chapero jovencito al que Julian y yo conocíamos bastante bien y con el que nos habíamos montado un trío un par de semanas antes vino tambaleándose por la acera. Pensamos simplemente que estaba colocado a base de bien, así que empezamos a reírnos y a burlarnos a gritos de él. Pero cuando llegó cerca de donde estábamos, se derrumbó y dejó de moverse. Nos acercamos, y sólo entonces nos dimos cuenta de que lo habían apuñalado varias veces en la espalda y de que estaba muerto. Huimos aterrorizados y después por boca de otro chapero me enteré de que su cadáver había estado tendido en la acera durante más de tres horas, hasta que alguien se preocupó de llamar a la policía.
Cuando tenía dieciocho años, un amigo mío que se llamaba David y yo fuimos a un tienda de discos local que estaba guay. Mientras comprábamos, apareció aquel tío de nuestra edad y me preguntó adónde iría cuando saliese de la tienda y si podía darle un rulo. Me pareció bien, así que le dije que no había problema. Cuando habíamos recorrido unas cuantas manzanas, el pavo sacó una pistola y me apuntó a la cabeza, diciéndome que parase junto a la acera y que ahora conduciría él. Tan pronto paramos, mi amigo saltó del coche y huyó. Le pasé el volante al tío y, durante las diez horas siguientes, condujo por toda la ciudad conmigo como rehén, recogiendo a sus amigos hasta que el coche estuvo lleno de gente. Era lo que se dice un viaje de placer. El tío estrellaba mi coche contra los coches aparcados por puro gusto y todos bebían con ganas. En un momento dado intenté escapar, pero corrieron detrás de mí y me arrastraron de vuelta al coche. Finalmente, el pavo detuvo el coche junto a la casa de un amigo suyo para comprar drogas y, mientras estaba fuera, los otros me dijeron que me dejarían ir si les llevaba de vuelta a sus respectivas casas. Así lo hice, y el último tío al que dejé me dijo que si avisaba a la policía o volvía a verme otra vez, me mataría.
Cuando tenía dieciocho años, mi tío, que había sido pintor y, en consecuencia, mi héroe cuando yo era un crío, pero que luego se convirtió en una sanguijuela mujeriega y alcohólica que se refería a mí como el cerdo, se voló los sesos con una escopeta.
Texto publicado en el blog de Dennis Cooper e incluido más tarde en Ugly Man, Nueva York, Harper Collins, 2009, pp. 171-180.
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