viernes, 29 de mayo de 2015

J. G. Ballard / La sonrisa

Fotografía de Elena Dorfman

J. G. Ballard
LA SONRISA

Ahora que una lógica de pesadilla ha llegado a su conclusión cuesta creer que, cuando llevé a Serena Cockayne a vivir conmigo a mi casa de Chelsea, mis amigos y yo lo consideramos el más inocente de los caprichos.
Dos temas me han fascinado siempre –la mujer y lo raro–, y Serena los combinaba a ambos, aunque no en un sentido vulgar o perverso. Durante las prolongadas cenas que tanto nos entretuvieron el primer verano que pasamos juntos, tres años atrás, su presencia a mi lado, hermosa, callada y eternamente tranquilizadora a su extraña manera, estuvo rodeada por toda clase de complejas y encantadoras ironías.
Nadie que conociese a Serena dejaba de quedar fascinado. Sentada tímidamente en su silla dorada junto a la puerta de la sala de estar, los pliegues azules del vestido de brocado la abrazaban como un tierno y devoto océano. A la hora de la cena, ya sentados, mis invitados miraban con divertido y tolerante afecto cómo llevaba yo a Serena y la ponía en el otro extremo de la mesa. Su tenue sonrisa, la más delicada flor de aquella piel incomparable, presidía nuestras ricas veladas con invariable calma. Después que se marchaban los últimos invitados, presentando sus respetos a Serena que los miraba desde la sala, la cabeza ladeada en esa pose tan característica, la llevaba con alegría a mi dormitorio.
Desde luego, Serena nunca participaba de nuestras conversaciones, y ése era sin duda un vital elemento de su encanto. Mis amigos y yo pertenecíamos a esa generación de hombres que al comienzo de la madurez se había visto obligada, aunque sólo fuese por necesidad sexual, a una aburrida aceptación del feminismo militante, y había algo en la pasiva belleza de Serena, en su inmaculado pero anticuado maquillaje, y ante todo en su inquebrantable silencio que expresaba una profunda y grata deferencia hacia nuestra herida masculinidad. En todos los sentidos, Serena era el tipo de mujer que inventan los hombres.
Pero eso fue antes de que descubriese la verdadera naturaleza del temperamento de Serena, y el papel más ambiguo que desempeñaría en mi vida, del que ahora quiero librarme con tanto anhelo.
Apropiadamente –aunque entonces se me escapó del todo la ironía–, vi a Serena por primera vez en el Fin del Mundo, en esa zona del lado bajo de King's Road ocupado ahora por un grupo de edificios de departamentos pero que sólo tres años atrás era todavía un enclave de tiendas de antigüedades de segunda, boutiques andrajosas y galerías del siglo diecinueve que pedían a gritos una reurbanización. Volviendo de la oficina me detuve ante una pequeña tienda de curiosidades que anunciaba oportunidades por cierre, y escudriñé, a través de la vidriera manchada de azufre, lo poco que quedaba en exhibición. Casi todo se había terminado, fuera de un montículo de raídos paraguas victorianos desplomados en un rincón como una bruja putrefacta y un viejo juego de patas de elefante disecadas. Había algo de conmovedor en esa docena de monolitos, todo lo que quedaba de una manada solitaria masacrada a causa del marfil hacía un siglo. Los imaginé exhibidos secretamente alrededor de mi sala de estar, llenando el aire con sus presencias invisibles pero dignas. Dentro de la tienda una joven empleada, sentada detrás de una mesa de marquetería, me miraba con la cabeza inclinada hacia un lado como calculando pacientemente hasta qué punto sería yo un cliente serio. Esa pose tan poco profesional, y su total falta de reacción cuando entré en la tienda, me tendrían que haber puesto sobre aviso, pero el aspecto tan poco común de la joven ya me había impresionado.
Lo primero que noté, y que transformaba el sucio interior de la tienda, era la magnificencia de su vestido de brocado, muy lejos de las posibilidades de una vendedora en ese deteriorado extremo de King's Road. Sobre un fondo de un lustroso azul, un cerúleo de profundidades casi oceánicas, el dibujo de oro y plata subía desde el suelo, a sus pies, tan suntuoso que casi temí que el vestido se levantase como una ola y se la llevase. En comparación, su cabeza y sus hombros recatados, el busto pálido discretamente sugerido por el corpiño bajo, brotaban con extraordinaria serenidad de ese mar resplandeciente, como si su dueña fuese una dócil y doméstica Afrodita tranquilamente sentada a horcajadas sobre Poseidón. Aunque poco más que una adolescente, su pelo, deliberadamente, no estaba peinado a la moda, como si se lo hubiera arreglado, con mucho cariño, una anciana devota de las revistas de cine de la década del veinte. Bajo de ese casco rubio, su rostro había sido pintado y empolvado con el mismo cuidado pródigo, depiladas las cejas y subida la línea del cuero cabelludo, sin ningún ánimo de pastiche ni de falsa nostalgia, tal vez obra de una madre excéntrica que todavía soñaba con Valentino.
Sus manos pequeñas descansaban en su falda, aparentemente enlazadas pero en realidad separadas por un estrecho espacio, una pose estilizada que sugería que estaba tratando de apresar un instante de tiempo que de lo contrario podría escabullírsele. En su boca flotaba una débil sonrisa, a la vez pensativa y tranquilizadora, como si se hubiese resignado, de la manera más adulta, al mundo caduco de esa moribunda tienda de curiosidades.
–Lamento enterarme de que va a cerrar –le dije–. Esos pies de elefante que hay en la vidriera... tienen algo de conmovedor.
Ella no contestó. Sus manos siguieron enlazadas con la misma separación de milímetros, sus ojos mirando fijo, con esa expresión de trance, la puerta que yo había cerrado a mis espaldas. Estaba sentada en una silla de un diseño peculiar, un artefacto de tres patas de teca barnizada que era una mezcla de pedestal y de caballete de pintor.
Al comprender que se trataba de un aparato ortopédico y que ella era probablemente lisiada –eso explicaba el complejo maquillaje y la postura tiesa– me incliné para hablarle de nuevo. Entonces vi la placa de bronce clavada en la cúspide del trípode de teca donde ella estaba sentada: «Serena Cockayne» , unida a la placa había una etiqueta polvorienta con un precio: «250».
Haciendo memoria, me resulta curioso que haya tardado tanto en darme cuenta de que no estaba mirando una mujer verdadera sino un complejo maniquí, una obra maestra, el producto de un notable virtuoso. Eso explicaba al fin su vestido Eduardiano y su peluca antigua, los cosméticos y la expresión facial de la década del veinte. A pesar de todo, el parecido con una mujer verdadera era asombroso. Los contornos de los hombros ligeramente curvos, la piel demasiado perlina e inmaculada, las pocas hebras de pelo de la nuca que habían escapado de la atención del fabricante de pelucas, la insólita delicadeza con que habían sido modelados –casi por un acto de amor sexual– las ventanas de la nariz, las orejas y los labios, representaban en conjunto un tour de forcé tan pasmoso que casi ocultaba el ingenio sutil de toda la aventura. Yo ya pensaba en el impacto que esa réplica de tamaño natural tendría en las mujeres de mis amigos cuando se la presentase.
Sentí que corrían una cortina a mis espaldas. El dueño de la tienda, un homosexual joven y astuto, se acercó con un gato blanco en brazos; alzó la mandíbula al oír mi risa de satisfacción. Yo ya había sacado la chequera y estampado mi firma con un gesto ceremonioso digno de la ocasión.
Cargué a Serena Cockayne en un taxi y me la traje a vivir conmigo. Al pensar en el primer verano que pasamos juntos, lo recuerdo como un tiempo de perpetuo buen humor, en el que la presencia de Serena enriquecía casi cada aspecto de mi vida. Correcta y discreta, ella teñía todo lo que me rodeaba con las más deliciosas ironías. Sentada tranquilamente junto a la chimenea de mi estudio mientras yo leía, presidiendo la cena como dueña de casa, su sonrisa plácida y su mirada serena iluminaban el aire.
Ninguno de mis amigos dejó de caer en el engaño, y todos me felicitaron por haber montado semejante golpe de efecto. Sus mujeres, desde luego, miraban a Serena con recelo, y evidentemente la consideraban parte de una travesura adolescente o sexista. Pero yo ponía mi cara más inexpresiva, y en unos pocos meses todos dimos por sentada su presencia en mi casa.
En verdad, al llegar el otoño ya formaba parte de mi vida, hasta tal punto que muchas veces no reparaba en ella.
Poco después de su llegada le había sustituido el pedestal por una pequeña silla dorada en la que podía transportarla cómodamente de una a otra habitación. Serena era notablemente liviana. Sin duda su inventor –ese genio desconocido del arte de fabricar muñecas– le había insertado una sólida armadura, pues su postura, al igual que su expresión, nunca cambiaba. En ninguna parte había indicios de la fecha o lugar de fabricación, pero por los gastados zapatos de charol que a veces asomaban por debajo del vestido de brocado calculé que la habían armado hacía unos veinte años, probablemente como doble de una actriz durante la época dorada de la industria cinematográfica de posguerra. Cuando regresé a la tienda a preguntar por sus anteriores dueños todo el Fin del Mundo había sido reducido a escombros.
Una noche de domingo, en noviembre, aprendí algo más sobre Serena Cockayne.
Después de trabajar toda la tarde en el estudio levanté la mirada del escritorio y la vi sentada de espaldas en el rincón. Distraído por un problema profesional, la había dejado allí sin darme cuenta después del almuerzo, y se le notaba una cierta melancolía en los hombros cargados, casi como si hubiese caído en desgracia.
Al hacerla girar hacia mí noté una pequeña mancha en su hombro izquierdo, tal vez una partícula de yeso caída del cielo raso. Intenté cepillarla, pero la mancha no desapareció. Se me ocurrió que la piel sintética, probablemente fabricada con algún plástico experimental primitivo, podría haber comenzado a deteriorarse. Encendí una lámpara de mesa y examiné los hombros de Serena con mayor atención.
Contra el oscuro fondo del estudio, la aureola de vello que cubría la piel de Serena confirmaba toda mi admiración por el genio de su hacedor. Defectos casi imperceptibles, manchas sutilmente tenues que sugerían superficiales vasos capilares, arraigaban la ilusión en el realismo más firme. Yo siempre había creído que esa obra maestra de imitación cutánea no se prolongaría más allá de unos cinco centímetros por debajo del vestido, y que el resto del cuerpo de Serena estaría hecho con madera y cartón piedra.
Mirando los angulosos planos de esos omóplatos, las modestas curvaturas de los pechos tan bien ocultos, di rienda suelta a un impulso repentino y nada lascivo. De pie detrás de Serena, tomé entre los dedos el cierre plateado y, con un solo movimiento, se lo bajé hasta la cintura.
Mientras miraba la ininterrumpida extensión de piel blanca que se prolongaba hasta un par de caderas rollizas y los inconfundibles hemisferios de las nalgas, comprendí que el maniquí que tenía delante representaba a una mujer completa, y que su creador había prodigado tanta habilidad y arte en esas partes cubiertas de su anatomía como en las visibles.
El cierre se había atascado en el extremo inferior de la oxidada cremallera. Había algo de ofensivo en el forcejeo con el vestido suelto de esa mujer semidesnuda. Mis dedos tocaron la piel de la espalda, sacando el polvo que se había acumulado allí durante años.
Entre la columna y la cadera, en diagonal, presentaba la huella de una considerable cicatriz.
Di por sentado que esa marca señalaba una abertura esencial para la fabricación de esos modelos. Pero las hileras de suturas, a ambos lados de la cicatriz, eran demasiado evidentes. Me levanté, y por unos instantes observé a esa mujer parcialmente desnuda, que miraba plácidamente la chimenea con la cabeza ladeada y las manos enlazadas.
Cuidando de no dañarla, le aflojé el corpiño.
Aparecieron las curvaturas superiores de los pechos, marcadas por los breteles.
Entonces vi, dos centímetros por encima del pezón izquierdo todavía oculto, un enorme lunar negro. Le subí el cierre del vestido y le alisé con suavidad la tela sobre los hombros. Me arrodillé en la alfombra delante de ella y le miré con atención el rostro, las tenues fisuras de las comisuras de la boca, las diminutas venas de la mejilla, una cicatriz infantil debajo de la barbilla. Me dominó una curiosa sensación de excitación y de asco, como si hubiera cometido un acto de canibalismo.
Ahora sabía que la persona sentada en la silla dorada no era un maniquí sino una mujer que en otro tiempo había estado viva, y cuya piel incomparable había sido disecada y conservada para siempre por un maestro, pero no un maestro del arte de fabricar muñecas sino del arte de la taxidermia.
En ese momento me enamoré perdidamente de Serena Cockayne.
Durante el mes siguiente mi obsesión amorosa por Serena tuvo toda la intensidad de la que es capaz un hombre maduro. Abandoné la oficina, dejando que el personal se las arreglase por su cuenta, y pasé todo el tiempo con Serena, cuidándola como el amante más devoto. A un costo inmenso hice instalar en mi casa un complejo sistema de aire acondicionado, de un tipo que solamente se utiliza en museos de arte. En el pasado yo había trasladado a Serena de una habitación caliente a una fría sin pensar en su cutis, que suponía hecho con plástico insensible, pero ahora regulaba cuidadosamente la temperatura y la humedad, decidido a preservarla para siempre. Cambié de orden todo el mobiliario de la casa para evitar lastimarle los brazos y los hombros cuando la llevaba de un ambiente a otro. Por las mañanas me despertaba ansioso para verla a los pies de la cama, luego la sentaba a la mesa del desayuno. Se mantenía todo el día a mi alcance, sonriéndome con una expresión que casi me convencía de que respondía a mis sentimientos.
Abandoné por completo la vida social, interrumpiendo las cenas y viendo a pocos amigos. Acepté una o dos visitas, pero sólo para mitigar sospechas. Durante esas conversaciones breves y vacías yo observaba a Serena en el otro extremo de la sala de estar con toda la excitación que puede producir una relación ilícita. Celebramos la Navidad solos. Dada la juventud de Serena –a veces, distraído, la sorprendía mirando desde el otro lado de la sala y me parecía poco más que una niña– decidí decorar la casa de la manera tradicional, con un árbol cubierto de adornos, hojas de acebo, serpentinas y muérdago.
Poco a poco transformé las habitaciones en una serie de glorietas, desde las cuales ella presidía nuestras festividades como la virgen de una procesión de retablos. En la Nochebuena, a las doce, la coloqué en el centro de la sala y le puse mis regalos a los pies. Por un momento sus manos parecieron casi tocarse, como aplaudiendo mis esfuerzos. Inclinándome debajo de la rama de muérdago que le colgaba por encima de la cabeza, acerqué mis labios a los de ella, hasta una distancia similar a la que separaba sus manos.
A todo ese cariño y devoción, Serena respondía como una novia. Su rostro delgado, antes tan ingenuo con esa sonrisa vacilante, se ablandó y adquirió el aire alegre de una esposa joven y satisfecha. Después de Año Nuevo decidí volver a mostrarnos en el mundo, y ofrecí la primera de una pequeña serie de cenas. Mis amigos se alegraron de vernos de tan buen humor, y aceptaron a Serena como una más del grupo. Regresé a la oficina, y allí trabajaba feliz todo el día hasta que partía hacia mi casa, donde indefectiblemente me esperaba Serena con el cálido interés de una esposa orgullosa y devota.
Mientras me vestía para una de esas veladas se me ocurrió que Serena era la única de todos nosotros que no podía cambiar su ropa o su peinado. Desafortunadamente, el descuido formal de su aspecto comenzaba a revelar los primeros signos de una domesticidad excesiva. El peinado antes tan elegante se le había desarreglado, y se le veían muy claramente los pelos rubios sueltos. Del mismo modo, el inmaculado maquillaje del rostro mostraba ahora los primeros signos de desgaste.
Después de pensarlo mucho, decidí pedir los servicios de un cercano salón de peluquería y belleza. Cuando los llamé por teléfono aceptaron instantáneamente enviar a mi casa un integrante del equipo.
Y ahí empezaron mis problemas. La única emoción que nunca había sospechado poseer, y que jamás había sentido por ningún ser humano, me atenazó el corazón. El joven que llegó, trayendo consigo un equipo que era una pequeña mudanza, parecía bastante inofensivo. Aunque de tez morena y físico vigoroso, tenía algo de afeminado, y evidentemente no había peligro en dejarlo solo con Serena.
A pesar de toda la seguridad que mostraba, pareció sorprenderse cuando le presenté a Serena; su cortés «Buenos días, señora...» terminó en un murmullo. La miró boquiabierto, temblando en el aire frío, evidentemente pasmado por su belleza y por su serenidad. Lo dejé para que continuase con lo que tenía que hacer y pasé la hora siguiente trabajando en mi estudio, distraído de vez en cuando por algunos compases de El barbero de Sevilla y Mi bella dama que sonaban en el piso de abajo. Cuando el hombre concluyó su tarea, inspeccioné el trabajo, encantado de ver que le había devuelto a Serena todos los matices de su gloria original. Había desaparecido el ama de casa excesivamente hogareña, y en su lugar estaba la ingenua Afrodita que había visto por primera vez en la tienda de curiosidades seis meses antes.
Yo estaba tan complacido que decidí pedir de nuevo los servicios del joven, y sus visitas se convirtieron en un acontecimiento semanal. Gracias a sus atenciones, y a mi devoción por controlar la temperatura y la humedad, el cutis de Serena recuperó toda su perfección. Hasta mis huéspedes señalaban el notable florecimiento de su aspecto.
Profundamente satisfecho, esperaba con ilusión la llegada de la primavera, y la celebración de nuestro primer aniversario.
Seis semanas más tarde, mientras el joven peluquero trabajaba en la sala de estar de Serena, en la planta alta, volví por casualidad al dormitorio a buscar un libro. Oí nítidamente la voz del joven, casi un susurro, como si estuviera transmitiendo un mensaje personal. Miré por la puerta abierta. Estaba arrodillado delante de Serena, dándome la espalda, la paleta de cosméticos en una mano y el pincel en la otra, gesticulando con ellos de un modo travieso y divertido. Iluminada por la obra del joven, Serena lo miraba directamente a la cara, los labios recién pintados casi húmedos de anticipación. Sin lugar a dudas, el joven le estaba murmurando discretas palabras de cariño.
Durante los días siguientes sentí que una especie de enfermedad se había apoderado de mi cabeza. Mientras trataba sin éxito de dominar el dolor de aquellos primeros e intensos celos, me vi obligado a admitir que el joven era de la edad de Serena, y que ella siempre tendría más en común con él que conmigo. Superficialmente, nuestra vida siguió como antes –nos sentábamos juntos en el estudio cuando yo volvía de la oficina, llevaba a Serena a la sala de estar cuando venían mis amigos, y nos acompañaba en la mesa a la hora de cenar– pero yo sabía que en nuestra relación había entrado una nota de formalidad. Serena no volvió a pasar la noche en mi dormitorio, y noté que, a pesar de esa sonrisa tranquila, yo no la atraía como antes.
A pesar de mis crecientes sospechas, el joven peluquero continuó realizando sus visitas. Fuera lo que fuese la crisis que Serena y yo estábamos atravesando, no pensaba rendirme.
Durante las largas horas de esas visitas tenía que luchar cada segundo para contenerme y no subir corriendo por la escalera. Desde la sala yo oía a menudo la voz del peluquero murmurando en ese tono insinuante, ahora en voz más alta, como si quisiera incitarme. Cuando se iba sentía su desprecio.
Yo me tomaba una hora antes de subir lentamente las escaleras hasta la habitación de Serena. Su belleza extraordinaria, encendida de nuevo por los halagos del joven, hacía crecer mi rabia. Incapaz de hablar, caminaba alrededor de ella como un marido fracasado, notando los sutiles cambios en el rostro de Serena. Aunque más juvenil en todo sentido, recordándome dolorosamente los treinta años que nos separaban, su expresión, después de cada visita, se volvía un poco menos ingenua, como la de una joven esposa que se plantea la primera aventura amorosa. Una onda sofisticada modulaba ahora la curva de pelo rubio que le caía sobre la sien derecha. Los labios eran más delgados, la boca más fuerte y más madura.
Inevitablemente, inicié una relación con otra mujer, la esposa separada de un amigo íntimo, pero me aseguré de que Serena no supiese nada de esa ni de las demás infidelidades que ocurrieron durante las semanas siguientes. Además, patéticamente, empecé a beber, y me pasaba las tardes borracho, sentado en los departamentos vacíos de mis amigos, sosteniendo largas e imaginarias conversaciones con Serena en las que yo era a la vez abyecto y agresivo. En casa empecé a hacerme el marido dictatorial, a dejarla toda la noche en el piso de arriba y a negarme caprichosamente a hablar con ella en la mesa, durante la cena. Mientras tanto miraba con ojos paralizados cómo entraba y salía el joven peluquero, galán insolente que subía las escaleras silbando.
Tras la última de sus visitas llegó el fastidioso desenlace. Yo había pasado la tarde bebiendo solo en un restaurant, ante la paciente mirada de los camareros. Mientras volvía en taxi a mi casa tuve una repentina y confusa revelación acerca de Serena y de mí mismo. Comprendí que nuestro fracaso había sido totalmente culpa mía, que mis celos por su inofensivo coqueteo con el joven habían exagerado todo hasta proporciones absurdas.
Liberado de semanas de agonía por esa decisión, pagué el taxi en la puerta, entré en el frío ambiente de mi casa y subí corriendo las escaleras. Desaliñado pero feliz, caminé hacia Serena, sentada tranquilamente en el centro de su sala de estar, dispuesto a abrazarla y a perdonarnos a ambos.
Entonces noté que, a pesar de su inmaculado maquillaje y de su peinado extravagante, el vestido de brocado le colgaba de los hombros de una manera extraña. Del lado derecho se le veía toda la clavícula, y su corpiño se había deslizado hacia adelante como si alguien le hubiera estado manoseando el pecho. Todavía le flotaba la sonrisa en los labios, como pidiéndome de la manera más amable que me resignase a las realidades de la vida adulta.
Furioso, me adelanté y le di una bofetada.
Cuánto lamento ese absurdo arrebato. En los dos años que han pasado he tenido tiempo de sobra para reflexionar sobre los peligros de una catarsis demasiado apresurada. Serena y yo todavía vivimos juntos, pero todo ha terminado entre nosotros.
Ella se queda todo el tiempo en su silla dorada al lado de la chimenea de la sala de estar, y me acompaña a la mesa cuando vienen mis amigos a cenar. Pero lo que se ve de nuestra relación no es más que la cáscara seca de un sentimiento que ya no está.
Al principio, después de golpearla en la cara, no noté demasiados cambios. Recuerdo haberme quedado en esa habitación de la planta alta con la mano lastimada. Me tranquilicé, me cepillé el polvo de tocador de los nudillos y decidí hacer un balance de mi vida. Desde entonces dejé de beber y fui a la oficina todos los días, entregándome por entero al trabajo.
Para Serena, no obstante, el incidente marcó la primera etapa de lo que resultó ser una transformación decisiva. En unos pocos días noté que había perdido parte de su lozanía. La cara se le arrugó, la nariz se le volvió más prominente.
La comisura de la boca donde la había golpeado pronto se le hinchó y se le torció hacia abajo en un gesto irónico. Con la ausencia del peluquero –a quien yo había despedido diez minutos antes de golpearla a ella– el deterioro de Serena pareció acelerarse. El exquisito peinado que el joven le había creado pronto se le desató, y los pelos sueltos le cayeron sobre los hombros.
Al cabo de nuestro segundo año de convivencia Serena Cockayne había envejecido toda una década. A veces, al verla encorvada en su silla dorada y con esas ropas todavía brillantes, casi me convencía de se había propuesto perseguirme y alcanzarme como parte de un complejo plan de venganza. Su postura se había hundido, y los hombros caídos le daban un prematuro aspecto de vieja. Con esos ojos desenfocados y esos pelos desordenados me hacía pensar a menudo en una solterona entrada en años. Sus manos se habían tocado al fin, y se enlazaban de un modo protector y nostálgico.
Últimamente se ha producido un hecho mucho más inquietante. Tres años después de nuestro primer encuentro Serena entró en una nueva etapa de franco deterioro. A causa de alguna intrínseca debilidad de la columna, tal vez vinculada con la operación cuyas cicatrices le atraviesan la espalda, la postura de Serena se ha alterado. En el pasado se inclinaba ligeramente hacia adelante, pero hace tres días descubrí que se había desplomado contra el respaldo de la silla. Ahora está allí sentada de un modo rígido y torpe, estudiando el mundo con un ojo crítico y desequilibrado, como una belleza descolorida y demente. Casi se le ha cerrado un párpado, lo que le da al rostro ceniciento un aspecto casi cadavérico. Las manos siguen chocando lentamente, y han comenzado a retorcerse una sobre la otra, rotando hasta crearse una parodia deforme que pronto se transformará en un ademán obsceno.
Me aterroriza ante todo su sonrisa. Verla ha alterado toda mi vida, pero me resulta imposible apartar de ella la mirada. A medida que su cara se ha ido ablandando, la sonrisa se le ha ido ensanchando y torciendo todavía más. Aunque ha tardado dos años en lograr todo su efecto, aquella bofetada ha convertido la boca en una mueca de reproche. Hay en la sonrisa de Serena algo de perspicaz e implacable. Mientras la miro ahora mismo, desde el otro lado del estudio, creo ver en ella un conocimiento completo de mi personalidad, un juicio que desconozco y del que nunca podré escapar.
Cada día la sonrisa se arrastra otro poco por esa cara.
El avance es irregular, y muestra aspectos de su desprecio hacia mí que me dejan aturdido y mudo. La baja temperatura ayuda a conservar a Serena, y hace frío en este lugar. Si encendiera el sistema de calefacción quizá podría librarme de ella en unas pocas semanas, pero jamás lo haré. Me lo impide esa mueca. Además, estoy completamente atado a Serena.
Por fortuna, Serena envejece ahora más rápido que yo. Mirando impotente su sonrisa, el abrigo sobre los hombros, espero que se muera y me deje en libertad.




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