30 de abril de 2013
Álvaro Mutis |
Una putrefacción de res que muere en el trópico, sorprende la débil materia que envolvía la vieja y robusta carne de Europa.
Peligroso libro este de Malaparte. Cuando creemos que en determinado momento quiere llevar un mensaje de esperanza a los hombres que ven morir la cultura occidental, diciéndoles de la bondad, sencillez, primitiva y honrada sencillez de los «liberadores», de repente tiene para estas palabras de una sardónica y civilizada crueldad que rompen en pedazos la alentadora imagen que antes trazara.
Así como Malaparte nos descubre en La piel el manejo y evolución de lo que él llama la Internacional de los Coridones, así fuera fácil colocar a Malaparte en esa Internacional de la Muerte en la cual formaría con Camus, Neruda, Sartre, Faulkner, Graham Green y Georghiú. Nadie como ellos conocen mejor el imperio de los muertos, su gesto imperioso sobre los vivos, su olor esparcido sobre las cosas del mundo. Nadie como ellos ha sido tan hondo en encontrar las huellas de la muerte, aún en los más vivos y frescos elementos del mundo. Y entre ellos, ninguno ha llegado a una tan íntima familiarización con los raros caprichos de los muertos, con el rígido ademán de los cadáveres cuyo significado él interpreta con singular justeza como Malaparte.
Desde las primeras páginas de Kaputt y en las primeras frases de La piel el tibio vaho de la cadaverina rige cada una de las palabras, impregna cada imagen, envuelve una por una las estilizadas aventuras del autor, incansable viajero en el destrozado sepulcro de Europa.
La más grave tacha que pueda hacerse a Malaparte es la de un talento literario. La eficaz manera de «recrear» situaciones, el a menudo recargado y rebuscado andamio literario que pesa sobre su implacable visión del mundo contemporáneo, dejan en el lector una sensación de leve duda sobre la supervivencia de la obra de Malaparte como escritor. Es posible, en verdad, que dentro de algunos años nadie recuerde ya sus libros. De lo que sí estoy seguro es de que el último libro que escriban los hombres, el testamento de la humanidad en derrota, será algo muy semejante a La piel o a Kaputt, Malaparte –en su condición de viejo amigo de los muertos– tiene un sentido ultrasensible para «lo último».
Capta cada gesto humano, en cada luz sobre el mar, en cada combinación supercivilizada de colores y sabores, la honda categoría de finitas que las cosas del hombre arrastran bajo su capa de supervivencia sensorial. Y esta sola sabiduría de lo mortal, basta para que perdure para siempre Malaparte. Tal vez se olvidan sus libros, es posible que su nombre se vaya opacando con el correr del tiempo, pero nadie podrá olvidar que quien primero habló franca y desnudamente, en bellas palabras de poeta, de la muerte de un mundo que nació en el siglo V antes de Cristo, fue Curzio Malaparte, un europeo sin grandes convicciones políticas, con sentido del buen vivir, humano y cordial, sincero y cambiante a la vez, piedra de escándalo y flor de la civilización de occidente, en resumen el último poeta de la cristiandad que viera nacer al poverello y al Duque de Valentino.
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