Amos Oz
Aprender de sexo leyendo novelas clásicas
Se lee como una memoria personal del escritor israelí, fallecido a finales del año pasado. ¿De qué está hecha una manzana? reúne los últimos pensamientos del autor de Tierra de chacales, sacados de las conversaciones que mantuvo con su editora Shira Hadad. En este extracto de uno de sus capítulos aborda su relación con las mujeres
6 de abril de 2019
MI EDUCACIÓN ERÓTICA empezó leyendo libros: Madame Bovary, Anna Karenina, a Jane Austen, Virginia Woolf, Emily Brontë. Tras leer muchas novelas sobre la vida espiritual de las protagonistas, con mínimas alusiones veladas y censuradas a su vida carnal, llegué a un punto —pasa algo parecido al aprender a conducir— en que ya estaba casi preparado para el examen teórico. Para el examen práctico aún me quedaba un buen trecho. Pero de pronto lo comprendí. Lo comprendí, y para eso me ayudó el fantástico regalo que recibí de mi madre: la imaginación. Al leer aquellos libros, empecé a preguntarme si, en el fondo, yo podía ser Emma Bovary: piensa, ponte en su piel, métete debajo del vestido de Anna Karenina; no debajo del vestido como yo desearía, sino en sentido espiritual. De aquellas novelas aprendí cosas que ni sabía ni imaginaba sobre las mujeres, y, como ocurre a veces al leer buena literatura, se pone de manifiesto que los chinos no son tan diferentes de nosotros como pensábamos, que las personas de la Edad Media no son tan distintas a nosotros, y que ni siquiera las mujeres eran tan distintas a mí como pensaba hasta entonces. El gran extraterrestre empezó a ser menos extraterrestre, menos asustadizo y furibundo, y hasta un pelín parecido a mí. Eso me emocionó tanto… Fue una catarsis.
El odio nacido de la envidia, la humillación y la desesperanza empezó a desvanecerse, la ira empezó a disiparse. Poco a poco, en medio de la espesa niebla, empezaron a apreciarse algunos contornos; por ejemplo, ¿por qué ellas no “daban”? Ahora ya sabía que no era por crueldad o egoísmo. ¿Qué les asustaba? ¿Qué les resultaba repulsivo? Nunca me habían dicho lo que les resultaba repulsivo ni lo que les asustaba, y por supuesto nunca me habían dicho lo que les agradaba, lo que las fascinaba, lo que las atraía. Y es que, desde la muerte de mi madre, en realidad desde mucho antes de su muerte, ninguna mujer había hablado nunca conmigo. Ninguna mujer ni ninguna niña. Jamás. Se lo debía todo a los libros que leía.
Lo poco que conseguí adivinar sobre la sexualidad femenina por las novelas me llenó de una mezcla de respeto y envidia
Y lo que aprendí de los libros produjo en mí una transformación. Poco a poco me fui llenando de envidia, de una especie de envidia vaga y difusa, hacia la sexualidad femenina, porque comprendí que era incomparablemente más rica y compleja que mi sexualidad, pese a que no tengo ningún derecho a hablar en nombre del sexo masculino. Aprendí que, al parecer, es más complejo estimularlas a ellas que a mí, que es más complejo satisfacerlas a ellas que a mí. Lo poco que conseguí adivinar sobre la sexualidad femenina por las novelas que leía me llenó de una mezcla de respeto y envidia, pero ya no era amargura, ni tampoco odio ni ira. Como un hombre del Daesh que, de pronto, comprende que tiene algo que aprender de la civilización que constantemente ha querido destruir. Y que incluso tiene algo que admirar. De pronto comprende que en varios sentidos el enemigo se parece a él, y que incluso es más avanzado que él, y que merece compasión, afecto e incluso respeto. Así que la pregunta ya no era, como durante toda mi infancia, “¿por qué ellas no dan?”. Desde ese momento, la pregunta era cómo hacer que las mujeres quisieran compartir conmigo esa gran felicidad que me resultaba inaccesible. Tenía tantas ganas de aprender; contaba quince años y tenía tantas ganas de que me lo explicasen. Quería saber. Incluso quería participar. ¿Comprendes lo que estoy diciendo? Quería que me hiciesen partícipe. No solo que me llevasen a la cama. Quería algo más: que me hiciesen partícipe de sus secretos. Quería tener los dos papeles al mismo tiempo: ser tanto yo como ella en la cama, o sobre las agujas de pino en el monte por la noche.
Y pasaron unos años más hasta que aprendí que todo lo que creía haber descubierto a los quince años sobre la sexualidad femenina solo era una media verdad. Que el diapasón de la sexualidad femenina puede ser mucho más parecido al diapasón de la sexualidad masculina de lo que yo pensaba por aquel entonces, cuando leí Madame Bovary y Anna Karenina. Esos libros los escribieron hombres, hombres que sabían del tema, es cierto, pero hombres al fin y al cabo, hombres del siglo XIX que también eran rehenes del cliché sobre la relación entre femineidad y delicadeza o fragilidad. También las diferencias que descubrí entonces entre sexualidad femenina y sexualidad masculina son cambiantes. Unas veces, como la diferencia entre un tambor y un violín, pero otras veces, un dueto de tambores o un dueto de violines. Unas veces de una forma y otras veces de otra. Y no es que una mujer sea así y otra mujer no sea así. Aprendí que lo que creía haber aprendido a los dieciséis años de los libros que había leído en Hulda era cierto, importante y nuevo, pero que eso no era todo. Con los años aprendí otras cosas sobre las mujeres, cosas que Anna Karenina y Emma Bovary no te enseñan, ni siquiera Jane Austen o Virginia Woolf. Pero aquellos libros fueron el primer nivel, y sin él no habría recibido mi primer bautismo de miel, ni habría llegado con los años a hacer un máster y un doctorado. No voy a repetir esto, está escrito en Una historia de amor y oscuridad. Pero, como dijo la hermana mayor de un amigo mío de Jerusalén, la que me pilló intentando espiarla a los doce años: “Amós, si aprendieses a pedir, no tendrías que espiar más”. Con los años aprendí que también eso es una media verdad. Muchas veces es así, pero no siempre.
Aprendí una cosa más… Agárrate a la silla. Aprendí que el tamaño sí importa. El tamaño de la imaginación erótica. El tamaño de la empatía. Esa fue una de las cosas más maravillosas que me han ocurrido en la vida, el descubrimiento de que en capacidad de invención, de innovación…, la mía era mucho más grande que la de esos chicos que metían goles. Ni te imaginas cómo, de pronto, esos nubarrones que me angustiaron durante la infancia empezaron a disiparse, por fin el sol brillaba para mí: “La mía era más grande”.
Qué momento tan formidable. No fue un momento. Fue un proceso. Casi por casualidad descubrí ese secreto, que la caja fuerte a veces se abre simplemente con las palabras apropiadas. No solo con palabras. Puede que haga falta una melodía. Comprendí que la melodía que excita a una mujer es completamente distinta que la melodía que estimula a otra. Y también eso es una media verdad, porque la melodía que la estimuló ayer no tiene por qué ser la que la estimule también esta noche.
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