LA PARIDORA
THE BREEDER
Little Tales of Misogyny
Little Tales of Misogyny
Para Elaine el matrimonio significaba niños. Por supuesto, el matrimonio
significaba un montón de cosas más, como crear un hogar, ser un apoyo moral
para su marido, alegre compañía, todo eso. Pero sobre todo niños... para eso
servía el matrimonio, de eso trataba la cosa.
Elaine, cuando se casó con Douglas, trató de convertirse en la criatura
que había soñado, y en cuatro meses lo había conseguido con bastante acierto.
Su casa centelleaba limpia y encantadora, sus fiestas eran un éxito, y Douglas
obtuvo un pequeño ascenso en su empresa, Seguros Atenas S.A. Sólo faltaba una
cosa: Elaine todavía no estaba embarazada. Una consulta al médico pronto
arregló el problema, algo que no había funcionado bien, pero después de otros
tres meses todavía no había concebido. ¿Podría ser problema de Douglas? A
regañadientes, con cierta timidez, Douglas visitó al médico y fue declarado
sano. ¿Qué podría estar fallando? Hicieron pruebas más detenidas, y se
descubrió que el huevo fertilizado (al menos un huevo fue de hecho fertilizado)
había viajado hacia arriba en vez de hacia abajo, en una aparente desafío a la
gravedad, y en vez de desarrollarse en alguna parte, simplemente se había
desvanecido.
—Debería levantarse de la cama y ponerse cabeza abajo — dijo un bromista
en la oficina de Douglas, tras tomar un par de copas en un almuerzo.
Douglas sonrió educadamente. Pero igual tenía algo de razón. ¿No había
dicho el médico algo por el estilo? Esa noche Douglas sugirió a Elaine hacer el
pino.
Sobre medianoche, Elaine saltó de la cama y se mantuvo cabeza abajo, con
los pies contra la pared. Su cara se puso rosa brillante. Douglas se alarmó,
pero Elaine aguantó espartana, desplomándose finalmente sobre el suelo, en una
masa sonrosada, después de casi diez minutos.
Su primer hijo, Edward, nació así. Edward puso a rodar la maquinaria, y
en algo menos de un año llegaron gemelos, dos niñas. Los padres de Elaine y
Douglas estaban encantados. Convertirse en abuelos fue una alegría tan grande
como ser padres, y las dos parejas de abuelos organizaron fiestas. Douglas y
Elaine eran sólo unos chiquillos, así que los abuelos se alegraron de que sus
apellidos fueran a tener continuidad. Elaine no tuvo que ponerse bocabajo nunca
más, y diez meses después nació un segundo hijo, Peter. Luego llegó Philip,
luego Madeleine.
Eran ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que
mudarse a un apartamento algo mayor, con una habitación más. Se mudaron con
prisas, sin advertir que su casero odiaba profundamente a los niños (le
mintieron y le dijeron que tenían cuatro), especialmente a los pequeños que
berrean por las noches. A los seis meses les pidió que se marcharan… siendo
entonces bastante obvio que Elaine iba a tener pronto otro niño. Por entonces
Douglas estaba un poco justo de dinero, pero sus padres le dieron 2000 euros y
los padres de Elaine se presentaron con 3000 euros, y Douglas dio la entrada de
una casa a quince minutos en coche de su trabajo.
—Estoy contento de tener una casa, querida —le dijo a Elaine—. Pero me
temo que tendremos que controlar los gastos si queremos pagar la hipoteca. Creo
que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de tener niños. Después de
todo, siete…— había llegado el Pequeño Thomas.
Antes Elaine le había dicho que la planificación de la familia dependía
de ella, y no de él.
—Lo entiendo, Douglas, tienes toda la razón.
Ay, Elaine reveló un día nublado de invierno que estaba de nuevo
embarazada.
— No me lo esperaba. Me estoy tomando la píldora, tú lo sabes.
En realidad Douglas suponía que era así. Se quedó sin habla durante unos
instantes. ¿Cómo se las arreglarían? Hacía tiempo que se notaba que Elaine
estaba embarazada, aunque llevaba días convenciéndose de que sólo lo imaginaba
a causa de su ansiedad. Sus padres ya repartían regalos de cincuenta y cien
dólares en los cumpleaños ―con nueve cumpleaños en la familia, éstos eran
bastante frecuentes―, y sabía que no podrían contribuir mucho más. Era
asombroso sólo lo que costaban los zapatos para siete chiquillos.
No obstante, cuando Douglas vio la beatífica, la alegre sonrisa en la
cara de Elaine, echada entre almohadas en el hospital, con un niño en sus
brazos y una niña en la otra, no pudo arrepentirse de estos nacimientos, que ya
llegaban a nueve.
Pero se habían casado hacía algo más que siete años. Si esto se
mantenía…
Una mujer de su círculo social observó en una fiesta:
—¡Oh, Elaine se queda preñada cada vez que Douglas la mira!.
A Douglas no le divirtió el implícito tributo a su virilidad.
—¡Entonces deberían hacer el amor con las luces apagadas!— respondió el
bromista—. ¡Ja, ja, ja! ¡Es fácil de comprobar que la única razón es que
Douglas la mira!
—¡Esta noche ni una sola miradita a Elaine, Douglas! —gritó otro, y hubo
un vendaval de risas.
Elaine sonrío con gracia. Imaginaba, qué digo, estaba segura de que las
mujeres la envidiaban. Las mujeres con un niño sólo, o sin niños, eran en
opinión de Elaine vainas de guisantes desecadas. Vainas de guisantes inmaduras.
Las cosas empeoraban por momentos a ojos de Douglas. Hubo un intervalo de seis meses completos
en los que Elaine estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero de
pronto se quedó.
—No puedo entenderlo —le dijo a Douglas y también a su médico. Elaine
realmente no podía entenderlo, porque había olvidado que había olvidado
acordarse de la píldora… un fenómeno con el que su médico se había tropezado
antes.
El médico no hizo comentarios. Sus labios estaban éticamente sellados.
Como
en venganza por la ausencia temporal de fecundidad de Elaine, por su intento de
tapar el cuerno natural de la abundancia, la naturaleza le endosó quintillizos.
Douglas ni siquiera pudo acudir al hospital, y se metió en cama durante
cuarenta y ocho horas. Entonces tuvo una idea: telefonearía a algunos
periódicos, les pediría un dinerillo por las entrevistas y por algunas
fotografías que también podrían tomar de los quintillizos. Lo intentó con todo
el dolor de su corazón, ya que esta forma de explotación iba contra sus
principios. Pero los periódicos no picaron. Dijeron que mucha gente tenía
quintillizos en aquellos tiempos. Los sextillizos sí podían interesarles, pero
los quintillizos no. Tomarían alguna foto, pero no pagarían nada. La fotografía
sólo consiguió que les enviaran información de organizaciones de Planificación
Familiar y desagradables, groseras e insultantes cartas de ciudadanos privados
que le decía a Douglas y Elaine cuánto estaban contribuyendo a la
contaminación. Los periódicos habían mencionado que sus niños ya eran catorce,
después de aproximadamente ocho años de matrimonio.
Puesto que la píldora no parecía funcionar, Douglas propuso hacerse
algo. Elaine se opuso completamente.
—¡Pero las cosas no serán ya lo mismo! —gritó.
—Cariño, todo será igual. Sólo que…
Elaine lo interrumpió. No llegaron a ningún acuerdo.
Tuvieron que mudarse de nuevo. La casa era bastante grande para dos
adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos de los quintillizos hicieron
imposible pagar la hipoteca. Así que Douglas, Elaine y Edward, Susan y Sarah,
Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul, y los
quintillizos Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se mudaron a una casa de
vecinos en la ciudad… una casa de vecinos tenía una serie de condiciones
legales para cualquier estructura que albergara más de dos familias, pero en
lenguaje coloquial una casa de vecinos era una pocilga, como ésta. Ahora
estaban rodeados de familias que tenían casi los mismos niños que ellos.
Douglas se llevaba a veces papeles de la oficina a casa, se tapaba los oídos
con algodones y pensaba que se volvería loco.
—No habrá peligro de que me vuelva loco si ya creo que estoy loco —se decía a sí mismo,
y trataba de alegrarse. Después de todo, Elaine estaba otra vez tomando la
píldora.
Pero se volvió a quedar embarazada. A estas alturas, los abuelos ya no
se sentían tan encantados. Estaba claro que el número de retoños había
disminuido la calidad de vida de Douglas y Elaine… la última cosa que los
abuelos hubieran deseado. Douglas vivía con un ardiente resentimiento hacia el
destino, y con el desesperado anhelo de que algo, algo desconocido y quizás
imposible pudiera ocurrir, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Serían
otra vez quintillizos? ¿Incluso sextillizos? Terrorífico pensamiento. ¿Qué
pasaba con la píldora? ¿Era Elaine alguna excepción en las leyes de la química?
Douglas dio vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta que el médico dio a la
pregunta que le hizo al respecto. El médico había sido tan vago, y Douglas
había olvidado no sólo las palabras del médico, sino incluso el sentido de lo
que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con todo aquel ruido? Enanos con
pañales tocaban pequeños xilófonos y soplaban una variedad de bocinas y
silbatos. Edward y Peter reñían sobre quién se montaría primero en el caballito
mecedor. Todas las niñas estallaban en llanto por nada, esperando obtener la
atención de su madre y el apoyo a sus causas. Philip era propenso a los
cólicos. Todos los quintillizos estaban echando los dientes a la vez.
Esta
vez fueron trillizos. ¡Increíble! Tres habitaciones del apartamento sólo tenían
dentro cunas, más una cama individual en cada una de ellas, en las que dormían
al menos dos niños. Con sólo que sus edades variasen un poco más, pensó
Douglas, sería en cierto modo más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía
gateaban por el suelo, y al abrir la puerta principal se diría que uno entraba
por error en una guardería. Pero no. Todos los diecisiete eran tarea suya. Los
nuevos trillizos colgaban en un ingenioso parque suspendido, porque no había
espacio en el suelo para ellos. Los alimentaban y les cambiaban sus pañales a
través de los barrotes del parque, lo que hizo pensar a Douglas en un zoo.
Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos ya no aceptaban sus
invitaciones. ¿Y quién podía culparlos? Elaine tenía que pedirles a los
invitados que estuvieran muy quietos, e incluso así, algo despertaba siempre a
uno de los pequeños sobre las nueve de la noche, y entonces el lote entero
empezaba a aullar, incluso los de siete y ocho años, que querían unirse a la
fiesta. Así, su vida social llegó a ser cero, lo que no dejaba de estar bien,
porque no tenían dinero para entretenimientos.
—Pero yo me siento realizada, querido —dijo Elaine una tarde de domingo,
posando una tranquilizadora mano sobre la frente de Douglas, mientras él se
sentaba enfrascado en papeles de la oficina.
Douglas, transpirando por los nervios, trabajaba en un pequeño rincón de
lo que llamaban su salón. Elaine estaba a medio vestir, su estado habitual,
porque en el acto de vestirse siempre había un niño que la interrumpía pidiendo
algo, y además Elaine estaba amamantando aún a los recién llegados. De pronto,
algo se rompió en Douglas, y se levantó y se encaminó al teléfono más cercano.
Él y Elaine no tenían teléfono, y también tuvieron que vender su coche.
Douglas telefoneó a una clínica y preguntó por la vasectomía. Le dijeron
que había una lista de espera de cuatro meses si quería la operación sin
cargos. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Entretanto, la castidad estuvo a
la orden del día. Nada de apuros. ¡Dios santo! ¡Ya eran diecisiete! Douglas
inclinó la cabeza en la oficina. Incluso los chistes se habían hecho
reiterativos. Sintió que la gente sentía pena de él, y que evitaban el tema
niños. Sólo Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso comenzó a
hablar como los niños. Douglas contaba los días hasta la operación. No iba a
decirle nada a Elaine sobre ello, simplemente se la haría. Llamó una semana
ante de la fecha para confirmarla, y le dijeron que tendría que esperar otros
tres meses, porque la persona que le había dado cita se había equivocado.
Douglas colgó el teléfono con un golpe. No era la abstinencia el
problema, sino la maldita fatalidad, sólo el fastidio de esperar otros tres
meses. Tenía un miedo enfermizo de que Elaine pudiera queda embarazada una vez
más pero por sus propios medios.
Ocurrió que lo primero que vio al entrar en el apartamento aquella tarde
fue a la pequeña Ursula andando como un pato por aquí y por allá con sus
calzones elásticos, empujando diligentemente un carrito en miniatura en el que
estaba sentada una pequeña réplica de ella misma.
—¡Mira qué bien! —gritó Douglas dirigiéndose a nadie—. ¡Ya es madre y apenas puede andar!
Sacó bruscamente la muñeca del carro de juguete y la arrojó por una
ventana.
—¡Doug! ¿Qué te pasa?
Elaine se le acercó con rapidez y un pecho fuera, con el pequeño Charles
adherido a él como una lamprea.
Douglas incrustó un pie en el lateral de una cuna, y luego agarró el
caballito balancín y lo estampó contra la pared. De una patada, levantó por los
aires la casita de una muñeca, y cuando cayó se derrumbó con un estrépito.
—¡Mamiii… mamiiii!
—¡Papi!
—Uuuuuu… uuuu.
—¡Bu-huuu-uu-uu-huu-uu! ―de media docena de gargantas.
Entonces el casero montó un jaleo con quince niños al menos gritando,
más Elaine. El objetivo de Douglas eran los juguetes. Pelotas de todos los
tamaños salieron a través de los cristales de las ventanas, seguidas de
trompetas de plástico y pequeños pianos, coches y teléfonos, luego ositos de
peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y cerbatanas, chupadores y
rompecabezas. Exprimió dos biberones preparados y rió con ojos de lunático
mientras la leche salía a chorros de las tetinas. La expresión de Elaine cambió
de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.
A Douglas tuvieron que arrastrarlo lejos de un set de construcción
Erector, al que estaba golpeando con la pesada base de un payaso tentetieso. Un
médico le dio un golpe en el cuello que lo tumbó. Lo siguiente que Douglas supo
fue que estaba en una celda acolchada quién sabe dónde. Pidió la vasectomía. En
vez de eso, le trajeron una aguja. Cuando despertó, volvió a pedir la
vasectomía. Su deseo fue satisfecho ese mismo día.
Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Sin embargo, estaba lo
suficientemente cuerdo como para advertir que, por así decirlo, había perdido
la cabeza. Se daba cuenta de que no quería volver a trabajar, que no quería
hacer nada. No quería ver a ninguno de sus amigos, a los que, de todas formas,
sentía que había perdido. Especialmente, no quería seguir viviendo. Débilmente,
recordó que tenía una alegre descendencia, por haber procreado diecisiete niños
en bastante menos años. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la
cuenta.
Elaine vino a verlo. ¿Estaba de nuevo embarazada? No. Imposible. Era
sólo que estaba tan acostumbrado a verla embarazada. Parecía distante. Se
sentía realizada, recordó Douglas.
—Haz el pino de nuevo. Ponlo todo boca abajo —dijo Douglas con una
estúpida sonrisa.
—Está loco —le dijo Elaine al médico, y pausadamente se dio la vuelta y
se marchó.
CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH
CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH
Pequeños cuentos misóginos
Descubrí estos cuentos en una colección llamada Alianza Cien que durante mi adolescencia costaba 1.000 pesos,fue definitivo para lo que siguió en mi vida haber leído a P.H. Este cuento en particular me asustó, me fascinó y me entristeció, es grato toparme de nuevo con él,tiene usted puntería para poner en sus blogs temas significativos para mí. Gracias.
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