jueves, 7 de mayo de 2015

Alberto Salcedo Ramos / El insulto y la piedra


Alberto Salcedo Ramos

El insulto y la piedra

12 de abril de 2015








Digámoslo en seguida para que nos vayamos entendiendo: pelear es una actividad connatural a los seres humanos, como comer. Si a un hombre lo criaran como salvaje sin permitirle ningún contacto con sus semejantes, el día en que finalmente lo juntaran con otro hombre no lo vería como un aliado sino como un rival.
El hombre sucio de las cavernas era tan beligerante como el rey perfumado de hoy, solo que el primero atacaba con un garrote y el segundo lo hace a través de sus escoltas, o de sus abogados.
Al ser conscientes de lo inevitable que le resulta pelearse con el prójimo, los seres humanos establecieron reglas para manejar sus disputas. También crearon escenarios para enfrentarse. Por eso existen los cuadriláteros de boxeo, las trincheras de guerra, los juzgados, las corporaciones políticas y hasta los periódicos.
Y, sin embargo, los hombres se la pasan peleando en escenarios que no fueron creados para eso: en las escuelas, en el cruce de los semáforos, en los patios comunales, en el interior de los autobuses.
Por mucho que nos ilustremos siempre estaremos habitados por nuestro troglodita original. En el momento menos pensado ese primate se dejará ver la cola por entre una abertura del frac y se tomará el comando de nosotros. De modo que no hay remedio. O sí: tener conciencia plena de lo qué somos, entender que antes de pelearnos con los demás debemos dar una batalla honesta contra nuestra propia naturaleza. No somos civilizados porque hayamos dejado de pelear sino porque aprendimos a hacerlo.
Bueno, se supone que aprendimos.
Todavía hay por ahí mucha gente que te noquea aunque no estés en un ring, mucha gente que te dispara aunque no seas un combatiente en guerra, mucha gente que te embiste a mansalva sin darte la oportunidad de defenderte, mucha gente que vive haciéndote juicios sumariales.
Acaso los hombres empezaron a forjar su convivencia cuando descubrieron que había una forma de agredirse en la cual no se necesitaba romper cabezas con un mazo. Ya lo dijo Freud: “el primer humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fundó la Civilización”.
Por eso es tan importante cuidar los insultos. Procurar que tengan altura y, si no es mucho pedir, una cierta nobleza.
Nada revela tanto lo que somos como ese momento en que nos ofuscamos y le gritamos a nuestro contrincante lo primero que se nos ocurre. Entonces estamos desnudos, sin afeites, lejos de los códigos de cortesía que nos impone la sociedad.
Muéstrame los insultos que profieren tus conciudadanos y ya te diré en qué tipo de país vives. Si se trata de Colombia seguramente encontraré insultos racistas expresados con palabras soeces (“negro malparido”, “indio come-mierda”); insultos que revelan complejos sociales (“yo gano más que usted, pirobo, con lo que me gano en quince días tanqueo su carro y mantengo a su mujer”); insultos que jamás esgrimen un argumento sino un afán de descalificar al otro comparándolo con lo peor (“gonorrea”); insultos encaminados a generar un enfrentamiento físico inmediato (“bájese del carro y nos damos en la jeta, marica”).
Hace poco el cura Bernardo Hoyos, exalcalde de Barranquilla, pronunció un discurso incendiario en el que se refirió a Fuad Char como “desplazado de Palestina” y lo acusó de estar “culiándose a Barranquilla”.
Otro ejemplo: en cierta ocasión el político Carlos Moreno de Caro se refirió al expresidente César Gaviria como “mariquita”.
Ese es el nivel de nuestras discusiones públicas, eso es lo que somos. Si Freud estuviera vivo habría que decirle que por aquí todavía no hemos inventado la Civilización: aquí todavía nos estamos matando con piedras.





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