lunes, 15 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio IX

 



Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO NOVENO

Sólo eran las siete, y cuando volví a casa, llamé en vano a Emilia por el desierto apartamento: había salido y no regresaría antes de la hora de la cena. Quedé decepcionado y, en cierta forma, incluso amargado. Había contado con encontrarla y hablarle en seguida del incidente de la mecanógrafa. Estaba seguro de que aquel beso se hallaba en el origen de nuestro contraste y, lleno de una nueva osadía, confiaba en disipar con pocas palabras el equívoco, para comunicarle las buenas noticias de aquella tarde: el contrato para la Odisea , el anticipo y la partida para Capri. Tal vez se me oponga que, a fin de cuentas, lo único que ocurriría es que mi explicación se retrasaría un par de horas; pero, aun así, experimenté una irritante sensación de desilusión y casi de mal augurio. En aquellos momentos me sentía seguro de mí mismo; ¡quién sabe si dentro de dos horas conseguiría ser tan convincente! Como se ve, aun cuando tratase de fingirme a mí mismo que había encontrado, finalmente, la punta del ovillo, o sea, el verdadero motivo del desamor de Emilia, en el fondo no estaba seguro en modo alguno. Y bastó el contratiempo de su ausencia para llenarme de aprensión y mal humor.

    Desganado, enervado, perplejo, entré en mi despacho y busqué casi maquinalmente en la estantería el libro de la traducción de la Odisea realizada por Pindemonte. Luego me senté a la mesa, metí una hoja de papel en la máquina de escribir y, tras haber encendido un cigarrillo, me dispuse a escribir la sinopsis. Tenía la impresión de que el trabajo calmaría mi ansiedad o, por lo menos, me la haría olvidar. Ya había experimentado este remedio en otras ocasiones. Abrí, pues, el libro y leí lentamente el primer canto. Luego mecanografié el título en la parte superior de la hoja: «Sinopsis de la Odisea», e inmediatamente empecé a escribir debajo: «Hacía ya tiempo que había acabado la guerra de Troya. Habían regresado a sus casas todos los héroes griegos que habían participado en la misma. Todos, excepto Ulises, que se hallaba aún lejos de su isla y de sus seres queridos». Sin embargo, al llegar a este punto, una duda acerca de la oportunidad o inoportunidad de introducir en mi resumen el consejo de los dioses —durante el cual se discute precisamente el retorno de Ulises a Ítaca—, me hizo suspender el trabajo. Dicho consejo era importante, como pensé, ya que introducía en el poema la noción del destino y de la vanidad y, al mismo tiempo, la nobleza y heroísmo de los esfuerzos humanos. Quitar el consejo significaba eliminar el mundo sobrenatural del poema, borrar toda intervención divina, suprimir las presencias tan amables y patéticas de las distintas divinidades. Pero no cabía duda de que Battista no habría querido saber nada de los dioses, los cuales le parecerían solamente inútiles charlatanes, atareados en decidir cosas que podían muy bien ser resueltas por los protagonistas. En cuanto a Rheingold, aquella su ambigua alusión a la película psicológica no presagiaba nada para las divinidades. Obviamente, la psicología excluye el destino y las intervenciones divinas. En el mejor de los casos, encuentra el destino en el fondo del alma humana, en las oscuras anfractuosidades del llamado subconsciente. Por tanto, eran superfluos los dioses, por no ser espectaculares ni psicológicos.
    Pensaba estas cosas de una manera cada vez más confusa y cansada. De cuando en cuando miraba la máquina de escribir y me decía que había de reanudar el trabajo, pero no acertaba a mover ni un dedo. Finalmente, caí en una profunda y vacua meditación, inmóvil ante la mesa y con los ojos fijos en el vacío. En realidad, más que meditar, lo que hacía era remover en mi interior el sabor agrio y fuerte de los sentimientos desagradables que me agitaban; pero aturdido, cansado y oscuramente irritado, no acertaba a definírmelos a mí mismo de una manera precisa. Luego, de pronto, de la misma forma que aflora de improviso a la inmóvil superficie de un estanque una burbuja de aire que ha permanecido sabe Dios cuánto tiempo bajo el agua, se abrió camino en mi mente esta reflexión: «Deberé someter a la Odisea a la acostumbrada mutilación de las reducciones cinematográficas…, y una vez terminado el guión, este libro volverá a la estantería, entre los otros que me sirvieron para los demás guiones… Y dentro de algunos años, cuando busque otro libro que destrozar para otra película, lo volveré a ver y me diré: “¡Ah, ya! Entonces hacía el guión de la Odisea junto con Rheingold…, y luego no cristalizó en nada, no se hizo nada después de haber hablado durante meses por la mañana y por la tarde, cada día, de Ulises, de Penélope, de los Cíclopes, de Circe, de las Sirenas… Y no se hizo absolutamente nada porque…, porque faltó el dinero”». Ante este pensamiento, sentí una vez más un profundo disgusto por el oficio que me había tocado desempeñar. Y de nuevo, con agudo dolor, comprendí que aquel disgusto nacía de la certeza de que Emilia había dejado de amarme. Hasta entonces había trabajado por Emilia y sólo por Emilia. Y al ver que me faltaba su amor, mi trabajo no tenía ya razón de ser.
    No sé cuánto tiempo permanecí así, inmóvil, encogido en la silla, frente a la máquina de escribir y con los ojos dirigidos a la ventana. Finalmente, oí que se abría la puerta de entrada, lejos, dentro del apartamento, y luego un ruido de pasos en la sala de estar, y comprendí que Emilia había regresado. Pero no me moví, y permanecí donde estaba. Finalmente, oí que se abría la puerta del despacho detrás de mí y la voz de Emilia a mi espalda:
    —¿Estás aquí? ¿Qué haces? ¿Trabajas?
    Entonces me volví. Ella estaba en el umbral, todavía con el sombrero puesto y un paquete en la mano. Dije inmediatamente, con una espontaneidad que me sorprendió, después de tantas dudas y temores:
    —No, no trabajo… Me estaba preguntando si debo o no aceptar este nuevo guión de Battista.
    Ella cerró la puerta y se acercó a mí, para quedar, de pie, junto a la mesa.
    —¿Has ido a ver a Battista?
    —Sí.
    —¿Y no os habéis puesto de acuerdo? ¿No te ofrece bastante?
    —Sí, me ofrece bastante y nos hemos puesto de acuerdo.
    —Entonces…, ¿acaso no te gusta el argumento?
    —Me gusta. Es un buen tema.
    —¿De qué se trata?
    La miré un momento, antes de contestar. Como de costumbre, parecía distraída e indiferente; se veía que hablaba por deber.
    —De la Odisea —respondí brevemente.
    Ella dejó el paquete sobre la mesa, se llevó una mano a la cabeza y se quitó lentamente el sombrero, agitándose luego los comprimidos cabellos. Pero su rostro estaba vacío y distraído. O no había entendido que se trataba del famoso poema, o bien aquel título —como era lo más probable—, aun no siendo del todo desconocido para ella, no le decía nada.
    —¡Bien! —exclamó, finalmente, casi con indiferencia. ¿No te gusta?
    —Ya te he dicho que sí.
    —La Odisea , ¿no es eso que se estudia en el colegio? ¿Por qué no quieres hacerla?
    —Porque ya no lo deseo.
    —¡Pero si esta misma mañana habías decidido aceptar el trabajo!
    De pronto comprendí que había llegado el momento de una nueva y, esta vez, verdaderamente definitiva explicación. Me puse de pie, la aferré por un brazo y le dije:
    —Vamos allá, tengo que hablarte.
    Ella se asustó, tal vez más por la fuerza casi convulsa con que la apretaba el brazo, que por el tono de mi voz:
    —¿Qué te ocurre? ¿Estás loco?
    —No, no estoy loco. Vamos allá y hablaremos.
    Entretanto la empujé, reacia, a través del despacho, abrí la puerta y la impulsé hasta la sala de estar, frente a una butaca.
    —Siéntate aquí. —Yo me senté, a mi vez, ante ella, y le dije—: Y ahora, hablemos.
    Ella me miraba dubitativa y aún algo asustada:
    —Bien, habla; te escucho.
    Empecé a hablar con voz fría e incolora.
    —Ayer, ¿te acuerdas?, te dije que no quería hacer este guión porque no estaba seguro de que tú me amases. Y tú me respondiste que me amabas y que podía hacerlo, ¿no es así?
    —Exactamente.
    —Pues bien —declaré con resolución—, creo que me mentiste… No sé por qué; tal vez por compasión, quizá por interés…
    —¿Interés? ¿Qué interés? —me interrumpió ásperamente.
    —El interés que puedas tener —expliqué— en permanecer en esta casa, que te gusta.
    Ella tuvo una reacción que me impresionó por su violencia. Se puso de pie y dijo, levantando un tanto la voz:
    —Pero ¿quién te ha dicho eso? ¡No me importa nada, absolutamente nada, de esta casa! ¡Estoy dispuesta a volver a una estancia amueblada…! Se ve que no me conoces. ¡No me importa nada!
    Al oír aquellas palabras experimenté una aguda sensación de dolor, como la del que ve despreciado injuriosamente un don por el cual ha afrontado tantos y tan amargos sacrificios. Después de todo, aquella casa, de la que ella hablaba con tanto desprecio, era mi vida de los dos últimos años. Por aquella casa había abandonado mi trabajo preferido, había renunciado a mis más caras ambiciones. Pregunté con voz tenue, casi incrédulo:
    —¿No te importa nada de esta casa?
    —No, absolutamente nada —su voz casi desentonaba, por no sé qué furor de desprecio. ¡Nada! ¿Has entendido bien? ¡Nada!
    —Pero si ayer mismo dijiste que te gustaba vivir en ella…
    —Lo dije para complacerte… Porque creía que te gustaba a ti.
    Quedé como atolondrado en mi interior. ¡Conque era yo, que había sacrificado mis aspiraciones teatrales! ¡Yo, que no había concedido jamás importancia alguna a tales cosas! ¡Yo, el que sentía apego por aquella casa! Comprendí que ella había emprendido, por el motivo que fuese, el camino de la mala fe, y me dije que no serviría de nada exacerbarla, contradiciéndola y recordándole cuánto había deseado ella, precisamente ella, lo que ahora despreciaba tan ostentosamente. Por lo demás, la casa era sólo un detalle, un pormenor. Lo que importaba en realidad era lo otro.
    —Bueno, dejemos lo de la casa —dije, tratando de dominar mi voz hasta darle un tono conciliador y razonable—, porque, a fin de cuentas, no es de la casa de lo que quería hablarte, sino de tus sentimientos respecto a mí. Ayer me mentiste al decirme, no sé por qué motivo, que me amabas. Me mentiste, y por eso es por lo que ya no deseo seguir trabajando en el cine. Porque lo hacía sólo por ti, y si ya no me amas, no tengo razón alguna para hacerlo.
    —Pero ¿quién te dice que te mintiera?
    —Nada y todo… También de esto hablamos ya ayer y no deseo empezar de nuevo. Son cosas que no se explican, se sienten… Y yo siento que tú has dejado de amarme.
    De pronto, ella mostró el primer impulso sincero:
    —Pero ¿por qué quieres saber ciertas cosas? —preguntó de pronto con voz triste y cansada, mirando hacia la ventana—. ¿Por qué? Olvídate de ello… Será mejor para los dos.
    —Entonces —la insté— reconoces que puedo tener razón, ¿no es cierto?
    —No reconozco nada. Sólo quisiera que me dejaran tranquila… Déjame tranquila. —Hubo casi un amago de llanto en estas últimas palabras. Luego, mientras se levantaba y se dirigía a la puerta, añadió—: Y ahora te dejo, voy a cambiarme.
    Pero yo la detuve al paso, aferrándola por la muñeca. Ya había hecho otras veces este ademán: ella se levantaba, decía que había de dejarme y yo, cuando pasaba ante mí, la cogía por su larga y sutil muñeca. Pero en aquel tiempo la aferraba así porque sentía de pronto deseos de ella, y ella, que lo sabía, se paraba dócilmente, esperando mi segundo gesto, el cual consistía en abrazarle las piernas y hundir mi rostro en su regazo, o bien en atraerla contra mis rodillas. Todo aquello acababa en la unión carnal, tras algunas resistencias y caricias, en el mismo sitio en que nos encontrábamos, sobre la butaca o sobre el cercano sofá, Sin embargo, aquella vez mi intento era diferente, y no pude por menos de admitirlo así con amargura. Ella no se rebeló, sino que permaneció de pie, mirándome desde lo alto de su esbelto cuerpo.
    —Pero, bueno, ¿se puede saber lo que quieres de mí?
    —La verdad.
    —Tú quieres, por fuerza, que las cosas se pongan mal entre nosotros. ¡Eso es lo que quieres!
    —Luego admites que la verdad no me gustará, ¿verdad?
    —No admito nada.
    —Lo acabas de decir: las cosas se pondrán mal entre nosotros.
    —Lo he dicho por decir algo… Y ahora deja me que me vaya.
    Sin embargo, no se agitaba, no se movía. Simplemente, esperaba que yo la dejase marchar. Pensé que habría preferido una violenta rebelión a aquella fría y desdeñosa paciencia. Y casi con la esperanza de provocar en ella un sentimiento afectuoso, renovando el antiguo gesto que en otro tiempo preludiaba el acto conyugal, solté su muñeca y le abracé las piernas. Llevaba una falda larga y rica en pliegues; y, al abrazarla, sentí cómo se comprimía la ropa en torno a sus hermosas piernas rectas, musculosas y duras, como el velamen de una nave en torno al mástil. Sentí entonces deseos de ella, de una manera casi dolorosa por su instantaneidad y por la sensación de desesperada impotencia que la acompañaba. Dije, levantando los ojos hacia ella:
    —Emilia, ¿qué tienes contra mí?
    —Absolutamente nada. Y ahora, déjame que me vaya.
    Apreté más estrechamente aún sus piernas con mis brazos, hundiendo mi rostro en su regazo. Por lo general, cuando yo hacía esto, al poco rato sentía posarse en mi cabeza su mano grande, que tanto me gustaba, en una lenta y seductora caricia. Aquélla era la señal de su turbación y de su disposición a procurarme placer. Pero aquella vez, su mano permaneció inerte y colgante. Aquella actitud, tan distinta de la de otro tiempo, me hirió directamente en el corazón. La dejé y, volviéndola a coger por la muñeca, grité:
    —¡No, no te irás! ¡Debes decirme la verdad! ¡Y ahora, en este mismo momento! ¡No saldrás de aquí hasta que no me hayas dicho la verdad!
    Ella seguía considerándome desde lo alto. Yo no la veía, pero me parecía sentir su indecisa mirada sobre mi cabeza. Finalmente, dijo:
    —Pues bien, tú lo has querido. Yo no deseaba nada mejor que seguir tirando como hasta ahora. Recuerda que lo has querido tú: Es cierto, ya no te amo. Ésa es la verdad.
    Se pueden imaginar las cosas más desagradables, e imaginarlas con la seguridad de que son verdaderas. Pero la confirmación de estas suposiciones o, mejor aún, de estas certezas, llega siempre de una manera inesperada y dolorosa, como si no se hubiese imaginado nada. En el fondo, yo había sabido siempre que Emilia había dejado de amarme. Pero al oír que ella me lo decía, me causó el efecto de un jarro de agua helada. Había dejado de amarme: aquellas palabras, tantas veces pensadas, habían adquirido, al ser pronunciadas por su boca, un significado completamente nuevo. Eran un hecho, no una suposición, aunque mezclada con certeza. Tenían un peso, una dimensión que jamás habían tenido en mi mente. No recuerdo bien cómo recibí esta declaración. Probablemente me estremecí como aquel que se mete bajo una ducha de agua helada sabiendo que está helada, pese a lo cual, al recibirla, se estremece de la misma forma que si no lo hubiese sabido. Luego traté de recuperarme, de mostrarme en lo posible razonable y objetivo. Dije con la mayor suavidad que pude:
    —Ven aquí. Siéntate y explícame por qué has dejado de amarme.
    Obedeció y volvió a sentarse, esta vez en el sofá. Respondió, algo irritada:
    —No hay nada que explicar. He dejado de amarte, y eso es todo cuanto tengo que decirte.
    Comprendía que cuanto más trataba de mostrarme razonable, tanto más se hundía en mi carne la espina de aquel dolor inefable. Respondí, con el rostro contraído por una sonrisa forzada.
    —Por lo menos admitirás que me debes una explicación. Hasta cuando se despide a una criada, se le explica por qué se hace.
    —Ya no te quiero. No tengo nada más que decirte.
    —Pero ¿por qué? Antes me amabas, ¿no es verdad?
    —Sí, te amaba… mucho… Pero ahora ya no te amo.
    —¿Me amabas mucho?
    —Sí, mucho. Pero ahora, todo ha terminado.
    —Pero ¿por qué? Pues supongo que habrá un porqué.
    —Tal vez lo haya. Pero no lo sé decir. Lo único que sé es que ya no te amo.
    —No lo repitas tan a menudo —exclamé casi contra mi voluntad, levantando un poco la voz.
    —Eres tú el que me lo haces repetir… No quieres convencerte y tengo que repetírtelo.
    —Ya estoy convencido.
    Se abrió un paréntesis de silencio. Emilia había encendido un cigarrillo y fumaba con la vista baja. Yo estaba inclinado, con la cabeza entre las manos. Finalmente, dije:
    —Si te digo el motivo, ¿lo reconocerías?
    —Es que ni yo misma lo sé.
    —Pero si te lo digo, tal vez puedas reconocerlo.
    —Está bien. Dilo…
    «¡No me hables de ese modo!», habría querido gritar, herido por su tono expeditivo e indiferente. Pero me contuve, y, tratando de mantener mi tono razonable, empecé a hablar:
    —¿Recuerdas a aquella muchacha que hace unos meses venía a casa a mecanografiar un guión…? ¿Aquella mecanógrafa a la que me sorprendiste besando? Fue una estúpida debilidad por mi parte. Pero aquel beso fue el primero y el último que nos dimos. Te lo juro. Desde entonces no la he vuelto a ver más. Y ahora dime la verdad: ¿no fue a partir de aquel beso cuando empezaste a dejar de amarme?
    Mientras hablaba, la miraba atentamente. Su primer impulso fue casi de sorpresa; pero después denegó, como si mi suposición le hubiese parecido completamente absurda. Luego, como pude comprobar con toda claridad, una repentina reflexión la hizo cambiar de expresión. Respondió lentamente:
    —Bueno; admitamos que fuese aquel beso… Ahora que lo sabes, ¿te sientes mejor?
    Inmediatamente estuve segurísimo de que no había sido el beso, como ella pretendía hacerme creer. Estaba claro: al primer instante, Emilia había quedado francamente sorprendida por mi suposición, por hallarse más lejos de la verdad; pero luego, un rápido cálculo se la había hecho aceptar. No pude por menos de pensar que el motivo de su desamor debía de ser mucho más grave que aquel beso sin consecuencias. Se trataba, probablemente, de un motivo que no quería revelarme por un resto de miramiento para conmigo. Sabía que Emilia no era mala y no le gustaba ofender a nadie. Evidentemente, el verdadero motivo era ofensivo.
    Dije con dulzura
    —No es verdad, no fue el beso.
    Ella se extrañó:
    —¿Por qué? Ya te he dicho que sí.
    —No, no fue el beso. Tiene que haber sido otra cosa.
    —No sé qué quieres decir.
    —Lo sabes muy bien.
    —No, no lo sé. Te lo juro.
    —Y yo te repito que lo sabes.
    Ella se impacientó, de aquella manera suya casi maternal:
    —Pero ¿por qué quieres saber tantas cosas? ¿Ves cómo eres? ¿Por qué quieres hurgar? ¿Qué te importa?
    —Porque prefiero la verdad, sea cual fuere, a la mentira… Por otra parte, si no me dices la verdad, puedo imaginar quién sabe qué cosa… Algo muy sucio.
    Ella me contempló un momento en silencio, de una manera singular.
    —¿Qué te importa? —replicó luego. Tú tienes la conciencia tranquila, ¿verdad?
    —Yo sí, desde luego.
    —Entonces, y por lo demás, ¿qué puede importarte?
    Insistí:
    —Luego es cierto. Luego hay algo muy sucio, ¿verdad?
    —Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que si tienes la conciencia tranquila, todo lo demás no debe importarte.
    —Tengo la conciencia tranquila, es cierto. Pero eso no quiere decir nada. A veces también la conciencia engaña.
    —La tuya no, ¿verdad? —replicó con levísima ironía, que, sin embargo, no me pasó inadvertida y que incluso me pareció más ofensiva que su indiferencia.
    —También la mía.
    —Bien, debo irme —dijo ella repentinamente. ¿Tienes algo más que decirme?
    —No, no tengo nada más que decirte. Pero no te irás antes de haberme dicho la verdad.
    —Ya te he dicho la verdad: he dejado de quererte.
    ¡Qué efecto me causaban aquellas cuatro palabras! Palidecí y le supliqué dolorosamente:
    —Ya te he dicho que no me lo repitas… Me haces mucho daño con ello.
    —Eres tú el que me obliga a repetírtelo. No creas que a mí me gusta hacerlo.
    —¿Por qué quieres que crea que ya no me amas a causa de aquel beso? —continué, siguiendo el hilo de mi reflexión. Un beso es algo sin importancia. Aquella muchacha era una tonta cualquiera y jamás la he vuelto a ver. Tú sabes estas cosas y las comprendes… No, la verdad es que has dejado de amarme —ahora, más que hablar, deletreaba las palabras, tratando de expresar mi difícil y oscura intuición— porque ha ocurrido algo, algo que ha cambiado tu sentimiento hacia mí. Mejor aún, tal vez algo que cambió, en primer lugar, la idea que tú te habías formado de mí y, en consecuencia, tus sentimientos.
    Ella dijo, con sincero tono de sorpresa y casi de alabanza:
    —Se ha de reconocer que eres inteligente.
    —Luego es verdad.
    —Yo no he dicho que sea verdad, sino sólo que eres inteligente.
    Tenía la intensa sensación de que me hallaba a dos pasos de la verdad. Insistí:
    —En resumidas cuentas, que antes de que ocurriese determinada cosa, tenías buen concepto de mí…, y, a partir de entonces, empezaste a pensar mal de mí y dejaste de amarme.
    —Tal vez haya ocurrido así.
    De pronto tuve un horrible sentimiento. Notaba que era falso aquel mi tono razonable. Y yo no era razonable; más aún, sufría agudamente, estaba desesperado y furioso, estaba destruido. ¿Por qué había de emplear, pues, un tono razonable? No sé lo que me ocurrió en aquel momento. Antes de que me diese cuenta de lo que hacía, me había puesto en pie de un salto y emitía alaridos:
    —¡No vayas a creer que yo haya venido aquí a hablar del tiempo! —y, al decir esto, había saltado sobre ella, la había aferrado por el cuello, la había tumbado sobre el sofá y le chillaba en plena cara—: ¡Di la verdad, dila de una vez, dila!
    Debajo de mí, su cuerpo, grande y perfecto, que tanto me gustaba, había empezado a agitarse, y su rostro se había enrojecido e hinchado; yo debía apretar fuerte, y comprendí que, en el fondo, deseaba matarla. Repetía:
    —¡Di la verdad de una vez! —al tiempo que apretaba su cuello con redoblada fuerza, mientras pensaba: «La mataré. La prefiero muerta, a enemiga».
    Luego sentí que, con una rodilla, trataba de golpearme el vientre, y, en efecto, lo consiguió; y lo hizo con una violencia tal, que me dejó sin aliento. Este golpe me dolió casi tanto como la frase: «He dejado de amarte»: en efecto, era el golpe de un enemigo que trata de hacer el mayor daño posible a su adversario. Al mismo tiempo se apagó mi odio homicida, aflojé un tanto la presión que ejercía sobre Emilia, y ella se liberó dándome un empujón que casi me hizo caer fuera del sofá. Inmediatamente, antes de que tuviera tiempo de recuperarme, me gritó con voz exasperada:
    —¡Te desprecio! Eso es lo que siento por ti, ¡desprecio! Y es el motivo por el que he dejado de amarte. Te desprecio y me das asco cada vez que me tocas. ¡Ahí tienes la verdad! ¡Te desprecio y me das asco!
    Yo estaba de pie. Mi ojo, e inmediatamente después mi mano, se dirigieron hacia un cenicero macizo de cristal que había en la mesa. No cabe la menor duda de que ella creyó que la iba a matar, porque ahogó un gemido de miedo y se cubrió el rostro con la mano. Pero mi ángel de la guarda me asistió. No sé cómo conseguí dominarme. Lo cierto es que repuse el cenicero en la mesa y salí de la estancia.  



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