Jenny Seville |
Empezó cuando la pequeña Catherine, rubia y gordita, tenía cuatro o cinco años; sus padres notaron que se hería, se caía o hacía algo desastroso con mucha más frecuencia que otros niños de su edad. ¿Por qué a Cathy le sangraba la nariz tan a menudo? ¿Por qué tenía las rodillas siempre arañadas? ¿Por qué lloraba tantas veces pidiendo el consuelo de su mamá? ¿Por qué se había roto un brazo dos veces antes de los ocho años? ¿Por qué, realmente? Sobre todo teniendo en cuenta que Cathy no era muy aficionada a estar en la calle. Prefería jugar en casa. Por ejemplo, le gustaba vestirse con la ropa de su madre, cuando ésta había salido. Cathy se ponía vestidos largos, tacones altos y maquillaje, que se aplicaba ante el tocador de su madre. Por dos veces, tales juegos habían sido la causa de que Cathy se enganchara los bamboleantes zapatos en la falda y se cayera por las escaleras, cuando iba camino del cuarto de estar para mirarse en el espejo grande. Esta había sido la causa de una de las fracturas del brazo.
Ahora, Cathy tenía once años, y hacía mucho tiempo que había dejado de probarse la ropa de su madre. Ya tenía sus propias botas con plataforma que la hacían parecer diez centímetros más alta, su propio tocador con lápices de labios, polvos compactos, rulos, tenacillas, reflejos para el pelo, pestañas postizas, incluso una peluca en un soporte. La peluca le había costado la asignación de tres meses, y aun así sus padres habían tenido que añadir veinte dólares para comprarla.
–No me explico por qué quiere parecer una mujer de treinta años –dijo Vic, el padre de Cathy–. Ya tendrá tiempo de sobra para eso.
–Oh, es normal a su edad –dijo su madre, Ruby, aunque ella sabía que no era completamente normal.
Cathy se quejaba de que los chicos la molestaban.
–¡No me dejan en paz! –les dijo a sus padres una tarde, no por primera vez–. ¡Miren qué cardenales!
Cathy se subió una llamativa blusa de nylon para mostrar un par de cardenales en las costillas. Se tambaleaba un poco sobre sus botas blancas con plataforma, rematadas por unas incongruentes medias amarillas hasta la rodilla, que hubieran sido más apropiadas para un explorador.
–¡Madre mía! –exclamó Vic, que estaba secando los platos–. ¡Mira esto, Ruby! No será que te caíste en algún sitio, ¿verdad, Cathy?
Junto al fregadero, Ruby no quedó muy impresionada por los cardenales de un marrón azulado. Ella había visto fracturas múltiples.
–¡Los chicos me agarran y me estrujan! –se lamentó Cathy.
Vic estuvo a punto de tirar el plato que estaba secando, pero finalmente lo puso con suavidad en lo alto de una pila en el armario.
–¿Qué esperas, Cathy, si llevas pestañas postizas para ir al colegio a las nueve de la mañana? Sabes, Ruby, es culpa suya.
Pero Vic no conseguía que Ruby estuviera de acuerdo. Ruby seguía diciendo que era normal a su edad, o algo así. Cathy le repugnaría, pensaba Vic, si él fuera un chico de trece a catorce años. Pero tenía que admitir que Cathy parecía una presa fácil, un buen revolcón para cualquier estúpido adolescente. Intentó explicárselo a Ruby, y convencerla de que ejerciera algún control sobre ella.
–Sabes, Vic, cariño, te estás portando como un padre sobreprotector. Es un síndrome muy corriente, y no deseo reprochártelo. Pero debes despreocuparte de Cathy o empeorarás las cosas –dijo Ruby.
Cathy tenía los ojos azules y redondos y las pestañas largas por naturaleza. Las comisuras de su boca en forma de corazón tendían a levantarse en una sonrisa dulce y complaciente. En el colegio era bastante en Biología, dibujando espirogiros, el sistema circulatorio de las ranas y cortes transversales de las zanahorias vistas por un microscopio. Miss Reynolds, su profesora de Biología, la apreciaba, y le prestaba panfletos y revistas trimestrales, que Cathy leía y devolvía.
Luego, en las vacaciones de verano, cuando tenía casi doce años, empezó a hacer auto-stop sin ningún motivo. Los chicos de la zona iban a un lago que estaba a quince kilómetros, donde practicaban natación, pesca y remo.
–Cathy, no hagas auto-stop, es peligroso. Hay un autobús dos veces al día, ida y vuelta –le dijo Vic.
Pero allá se iba en auto-stop, como un lemingo precipitándose hacia su destino, pensaba Vic. Uno de sus amigos, llamado Joey, de quince años y con coche, podía haberla llevado, pero Cathy prefería parar a los camioneros. Así la violaron por primera vez.
Cathy hizo una gran escena en el lago, se echó a llorar cuando llegó allí a pie, y dijo:
–¡Acaban de violarme!
Bill Owens, el guarda, le pidió a Cathy inmediatamente que le describiera al hombre y el tipo de camión que conducía.
–Era pelirrojo –dijo Cathy, llorosa–. Unos veintiocho años. Era grande y fuerte.
Bill Owens llevó a Cathy en su coche al hospital más cercano. Los periodistas le hicieron fotos a Cathy y le dieron helados. Ella les contó su historia a los periodistas y a los médicos.
Cathy se quedó en casa, mimada y contemplada, durante tres días. El misterioso violador nunca fue encontrado, aunque los médicos confirmaron que Cathy había sido violada. Luego volvió al colegio, vestida como para una fiesta: zapatos de plataforma, maquillaje compacto, esmalte de uñas, perfume, escote profundo. Consiguió más cardenales. El teléfono de su casa no paraba de sonar; los chicos querían salir con ella. La mitad de las veces Cathy salía a escondidas, la otra mitad entretenía a los chicos con promesas, por lo que ellos se quedaban esperando delante de su casa, a pie o en coche. Vic estaba asqueado. ¿Pero qué podía hacer?
–Es natural. ¡Sencillamente Cathy tiene éxito! –seguía diciendo Ruby.
Llegaron las vacaciones de Navidad y la familia se fue a Méjico. Habían pensado ir a Europa, pero Europa resultaba demasiado cara. Fueron en coche a Juárez, cruzaron la frontera y se dirigieron a Guadalajara, camino de ciudad de Méjico. Los mejicanos, hombres y mujeres indistintamente, se quedaban mirando a Cathy. Evidentemente era una niña aún y, sin embargo, iba maquillada como una mujer. Vic comprendía por qué la miraban los mejicanos, pero, al parecer, Ruby no lo entendía.
–Gente repulsiva, estos mejicanos –dijo Ruby.
Vic suspiró. Pudo haber sido durante uno de estos suspiros cuando Cathy desapareció. Vic y Ruby iban caminando por una acera estrecha, con Cathy detrás de ellos, camino del hotel, y al volverse, Cathy ya no estaba allí.
–¿No dijo que iba a comprarse un helado? –dijo Ruby, dispuesta a correr a la próxima esquina para ver si había un vendedor de helados allí.
–Yo no le oí decirlo –dijo Vic.
Miró frenéticamente en todas direcciones. No había más que hombres de negocios con traje, unos cuantos campesinos con sombreros mejicanos y pantalones blancos –generalmente llevando bultos de algún tipo– y mejicanas de aspecto respetable haciendo sus compras. ¿Dónde había un policía? En la media hora siguiente, Vic y Ruby hicieron saber su problema a un par de policías mejicanos que escuchaban atentamente y anotaron la descripción de su hija Cathy. Vic incluso sacó una foto de su cartera.
–¿Sólo doce años? ¿De veras? –dijo uno de los policías.
Vic le entregó la foto y no volvió a verla.
Cathy regresó al hotel hacia la medianoche. Estaba cansada y sucia, pero se dirigió a la habitación de sus padres. Les dijo que la habían violado. El director del hotel les había llamado unos segundos antes para decirles:
–¡Su hija ha regresado! ¡Subió directamente en el ascensor, sin hablar con nosotros!
Cathy les contó a sus padres:
–Era un hombre de aspecto agradable y hablaba inglés. Quería que yo viese un mono que decía que tenía en el coche. Yo no pensé que hubiese nada malo en él.
–¿Un mono? –dijo Vic.
–Pero no había ningún mono –dijo Cathy–, y nos fuimos en el coche.
Entonces se echó a llorar.
Vic y Ruby se sintieron desfallecer ante la perspectiva de intentar encontrar a un hombre de aspecto agradable que hablaba inglés, y de intentar tratar con los tribunales mejicanos si lo encontraban. Hicieron las maletas y se llevaron a Cathy de vuelta a los Estados Unidos, confiando en que no pasara nada, es decir, que Cathy no estuviera embarazada. No lo estaba. Le llevaron a su médico.
–Es por culpa de todos esos cosméticos que se pone –dijo el médico–. La hacen parecer mayor.
Vic lo sabía.
Un verdadero drama, sin embargo, tuvo lugar al año siguiente. Los vecinos de al lado tenían a un joven médico pasando un mes con ellos aquel verano. Se llamaba Norman y era sobrino de la señora de la casa, Marian. Cathy le dijo a Norman que quería ser enfermera y Norman le prestó libros, y pasaba horas con ella hablando de medicina y de la profesión de enfermera. Entonces una tarde Cathy entró corriendo a su casa, llorando, y le dijo a su madre que Norman llevaba semanas seduciéndola y que quería que ella se escapase con él. Había amenazado con raptarla si no aceptaba.
Ruby se quedó horrorizada… aunque no enteramente horrorizada, sino más bien azarada. Quizá Ruby hubiese preferido encerrar a Cathy en casa y no decir nada del asunto, pero Cathy ya se lo había contado a Marian.
Marian llegó dos minutos después que Cathy.
–¡No sé qué decir! ¡Es espantoso! No puedo creer tal cosa de Norman, pero debe ser cierto. Ha huido de la casa. Ha hecho su maleta en un vuelo, pero se ha dejado algunas cosas.
Esta vez las lágrimas de Cathy no cesaron, sino que continuaron corriendo durante días. Contaba historias de que Norman la había obligado a hacer cosas que no se sentía capaz de describir. El asunto se corrió por la vecindad. Norman no estaba en su apartamento de Chicago, dijo Marian, porque ella había intentado llamarle y nadie contestaba al teléfono. Se montó una caza policial… aunque nadie sabía quién la había iniciado. No había sido Vic, ni Ruby; tampoca Marian, ni su marido.
Norman fue encontrado al fin, encerrado en un hotel a cientos de kilómetros de allí. Se había registrado con su propio nombre. La policía presentó cargos en nombre de una comisión gubernativa para la protección de menores. Se inició un juicio en la ciudad de Cathy. Cathy disfrutó cada minuto del mismo. Iba al tribunal diariamente, tanto si tenía que declarar como si no, cuidadosamente vestida, sin maquillaje ni pestañas postizas, pero no pudo alisar su rizado pelo, que había empezado a crecer y mostraba las raíces oscuras contrastando con el tinte ultra-rubio. Cuando estaba en el estrado de los testigos fingía que era incapaz de relatar los espantosos hechos, por lo que el fiscal tenía que sugerírselos y Cathy murmuraba «síes», que con frecuencia le pedían que repitiera en voz más alta para que el tribunal pudiese oírlos. La gente meneaba la cabeza, silbaba a Norman y al final del juicio estaban dispuestos a lincharle. Lo único que Norman y su abogado pudieron hacer fue negar los cargos, porque no había testigos. Norman fue condenado a seis años por abusos deshonestos y por planear el rapto de una menor fuera de las fronteras del estado.
Durante un tiempo Cathy disfrutó haciendo el papel de mártir. Pero no pudo mantenerlo más que unas semanas, porque no era suficientemente feliz. La legión de sus novios se retiró un poco, aunque seguían llamándola para salir. A medida que pasaba el tiempo, cuando Cathy se quejaba de haber sido violada, sus padres no le hacían mucho caso. Después de todo, Cathy llevaba ya varios años tomando «la píldora».
Los planes de Cathy habían cambiado y ya no quería ser enfermera. Iba a ser azafata. Tenía dieciséis años, pero podía pasar fácilmente por tener veinte o más si lo deseaba, así que dijo en las líneas aéreas que tenía dieciocho e hizo el cursillo práctico de seis semanas sobre cómo mostrarse encantadora, servir comidas y bebidas a todos con agrado, calmar a los nerviosos, administrar primeros auxilios y llevar a cabo los procedimientos de salida de emergencia en caso necesario. Cathy había nacido para todo esto. Volar a Roma, Beirut, Teherán, París, y tener citas por toda la ruta con hombres fascinantes era exactamente lo que siempre había deseado. Frecuentemente las azafatas tenían que pasar la noche en ciudades extranjeras, donde se les pagaba el hotel. Así que la vida iba sobre ruedas. Cathy tenía dinero a espuertas y una colección de los más extraños regalos, especialmente de caballeros de Oriente Medio, tales como un cepillo de dientes de oro y un narguilé portátil (también de oro), muy indicado para fumar hierba. Había tenido una fractura de nariz, gracias al chófer demente de un millonario italiano en la escarbada carretera entre Positano y Amalfi. Pero le habían arreglado bien la nariz y no estropeaba su cara bonita en lo más mínimo. En honor suyo hay que decir que Cathy enviaba dinero a sus padres regularmente, y ella misma tenía una cuenta astronómica en una caja de ahorros de Nueva York.
Luego el envío de los cheques a sus padres se interrumpió bruscamente. Las líneas aéreas se pusieron en contacto con Vic y Ruby. ¿Dónde estaba Cathy? Vic y Ruby no tenían ni idea. Podría estar en cualquier lugar del mundo, las Filipinas, Hong Kong, incluso Australia, que ellos supieran. «¿Serían las líneas aéreas tan amables de informarles tan pronto supieran algo?», pidieron sus padres.
La pista llegaba hasta Tánger y terminaba allí. Cathy le había dicho a otra azafata, al parecer, que tenía una cita en Tánger con un hombre que iba a recogerla en el aeropuerto. Evidentemente, Cathy acudió a su cita y nunca se supo más de ella.
CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH
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Pequeños cuentos misóginos
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