LA RUTA DEL GATOPARDO
Hace 150 años, los piamonteses,tras la expedición de Garibaldi y sus camisas rojas, los piamosteses forzaron a Sicilia a unirse con el resto de Italia. La isla donde dejaron sus huellas sicanos, sículos, griegos, romanos, árabes, normando o españoles dio su aquiescencia a un periodo históricos, como lo hizo Don Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina y protatonista de "El Gatopardo", la novela que mejor retrata Sicilia y no solo esta tierra: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".
El mayor título nobiliario del escritor, el de príncipe de Lampedusa, radicaba en la isla del mismo nombre, la más meridional de Italia, últimamente meta de refugiados libios y tunecinos. Ya hacia 1840 la ruina económica había hecho presa en los gatopardos. Abrumados por las deudas, los antepasados de Tomasi quisieron vender Lampedusa a la reina Victoria de Inglaterra, cosa que impidió Ferdinando II, el rey de Nápoles, adquiriéndola por 12.000 ducados. Los Tomasi retuvieron el título y la memoria de tiempos mejores. En 1943, a consecuencia de un bombardeo de los norteamericanos, quedó destruido el Palacio Lampedusa de Palermo, donde el escritor había nacido. Fue la gota que colmó el vaso de una decadencia para Giuseppe Tomasi, el último príncipe de Lampedusa, un fin de race en tantos sentidos. Con él se apagaba, junto a su propia estirpe, una cierta cultura. Un declive de influencia a través de las generaciones, una pérdida de tierras y palacios, tamizados en El Gatopardo con un sentido de reconciliación final con la vida y la historia. Siempre con el humor escéptico al ver lo poco que cambian las cosas en el fondo.Tres son los lugares clave de Sicilia donde Tomasi no solo ambientó su novela sino que se dejó la piel de la memoria. Para empezar, si hay un corazón de El Gatopardo, ha de ser Palma di Montechiaro. Es un pueblo de la provincia de Agrigento, entre collados donde se saca el azufre, sin que falten limoneros y huertos de naranjas sanguinas que soportan "seis meses de fiebre a cuarenta grados". Tal es el clima isleño, según Tomasi. Es la Sicilia que no parece tener compasión, pero que en cualquier esquina guarda sus sorpresas, sus vinos y aceites generosos, y sus mares que bullen de atunes y peces espada. Palma di Montechiaro se arracima en un altozano buscando la sombra protectora del pasado. Tiene monumentos gatopardianos de altura, empezando por el Palacio Ducal, con sus artesonados polícromos del siglo XVII. La Chiesa Madre, como llaman a la catedral, fue diseñada por Angelo Italia, lo mismo que la escalinata que da prestancia al pueblo. Cuando por la tarde el calor inclina su cerviz, en esa escalinata de piedra, que parece un decorado de la película de Visconti, solo falta el vuelo de la falda blanca de Angélica desplegándose como una magnolia.
No lejos de ahí, el convento del Santo Rosario de las benedictinas ocupa un flanco de una plaza. Don Fabrizio, El Gatopardo, podía visitar la clausura de las monjas, un privilegio que compartía con el rey de Nápoles. Como tantas cosas de la novela, eso se basa en la biografía de Giuseppe Tomasi, descendiente directo de los príncipes Carlo y Giulio, fundadores de la villa de Palma en 1637. Especialmente Giulio, llamado el Duque Santo, quiso hacer una ciudad ideal, calco de una ciudad celeste. Su hija Isabella Tomasi (Beata Corbera en la novela) llegó a ser priora y no le iba a la zaga en visiones. Un día en el jardín el diablo tiró una piedra a Isabella y tuvo que aparecer en escena Santa Catalina de Siena para parar el impacto con su mano. Si eso parece increíble, en la clausura dejan ver (bajo petición) esa piedra milagrosa, y la tumba, la celda y algunos recuerdos de Isabella, entre ellos la Carta del diablo, una página amarillenta con una escritura tan extraordinaria que aún no ha sido descifrada.
A través del torno las monjas venden almendrados, dulces de colores verdes y amarillos, y libros que recuerdan la historia del Duca Santo (fallecido en 1669). Tomasi admiraba a su antepasado, pero para pergeñar el perfil del Gatopardo se inspiró más en su bisabuelo Giulio IV, gran aficionado a la astronomía. Fue el príncipe de las patillas rojizas que se juntaban en su mostacho, y que Visconti tuvo en cuenta para caracterizar a Burt Lancaster en su película de 1963. Tomasi pinta a su bisabuelo Giulio limpiando los telescopios de bronce como si fuesen porcelanas Ming, y al mismo tiempo derrochando genio y figura como la que le sobraba a Don Fabrizio: "Nosotros fuimos los gatopardos, los leones: quienes nos sustituirán serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y hienas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra".
Palma nunca fue una ciudad siciliana como las demás. Su fundador, el Duque Santo, llamó a su servicio a Giovan Battista Hodierna, astrónomo y erudito de altura en la Sicilia del siglo XVII. Hodierna llegó a ser primer arcipreste de Palma y era un admirador de Galileo Galilei. Convenció al duque de que la palma era un perno o eje cósmico, y reflejó esas ideas en el trazado del Calvario local. Hodierna fue además un pionero observando cometas, el anillo de Saturno y 40 nebulosas, identificando entre las Pléyades el racimo Mariposa (M6), en la cola de la Luminosa Escorpión, que está a una distancia de 1.600 años luz. Todo lo cual lo consiguió en 1644 y con un telescopio casero, lo mismo que el microscopio que usaba para estudiar los ojos de las moscas. En la catedral de Palma se puede ver un cuadro del pintor Domenico Provenzani que muestra el cosmos con planta cuadrada según Hodierna, y donde se registra la fundación de la ciudad con el día, la hora, la posición de los astros y los vientos.
"El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que quieren los sicilianos...". Esas palabras del Gatopardo a su amigo resuenan aún caminando por Palma al mediodía, cuando la gente se atrinchera en sus casas. El mar está a una decena de kilómetros y al mismo tiempo es como si estuviese en la luna. Tal vez a los 150 años de la Unificación de Italia el sueño no sea lo que triunfa como marca de Sicilia, pero desde luego lo hace el comentario de Tancredi Falconieri, el sobrino del Gatopardo: "Si queremos que todo siga igual...". El Gatopardo narra tiempos de tribulación, y mejor ese ritmo vital de lo inevitable, la boda entre dos mundos lampedusianos, el que muere y el que emerge, bien recreados por Visconti con su Angélica (Claudia Cardinale) y su Tancredi (Alain Delon).
Si Palma es la parte masculina y mística del Gatopardo, Santa Mar-gherita di Belice es la parte femenina y lúdica. Geográficamente es un pueblo con carga dramática. Buena parte de la región del Belice fue destruida por el terremoto de 1968. Tomasi, el que de niño estaba más a gusto con las cosas que con las personas, cifró allí su mayor felicidad. Ahí lo llevaba su madre de vacaciones, y ahí se desarrollan las páginas más gozosas de El Gatopardo. Todo ello pivota sobre el palacio Filangeri, de la familia materna del escritor, hoy sede del Ayuntamiento y del Museo del Gatopardo. Las dimensiones palaciegas no son las que el lector se imagina por la novela. A Tancredi y Angélica les parece que se pierden una y otra vez en una especie de Vaticano con decenas de habitaciones vacías. En la Santa Margherita real todo tiene un tono de noble discreción. El jardín, con sus fuentes y árboles, sigue siendo el que la novela describe con afecto. Es donde el Gatopardo hace injertar unos melocotones, y donde se embriaga con fragancias nada melindrosas. Las rosas de Francia adquirían el olor de los muslos de las bailarinas de cancán. Un jardín para ciegos, como otros jardines sicilianos, "...hechos más para el gozo de la nariz que el del ojo".
En el Museo enclavado en el palacio destaca una sala de figuras de cera. Un Gatopardo ni siquiera imponente resulta tan lejano del Burt Lancaster viscontiano como la rígida Angélica cérea lo está de Claudia Cardinale. El más verosímil es el perro Bendicò, el que en la novela acabará disecado. Pero lo que más estremece es oír la voz de Tomasi leyendo un fragmento de Lighea, su cuento sobre una sirena en una Sicilia donde el pasado grecorromano está más vivo de lo que se imagina. Por supuesto, se puede contemplar el manuscrito de El Gatopardo, y cartas y fotos, mientras un fondo de música de vals evoca una de las mejores escenas tanto de la novela como de la película.
El palacio -para Tomasi, "una de las más bellas casas de campo que uno haya visto"- perteneció a su madre, Beatrice Tasca Filangeri di Cutò. Una familia de prosapia si bien los Tomasi de Palma dieron, aparte del Duque Santo, hasta tres virreyes de Sicilia (Alessandro I, Alessandro II y Niccolò I). Este último fue quien dispuso en 1812 que se alojaran en el palacio de Santa Margherita Ferdinando IV de Nápoles y su mujer, Carolina Lorena. Era para cumplir la orden de confinamiento dictada por Lord Bentick, gobernador militar británico de Sicilia. Por esa razón, la reina Carolina fue conocida como la Donnafugata, la "mujer huida", y ahí es donde surge una confusión recurrente. Lo que Tomasi señala en la novela como el palacio y la villa de Donnafugata no es sino el palacio y la villa de Santa Margherita. Por si fuera poco, existe un castillo con el nombre de Donnafugata, pero en la provincia de Ragusa, en la otra punta de Sicilia.
El palacio de Donnafugata (el de Santa Margherita) es descrito en la novela como si fuese una presencia viva, y corresponde punto por punto a la memoria minuciosa y nostálgica de Tomasi. Ahí centra el ocaso y la insurgencia de tiempos distintos, en especial con la irrupción de Angélica, la hija del Don Calogero Sedàra, un mafioso avant la lettre, un arribista que iba comprando tierras y afirmándose como la nueva clase dominante que vendría tras Garibaldi y los piamonteses para reemplazar a la de los nobles sicilianos.
Hoy todo es "Gatopardo" en el pueblo de Santa Margherita, y ese rótulo lo explotan bares y tiendas. La especialidad local es el ficodindia, o higo chumbo, tan apreciado que le dedican una feria en noviembre, amén de hacer con él conservas, licores, helados. Tampoco hay que perderse, al lado del palacio, la ruina de la Chiesa Madre, donde la familia del príncipe rezaba un Te Deum cuando llegaba al pueblo tras un viaje extenuante desde Palermo. La iglesia, un prodigio de estucos, ha sido convertida en Museo de la Memoria, un recordatorio del seísmo de 1968 con fotos llenas de los ojos espantados de las víctimas. No por eso se rindieron y han construido en lo alto del pueblo una nueva Iglesia Madre. Tiene bellas vidrieras y una estatua de bronce del Padre Pío de Petrelcina, el de las llagas, pero lo que más destaca es la Vara Trionfale, un gran crucifijo de plata en el altar mayor, réplica del que se perdió en el terremoto. El descendimiento de la Vara marca la fiesta anual del pueblo. Santa Margherita también es un buen punto para visitar las tierras sicanas, con pueblos como Sambuca, junto al lago Arancio, donde se practica esquí náutico y se come una potente sopa de caracoles. O como Sciacca, puerto pesquero que no se priva del Steripinto, un palacio de estilo gótico-catalán. Ya en 1616 Sciacca era un sitio animado: el virrey español Osuna dio orden de que todo el mundo se disfrazase el último día de carnaval.
Y por fin, Palermo, donde empezó y acabó tanto el Gatopardo como el príncipe de Lampedusa de carne y hueso. Giuseppe Tomasi fue el propio Gatopardo, o así se sintió. Conocía las marinas y cumbres de Palermo, las subidas y bajadas de una ciudad que se resiste a perecer. Noble, insegura, secreta, dulce, eso y más es Palermo, ciudad donde Tomasi concibió un libro que habla de un tiempo que se desvanece sin llegar a quedar eliminado. Tomasi se casó con Licy, Alexandra Wolff von Stomersee, una noble letona de origen alemán, que llegó a ser vicepresidenta de la Asociación Italiana de Psiquiatría. Como no tuvieron descendencia, Tomasi decidió nombrar hijo adoptivo a su sobrino Gioacchino Lanza, quien es el dueño y señor del palacio Amato di Galati (conocido como Lanza Tomasi). En ese caserón palermitano -visitable pidiendo permiso- fue donde Tomasi pasó sus últimos años y repasó las últimas líneas de su novela. Aparte de alojar la biblioteca original de Tomasi, lo que se salvó de las bombas, el palacio es una visita imprescindible entre los lugares gatopardianos de Palermo. Y no son pocos los viaggi sentimentali, los recorridos en la estela del príncipe Salina, que se pueden hacer en la capital siciliana. Descuella acaso el Palazzo Ganci, donde Visconti ambientó escenas de su película, en especial el gran baile que para Tomasi cerraba un ciclo de la historia siciliana y de la propia vida del Gatopardo.
Aunque en la ciudad de Palermo vida y muerte no se separan tanto. Tomasi di Lampedusa reposa en el cementerio de los Capuchinos, en una sencilla tumba que nada tiene que ver con las cercanas catacumbas que se han hecho célebres por los cientos de esqueletos de frailes vestidos. Frente por frente del convento y camposanto de los Capuchinos, existen puestos llenos de las opíparas verduras sicilianas: tomates en los que no cabe un átomo más de rojo o cebollas que parecen esculpidas en marfil. La vida no se niega.
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