viernes, 29 de mayo de 2015

Lydia Davis / La criada


Lydia Davis
La criada

Sé que guapa no soy. Llevo el pelo, negro, muy corto, y tengo tan poco que apenas si me oculta el cráneo. Mis pasos son atropellados y asimétricos, como si fuera coja de una pierna. Cuando me compré las gafas, creía que eran elegantes ─la montura es negra, en forma de alas de mariposa─, pero me he dado cuenta de que no me favorecen y no tengo más remedio que ponérmelas, porque no tengo dinero para comprarme unas nuevas. Tengo la piel color vientre de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni por asomo, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y llena de arrugas, negra como una ciruela pasa, y la dentadura le baila en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella para cenar y me atrevo a decir por la expresión de su cara que a ella le pasa lo mismo conmigo.
Llevamos años viviendo juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie puede despedirnos porque seguimos siendo mejores que la mayoría. El sueño de mi madre es ahorrar algún día lo suficiente para abandonarme y vivir en el campo. Mi sueño es prácticamente el mismo, salvo que cuando me siento irritada e infeliz miro, al otro lado de la mesa, sus manos como garras y espero que se ahogue con la comida y se muera. Nadie me impediría entonces registrarle el armario y romperle la hucha. Me pondría sus vestidos y sus sombreros, y abriría la ventana para que se fuera el mal olor.
Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina a última hora de la noche, al día siguiente me pongo mala. Entonces me cuida mi madre, sí, humedeciéndome los labios y abanicándome con un cazamoscas, descuidando sus deberes en la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no está disfrutando en silencio mi debilidad.


No siempre han sido así las cosas. Cuando el señor Martin vivía en las habitaciones de arriba, éramos más felices, aunque rara vez nos dirigíamos la palabra. Yo no era más guapa que ahora, pero nunca me ponía las gafas en presencia del señor y procuraba mantenerme derecha y andar con gracia. Tropezaba a menudo, e incluso me caía de cara porque era incapaz de ver por dónde iba; sufría dolores durante toda la noche por intentar mantener el vientre metido al andar. Pero nada me frenaba en mi intento de ser una persona por la que el señor Martin pudiera sentir amor. Rompía muchas cosas más que ahora, porque era incapaz de ver donde ponía la mano cuando les quitaba el polvo a los jarrones del salón y limpiaba los espejos del comedor. Pero el señor Martin apenas lo notaba. Se levantaba automáticamente de su sillón ante la chimenea cuando el cristal se rompía y se quedaba mirando el techo con aire perplejo. Un momento después, mientras yo contenía la respiración junto a los trozos relucientes, se pasaba por la frente la mano enguantada de blanco y volvía a sentarse.
Jamás me dirigió la palabra, pero tampoco lo oí hablar jamás con nadie. Me imaginaba su voz cálida y un poco ronca. Probablemente tartamudeaba cuando se emocionaba. Tampoco le vi nunca la cara, porque la ocultaba detrás de una máscara. La máscara era pálida y de goma. Le cubría cada centímetro de la cabeza y desaparecía bajo el cuello de la camisa. Al principio la máscara me inquietaba; de hecho, la primera vez que la vi perdí los nervios y salí corriendo de la habitación. Me daba miedo todo: la boca abierta, las orejas pequeñas como albaricoques secos, las ondas inmóviles de pelo negro pintado torpemente sobre la coronilla, las cuencas vacías de los ojos. Aquello bastaba para llenar de horror los sueños de cualquiera, y al principio me tenía dando vueltas en la cama hasta que casi me ahogaban las sábanas.
Poco a poco me fui acostumbrando. Empecé a imaginarme cuál sería la verdadera expresión del señor Martin. Veía cómo el rubor se extendía por sus mejillas cuando lo sorprendía soñando despierto sobre su libro. Veía cómo le temblaban los labios de emoción ─piedad y admiración─ cuando me observaba durante mi trabajo. Yo le dedicaba una mirada especial y sacudía la cabeza, y su cara se iluminaba con una sonrisa.
Pero, de vez en cuando, cuando descubría sus ojos gris claro fijos en mí, tenía la sensación, desagradable, de haberme equivocado por completo, de que quizá jamás le había provocado la menor reacción, yo, una criada tonta e inepta; que, si un día otra chica entrara en la habitación y se pusiera a quitar el polvo, él sólo apartaría los ojos del libro para echar un vistazo y seguiría leyendo sin notar el cambio. Turbada por la duda, seguía barriendo y fregando con manos entumecidas, como si no hubiera pasado nada, y pronto la duda desaparecía.
Por el señor Martin me fui cargando de trabajo. Si al principio mandábamos su ropa sucia a la lavandería, empecé a lavarla yo, aunque lo hiciera peor. Sus sábanas perdieron blancura y sus pantalones estaban mal planchados, pero no se quejó. Mis manos se arrugaron e hincharon, pero no me importaba. Si antes veía un jardinero una vez a la semana para recortar los setos en verano y proteger los rosales con una lona durante el invierno, ahora asumí yo esas tareas, despidiendo yo misma al jardinero y trabajando día tras día en las peores condiciones atmosféricas. Al principio el jardín se resintió, pero con el tiempo volvió a la vida: flores silvestres de todos los colores acabaron con las rosas y una hierba áspera y verde destrozó los senderos de grava. Me volví fuerte y audaz y no me importaba que la cara se me llenara de ronchas ni que la piel de los dedos se me secase y agrietase, ni que tanto trabajo me dejara en los huesos, ni apestar como un caballo. Mi madre se quejaba, pero yo sentía que mi cuerpo suponía un sacrificio insignificante.
A veces me imaginaba que era hija del señor Martin, o su mujer, e incluso su perro. Olvidaba que sólo era una criada.
Mi madre ni siquiera vio nunca al señor, y eso volvía aún más misteriosa mi relación con él. Ella pasaba el día entre los vapores de la cocina, masticando nerviosamente sus encías y preparando la comida del señor Martin. Sólo a la caída de la tarde franqueaba la puerta, se envolvía en sus propios brazos junto a las lilas marchitas y miraba las nubes. A veces me preguntaba cómo podía seguir trabajando para un hombre al que nunca había visto, pero así era ella. Yo le entregaba mensualmente un sobre de dinero, ella lo cogía y lo escondía con el resto de sus ahorros. Nunca me preguntó cómo era él, y yo tampoco dije nada. Creo que no me preguntó nunca quién era él porque ni siquiera entendía quién era yo. Quizá creía que guisaba para su marido y su familia como otras mujeres, y que yo era su hermana menor. A veces hablaba de bajar la montaña, aunque no vivimos en una montaña, o de recoger las patatas, aunque no tenemos patatas en el huerto. Eso me inquietaba y trataba de devolverla a la realidad gritándole de pronto en la cara o enseñándole los dientes. Pero nada la impresionaba, y tenía que esperar a que por fin me llamara por mi nombre con naturalidad. Puesto que no demostraba ninguna curiosidad a propósito del señor Martin, yo podía ocuparme de él en paz y a mi gusto, merodear a su alrededor cuando salía de la casa para uno de sus raros paseos, demorarme detrás de la puerta  batiente del comedor y observarlo a través de la rendija, cepillarle el esmoquin, sacudir el polvo de la suela de sus zapatillas.
Pero la felicidad no duró eternamente. Me desperté muy temprano un domingo de verano y vi cómo la radiante luz del sol invadía el vestíbulo donde yo dormía. Me quedé en la cama un buen rato, oyendo a los reyezuelos que se posaban y cantaban en los arbustos, y observando a las golondrinas que entraban y salían por la ventana rota del final del pasillo. Me levanté y me lavé con la meticulosidad de siempre la cara y los dientes. Hacía calor. Me metí por la cabeza un vestido de verano limpio y me calcé mis zapatos de tacón bajo, de piel. Por última vez en mi vida ahogué mi propio olor en agua de rosas. Las campanas de la iglesia empezaron a dar las diez desaforadamente. Cuando subí las escaleras para servirle el desayuno en la mesa, el señor Martin no estaba. Esperé junto a su silla durante lo que me parecieron horas. Empecé a buscar por la casa. Tímidamente al principio, luego con una prisa frenética, como si se escabullera de las habitaciones en el momento preciso en que yo llegaba, lo busqué por todas partes. Sólo cuando vi que habían retirado la ropa de su armario y que la biblioteca estaba vacía, admití que se había ido. Incluso entonces, durante días, pensé que volvería. Una semana después, una señora mayor se presentó con tres o cuatro baúles andrajosos y empezó a colocar sus baratijas encima de la repisa de la chimenea. Entonces entendí que, sin explicaciones, sin una palabra, sin ninguna consideración hacia mis sentimientos, sin ni siquiera una propina, el señor Martin había hecho el equipaje y se había ido para siempre.


La casa es sólo una casa alquilada. Mi madre y yo estamos incluidas en la renta. La gente va y viene, y cada pocos años hay un nuevo inquilino. Tendría que haber previsto que también el señor Martin se iría algún día. Pero no lo preví. Estuve enferma mucho tiempo a partir de aquel día y mi madre, que me resultaba más aborrecible por momentos, se consumía llevándome el caldo y los pepinos fríos que le pedía con ansia. Después de la enfermedad parecía un cadáver. Me apestaba el aliento. Mi madre volvía la cabeza con asco. Los inquilinos se estremecían cuando yo entraba en la habitación con mis andares desgarbados, tropezando en el umbral a pesar de que mis gafas  volvían a posarse como una mariposa sobre el estrecho puente de mi nariz.

Nunca fui una buena criada, pero ahora, aunque me esfuerzo, soy tan descuidada que algunos inquilinos creen que no limpio las habitaciones o piensan que quiero indisponerlos con sus invitados. Pero, cuando me regañan, no respondo. Me limito a mirarlos con indiferencia y a continuar mi trabajo. Nunca han sufrido una decepción tan grande como la mía.



Lydia Davis
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1 comentario:

  1. Me encantaron las lineas descriptivas del cuento
    fantasía viva diluida en palabras breves, elocuentes y simpaticas.
    Felicidades

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