domingo, 14 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio VI




Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO SEXTO

Empecé, pues, a vivir como un hombre que lleva dentro de sí el malestar de una enfermedad amenazadora, pero que nunca se decide a ir al médico; o sea, tratando de no reflexionar demasiado acerca de la actitud de Emilia hacia mí, ni acerca de mi trabajo. Sabía que llegaría el momento en que tendría que afrontar tal decisión. Mas precisamente porque me daba cuenta de que era inevitable, trataba de retrasarla el mayor tiempo posible: lo poco que había ya sospechado me la hacía evitar, e incluso, aunque de una manera inconsciente, temer. De esta manera, seguía teniendo con Emilia aquellas relaciones que al principio me habían parecido intolerables y respecto a las cuales ahora, temiendo lo peor, trataba de persuadirme, sin conseguirlo del todo, de que eran normales: durante el día, diálogos indiferentes, casuales, evasivos; y por la noche, de cuando en cuando, el amor, con bastante enojo y no sin crueldad por mi parte, y sin participación real alguna por parte de ella.
    Entretanto, seguía trabajando con diligencia e incluso con ahínco, aunque siempre de más mala gana y con una repugnancia cada vez más resuelta y evidente. Si hubiese tenido el valor de definirme a mí mismo, desde entonces, la situación en que me encontraba, habría renunciado, sin duda, tanto al amor como al trabajo, porque habría quedado convencido, como me convencí más adelante, de que toda mi vida se había retirado de ambos. Pero carecía de ese valor. Y tal vez me hacía la ilusión de que el tiempo se encargaría de resolver mis problemas, sin esfuerzo alguno por mi parte. En efecto, el tiempo los resolvió, pero no en el sentido que yo habría deseado. Y así pasaban los días, entre Emilia que me rechazaba a mí, y yo, que rechazaba el trabajo, en una sorda y oscura atmósfera de espera.
    Por aquel tiempo, el guión que hacía para Battista tocaba a su fin. A la vez, Battista se refirió a un nuevo trabajo, de mucha mayor entidad que el primero, y en el que deseaba que yo tomase parte. Battista era un hombre presuroso y evasivo, como todos los productores. Y aquellas referencias o alusiones, muy fugaces, no llegaban nunca más allá de frases como ésta:
    «Molteni, tan pronto como haya acabado este guión, haremos otro…, aunque importante»; o bien: «Molteni, ha de estar preparado para uno de estos días. Tengo que hacerle una  proposición»; e incluso, de manera más explícita: «No firme contrato alguno con nadie, Molteni, porque dentro de quince días habrá de firmar otro conmigo».
    Sabía, pues, que, tras aquel primer guión, de poca monta, se aprestaba Battista a encargarme otro más importante y que, por tanto, se me pagaría mucho mejor. Confieso que, pese a mi creciente repugnancia por aquel género de trabajo, las primeras cosas en las que pensé, de una manera instintiva, fueron en la casa y en el dinero que aún había de pagar por la misma, por lo cual me sentí contento de la proposición de Battista. Por lo demás, así es el trabajo cinematográfico: aun cuando, como me ocurría a mí, no sienta uno vocación por este tipo de trabajo, se agradece cada nueva oferta, y si no llegan los contratos, se sospecha y se teme que lo han excluido a uno.
    Mas, por dos motivos, no dije nada a Emilia de aquella nueva oferta: en primer lugar, porque aún no sabía si lo aceptaría; y en segundo lugar, porque había comprendido que mi trabajo no le interesaba, y prefería no hablarle de él para no tener una nueva confirmación de aquella frialdad e indiferencia a la que seguía obstinándome en no dar importancia. Por otra parte, ambas cosas iban unidas por un nexo que sólo oscuramente presentía: no estaba seguro de aceptar aquel trabajo precisamente porque sentía que Emilia había dejado de quererme; si me hubiese amado, le hubiese hablado de él, lo cual significaba, en el fondo, aceptarlo.
    Una de aquellas mañanas salí de casa para ver al director con el que trabajaba en el guión número uno: el de Battista. Sabía que era la última vez que iría a su despacho, porque ya faltaban sólo algunas páginas para terminar, y este pensamiento me alegraba. Finalmente se acabaría aquella ingrata labor y podría disponer, por lo menos, de medio día. Además, como ocurre siempre con los guiones, dos meses de trabajo me habían bastado para sentir una profunda antipatía por los personajes y el argumento de aquella película. Sabía que muy pronto me encontraría de nuevo luchando con otros personajes y otro argumento que, a su vez, no tardarían en hacérseme insoportables. Pero, de momento, me hallaba libre de estos últimos, y tal previsión bastaba para procurarme un notable alivio.
    Esta esperanza de una próxima liberación me hizo trabajar aquella mañana con insólita facilidad e invención. Para terminar el guión faltaban dos o tres retoques de poca importancia, en los que, sin embargo, nos aplicábamos desde hacía días sin resultado alguno. Pero, lleno de inspiración, conseguí, ya de entrada, plantear la discusión de la manera justa y resolver, una tras otra, todas las dificultades que aún persistían, por lo cual, apenas un par de horas más tarde, comprendimos que el guión se había terminado, y aquella vez de verdad. Al fin, como ocurre en algunas de esas agotadoras e interminables excursiones a la montaña, cuando la meta de la que ya se desespera aparece de pronto en un recodo, escribí una frase del diálogo y exclamé sorprendido:
    —¡Se puede acabar aquí!
    El director, que paseaba arriba y abajo por el despacho, mientras yo escribía sobre la mesita, se acercó, miró el papel por encima de mi hombro y luego dijo, también con voz sorprendida y casi incrédula:
    —Tienes razón, se puede acabar aquí.
    Entonces puse la palabra «Fin» en la parte inferior de la página, cerré el mamotreto y me levanté.
    Por un momento permanecimos en silencio, mirando ambos hacia la mesita sobre la que estaba la carpeta del guión, ahora cerrada, de forma algo parecida a lo que lo harían dos alpinistas casi exhaustos al contemplar el pequeño lago o la roca cuya coronación les ha costado tantos sudores. Luego dijo el director:
    —Bueno, lo hemos conseguido.
    —En efecto —confirmé—, lo conseguimos.
    Este director se llamaba Pasetti y era un joven rubio, anguloso, seco, preciso y acicalado, con un aspecto más bien de meticuloso geómetra o contable que de artista. Tendría poco más o menos mi edad. Pero, como ocurre siempre en este tipo de trabajo, entre él y yo se habían establecido relaciones de superior a inferior: el director tiene siempre una autoridad mayor que la de cualquier otro colaborador. Tras un momento, con su fría y cursi amenidad, comentó:
    —No hay más remedio que decir que eres, Ricardo, como los caballos que presienten la cuadra. Estaba seguro de que aún tendríamos que trabajar por lo menos tres o cuatro días, y, en cambio, lo hemos resuelto en dos horas. Se ve que la perspectiva de volver a casa te ha inspirado, ¿no es verdad?
    Pasetti no me resultaba antipático, pese a su mediocridad y a su casi increíble obtusidad psicológica. Entre nosotros se había establecido una relación, en cierta forma compensatoria: él, hombre sin imaginación y sin nervios, pero consciente de sus límites y, en el fondo, modesto; yo, todo nervios e imaginación, emotivo y rico. Adoptando su tono humorístico, y prestándome al juego, respondí:
    —Exacto; has dicho la verdad: la perspectiva de volver a casa.
    Pasetti prosiguió, tras encender un cigarrillo:
    —Pero no creas que ya ha terminado todo. Hemos hecho solamente el grueso del trabajo. Ahora hemos de revisar todos los diálogos. No te duermas en los laureles.
    No pude por menos de notar, una vez más, que se expresaba, casi exclusivamente, por medio de lugares comunes y frases hechas. Miré el reloj con discreción: eran casi la una. Dije:
    —Puedes estar tranquilo. Me tendrás a tu disposición para cualquier retoque.
    Él respondió, agitando la cabeza:
    —Conozco a mis polluelos… Así, en previsión de que puedas relajarte, diré a Battista que te retenga el saldo de tu contrato.
    Tenía una forma humorística y, sin embargo, autoritaria, sorprendente en una persona tan joven, de estimular a sus colaboradores, alternando las censuras con las alabanzas, el ruego con la orden, la adulación con la reserva.  Y, en este sentido, podía también decirse que era un buen director, porque precisamente la dirección consistía, en sus dos terceras partes, en saber utilizar sabiamente a los demás. Conociendo su punto flaco, respondí, como de costumbre:
    —No; tú hazme pagar el resto de mi contrato y yo te prometo que estaré a tu disposición para cualquier retoque.
    —Más, ¿para qué quieres tanto dinero? —preguntó bromeando neciamente. Nunca tienes bastante… No me lo explico. No tienes amantes, ni juegas, ni tienes hijos…
    —He de pagar los plazos del apartamento —respondí con seriedad bajando los ojos, algo enojado por su indiscreción.
    —¿Debes aún mucho?
    —Casi todo.
    —Apuesto a que es tu mujer la que te atormenta para que consigas que te paguen. Me parece oírla: «Ricardo, acuérdate de reclamar el saldo».
    —Sí, es mi mujer —mentí—. Pero ya sabes cómo son las mujeres. Para ellas, la casa es muy importante.
    —¡Vaya si lo sé! —exclamó.
    Empezó a hablar de su mujer, que se le parecía mucho y que, sin embargo, como creí entender, consideraba él como una criatura peregrina, llena de caprichos y de cosas imprevistas: en resumen, una mujer. Escuché con cara atenta, aunque en realidad estaba pensando en otra cosa. Y él acabó de manera imprevista:
    —Todo eso está muy bien. Pero conozco a los guionistas. Todos sois lo mismo. Formáis casi una raza. Cuando habéis cogido el dinero, ya no hay quien os vea el pelo. No, no, diré a Battista que te retenga la liquidación.
    —Vamos, Pasetti, sé bueno.
    —Bien, ya veré lo que puedo hacer. Pero no confíes demasiado.
    Volví a consultar el reloj a hurtadillas. Ya le había dado ocasión de desahogar su autoridad y la había desahogado: podía irme. Dije:
    —Bien, estoy contento de haber acabado el trabajo o, mejor aún, como tú dices, el grueso del trabajo… Pero creo que ya es hora de que me vaya.
    Él exclamó con desmañada vivacidad:
    —En modo alguno. Hemos de beber por el éxito de la película. ¡Qué diablo! No te vas a ir así como así después de haber acabado el guión.
    Dije, resignado:
    —Si se trata de beber, me quedo.
    —Vámonos, pues. Creo que mi esposa estará contenta de beber con nosotros.
    Le seguí fuera del despacho por un estrecho corredor desnudo y blanco, que olía intensamente a cocina y a pañales de niño. Él me precedió en el salón, exclamando:
    —Luisa, Molteni y yo hemos acabado el guión, y venimos a beber por el éxito de la película.
    La señora Pasetti se levantó de la butaca para salir a nuestro encuentro. Era una mujer pequeña, de cabeza gorda, con dos bandas de cabellos negros y lisos en torno a un rostro largo, oval y muy pálido. Tenía ojos grandes, aunque descoloridos e inexpresivos, que se animaban sólo cuando su marido estaba presente. Entonces no apartaba de él ni un solo momento la mirada, como hacen con su dueño ciertos perros cariñosos. Pero cuando el marido no estaba, los mantenía bajos, casi con aire de obstinada modestia. De cuerpo frágil y diminuto, en cuatro años de matrimonio había traído al mundo cuatro hijos. Pasetti dijo, con aquella su embarazosa alegría:
    —Hoy se bebe… Ahora prepararé un cóctel.
    —Para mí, no, Gino —advirtió la señora Pasetti. Ya sabes que no bebo.
    —Beberemos nosotros.
    Me senté en una butaca de madera forrada con una tela floreada, ante una chimenea de ladrillos rojos; y la señora Pasetti se sentó en el otro lado de la chimenea, sobre una butaca igual. El salón —como pude advertir echando una mirada a mi alrededor— estaba hecho a semejanza de su dueño: un salón en serio, de falso estilo rústico, limpio, brillante, ordenado, pero, al mismo tiempo, algo mísero, precisamente como en la casa de un contable meticuloso. Sólo podía dedicarme a mirar, ya que la señora Pasetti no parecía sentir la necesidad de dirigirme la palabra. Estaba sentada ante mí con la cabeza baja, las manos sobre las piernas y perfectamente inmóvil. Entretanto vi a Pasetti dirigirse al fondo de la estancia, a un feísimo mueble compuesto, una radio que contenía un bar, doblarse en dos tiempos sobre sus delgadas piernas y, con gestos precisos y angulosos, sacar de él dos botellas, una de vermut y otra de ginebra, tres vasos y el shaker . Puso todo sobre una bandeja y lo colocó sobre la mesita que había ante la chimenea. Noté que ambas botellas estaban intactas y precintadas. No pareció que Pasetti se permitiese a menudo la bebida que se disponía a preparar. También el shaker , brillante, parecía completamente nuevo.
    Dijo que iba a por el hielo y salió.
    Permanecimos largo rato en silencio, y luego dije yo, por hablar de algo:
    —Al fin hemos podido terminar el guión.
    La señora Pasetti respondió, sin levantar la mirada:
    —Sí, Gino me lo ha dicho.
    —Estoy seguro de que será una película bonita.
    —También yo estoy segura de ello. De lo contrario, Gino no habría aceptado hacerla.
    —¿Conoce el argumento?
    —Sí, Gino me lo ha explicado.
    —¿Le gusta?
    —Le gusta a Gino y, por tanto, también a mí.
    —¿Marchan ustedes siempre de acuerdo?
    —¿Yo y Gino? ¡Siempre!
    —¿Quién manda de los dos?
    —Naturalmente, Gino.
    Noté que se las había ingeniado para repetir el nombre de Gino cada vez que había abierto la boca. Yo había hablado ligera y casi humorísticamente. Ella, en cambio, me había contestado siempre con profunda seriedad. Pasetti volvió con la cubitera y me dijo:
    —Tu mujer está al teléfono, Ricardo.
    Sin saber por qué, noté un pellizco en el corazón, como si hubiera vuelto de pronto la acostumbrada angustia. Mecánicamente me levanté, para dirigirme hacia la puerta. Pasetti añadió:
    —El teléfono está en la cocina. Pero, si quieres, puedes hablar desde aquí. He puesto la comunicación.
    En efecto, el teléfono estaba sobre una repisa, junto a la chimenea. Levanté el auricular y oí la voz de Emilia, que me decía:
    —Perdona, pero hoy  deberías arreglártelas para comer fuera de casa. Yo me voy a comer a casa de mi madre.
    —Pero ¿por qué no me lo has dicho antes?
    —No quería molestarte en tu trabajo.
    —Bien —dije—. Iré al restaurante a comer.
    —Nos veremos más tarde. Hasta luego.
    Ella colgó, y yo me volví hacia Pasetti.
    —Ricardo —me preguntó en seguida—, ¿no comes en casa?
    —No; iré al restaurante.
    —Podrías quedarte a comer con nosotros. Habrías de contentarte con lo que haya. Pero nos gustaría que te quedaras.
    Inexplicablemente me había acometido casi una sensación de desánimo ante la idea de comer solo en el restaurante. Tal vez porque había pregustado la alegría de anunciar a Emilia que se había terminado el guión. Quizá no lo habría hecho sabiendo, como ya he dicho, que ya no le interesaba para nada cuanto yo pudiera hacer; pero maquinalmente había obedecido a la vieja costumbre de nuestras antiguas relaciones. La invitación de Pasetti me gustó, y la acepté casi con excesiva gratitud.
    Entretanto, Pasetti había descorchado las dos botellas, y ahora, con ademanes más parecidos a los de un farmacéutico que regula la dosificación de una medicina, que a los de un bebedor, vertió en un medidor la ginebra y el vermut y los transfirió al shaker . Como de costumbre, la señora Pasetti no apartaba los ojos de su marido. Finalmente, cuando Pasetti, tras haber agitado bien el shaker, se aprestaba a escanciar la bebida en los vasos, dijo ella:
    —Para mí, sólo un dedito, por favor. Y tú, Gino, bebe también sólo un poquito. Podría hacerte daño.
    —No todos los días se acaban guiones.
    Llenó nuestros dos vasos, y en el tercero, siguiendo las recomendaciones de su esposa, puso sólo un poco de cóctel. Los tres tomamos los vasos y los levantamos en un brindis.
    —Por cien guiones como éste —dijo Pasetti mojándose apenas los labios y dejando el vaso en la mesita. Yo apuré el mío de un solo trago. La señora Pasetti bebió a pequeños sorbos; luego se levantó y dijo:
    —Voy a la cocina, a ver qué hace la cocinera… Con permiso.
    Ella salió, Pasetti ocupó su lugar en la butaca que la mujer había dejado vacía y empezamos a hablar. O, mejor aún, fue él el que habló, casi siempre del guión, mientras yo lo escuchaba, aprobando con murmullos y movimientos de cabeza y bebiendo. El vaso de Pasetti estaba siempre en el mismo punto, ni siquiera consumido a medias, mientras yo me había bebido ya tres. Sin saber por qué, tenía una aguda sensación de infelicidad, y bebía con la esperanza de hacerla pasar con la embriaguez. Pero yo resisto bien el alcohol, y el cóctel de Pasetti era ligero y estaba muy aguado. Así, aquellos tres o cuatro vasitos sólo sirvieron para intensificar mi oscura sensación de miseria. De pronto me pregunté: «¿Por qué me siento tan infeliz?». Y recordé entonces que el primer cuchillazo de aquel dolor lo recibí al oír poco antes por teléfono la voz de Emilia, tan fría, tan raciocinadora, tan indiferente. Sobre todo, tan distinta de la señora Pasetti, cuando pronunciaba el mágico nombre de Gino. Pero no pude profundizar en estas reflexiones, porque la señora Pasetti no tardó en asomarse para advertir que podíamos pasar al comedor.
    El comedor de los Pasetti se parecía al despacho y al salón. Muebles bonitos, coquetones y baratos; vajilla coloreada; vasos y botellas de grueso cristal verde; mantel y servilletas de cáñamo crudo. Nos sentamos en aquella minúscula estancia, que llenaba casi por completo la mesa, por lo que la camarera, al dar vueltas en torno a la misma con el plato, se veía obligada cada vez a desplazar a uno de los comensales. Y empezamos a comer compungidos y en silencio. Luego la criada cambió los platos, y yo, para animar el ambiente, pregunté no sé qué a Pasetti sobre sus futuros proyectos. Él me contestó con su acostumbrada voz fría, precisa y mezquina, en la que la modestia y la falta de imaginación parecían inspirar no sólo la elección de las palabras, sino también la de las más ligeras inflexiones. Y yo callé, sin encontrar nada que decir, porque los proyectos de Pasetti no me interesaban, y aunque me hubiesen interesado, me los habría hecho enojosos aquella su voz monótona y carente de color. Pero como quiera que mis ojos aburridos vagaban de un objeto a otro sin encontrar nada que los retuviese, se detuvieron en el rostro de la señora Pasetti, que escuchaba con el mentón apoyado en la mano y los ojos, como de costumbre, fijos en su marido.
    Entonces, al contemplar aquel rostro, me sorprendió la expresión de sus ojos: amorosa, derretida, mezcla de admiración subyugada, de gratitud sin reservas, de deseo físico y de una timidez casi melancólica. Aquella expresión me maravilló, entre otras cosas, porque el sentimiento que se transparentaba en ella era para mí completamente misterioso: Pasetti, tan descolorido, tan enjuto, tan mediocre, tan vistosamente privado de cualidades que pudiesen agradar a una mujer, parecía un objeto indigno de una tal atención. Y me dije que cada hombre acaba siempre por encontrar a la mujer que lo aprecia y lo ama, y que era un error juzgar los sentimientos de los demás partiendo de los propios. Y sentí simpatía por ella, tan apegada a su marido, y complacencia por Pasetti, hacia el cual, como ya he dicho, y pese a su mediocridad, me inclinaba una especie de irónica amistad. Pero de pronto, mientras empezaba a distraerme de nuevo y dirigía la mirada hacia otros puntos, llegado no sé de dónde, me traspasó un pensamiento o, mejor aún, una percepción repentina: «En aquellos ojos se veía todo el amor de la mujer por su marido, y él estaba contento de sí mismo y de su propio trabajo, porque ella lo amaba. En cambio, de los ojos de Emilia hacía ya mucho tiempo que había desaparecido aquel sentimiento. Emilia no me amaba, no volvería a amarme jamás».
    Y ante aquel pensamiento, que despertaba en mí un dolor profundo, tuve casi una sensación de choque físico. Tanto, que hice una mueca con el rostro, y la señora Pasetti, solícita, me preguntó si la carne que estaba comiendo era dura. La tranquilicé: la carne no era dura. Entretanto, y aún fingiendo escuchar a Pasetti, que seguía hablando de sus futuros proyectos, trataba de profundizar en aquella primera sensación de dolor, tan aguda y, a la vez, tan oscura. Entonces comprendí que durante el último mes había tratado en vano de acostumbrarme todo el tiempo a una situación intolerable, pero que, en realidad, no lo había conseguido. No podía soportar más seguir viviendo de aquel modo, entre Emilia, que no me amaba, y el trabajo, que, por culpa del desamor de Emilia, no me gustaba. Y me dije de pronto: «No puedo seguir adelante de este modo. Debo hablar con Emilia de una vez por todas. Y si es necesario, separarme de ella y abandonar el trabajo».
    Sin embargo, y aun pensando en estas cosas con desesperada resolución, comprendí que no podía creer en ella sino en parte. En realidad no estaba convencido aún del todo de que Emilia no me amase ya, ni de que pudiera encontrar la fuerza necesaria para separarme de ella, abandonar el trabajo de guionista y volver a vivir solo. En otras palabras: tenía casi una sensación de incredulidad, de una especie dolorosa y completamente nueva para mí, frente a un hecho que mi mente consideraba ya indudable. ¿Por qué Emilia había dejado de amarme? ¿Cómo había llegado a aquella indiferencia? Con el corazón oprimido por una angustiosa sensación, preveía que esta primera afirmación genérica, y ya tan dolorosa, habría requerido, para convencerme de todo, de una multitud de demostraciones menores, más concretas y más dolorosas aún, si era posible. En suma, estaba convencido de que Emilia había dejado de amarme; pero no sabía por qué ni cómo había ocurrido aquello. Y para quedar completamente convencido, tenía que hablar con ella, rebuscar, examinar, hundir el hierro sutil y despiadado de la investigación en la herida que hasta entonces se había ido apoderando de mí en vez de ignorarla. Este pensamiento me espantaba. Sin embargo, comprendía que sólo tras haber llevado hasta sus últimas consecuencias la investigación, tendría el valor de separarme de Emilia, como me había sugerido al principio el desesperado impulso de mi ánimo.
    Entretanto seguía comiendo, bebiendo y escuchando a Pasetti, aunque sin darme cuenta de lo que hacía. Finalmente, como Dios quiso, terminó la comida. Pasamos de nuevo a la sala de estar, en la que hube de someterme a todas las formalidades de los invitados burgueses: el café con uno o dos terrones de azúcar; el ofrecimiento de licor, dulce o seco, acogida con el acostumbrado rechazo; los diálogos ociosos, para hacer pasar el tiempo. Finalmente, cuando me pareció que podía despedirme sin dar una impresión de prisa, me levanté. Pero en aquel preciso instante, la hija mayor de los Pasetti fue introducida en la sala de estar por la niñera, para mostrarla a sus padres antes del paseo cotidiano. Era una niña morena, pálida, de ojos muy grandes y de un género bastante común; en suma, insignificante como sus padres. Recuerdo que mientras yo observaba cómo se dejaba acariciar y abrazar por su madre, cruzó por mi mente este pensamiento: «Yo nunca seré feliz como éstos. Emilia y yo, jamás tendremos un hijo». E inmediatamente después, y como consecuencia del primero, me asaltó un segundo pensamiento, más amargo aún: «¡Cuán mezquino, corriente y sin originalidad es todo esto! Estoy siguiendo las huellas de todos los maridos no amados por sus esposas. Estoy envidiando a unos esposos cualesquiera que besuquean a sus hijos…, exactamente como cualquier marido que se encuentra en mis condiciones». Este mortificante pensamiento me inspiró una sensación de intolerancia por la afectuosa escena a la que estaba asistiendo. Repentinamente declaré que tenía que marcharme. Pasetti me acompañó hasta la puerta, con la pipa entre los dientes. Tuve la impresión de que mi despedida sorprendió y escandalizó a la mujer, la cual quizás esperaba que quedase enternecido frente al edificante espectáculo de su amor materno.



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