GGM
Por Oscar Collazos
24 de abril de 2014
Algunas veces me pregunté si al saber que empezaba a sentir las mismas “evasiones de la memoria” que vivió Macondo cuando sobrevino la peste del insomnio, GGM pensó regresar a su libro y reconocerse en sus páginas. No lo hizo, quizá, por el pánico de saber que ya no habría un Melquiades que lo sacara “del tremedal del olvido”.
Como Aureliano, GGM empezó “a tener dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio”. En su caso, a olvidar los hechos más sencillos e inmediatos, a sentir que los rostros familiares perdían su nombre, como las calles que atravesaba con la destreza de la costumbre pero que perdían su nomenclatura a medida que las recorría.
A medida que se sentía abandonado por los recuerdos, GGM debió de haber sentido la rara felicidad de no ser ya responsable ante nadie, ni siquiera ante sus pudores. Podía entonces sacarle la lengua a una periodista, bailar antes de que empezara el baile, de hacer pistola con el dedo engatillado, de preguntar por las cosas más sencillas, como si acabara de nacer, de dar respuestas enigmáticas a preguntas que habían tenido la complejidad más abstrusa. Podía repetir, con José Arcadio, que “la Tierra es redonda como una naranja”.
Al verlo a la distancia, imaginé que se miraba en el espejo de su propio libro y que, también él, vivía en sus páginas la “realidad escurridiza” de Macondo. En la realidad de los otros, seguía siendo aclamado y solicitado, apartado discretamente del oropel de las ceremonias sociales. La conciencia con que había construido las maravillas de sus libros se estaba dando la vuelta para dar paso a la conciencia interior y sin palabras que grababa en su rostro un rictus de melancolía.
Si GGM se resistió a ponerles etiquetas con sus nombres a las cosas que olvidaba y a señalar allí las funciones que tenían, fue porque supo desde el comienzo que, como en Macondo, llegaría el día en que olvidaría los valores de la letra escrita. De nada valdrían las artimañas para burlar su destino.
No sería posible construir la máquina de la memoria inspirado en los inventos del gitano, ni componer el diccionario giratorio con catorce mil fichas, ni beber, como José Arcadio, el bebedizo que lo devolvería a la luz. Se resignó a la fatalidad de olvidar y estar absolutamente solo con su gloria en medio del mundo.
Una noche, en un rasgo de lucidez, mientras sostenía en la mano la copa de champaña de las tardes, mirando sin mirar hacia el mar de Cartagena de Indias, GGM recordó las páginas de su libro en el momento en que el último de los Buendía contempla en instantes de vértigo la vida de sus antepasados y la proximidad de su muerte mientras descifra los manuscritos de Melquiades.
A medida que Macondo “era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cola del huracán bíblico”, GGM presentía que olvidaría de inmediato lo que acababa de leer. Lo que había sido al comienzo de la enfermedad: la felicidad de olvidar se volvería sufrimiento antes de conquistar la indiferencia que lo separaría en vida del mundo.
¿Quién había escrito aquel libro que GGM leía a ráfagas, que olvidaba a medida que leía? ¿Cuál sería la suerte de Aureliano Babilonia cuando otro soplo del huracán lo convirtiera en el último hijo de una estirpe sin futuro? Muy al principio, cuando se precipitó en el vacío de las cosas sin nombre ni rostro, en el limbo de los hechos borrados de la vida como si él nunca hubiera nacido, pensó lo que ya no podría escribir: que olvidar es morir. Un bel morir.
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