Clarice Lispector
DEVANEO Y EMBRIAGUEZ
DE UNA MUCHACHA
Traducción de Cristina Peri Rossi
Le parecía que por la habitación se cruzaban los
autobuses eléctricos, estremeciendo su imagen reflejada. Estaba peinándose
lentamente frente al tocador de tres espejos, los brazos blancos y fuertes se
erizaban en el frescor de la tarde. Los ojos no se abandonaban, los espejos
vibraban ora oscuros, ora luminosos. Allá afuera, desde una ventana más alta,
cayó a la calle una cosa pesada y fofa. Si los niños y el marido estuvieran en
casa, se le habría ocurrido la idea de que se debía a un descuido de ellos. Los
ojos no se despegaban de la imagen, el peine trabajaba meditativo, la bata
abierta dejaba asomar en los espejos los senos entrecortados de varias
muchachas.
«¡La Noche!», gritó el voceador
al viento blando de la calle del Riachuelo, y algo presagiado se estremeció.
Dejó el peine en el tocador, cantó absorta; «¡Quién vio al gorrioncito... pasó
por la ventana... voló más allá del Miño!», pero, colérica, se cerró en sí
misma dura como un abanico.
Se acostó; se abanicaba
impaciente con el diario que susurraba en la habitación. Tomó el pañuelo, trató
de estrujar el bordado áspero con los dedos enrojecidos. Comenzó a abanicarse
nuevamente, casi sonriendo. Ay, ay, suspiró riendo. Tuvo la imagen de su
sonrisa clara de muchacha todavía joven, y sonrió aún más cerrando los ojos,
abanicándose más profundamente. Ay, ay, venía de la calle como una mariposa.
«Buenos días, ¿sabes quién me
vino a buscar a casa?», pensó como tema posible e interesante de conversación.
«Pues no sé, ¿quién?», le preguntaron con una sonrisa galanteadora unos ojos
tristes en una de esas caras pálidas que a cierta gente le hacen tanto mal.
«María Quiteria, ¡hombre!», respondió alegremente, con la mano en el costado.
«Si me lo permites, ¿quién es esa muchacha?», insistió galante, pero ahora sin
rostro. «Tú», cortó ella con leve rencor la conversación, qué aburrimiento.
Ay, qué cuarto agradable, ella
se abanicaba en el Brasil. El sol, preso de las persianas, temblaba en la pared
como una guitarra. La calle del Riachuelo se sacudía bajo el peso cansado de
los autobuses eléctricos que venían de la calle Mem de Sá. Ella escuchaba curiosa
y aburrida el estremecimiento de la vitrina en la sala de visita. De
impaciencia, se dio el cuerpo de bruces, y mientras tironeaba con amor los
dedos de los pies pequeñitos, esperaba su próximo pensamiento con los ojos
abiertos. «Quien encontró, buscó», dijo en forma de refrán rimado, lo que
siempre le parecía una verdad. Hasta que se durmió con la boca abierta, la baba
humedeciéndole la almohada.
Despertó cuando el marido ya
había vuelto del trabajo y entró en la habitación. No quiso comer ni salir de sus
ensoñaciones, y se durmió de nuevo; el hombre que se las arreglara con las
sobras del almuerzo.
Y ya que los hijos estaban en
la finca de las tías, en Jacarepaguá, ella aprovechó para amanecer rara;
confusa y leve en la cama, uno de esos caprichos, ¡no se sabe por qué! El
marido apareció ya vestido y ella no sabía qué había hecho para su desayuno; ni
siquiera le miró el traje, si había o no que cepillarlo, poco le importaba si
hoy era el día en que se ocupaba de negocios en la ciudad. Pero cuando él se inclinó
para besarla, su levedad crepitó como una hoja seca.
—¡Vete!
—¿Qué tienes? —le preguntó el
hombre, atónito, ensayando inmediatamente una caricia más eficaz.
Obstinada, ella no sabía
responder, estaba tan tonta y principesca que no había siquiera dónde buscarle
una respuesta.
—¡Cuidado con molestarme! ¡No
vengas a rondarme como un gato viejo!
Él pareció pensarlo mejor y
aclaró;
—Muchacha, estás enferma.
Ella lo aceptó, sorprendida,
lisonjeada. Durante todo el día se quedó en la cama, escuchando la casa tan
silenciosa, sin el bullicio de los niños, sin el hombre que hoy comería en la
ciudad. Durante todo el día se quedó en la cama. Su cólera era tenue, ardiente.
Sólo se levantaba para ir al baño, de donde volvía noble, ofendida.
La mañana se volvió una larga
tarde inflada que se volvió noche sin fin, amaneciendo inocente por toda la
casa.
Ella todavía estaba en la cama,
tranquila, improvisada. Ella amaba... Estaba amando previamente al hombre que
un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces sucedía, y sin culpas ni dolores
para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama, pensando, pensando, casi
riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En qué? No lo sabía. Y así
se dejó estar.
De un momento a otro, con
rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del primer instante parecía loca y
delicada en la habitación que daba vueltas, daba vueltas hasta que ella
consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama, sorprendida de que tal vez
fuera verdad. «¡Oh, mujer, mira que si de verdad enfermas!», se dijo, desconfiada.
Se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre.
Esa noche, hasta que se durmió,
fantaseó, fantaseó, ¿cuánto tiempo?, hasta que cayó, adormecida, roncando con
el marido.
Despertó con el día avanzado,
las patatas por pelar, los niños que regresarían por la tarde de casa de las
tías, ¡ay, me he faltado al respeto!, día de lavar ropa y zurcir calcetines,
¡ay, qué haragana me saliste!, se censuró curiosa y satisfecha, ir de compras,
no olvidar el pescado, el día avanzado, la mañana presurosa de sol.
Pero el sábado por la noche
fueron a la tasca de la plaza Tiradentes, atendiendo a la invitación de un
comerciante muy próspero, ella con el vestido nuevo que, aunque no demasiado
adornado, era de muy buena tela, de esas que iban a durar toda la vida. El
sábado por la noche, embriagada en la plaza Tiradentes, embriagada pero con el
marido a su lado para protegerla, y ella ceremoniosa frente al otro hombre
mucho más fino y rico, procurando darle conversación, porque ella no era
ninguna charlatana de aldea y había vivido en la capital. Pero borracha a más
no poder.
Y si su marido no estaba
borracho era porque no quería faltarle al respeto al comerciante y, lleno de
empeño y humildad, le dejaba al otro el cantar del gallo. Lo que quedaba bien
para esa ocasión tan distinguida, pero le daba, al mismo tiempo, muchos deseos
de reír. ¡Y desprecio! ¡Miraba al marido con su traje nuevo y le hacía una
gracia! Borracha a más no poder, pero sin perder el brío de muchachita. Y el
vino verde se le derramaba por el cuerpo.
Y cuando estaba embriagada,
como en una abundante comida de domingo, todo lo que por la propia naturaleza
está separado —olor a aceite en un lado, hombre en otro, sopa en un lado,
camarero en el otro— se unía raramente por la propia naturaleza, y todo no
pasaba de ser una sinvergonzonería solamente, una bellaquería.
Y si estaban brillantes y duros
los ojos, si sus gestos eran etapas difíciles hasta conseguir finalmente
alcanzar el palillero, en verdad por dentro estaba hasta muy bien, era una nube
plena trasladándose sin esfuerzo. Los labios ensanchados y los dientes blancos,
y el vino hinchándola. Y aquella vanidad de estar embriagada facilitándole un
gran desdén por todo, tornándola madura y redonda como una gran vaca.
Naturalmente que ella
conversaba. Porque no le faltaban temas ni habilidad. Pero las palabras que una
persona pronunciaba cuando estaba embriagada eran como si estuvieran preñadas;
palabras sólo en la boca, que poco tenían que ver con el centro secreto que era
como una gravidez. Ay, qué rara estaba. El sábado por la noche el alma diaria
estaba perdida, y qué bueno era perderla, y como recuerdo de los otros días
apenas quedaban las manos pequeñas tan maltratadas, y ahora ella con los codos
sobre el mantel de la mesa a cuadros rojos y blancos, como sobre una mesa de
juego, profundamente lanzada a una vida baja y convulsionante. ¿Y esta
carcajada? Esa carcajada que le estaba saliendo misteriosamente de una garganta
llena y blanca, en respuesta a la delicadeza del comerciante, carcajada venida
de las profundidades de aquel sueño, y de la profundidad de aquella seguridad
de quien tiene un cuerpo. Su carne blanca estaba dulce como la de una langosta,
las piernas de una langosta viva moviéndose lentamente en el aire. Y aquella
pequeña maldad de quien tiene un cuerpo.
Conversaba, y escuchaba con
curiosidad lo que ella misma estaba respondiendo al comerciante próspero que en
tan buena hora los invitaba y pagaba la comida. Escuchaba intrigada y
deslumbrada lo que ella misma estaba respondiendo; lo que dijera en ese estado
valdría para el futuro como augurio (ahora ya no era una langosta, era un duro
signo; escorpión. Porque había nacido en noviembre).
Un reflector que mientras se
duerme recorre la madrugada; tal era su embriaguez errando por las alturas.
Al mismo tiempo, ¡qué
sensibilidad!, ¡pero qué sensibilidad!, cuando miraba el cuadro tan bien
pintado del restaurante, de inmediato le nacía la sensibilidad artística. Nadie
podría sacarle la idea de que había nacido para otras cosas. A ella siempre le
gustaron las obras de arte.
¡Pero qué sensibilidad!, ahora
ya no a causa del cuadro de uvas y peras y pescado muerto brillando en las
escamas. Su sensibilidad la molestaba sin serle dolorosa, como una uña rota. Y
siquiera podría permitirse el lujo de volverse aún más sensible, podría ir más
adelante todavía; porque estaba protegida por una situación, protegida como
toda la gente que había alcanzado una posición en la vida. Como una persona a
quien le impiden tener su propia desgracia. Ay, qué infeliz soy, madre mía. Si
quisiera aún podría echar más vino en su cuerpo y, protegida por la posición
que había alcanzado en la vida, emborracharse todavía más, siempre y cuando no
perdiera la fuerza. Y así, más borracha aún, recorría con los ojos el
restaurante, y qué desprecio sentía por las personas secas del restaurante,
ningún hombre que fuese un hombre de verdad, que fuese realmente triste. Qué
desprecio por las personas secas del restaurante, mientras ella estaba gorda y
pesada, generosa a más no poder. Y todos tan distantes en el restaurante,
separados uno del otro como si jamás uno pudiera hablar con el otro. Cada uno
para sí, y Dios para todos.
Sus ojos se fijaron de nuevo en
aquella muchacha que ya, de entrada, le hiciera subir la mostaza a la nariz. De
entrada la había visto, sentada a una mesa con su hombre, toda llena de
sombreros y adornos, rubia como un escudo falso, toda santurrona y fina —¡qué
bonito sombrero tenía!—, seguro que ni siquiera estaba casada, y ponía esa cara
de santa. Y con su bonito sombrero bien puesto. ¡Pues que le aprovechara bien
la santidad!, ¡y que no se le cayera la aristocracia en la sopa! Las más
santitas eran las que estaban más llenas de desvergüenza. Y el camarero, el
gran estúpido, sirviéndola lleno de atenciones, el ladino; y el hombre amarillo
que la acompañaba haciendo la vista gorda. Y la santurrona muy envanecida de su
sombrero, muy modesta por su cinturita pequeña, seguro que ni siquiera era
capaz de parirle un hijo a su hombre. Claro que ella no tenía nada que ver con
eso, por cierto; pero de entrada le habían dado ganas de llenarle esa cara de
santa rubia de unos buenos sopapos, junto con la aristocracia del sombrero. Que
ni siquiera era rolliza, porque era plana de pecho. Van a ver que con todos sus
sombreros, no dejaba de ser una verdulera haciéndose pasar por gran dama.
Oh, estaba muy humillada por
haber ido a la tasca sin sombrero, ahora la cabeza le parecía desnuda. Y la
otra, con sus aires de señora, haciéndose pasar por delicada. ¡Bien sé lo que
te falta, damisela, y a tu hombre amarillo! Y si piensas que te envidio tu
pecho plano, puedes ir sabiendo que no me importa nada, que me río de tus
sombreros. A desvergonzadas como tú, haciéndose las importantes, yo las lleno
de sopapos.
En su sagrada cólera, extendió
con dificultad la mano y tomó un palillo.
Pero finalmente la dificultad
de llegar a casa desapareció; se movía ahora dentro de la realidad familiar de
su habitación, sentada en el borde de la cama con la chinela balanceándose en
el pie.
Y cuando entrecerró los ojos
nublados, todo quedó de carne, el pie de la cama de carne, la ventana de carne,
en la silla el traje de carne que el marido había arrojado, y todo, casi, le
producía dolor. Y ella cada vez más grande, vacilante, temblorosa, gigantesca.
Si consiguiera llegar más cerca de sí misma se vería más grande. Cada brazo
podría ser recorrido por una persona, en la ignorancia de que se trataba de un
brazo, y en cada ojo podría sumergirse y nadar sin saber que era un ojo. Y
alrededor doliendo todo, un poco. Las cosas estaban hechas de carne con
neuralgia. Había sido el frío que cogió al salir del restaurante.
Estaba sentada en la cama,
tranquila, escéptica.
Y eso todavía no era nada. Que
en ese momento le estaban sucediendo cosas que sólo más tarde le irían
realmente a doler mucho; cuando ella volviera a su tamaño corriente, el cuerpo
anestesiado estaría despertándose, latiendo, y ella iba a pagar por las
comilonas y los vinos.
Entonces, ya que eso terminaría
por suceder, tanto se me hace abrir ahora mismo los ojos, lo hizo, y todo quedó
más pequeño y más nítido, pero sin ningún dolor. Todo, en el fondo, estaba
igual, sólo que menor y familiar. Estaba sentada, bien tiesa, en su cama, el
estómago muy lleno, absorta, resignada, con la delicadeza de quien espera
sentado que otro despierte. «Te atiborraste de comida, ahora a pagar el pato»,
se dijo melancólica, mirándose los dedos blancos del pie. Miraba alrededor,
paciente, obediente. Ay, palabras, palabras, objetos de habitación alineados en
orden de palabras formando aquellas frases turbias y aburridas, que quien sepa
leer, leerá. Aburrimiento, aburrimiento, ay, qué fastidio. Qué pesadez. En fin,
que sea lo que Dios quiera. Qué es lo que se habría de hacer. Ay, me da una
cosa tan rara que ni sé siquiera cómo explicarla. En fin, que sea lo que Dios
quiera. ¡Y pensar que se había divertido tanto esta noche!, ¡y pensar que había
sido tan lindo todo, tan a su gusto el restaurante, ella sentada tan fina a la
mesa! ¡Mesa!, le gritó el mundo. Pero ella ni siquiera respondió, alzando los
hombros en un gesto de disgusto, importunada, ¡que no me vengan a fastidiar con
cariños!, desilusionada, resignada, harta de comida, casada, contenta, con una
vaga náusea.
Fue en aquel instante cuando
quedó sorda; le faltó un sentido. Envió a la oreja una palmada con la mano
abierta, con lo que sólo consiguió un mayor trastorno; el oído se le llenó de
un rumor de ascensor, la vida de repente se hizo sonora y aumentaba en los
menores movimientos. Una de dos: estaba sorda o escuchaba demasiado (reaccionó
a esta nueva solicitud con una sensación maliciosa e incómoda, con un suspiro
de saciedad). Que los parta un rayo, dijo suavemente, aniquilada.
«Y cuando en el
restaurante...», recordó de repente. Cuando estuvo en el restaurante, el
protector de su marido le había arrimado un pie al suyo debajo de la mesa, y
por encima de la mesa estaba la cara de él. ¿Porque se había callado, o había
sido a propósito? El diablo. Una persona que, para decir la verdad, era muy
interesante. Se encogió de hombros.
¿Y cuando en su escote redondo,
en plena plaza Tiradentes —pensó ella moviendo la cabeza con incredulidad—, se
había posado una mosca sobre su piel desnuda? Ay, qué malicia.
Había ciertas cosas buenas
porque eran casi nauseabundas; el ruido como el de un ascensor en la sangre,
mientras el hombre roncaba a su lado, los hijos gorditos durmiendo amontonados
en la otra habitación, los pobres. ¡Ay, qué cosa me viene!, pensó desesperada.
¿Habría comido demasiado? ¡Ay, qué cosa me viene, santa madre mía!
Era la tristeza.
Los dedos del pie jugaron con
la chinela. El piso no estaba demasiado limpio. Qué descuidada y perezosa me
saliste. Mañana no, porque no estaría muy bien de las piernas. Pero pasado
mañana habría que ver cómo estaría su casa; la restregaría con agua y jabón
hasta arrancarle toda la suciedad, ¡toda!, ¡habría que ver su casa!, amenazó
colérica. Ay, qué bien se sentía, qué áspera, como si todavía tuviese leche en
las mamas, tan fuerte. Cuando el amigo del marido la vio tan bonita y gorda, de
inmediato sintió respeto por ella. Y cuando ella se sentía avergonzada no sabía
dónde tenía que fijar los ojos. Ay, qué tristeza. Qué habría de hacer. Sentada
en el borde de la cama, pestañeaba con resignación. Qué bien se veía la luna en
esas noches de verano. Se inclinó un poquito, desinteresada, resignada. La
luna. Qué bien se veía. La luna alta y amarilla deslizándose por el cielo,
pobrecita. Deslizándose, deslizándose... Alta, alta. La luna. Entonces la
grosería explotó en súbito amor; perra, dijo riéndose.
Clarice Lispector
Lazos
de familia, 1964
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