miércoles, 6 de mayo de 2015

José Barroeta / Ocho poemas

Más allá de estas hojas
Central Park, New York, 2012
Fotografía de Triunfo Arciniegas
José Barroeta
OCHO POEMAS

ARTE DE ANOCHECER
Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.
«Fluvial», en Arte de anochecer, 1975.


SIGNOS
Una palabra nos encierra.
El viento pule en ella. El fuego.
El mar también.
Sobre la palabra que gira alrededor
del sol
las cosas tambalean,
oscurecen o tornan en destello el cuerpo.
La palabra ocupa hasta la suerte;
al final vuelve cansada de otro hacer,
de una invisible proximidad.
Asimismo como uno tiembla bajo sus rutas
la palabra toca las puertas desoladas,
los restos del sueño,
la tierra hermosa de la nada tendida en su primer
vacío.
«Formas del caballo y del agua», en Fuerza del día, 1985.

HOSTIL
Escribo por roto.
El poema sirve de guarida
a mis escombros de espejo perverso
de transparencia de sueños dibujados
con debilidad
por el alfabeto hostil.
El poema ha sido rama
trampa del viaje.
Cuando quiero hablar conmigo de verdad
me emborracho
anoto en frentes de penumbra
fracasos y ganancias.
Olvido.
Escribo con letras grandes mi nombre,
lo piso.
Hago un mapa de silencio
enfermo.
«Cabeza de insomnio», en Culpas de juglar, 1996.

DIÁLOGOS DEL POEMA Y LA MUJER
No han llegado palabras sino actos
al poema.
¿Cómo hago yo: recojo lenguaje o actos,
los combino?
Qué debo poner en la página:
lo que oí, lo que dijeron todos antes de marchar,
el mal tiempo, el ruido que acompaña.
¿Trataré de ser claro en la página?
Espero que se cope de signos
seré riguroso y oscuro.
Ahora sí, amor mío, estoy confundido.
¿Qué debo poner?: palabras, objetos, emociones,
falsas trampas mías con la vida.
¿Qué debo confesar o expiar en esta cruz vacía
que aguanta sangre de la resurrección?
Dímelo tú y estaré contento.
No importa
si tu verbo no sirve en el poema
sirve para el fracaso.
«Cabeza de insomnio», en Culpas de juglar, 1996.

PRIMER MUNDO
Comienzo la creación
en un instante del poema separo tinieblas.
Me creo a mí mismo.
Desde la soledad saco otra soledad de mis
costillas.
Paseo el amanecer del primer mundo
nombro.
Hago el amor bajo la sombra de escorpión.
Cuando las voces del abismo callan
una miseria imperfecta sube por el cuerpo
me azota.
Las palabras del poema quiebran.
«Lugares comunes», en Culpas de juglar, 1996.

CÓDIGOS
PRIMERO y este recuerdo es de la infancia yo era
un poeta de la luz. Pasaba las horas mirando una copa
de árbol, un río, un rostro, una calle y sentía el placer
imborrable de quien sueña con un hombre y una mujer
y amanece en la vida.
Toda mirada era un festejo de sol, de estar
de abismo iluminado.
Veía extraños colores, escuchaba ruidos celestes
tocaba formas que estaban fuera de toda realidad.
Estas sensaciones las atribuía a Dios y a la luz.
La poesía como razón o como signo estaba lejos
y vivía el júbilo de una edad que separaba de la muerte.
La oscuridad, los fantasmas, los pavores magníficos
tenían una razón de alba. Vivía, festejaba sin edad
alentado por la naturaleza y sus prodigios.
SEGUNDO y es verdad fui a la vez un poeta romántico
y modernista. Esto explica mi pasión por el desorden
por los vicios y por el lenguaje deslumbrante.
Explica o explicaba porque ahora ya no sé.
TERCERO. Cuando sea la muerte habrá pasado mi cuerpo
por la infancia
por los poemas de mi lengua
por la metáfora podrida del paraíso
«Fuera de orden», en Culpas de juglar, 1996.

CANTO A MÍ MISMO
Yo era el poeta de mi tierra
y de toda la tierra.
Adentro de mí llovía y relampagueaba
y sentía siempre unas inmensas ganas
de llorar.
Yo me reía de las frutas que caen en los
tinglados y asustan el silencio
y hablaba con los muertos y con los animales
que pasan por la miseria vestidos de capitanes
largos.
Yo era un gran poeta de los muertos
como jamás hubo otro en la comarca
y me asustaba de ver subir las flores
hacia la cal ambigua de las tumbas.
Soñaba
cantaba por las noches una desgarrada melodía
y volvía a soñar entre muros y ciudades perdidas
persiguiendo sombras halladas entre el porfiado
frenesí de ausentes y de borrachos insondables.
Yo era un poeta
y me enamoraba de mí y de ti y de todas las miradas
que vienen desde lejanos pueblos a la imaginada mesa
del ecuador
a buscar estrellas y panes de cobre para maldecir
hombres
en el centro del mundo.
Comía sobras
robaba
leía el amanecer
bebía y fumaba hasta sentir un agradable
golpe en los pulmones.
Creía en la muerte y me aprestaba
a tomar el poder de mi país.
Confiaba en un grupo de poetas locos
que fueron apareciendo de puntos cardinales
distantes
incapaces de apagar sus deseos detrás de una
música rota por el olor de las botellas
y del encanto miserable.
Yo me cantaba y me celebraba a mí mismo
ganaba la vida sin hacer
buscaba que mi razón perdiera
y salía conmigo y contigo a buscar campos y ciudades
para soñar y matar a los padres de mis padres
quemar el mundo
y pagar algún día con mi cuerpo en la hoguera
el desenfreno de mi vaga ilusión.
Caía sobre mí mismo
y amaba mis fracasos.
Sentía el placer de ser otro
que escribe un poema sin principio ni fin
alerta por si viene la muerte y revienta
mi pobre y útil reino del cuerpo.
«Fuera de orden», en Culpas de juglar, 1996.

LÚDICO
Me cuesta bajar el poema del aire
allí donde me hundo con el plumaje vertical
de las palabras.
Rozando el infierno y el invierno
el poema es un dios de pies ligeros
apaleado por las estrellas.
«Vagancia City», en Elegías y olvidos, 2006.



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