jueves, 7 de mayo de 2015

Alberto Salcedo Ramos / Insultos elegantes




Alberto Salcedo Ramos
INSULTOS ELEGANTES
26 de abril de 2015

La semana pasada dije en mi columna que los colombianos reflejamos en nuestros insultos un espíritu pendenciero y segregacionista.
Entonces el lector Elkin Arbeláez me envió al día siguiente un extenso correo electrónico que podría resumirse en estos tres puntos: 1) hasta en los países más desarrollados quien insulta queda mal, porque el insulto no es una expresión de acercamiento sino de agresividad. 2) No vamos a mejorar como nación “solo porque, como usted dice, aprendamos a insultarnos”. 3) ¿Podría citar ejemplos de insultos “mejores que los de nosotros”?
Le respondí cada punto: 1) coincido con él en que el insulto no es una flor perfumada para agradar al destinatario, pero insisto en que, de todos modos, se puede humanizar. Los insultos altaneros, soeces y que además invitan a la confrontación física, generan odio e incitan a la violencia.
2) Nunca dije que para mejorar bastaba con aprender a insultar, sino que cuando aprendamos a insultar con altura y a convivir con la idea de que el insulto no debe verse como la antesala de la muerte, empezaremos a evitarnos ciertos problemas.
3) Le recordé a don Elkin esta historia que me contó mi colega brasileña Sylvia Colombo: los exfutbolistas Romario y Pelé discuten mucho públicamente, debido a que ambos son competitivos y tienen egos monstruosos. Pelé se la pasa hablando todo el tiempo: sobre su gloria, sobre lo pequeños que para él son los demás, sobre lo que debería hacerse para que el fútbol vuelva a ser tan genial como cuando él lo practicaba, y así. Entonces un día Romario, hastiado, le dedicó esta frase lapidaria: “cuando Pelé se queda callado es un gran poeta”.
Cuentan que al escritor George Bernard Shaw un vecino anónimo le dejó en el buzón un papelito que solo contenía una palabra: “¡Imbécil!”. La respuesta de Shaw no fue averiguar quién era ese vecino inamistoso para quebrarle la frente con un martillo, sino llamar a un periodista amigo para contarle el episodio. Mientras lo hacía mostraba el papelito: “en mi vida”, dijo entonces, “he recibido muchas cartas sin firma. Esta es la primera vez que recibo una firma sin carta”.
De modo que sí se puede insultar con elegancia, don Elkin, y sí se puede responder con igual elegancia a la ofensa altanera. Usted tiene razón, repito, en que el insulto es una expresión agresiva, pero la Civilización consiste en aprender a pelear con palabras, por muy hirientes que estas sean.
¿Quiere más ejemplos?
El político George Clemenceau insultó a su colega David Lloyd George, reconocido por su incontinencia verbal, con esta frase: “¡ay, si yo pudiera orinar como él habla!”
El escritor Irvin S. Cobb narró con su humor negro la historia de un tipo que, desesperado ante los desplantes reiterados de un paisano enfermo, le espetó este insulto: “bueno, ya conozco sus dolencias, amigo: ahora solo espero que no se trate de algo trivial”.
Como ñapa le obsequio el último ejemplo, don Elkin:
Lyndon B. Johnson, presidente de Estados Unidos, se refirió en esta forma a John Edgar Hoover, director del FBI: “es mejor tener a ese individuo dentro de mi tienda meando hacia fuera que fuera de mi tienda meando hacia adentro”.
Insultar con elegancia, créame, siempre será mejor opción que romperle la cabeza al contradictor con una llave de cruceta.


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