miércoles, 27 de octubre de 2021

Mary Beard / Arqueología, tiranía y violación

 


Mary Beard
Arqueología, tiranía y violación


    En el siglo VI a. C., Roma era sin duda una pequeña comunidad urbana. A menudo resulta complicado decidir cuándo se convierte una simple aglomeración de cabañas y casas en una ciudad consciente de ser una comunidad, con una identidad y aspiraciones compartidas. Sin embargo, la idea de un calendario romano estructurado, y con él una cultura religiosa y un ritmo de vida compartidos, muy probablemente se remonte al período monárquico. Los restos arqueológicos dejan pocas dudas de que en el siglo  VI a. C. Roma tenía edificios públicos, templos y un «centro de la ciudad», claros indicios de una vida urbana, aunque a pequeña escala, según nuestros parámetros. La cronología de estos restos es objeto de polémica: no hay una sola evidencia sobre cuya datación estén de acuerdo todos los arqueólogos; y los nuevos descubrimientos alteran constantemente el panorama (¡aunque a menudo no tan significativamente como querrían los descubridores!). No obstante, haría falta un escéptico muy tenaz y estrecho de miras para negar el carácter urbano de Roma en este período.


    Los restos en cuestión han sido hallados en varios lugares debajo de la ciudad posterior, pero la imagen más clara de esta ciudad primitiva se ha encontrado en la zona del foro. En el siglo  VI a. C. se elevó artificialmente el nivel del suelo y se llevaron a cabo algunos trabajos de drenaje, en ambos casos para proteger la zona de inundaciones, y se depositaron por lo menos una o dos capas de grava para que pudiera servir de espacio central compartido para la comunidad. La inscripción con la que iniciamos este capítulo se encontró en un extremo del foro, justo debajo de las laderas de la colina Capitolina, en lo que había sido un primitivo santuario, con un altar exterior. Cualquiera que sea el significado del texto, se trata sin duda de algún tipo de aviso público, que en sí mismo constituye el marco de una comunidad estructurada y de una autoridad reconocida. En el otro extremo del foro, las excavaciones de los niveles más primitivos bajo un grupo de edificios religiosos posteriores, entre ellos los asociados con las vírgenes vestales, indican que se remontan al siglo VI a. C. o incluso antes. No lejos de allí, se han descubierto unos cuantos restos dispersos de una serie de importantes casas privadas de aproximadamente la misma fecha. Los restos son muy escasos, pero proporcionan una tímida imagen de algunos poderosos ricachones viviendo con clase cerca del centro cívico.
    Es difícil saber hasta qué punto encajan estos restos arqueológicos con la tradición literaria sobre los últimos reyes de Roma. Sin duda es ir demasiado lejos sugerir, como les gustaría a los arqueólogos que creyéramos, que una de aquellas casas del siglo  VI cercanas al foro fue realmente la «Casa de los Tarquinos», en el supuesto de que hubiera existido alguna vez. No obstante, tampoco es probable que haya una total coincidencia en cuanto a las actividades constructivas patrocinadas por los reyes y destacadas en las narraciones romanas de la última fase del período monárquico. Se atribuye a los dos Tarquinos la inauguración del gran templo de Júpiter en la colina Capitolina (los escritores romanos posteriores confundían fácilmente a estos dos reyes) y se decía que habían construido el Circo Máximo y que habían encargado las tiendas y pórticos en torno al foro. A Servio Tulio, además de tener a su nombre varias fundaciones de templos, a menudo se le adjudicaba haber rodeado la ciudad con una muralla defensiva. Este sería otro indicio clave del sentido de comunidad compartida, aunque gran parte de la fortificación conservada, conocida hoy como la muralla serviana, no sea anterior al siglo  IV a. C.
    La expresión italiana acuñada en la década de 1930 para describir este período, «La Grande Roma dei Tarquini» («La gran Roma de los Tarquinos»), puede que no sea tan engañosa, aunque, por supuesto, depende de lo que se entienda exactamente por «Grande». Roma, en términos absolutos y relativos, estaba todavía muy lejos de ser «grande». No obstante, era una comunidad más ampliay más urbana de lo que había sido cien años antes, tras haber sacado provecho de su excelente posición para el comercio y de su proximidad con la rica Etruria. Hasta donde podemos juzgar la extensión de la ciudad a mediados del siglo  VI a. C. (parte de este juicio se basa inevitablemente en conjeturas), vemos que era sustancialmente más grande que los asentamientos latinos del sur y por lo menos tan grande como las ciudades etruscas más vastas del norte, con una población de quizá 20 000 a 30 000 personas, aunque no se acercaba ni por asomo a la grandeza de algunos de los asentamientos griegos contemporáneos de Sicilia y del sur de Italia. Era considerablemente más pequeña. Es decir, puede que Roma fuera una pieza clave en la región, pero no era nada extraordinario.

    No todos los avances urbanos que los romanos atribuyeron a los Tarquinos fueron espléndidos en el sentido obvio de la palabra. La preocupación típicamente romana por las infraestructuras de la vida urbana hizo que los escritores posteriores alabasen sus logros en la construcción de un desagüe: la Cloaca Maxima , o la «Gran Cloaca». No está nada claro cuánto de lo que hoy se conserva de esta famosa estructura se remonta al siglo  VI a. C.: las secciones principales de mampostería que todavía se pueden explorar, y que aún llevan parte del desagüe de la ciudad moderna y de los detritos de los modernos cuartos de baño, son varios siglos posteriores, pero ahora parece probable que los primeros intentos de construir algún sistema de drenaje sean anteriores y se remonten al siglo VII a. C. No obstante, en la imaginación de los romanos, la Cloaca fue siempre una maravilla de Roma que se debía a sus últimos reyes: «una obra asombrosa, más de lo que pueden describir las palabras», se entusiasmaba Dionisio, que seguramente tenía en la cabeza lo que era visible en su tiempo, en el siglo I a. C. Sin embargo, tenía también un lado oscuro: no solo era una maravilla sino también un recordatorio de la cruel tiranía que para los romanos marcó el fin del período monárquico. En un relato especialmente escabroso y gloriosamente fantástico, Plinio el Viejo (es decir, Gayo Plinio Segundo, el extraordinario polímata hoy célebre por haber sido una de las víctimas conocidas de la erupción del Vesubio en 79 d. C.) explica que la población de la ciudad estaba tan agotada a causa de la construcción de la cloaca que muchos se suicidaron. El rey, en respuesta, clavó los cuerpos de los suicidas en cruces, con la esperanza de que la vergüenza de la crucifixión tuviera un efecto disuasorio en los demás.

    Sin embargo, no fue la explotación de los pobres trabajadores lo que finalmente acabó con la monarquía, sino la violencia sexual: la violación de Lucrecia por parte de uno de los hijos del rey. Esta violación es casi con toda seguridad tan mítica como el rapto de las sabinas: los ataques a las mujeres marcan simbólicamente el inicio y el fin del período monárquico. Es más, los autores romanos que más tarde contaron la historia probablemente estaban influenciados por las tradiciones griegas, que a menudo vinculaban la culminación, y el fin, de la tiranía con delitos sexuales. Por ejemplo, en la Atenas del siglo  VI a. C., se decía que las insinuaciones sexuales del hermano menor del gobernante a la pareja de otro hombre habían conducido al derrocamiento de la dinastía pisistrátida. Pero, mítica o no, para el resto de la época romana, la violación de Lucrecia supuso un punto de inflexión en la política, y empezó a debatirse su moralidad. Este tema se ha representado e imaginado repetidas veces en la cultura occidental desde entonces, desde Botticelli, pasando por Tiziano y Shakespeare, hasta Benjamin Britten; Lucrecia tiene también su pequeño papel en la exposición feminista de Judy Chicago, The Dinner Party , entre otras mil heroínas de la historia universal.
    Livio cuenta un relato muy colorido de estos últimos momentos de la monarquía. Empieza con un grupo de jóvenes romanos que buscaban la manera de pasar el tiempo mientras asediaban a la vecina ciudad de Ardea. Una noche, mientras apostaban borrachos sobre cuál de sus esposas era mejor, uno de ellos, Lucio Tarquinio Colatino, propuso cabalgar de vuelta a casa (estaba tan solo a unos pocos kilómetros) y examinar a sus mujeres; esto, afirmó, demostraría la superioridad de su Lucrecia. Y así fue: porque mientras que todas las otras esposas fueron descubiertas de fiesta en ausencia de sus hombres, Lucrecia estaba haciendo exactamente lo que se esperaba de una mujer romana virtuosa: trabajar en el telar junto con sus criadas. Entonces, obedientemente, dio de cenar a su marido y a sus invitados.
    No obstante, hubo una terrible secuela. Durante la visita, dice el relato, Sexto Tarquinio concibió una pasión fatal por Lucrecia, y poco tiempo después cabalgó de noche hasta su casa. Tras ser de nuevo atendido cortésmente, entró en su habitación y exigió tener sexo con ella a punta de cuchillo. Cuando vio que la simple amenaza de muerte no la afectaba, Tarquinio explotó su miedo al deshonor: amenazó con matarla a ella y a un esclavo (como se ve en el cuadro de Tiziano [véase lámina 4]) para que pareciese que había sido descubierta en el más ignominioso acto de adulterio. Ante esto, Lucrecia accedió, pero cuando Tarquinio hubo regresado a Ardea, ella mandó llamar a su marido y a su padre, les contó lo sucedido y se suicidó.

Mary Beard
SPQR
UNA ANTIGUA HISTORIA DE ROMA

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