Haruki Murakami
TOKIO BLUES
Por Rafael Narbona
Haruki Murakami (1949, Kioto) escogió una canción de los Beatles para recrear la peripecia de un personaje que no conseguirá desprenderse de la adolescencia, hasta conocer el amor, la pérdida, el sexo y la muerte. El pasado de Toru Watanabe regresa con los compases “Norwegian Wood”. La música comienza a sonar durante el aterrizaje de su avión en Hamburgo. Ya ha cumplido treinta y siete años, pero su primera juventud se obstina en reaparecer. Su memoria no ha borrado su amistad con Kizuki y Nagasawa, con destinos tan diferentes, ni su relación con Naoko, acechada por la locura o su idilio con Midori, que sobrevivió a todas las contingencias. Aún recuerda el fugaz encuentro con Reiko, que evidenció la persistencia del deseo -con independencia de la edad- y la proximidad entre el desamparo infantil y la urgencia de penetrar un cuerpo. Entre los diecisiete y los veinte años, conoció la pasión, la infelicidad, el miedo a vivir, el suicidio y el anhelo de superación, que permite constituir una identidad y aceptar el infortunio, sin perder la esperanza de una dicha duradera.
Murakami utiliza una prosa fluida, con un leve lirismo, que recuerda el estilo de autores como Auster o Carver. Sus referencias no son Tanizaki, Kawabata o Mishima, sino la música pop y la cultura urbana, el jazz y las series televisivas. La historia de Watanabe podría transcurrir en Europa o Estados Unidos. El Japón tradicional sólo es una imagen difusa, un mito que sigue alimentando el pensamiento reaccionario, pero que ha desaparecido del horizonte de unos jóvenes incapaces de madurar. Watanabe recuerda el protagonismo del yo en unos años decisivos. Es el tiempo de la educación sentimental, la época donde se descubre el amor, el sexo y la fragilidad de la existencia humana. La escritura se revela como el espacio donde acontece la comprensión. La experiencia no deviene inteligible hasta que se transforma en literatura. El olvido no consuma su tarea gracias a que las palabras preservan lo vivido. La desaparición de las personas queridas destruye una parte de nosotros mismos. Cuando se suicidan Kizuki y Naoko, Watanabe advierte el tacto de la muerte en su propia carne. Una parte de sí mismo desaparece con ellos, pero la escritura le ofrece la posibilidad de recuperar lo perdido, de fijar esas vivencias que se desdibujan con los años.
La visita al centro de salud mental donde está internada Naoko evoca la atmósfera irreal de La montaña mágica. No es una casualidad que Watanabe lea la novela de Thomas Mann durante su estancia en el sanatorio. El hecho de que el alma enferme evidencia la solidaridad del cuerpo y el espíritu. El sexo no es un simple intercambio de fluidos. Murakami señala que la sexualidad es un lenguaje. No es obsceno que Midori exhiba su cuerpo desnudo ante la fotografía del padre muerto. Al ofrecerle su vulva, expresa una necesidad de cercanía, de comunión, que no puede consumarse mediante las palabras. Cuando Naoko o Midori masturban a Watanabe, no materializan una fantasía erótica, sino el impulso de transfundir ternura mediante el movimiento de unas manos que exploran al ser amado. El placer puede ser banal (las aventuras con desconocidas sólo producen insatisfacción en Watanabe), pero adquiere una indudable trascendencia cuando está asociado al anhelo de confundirse con el otro. Al acostarse con Reiko, Watanabe descubre que la edad no puede separar a los amantes. Una mujer de cuarenta años y un joven de diecinueve pueden amarse, a pesar del estrago producido en el cuerpo por el tiempo. No hay un canon estético para el placer.
Tokio blues puede interpretarse como un viaje hacia la madurez. Publicada en 1987, consiguió vender más de dos millones de ejemplares en Japón. Los lectores se identificaron con una historia que reflejaba la necesidad del sufrimiento. Sin dolor, nos estancamos en la adolescencia. El miedo a sufrir puede librarnos de algunas experiencias, pero si no atravesamos nuestros temores, nunca trascenderemos el ensimismamiento narcisista. La imperfección es la esencia de la vida. La tolerancia a la frustración es lo que nos permite crecer. No hay en Murakami ningún rasgo que revele la peculiaridad de la cultura japonesa. Watanabe parece ajeno a los sentimientos de vergüenza y obligación. Tampoco se aprecia la influencia del pecado. Al margen de la tradición y la perspectiva religiosa, sus personajes viven la rutina de las grandes urbes, soportando la incertidumbre de habitar un mundo sin dioses tutelares. El viaje de Watanabe es el viaje del hombre contemporáneo hacia una felicidad tan improbable como anhelada.
RAFAEL NARBONA
Into the Wild Union
27 de abril de 2011
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