viernes, 26 de marzo de 2021

John Steinbeck / El linchamiento

 


John Steinbeck 

El linchamiento



El vigilante by John Steinbeck

      El arrebato pasional, el confuso movimiento y el vocerío de la multitud fueron extinguiéndose poco a poco, y el silencio se hizo dueño de nuevo del pequeño parque municipal. Grupos de personas quedaban aún cerca de los árboles, como figuras fantasmales a la luz azulada de una casa próxima. Todos parecían cansados, y se movían sigilosos, casi de puntillas; uno a uno, los grupos se dispersaban, perdiéndose en las sombras. El césped del parque aparecía pisoteado y roto por mil sitios, como un tapiz hecho jirones.


       Mike sabía que todo había terminado. También él estaba cansado. Tan cansado como si llevara varias noches sin dormir, y le parecía vivir en sueños, caminar como un sonámbulo. Echándose la gorra sobre los ojos se apartó de allí, pero antes contempló el parque por última vez.
       En uno de los grupos alguien había improvisado una antorcha con un periódico. Mike pudo ver cómo se enroscaban las llamas en los pies desnudos de aquel cuerpo grisáceo que se balanceaba colgado del árbol. Siempre le sorprendía comprobar el tono gris, casi azulado, de los cadáveres de los negros. La antorcha de papel iluminaba los rostros de los que estaban cerca, callados e inmóviles, como estatuas.
       Mike se enfadó sin saber por qué con el hombre que pretendía prender fuego al cadáver. Se volvió a uno que estaba junto a él en la obscuridad y dijo:
       —Eso no sirve de nada.
       El otro se alejó sin contestar.
       El periódico en llamas se apagó, dejando a obscuras el parque. Inmediatamente se encendió otra luminaria bajo los pies del ahorcado. Mike se aproximó a uno de los curiosos.
       —Eso no sirve de nada —insistió—. Ya está muerto. Por más que se empeñen no pueden hacerle más daño.
       El hombre emitió un gruñido sin apartar la mirada del papel ardiendo.
       —Buen trabajo —dijo—. El país se ahorra dinero y así no se entromete ningún abogado del demonio.
       —Es lo que yo he dicho siempre —asintió Mike—. No hacen falta abogados. Pero no tiene ningún objeto pretender quemarlo.
       El desconocido continuó mirando las llamas, como fascinado.
       —Tampoco se hace daño a nadie con eso.
       Mike miró atentamente la escena. Sus sentidos estaban embotados. Se daba cuenta de que no podía pensar con claridad. Y él quería absorber todos los detalles de aquel momento histórico, para poder relatarlos más tarde. Su cerebro le decía que estaba presenciando algo muy importante, pero sus ojos no querían reconocerlo. Le decían que se trataba de algo vulgar, ordinario. Media hora antes, cuando había estado gritando entre la multitud y esforzándose por tirar él también de la cuerda, se había sentido fuerte, poderoso y en plena posesión de todas sus facultades. Pero ahora todo le parecía muerto, casi irreal, y los restos de la muchedumbre no eran más que figuras de cera o muñecos de madera pintada iluminados por un papel que ardía. Haciendo un esfuerzo, Mike se volvió en redondo y salió del parque.
       Inmediatamente se sintió muy solo. Comenzó a caminar rápidamente con la esperanza de que alguien se le uniera. Pero la calle estaba solitaria, tan irreal como el parque en sombra. Los rieles paralelos del tranvía se perdían de vista a lo lejos, recogiendo las luces de la calle, y los escaparates oscuros reflejaban en sus cristales todos los destellos nocturnos de la ciudad.
       Mike sintió un dolor punzante en el pecho; le dolían los músculos. Luego recordó que había estado en primera fila cuando se produjo el asalto a la cárcel. Cuarenta hombres habían lanzado a Mike contra la puerta, como si fuera un ariete. Entonces no lo había notado, pero ahora, a solas, el dolor llamaba a sus sentidos. Dos manzanas más adelante descubrió un letrero luminoso que anunciaba cerveza. Mike apresuró el paso. Confiaba encontrar allí gente con quien hablar aunque sólo fuera por quebrar el silencio, el terrible silencio que lo inundaba todo. También esperaba que las personas que allí hubiera no fuesen testigos presenciales del linchamiento.
       Pero en el bar no se encontraba más que el dueño, un hombre diminuto de bigotes lacios y expresión ratonil y asustada.
       Saludó con un gesto a Mike al verlo entrar.
       —Parece que viene cansado, amigo.
       Mike lo miró con asombro.
       —No creía que se me notara. Efectivamente, vengo muy cansado.
       —Puedo servirle un trago de whisky para remediarlo.
       Mike vaciló.
       —No... prefiero cerveza. Tengo sed. ¿Ha estado usted allí?
       El tabernero asintió en silencio.
       —Hasta el final, cuando todo hubo acabado. Entonces supuse que mucha gente tendría sed y me vine corriendo a abrir el local. Pero usted es el primero. Tal vez me equivoqué.
       —Ya vendrán más tarde —dijo Mike—. Aún queda mucha gente en el parque. Algunos están intentando quemarlo con periódicos. Eso no sirve de nada.
       —De nada —confirmó el tabernero, retorciéndose el bigote.
       Mike se llevó la cerveza a los labios.
       —Esto es una bendición —dijo—. Estaba sediento.
       El dueño del bar se inclinó confidencialmente hacia Mike, con los ojos iluminados.
       —¿Estuvo usted allí todo el tiempo... cuando fueron a la cárcel y todo?
       Mike volvió a beber. Luego miró el vaso lleno de pequeñas burbujas que ascendían a la superficie.
       —Todo —contestó—. Fui uno de los primeros en llegar a la cárcel, y ayudé a ponerle la cuerda al cuello. Hay veces en que los ciudadanos tienen que hacer justicia por sí mismos, antes que un maldito abogado intervenga y lo eche todo a perder.
       La cabeza del tabernero se movió varias veces en gesto afirmativo.
       —Tiene muchísima razón —dijo—. Los abogados son capaces de todo. Supongo que el negro era culpable.
       —¡Pues claro que sí! Incluso se dice que ya había confesado.
       La cabeza, de ratón volvió a inclinarse sobre el mostrador.
       —¿Sabe usted cómo empezó? Cuando llegué ya había pasado lo mejor, y entonces tuve que volverme corriendo para abrir el bar por si a alguien le apetecía una cerveza.
       Mike apuró el vaso y lo empujó para que volvieran a llenárselo.
       —Pues verá: todo el mundo sabía lo que iba a pasar. Yo estaba en un bar enfrente mismo de la cárcel. Llevaba allí toda la tarde. Entonces entró uno y dijo: «¿Qué esperamos?» De manera que salimos todos a la calle, e inmediatamente se nos unieron muchos. No parábamos de gritar, hasta que salió el sheriff y nos hizo un discurso, pero nosotros le obligamos a callarse. Luego uno que llevaba un rifle del veintidós empezó a disparar contra las luces de la calle, y entonces fue cuando asaltamos las puertas de la cárcel y las echamos abajo. El sheriff no hizo nada para impedirlo. No le convenía disparar contra un montón de ciudadanos honrados por defender a un cochino negro.
       —Y con las elecciones en puertas, además —dijo el tabernero.
       —Eso sí, no hacía más que gritar: «¡No os equivoquéis de preso, por amor de Dios! Es el que ocupa la celda número cuatro.»
       —Casi daba pena —continuó explicando Mike—. Los otros detenidos estaban muertos de miedo. Podíamos verlos a través de los barrotes, y en mi vida he visto caras como aquéllas.
       El dueño del bar, muy emocionado, se sirvió un vasito de whisky.
       —Lo comprendo perfectamente. No tengo más que imaginar que yo estuviera en la cárcel cumpliendo una condena de treinta días y entrara un pelotón de linchamiento. Me moriría del susto.
       —Es lo mismo que digo yo. Daba pena. Pues bien, llegamos a la celda del negro. Estaba en pie, muy quieto, con los ojos cerrados como si estuviera borracho. Uno le dio un puñetazo y otro lo derribó con un palo. Su cabeza resonó en el suelo de cemento. —Mike se inclinó sobre el mostrador y golpeó la cubierta de cinc con el índice—. Desde luego, no es más que una suposición, pero yo creo que eso lo mató. Porque yo ayudé a quitarle la ropa y no movió un músculo, y cuando lo ahorcamos no se notó ni una sola sacudida. En absoluto. Estoy seguro de que ya estaba muerto.
       —Bueno; a fin de cuentas viene a ser lo mismo.
       —De ninguna manera. Las cosas deben hacerse bien. Lo tenía bien merecido y lo justo era que pasara por lo peor antes de morir. —Mike rebuscó en un bolsillo de sus pantalones y sacó un fragmento de sarga azul.
       —Éste es un pedazo de los pantalones que llevaba puestos.
       El tabernero se acercó a examinar la tela. Luego miró a Mike con gran interés.
       —Le doy un dólar por él.
       —¡Oh, no; de ninguna manera!
       —Está bien; le doy dos dólares por la mitad.
       Mike lo miró con desconfianza.
       —¿Para qué lo quiere?
       —¡Vamos; déme su vaso! Le invito a una cerveza. Lo pondré en la pared con un cartelito debajo. Así todos mis clientes podrán echarle un vistazo.
       Mike cortó el pedazo de tela con un cortaplumas y aceptó dos dólares de plata que le entregaba el tabernero.
       —Conozco a un rotulista —dijo el hombrecillo—. Viene a diario. Él me hará un cartelito apropiado. —Luego su expresión se hizo preocupada—. ¿Cree usted que el sheriff practicará algunas detenciones?
       —De ninguna manera. ¿Para qué va a crearse complicaciones? Entre los asaltantes había muchos votos posibles. Cuando se hayan ido todos llegará el sheriff, cortará la cuerda y se llevará el cadáver como si nada hubiese ocurrido.
       El tabernero miró hacia la puerta.
       —Me parece que me equivoqué al suponer que la gente querría beber algo. Ya es demasiado tarde.
       —Me parece que me voy a casa. Estoy cansado.
       —Si va hacia el sur, cerraré en un momento y le acompañaré. Vivo en la calle Ocho Sur.
       —¡Vaya! Eso queda a dos manzanas solamente de mi casa. Yo vivo en la Seis Sur. Tiene usted que pasar por delante de mi puerta. Es curioso que no lo haya visto nunca.
       El tabernero limpió el vaso de Mike y se quitó el delantal. Se puso la chaqueta y el sombrero, se dirigió a la puerta y apagó el letrero luminoso y las luces del local. Durante unos segundos los dos hombres permanecieron en la acera antes de echar a andar. La ciudad estaba silenciosa. Del parque no salía ningún ruido. Un policía se paseaba al otro extremo de la calle, dirigiendo la luz de su linterna a los escaparates apagados.
       —¿Lo ve? —dijo Mike—. Exactamente igual que si nada hubiera ocurrido.
       —Supongo que los que hayan querido echar un trago se habrán ido a cualquier parte.
       —Es lo que le dije antes —contestó Mike.
       Recorrieron la calle y luego se dirigieron al sur, alejándose del distrito comercial.
       —Me llamo Welch— dijo el tabernero—. Sólo llevo dos años en esta ciudad.
       Mike volvía a sentirse solo.
       —Es curioso... —empezó a decir. Luego añadió—: Yo nací aquí mismo, en la casa en que todavía vivo. Tengo mujer pero no tengo hijos. Los dos somos de aquí. Todo el mundo nos conoce.
       Siguieron caminando. Los almacenes iban quedando atrás y a ambos lados de la calle iban apareciendo casitas con jardín. Los árboles proyectaban largas sombras sobre las aceras. Dos perros callejeros pasaron en silencio, olfateándose mutuamente.
       Welch dijo en voz baja:
       —Me gustaría saber qué clase de persona era... me refiero al negro.
       Mike contestó, saliendo de sus profundas reflexiones:
       —Todos los periódicos decían que era un bandido. Yo lo leí. No puedo decirle más.
       —También yo los leí. Pero me gustaría saber algo más de él. He conocido algunos negros muy simpáticos.
       Mike volvió la cabeza y habló casi con enfado.
       —Yo también he conocido negros estupendos. Incluso he trabajado con algunos negros tan decentes como cualquier blanco. Pero los bandidos son otra cosa.
       Su vehemencia redujo a Welch al silencio durante unos minutos. Por fin osó decir:
       —¿No puedo hacerse una idea de qué clase de hombre se trataba?
       —No... allí estaba muy quieto, con la boca apretada y las manos colgando. Entonces fue cuando uno le dio un porrazo. Estoy seguro de que ya estaba muerto cuando lo sacamos.
       Welch caminaba junto a las cercas.
       —Hay jardines muy bonitos en este barrio. Debe hacer falta mucho dinero para tenerlos bien cuidados. —Se aproximó a Mike, rozándole el hombro—. Nunca había presenciado un linchamiento. ¿Cómo se siente uno... después?
       Mike se apartó ligeramente.
       —No se siente nada. —Inclinó la cabeza y aceleró el paso.
       El pequeño tabernero tuvo que iniciar un trotecillo para no que darse atrás. Cada vez estaban más espaciadas las luces de la calle. Luego Mike añadió:
       –Uno se siente cansado y mareado... pero satisfecho también. Como cuando se ha realizado un buen trabajo... y se tiene sueño. —Aminoró la marcha—. Mire, hay luz en la cocina. Ahí vivo yo. Mi mujer estará esperándome.
       Se detuvo frente a la casita.
       Welch se detuvo también, atusándose nerviosamente el bigote.
       —Venga a mi establecimiento cuando le apetezca una cerveza o un whisky. Está abierto hasta medianoche. Los amigos son siempre bien recibidos.
       Luego se alejó como un ratón asustado.
       Mike le gritó:
       —Buenas noches.
       Dio la vuelta a la casa y entró por la puerta de atrás. Su mujer estaba sentada punto al fogón, calentándose. Volvió sus ojos llenos de reproche hacia Mike, al verlo entrar.
       —Has estado con una mujer —dijo con voz áspera—. ¿Con cuál?
       Mike se echó a reír.
       —Te crees muy lista, ¿verdad? ¿Por qué supones que he estado con una mujer?
       Ella contestó con enfado:
       —¿Crees que no se te nota en la cara?
       —Está bien —contestó Mike—. Si eres tan lista y lo sabes todo, no hace falta que te diga nada. Ya lo sabrás mañana por el periódico.
       Vio que la duda asomaba a sus ojos desconfiados.
       —¿Se trata del negro? —preguntó—. ¿Lo han cogido? Todo el mundo decía que iban a hacerlo.
       —Averígualo tú misma si eres tan lista. Yo no pienso decirte nada.
       Atravesó la cocina y pasó al cuarto de baño. Se acercó al espejo. Quitándose la gorra se miró atentamente el rostro.
       —Desde luego tiene razón —murmuró—. Es lo que me parece haber estado haciendo.


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