John Steinbeck
El arnés
(The Harness)
Peter Randall era uno de los granjeros más respetados de Monterrey. En cierta ocasión, al ser presentado como conferenciante en una asamblea local, fue citado como ejemplo y modelo de generaciones futuras. Su edad rayaba en los cincuenta, sus modales eran sencillos y agradables, y tenía una barba que peinaba cuidadosamente. En toda reunión recibía las muestras de deferencia que corresponden por derecho propio al hombre barbudo. También sus ojos eran serios y formales; azules y ligeramente melancólicos. Todos reconocían una gran fuerza de carácter bajo su apacible aspecto, y admiraban su gran dominio en toda circunstancia. A veces, sin motivo aparente, sus ojos adoptaban una torva expresión, como los de un perro peligroso, pero aquella chispa se apagaba pronto y la bondad y el buen sentido reaparecían en su mirada. Siempre llevaba los hombros echados hacia atrás como si los tuviera sujetos con unos tirantes, y el estómago encogido como un militar en acto de servicio. Teniendo en cuenta que los granjeros acostumbran a ser descuidados y zafios en su aspecto y modales, la postura habitual de Peter contribuía a aumentar su prestigio.
En cuanto a su mujer, Emma, todo el mundo estaba de acuerdo en que era maravilloso cómo podía seguir viviendo una persona que no era más que piel y huesos y que, además, siempre estaba enferma. No debía pesar más que un conejo. A los cuarenta y cinco años, su cara era la de una mujer de ochenta, pero en sus ojos febriles se leía una firme decisión de continuar en este mundo. Además, era muy orgullosa y nunca se le oía quejarse. Su padre había sido un importante personaje del distrito y antes de morir había procurado afianzar la posición social de su yerno.
Una vez al año Peter abandonaba el hogar, dejando a su mujer sola en la granja. A los vecinos que acudían a hacerle compañía ella se limitaba a decirles:
—Ha salido en viaje de negocios.
Cada vez que Peter regresaba de uno de tales viajes, Emma caía gravemente enferma, lo cual resultaba muy duro para el pobre marido, porque Emma lo hacía todo y nunca había querido tener servidumbre. Cuando enfermaba, Peter tenía que cuidarse de la casa.
El rancho de los Randall estaba situado al otro lado del río Salinas, al pie de la sierra. Era un magnífico término medio entre la montaña y el valle. Dieciocho hectáreas de rica tierra fértil formada por los depósitos aluviales del río, y treinta y dos de terreno elevado muy apto para el cultivo del heno y los frutales. La blanca casita aparecía tan limpia y recatada como sus dueños. La rodeaba una cerca de espino, y en su recinto, bajo la experta dirección de Emma, Peter cultivaba dalias y pensamientos, rosas rojas y claveles blancos.
Desde los soportales delanteros podía contemplarse todo el llano hasta el río, cubierto de sauces y algodonales, alcanzando la vista hasta más allá de las cúpulas de la villa de Salinas. Muchas veces, por la tarde, iba Emma a sentarse en una mecedora, hasta que la brisa del anochecer la obligaba a buscar refugio en el interior. Hacía punto de media continuamente, levantando la mirada de vez en cuando para ver cómo trabajaba Peter en los campos o en las terrazas de la ladera del monte.
Las hipotecas que pesaban sobre el rancho de los Randall no eran mayores ni más gravosas que las que correspondían a cualquier otro rancho de los contornos. Las cosechas, hábilmente seleccionadas y cuidadosamente trabajadas, servían para pagar los intereses, llevar una vida modesta y dejar unos cientos de dólares al año con los que ir amortizando el capital. No tenía, pues, nada de extraño que Peter Randall fuese respetado por sus vecinos y que se prestara gran atención a sus escasas palabras, incluso cuando éstas se referían a temas tan intrascendentes como el tiempo o lo mal que andaba todo. Si Peter decía: “El sábado mataré un cerdo”, todos sus vecinos mataban un cerdo el sábado. No habrían sabido explicar por qué lo hacían, pero, en su opinión, si Peter Randall mataba un cerdo, es que no podía hacerse nada mejor.
Peter y Emma llevaban casados veintiún años. Habían reunido un abundante mobiliario, muchos cuadros con marco, jarrones de todas las formas y tamaños y libros muy gruesos. Emma no había tenido hijos. La casa se conservaba impoluta, sin arañazos ni garabatos en las paredes. En todas las puertas unos gruesos felpudos mantenían a raya la suciedad exterior.
En los intervalos entre enfermedad y enfermedad, Emma procuraba que la casa estuviera muy bien atendida. Todas las bisagras de puertas y ventanas estaban aceitadas, y ningún tornillo se hallaba fuera de lugar. Los muebles y las maderas se barnizaban una vez al año. Generalmente las reparaciones se hacían cuando Peter regresaba de sus viajes.
Cuando corría la voz por los contornos de que Emma estaba otra vez en cama, todos asaltaban al médico al encontrarlo en la carretera que seguía el río.
—Creo que pronto estará bien —contestaba—. Pero índrá que guardar cama un par de semanas.
Entonces iban todos a visitar a los Randall, llevándá s dulces, y entraban de puntillas en la habitación de la enferm” donde yacía la pequeña señora Randall, perdida en la inmensidad de una enorme cama de nogal.
—¿No quieres que descorra un poco las cortinas? —preguntaban.
—No, gracias. La luz me molesta.
—¿Podemos hacer algo por ti?
—No, gracias. Peter ya se encarga de todo.
—Recuerda que si necesitas alguna cosa...
Pero Emma nunca necesitaba nada de nadie, ni siquiera cuando estaba enferma. Lo único que los vecinos podían hacer era llevar a Peter pasteles y dulces. Peter se pasaba días enteros en la cocina, con un limpio delantal en torno a la cintura, llenando de agua caliente una botella o preparando la cena.
Así, cierto otoño, al enterarse de que Emma volvía a estar en cama, en casi todas las casas se prepararon pasteles para Peter y todos se dispusieron a ir de visita.
La señora Chappell, que era la que vivía más cerca, se encontraba junto al camino en el momento en que pasaba el doctor.
—¿Cómo está Emma Randall, doctor?
—Me parece que no muy bien, señora Chappell. En mi opinión es una mujer acabada.
Como quiera que el doctor Marn era un médico optimista que daba por curado a todo aquel que no fuera cadáver, corrió la voz por todo el distrito de que Emma Randall estaba agonizando.
Fue una enfermedad larga y terrible. Peter administraba enemas personalmente y llevaba vasos de noche de un lado para otro. La sugerencia del doctor de que se contratara a una enfermera recibió por toda respuesta una mirada fría y despreciativa de la paciente, y su deseo hubo de ser respetado. Peter la lavaba, le daba de comer y le hacía la cama. Las cortinas del dormitorio permanecían corridas.
Aquellos ojos penetrantes e inquisitivos tardaron dos meses enteros en velarse. Entonces fue cuando una enfermera se hizo cargo de la paciente. Peter había adelgazado extraordinariamente, y no estaba lejos de la extenuación. Los vecinos iban a llevarle pasteles casi a diario, que luego encontraban intactos en la cocina.
La señora Chappell se encontraba en la casa haciendo compañía a Peter la tarde que Emma murió. Peter sufrió inmediatamente un ataque de histerismo. La señora Chappell telefoneó al doctor y después a su marido para que acudieran a ayudarla, porque Peter estaba gritando como un loco y arrancándose la barba con las dos manos. Ed Chappell se avergonzó al verlo.
El rostro de Peter estaba empapado de lágrimas. Sus sollozos se oían por toda la casa. A ratos se sentaba en la cama y se tapaba la cabeza con una almohada, o se paseaba de un lado a otro de la habitación aullando como un perro castigado. Cuando Ed Chappell le puso una mano en un hombro y le dijo: “Vamos, Peter, vamos, tranquilízate”, Peter lo apartó de un manotazo. El doctor entró un momento para firmar el certificado de defunción.
Cuando llegó el empleado de la funeraria, les costó ímprobos esfuerzos dominar a Peter. Estaba furioso. Luchó con ellos intentando impedir que se llevaran el cuerpo. Sólo pudieron conseguirlo cuando entre Ed Chappell y otro hombre lograron derribarlo sobre una cama mientras el doctor Mam le ponía una inyección.
Pero la morfina no hizo dormir a Peter. Permaneció sentado en un rincón, respirando ruidosamente y mirando sin ver.
—¿Quién va a quedarse con él? —preguntó el médico—. ¿Miss Jack? —añadió, mirando a la enfermera.
—Yo no podría con él, doctor.
—¿Se queda usted, Chappell?
—Desde luego.
—Está bien. Mire: aquí tiene pastillas de bromuro. Si se enfurece otra vez, dele dos. Y si no sirven de nada, aquí tiene unas cápsulas de amital sódico que lo calmarán.
Antes de despedirse, metieron entre todos a Peter en la salita, dejándolo tendido sobre un sofá. Ed Chappell ocupó una butaca desde donde podía vigilarlo. Las pastillas y un jarro de agua estaban al alcance de su mano.
El saloncito estaba limpio y arreglado. Aquella mañana Peter lo había barrido cuidadosamente, fregando el suelo con pedazos de papel humedecido. Ed encendió fuego en la chimenea y puso unos leños cuando las llamas empezaron a danzar. La obscuridad había llegado pronto. Una fina llovizna azotaba los cristales, impulsada por el viento. Ed arregló las mechas de los quinqués y dejó las llamas a media potencia. En la chimenea los leños crepitaban sordamente. Durante largo rato Ed permaneció acurrucado en la butaca observando a Peter, que yacía presa de un profundo sopor. Por último se quedó dormido.
Serían las diez cuando se despertó. Sobresaltado, miró hacia el sofá. Peter estaba sentado, mirándolo. La mano de Ed se dirigió hacia las pastillas de bromuro, pero Peter movió la cabeza.
—No hace falta que me des nada, Ed. Supongo que el doctor me dio una fuerte dosis, ¿no es cierto? Ahora me encuentro bien, aunque un poco atontado.
—Si te tomas una de estas pastillas, podrás dormir un poco.
—No quiero dormir más. —Se acarició la barba despeinada y se levantó—. Voy a lavarme la cara; así me sentiré mejor.
Ed le oyó abrir los grifos de la cocina. Momentos después volvía a entrar en la sala, secándose con una toalla. Sonreía de un modo extraño. Era una expresión que Ed no había visto nunca en su rostro, una sonrisa misteriosa, irreconocible.
—Supongo que representé una escena violenta cuando murió, ¿verdad?
—Pues... sí... bastante.
—Era como si algo se hubiera roto aquí dentro —explicó Peter—. Como si se hubieran soltado unos tirantes tensos. Pero ya estoy bien, no te preocupes.
Ed miró al suelo y vio una diminuta araña color castaño, que aplastó con el tacón.
Peter preguntó inesperadamente:
—¿Tú crees en el más allá?
Ed Chappell se removió inquieto. No le gustaba hablar de esas cosas, porque obligaban a pensar y a preocuparse en vano.
—Pues... sí. Supongo que sí.
—¿Crees que los que... han fallecido... pueden mirarnos desde allá arriba y vigilar lo que hacemos?
—Bueno, yo no diría tanto,.... la verdad,.. no lo sé.
Peter siguió hablando como si su interlocutor fuese él mismo.
—Aun cuando ella pudiese verme y yo no hiciera su voluntad, no podría quejarse de mí porque la hice mientras vivió.
Debería sentirse satisfecha de haber hecho de mí un hombre hon rado. Y si no fuera tan honrado después de su muerte, eso sólo serviría para demostrar que todo el mérito era suyo, ¿no crees? Porque he sido honrado, ¿verdad, Ed?
—¿Qué quieres decir con eso de “he sido”?
—Pues que lo he sido con la excepción de una semana por año. Y ahora no sé lo que voy a hacer,...—Su expresión se hizo agria—, Salvo una cosa. —Levantándose, se quitó la chaqueta y la camisa. Sobre la camiseta llevaba una especie de arnés elástico que sujetaba sus hombros firmemente hacia atrás. Soltó las hebillas y se lo quitó. Luego se bajó el borde superior del pan talón, revelando la existencia de una estrecha faja de caucho. También se desembarazó de ésta, que fue a caer al suelo, a sus pies. Entonces se rascó complacido el vientre, antes de volver a vestirse. Miró a Ed sonriendo de aquel modo extraño y desconocido en él—. No sé cómo pudo obligarme a hacer todo esto, pero lo hizo. En realidad, no daba la sensación de tenerme do minado, pero siempre conseguía que hiciera su voluntad. Verás; yo no creo en el más allá. Mientras vivió, incluso cuando estaba enferma, yo tenía que hacer lo que ella quisiera, pero en cuanto murió, fue... ¡fue como si me quitaran este arnés! Ya no pude soportarlo un minuto más. Todo había terminado. Tendré que acostumbrarme a ir por todas partes sin el arnés. —Apuntó a Ed con el dedo—. Mi nuevo estómago llamará la atención de mucha gente. Pero no importa. ¡Qué diablos!, ya tengo cincuenta años.
A Ed no le hacía gracia aquello. Hubiese querido irse. Le parecía poco decente.
—Si te tomas una de estas pastillas, podrás dormir un rato —insistió.
Peter no se había puesto la chaqueta. Estaba sentado en el sofá con la camisa abierta hasta la cintura.
—No quiero dormir. Quiero hablar. Supongo que para el entierro tendré que volver a ponerme la faja y el arnés, pero luego los quemaré. Escucha: tengo una botella de whisky en el granero. Iré a buscarla.
—¡Oh, no! —se apresuró a decir Ed—. No podría beber ahora, en una situación como ésta.
Peter se puso en pie.
—Pues yo sí. Puedes seguir sentado mirando cómo bebo. Te repito que ya pasó todo.
Salió, dejando a Ed Chappell escandalizado y preocupado. Sólo tardó un momento en regresar. Apenas hubo traspuesto el umbral reanudó su charla.
—En toda mi vida no he tenido más desahogo que aquellos viajes de vez en cuando. Emma era muy lista y se daba cuenta de que acabaría volviéndome loco si no escapaba alguna que otra vez. Pero, cielos, ¡cómo me atormentaba la conciencia cuando estaba de vuelta! —Su voz se hizo confidencial—. ¿Sa bes lo que hacía en aquellos viajes?
Ed tenía los ojos muy abiertos. Tenía ante sí a un hombre desconocido, y se sentía como fascinado. Tomó el vaso de whisky que le ofrecían.
—No, ¿qué hacías?
Peter bebió un sorbo y tosió, limpiándose luego los labios con el dorso de la mano.
—Me emborrachaba —dijo—. Y en San Francisco me iba de juerga noches enteras. —Volvió a llenarse el vaso—. Me imagino que Emma lo sabía, pero nunca me dijo nada. Habría estallado si no hubiese podido escapar una vez al año.
Ed Chappell bebió también.
—Siempre nos dijo que se trataba de viajes de negocios.
Peter miró el vaso y bebió de nuevo. Empezaban a iluminársele los ojos.
—Bebe, Ed, bebe. Ya me doy cuenta de que esto no te parece bien... tan pronto, pero nadie lo sabrá más que tú y yo. Atiza el fuego, que no se apague.
Chappell se acercó a la chimenea y removió los leños hasta que se levantó una ondulante columna de chispas. Peter llenó los dos vasos y volvió a tumbarse en el sofá. Cuando Ed hubo ocupado la butaca, tomó también su vaso, aparentando no darse cuenta de que volvía a estar lleno. Tenía las mejillas encendidas. Ya no le parecía tan terrible, después de todo, estar bebiendo. La tarde y el fallecimiento habían pasado a convertirse en algo muy remoto.
—¿Quieres unos dulces? —le preguntó Peter—. Hay muchísimos en la despensa.
—No, no me apetecen.
—¿Sabes una cosa? —dijo Peter—. Me parece que no volveré a probar un pastel en mi vida. Durante diez años, cada vez que Emma se ponía enferma, la gente empezaba a enviarnos dulces y pasteles. No se lo reprocho, desde luego, pero la verdad es que sólo ver un dulce me pone malo. Bebe, bebe.
De pronto algo sucedió en la habitación. Los dos hombres levantaron la mirada, intentando averiguar de qué se trataba. Era como si la atmósfera hubiese cambiado totalmente. Luego Peter sonrió de un modo muy particular.
—Es que el reloj se ha parado. Me parece que no volveré a darle cuerda. Me compraré un pequeño despertador de meca nismo rápido. Aquel tictac era demasiado lento y triste. —Apuró el contenido del vaso—. Supongo que irás diciendo por ahí que me he vuelto loco, ¿no?
Ed levantó los ojos del vaso, sonrió e hizo un gesto con la cabeza.
—No, de ninguna manera. Me parece que comprendo tu punto de vista. Yo no sabía que llevabas ese arnés y esa faja.
—Un hombre tiene que andar tieso —dijo Peter—. Además, yo siempre había tenido tendencia a encorvarme. Durante veinte años he estado representando el papel de granjero modelo... exceptuando una semana de libertad al año. —Añadió en voz alta —: No podía hacer nada por iniciativa propia. Mi vida no me pertenecía. Acércate, deja que vuelva a llenarte el vaso. Tengo otra botella en el granero, debajo de un montón de sacos.
Ed acercó el vaso. Peter prosiguió:
—Siempre pensaba en lo mucho que me gustaría sembrar con guisantes todo el terreno junto al río. Imagínate lo maravilloso que sería poder sentarse en el porche delantero a contemplar los campos llenos de flores. Y cuando soplara el viento, el perfume sería maravilloso. Para marearse.
—Son muchos los que se han arruinado por culpa de los guisantes. Desde luego, se obtiene un buen precio por ellos, pero es una cosecha demasiado delicada.
—Me importa un comino —gritó Peter—. Me gustan las cosas en cantidad. Quiero tener veinte hectáreas de color y de perfume. Quiero disfrutar a gusto, sin cortapisas. Estoy hambriento, hambriento de todo lo que es bueno y agradable.
El rostro de Ed se puso serio.
—Si te tomas una pastilla, dormirás un poco.
Peter se mostró contrito.
—No me pasa nada, te lo juro. No me proponía gritar tanto. Has de saber que no es la primera vez que pienso en esas cosas. He estado rumiándolas durante muchos años, del mismo modo que sueña un chiquillo con las vacaciones. Pero tenía miedo de ser demasiado viejo cuando me viera libre. También me daba miedo irme yo primero de este mundo sin haber podido disfrutar de nada. Afortunadamente, aún tengo muchos años por delante. Hablé a Emma de los guisantes, pero no quiso es cucharme. Aún no he podido comprender cómo podía tenerme tan dominado. —Hablaba lentamente, como si recapacitara—. Me es imposible recordar con claridad. Pero ahora se ha ido para siempre, como este arnés. Podré andar encorvado, Ed, sin disimulo. Dejaré que entre en la casa toda la porquería del camino. Tomaré un ama de llaves... gorda y perezosa. Y pienso tener una botella de coñac encima del aparador para que pueda verla todo el mundo.
Ed Chappell se levantó desperezándose.
—Me parece que me iré a casa, ahora que veo que te encuentras bien. Necesito dormir un poco. Y será mejor que des cuerda a ese reloj, Peter. Es una tontería tener un reloj parado.
Al día siguiente del entierro Peter Randall se puso a trabajar en la granja. Los Chappell, que vivían junto a sus terrenos, vieron encendida la luz de la cocina mucho antes de que amaneciera, y la linterna de Peter atravesando el patio entre la casa y el granero una hora antes de que ellos se levantaran.
Peter dedicó los primeros días a podar los árboles de la huerta. Trabajaba desde que despuntaba el día, sin detenerse hasta que la noche había caído completamente. Luego se dedicó a la labranza del campo que se extendía hasta el río. Su arado no descansaba. Dos desconocidos que llevaban pantalones de montar estuvieron un día examinando sus tierras, cogiendo puñados y tomando muestras del suelo a ciertas profundidades, y al irse se llevaron consigo unos sobrecitos con tierra de diversos sitios. Era corriente por aquellos alrededores que antes de sembrar, los granjeros se visitaran unos a otros. Se sentaban en el campo, desmenuzando los terrones entre sus fuertes dedos y hablaban de posibles cosechas, recordando los años en que las alubias se habían vendido muy bien y aquellos en que apenas habían podido cubrirse gastos con los guisantes. Después de muchas discusiones lo que solía suceder era que todos sembraban lo mismo. Había algunos cuya opinión prevalecía siempre. Si Peter Randall o Clark de Witt tenían intención de sembrar cebada y alubias, aquel año casi todas las cosechas eran de cebada y alubias, ya que, siendo aquellos dos hombres bastante afortunados en todas sus cosas, se suponía que sus planes se basaban en algo más que el azar. Se creía, aunque nunca se decía claramente, que Peter Randall y Clark de Witt poseían un raciocinio superior y cierto conocimiento profético.
Al iniciarse las acostumbradas visitas, pudo observarse que se había producido un cambio en Peter Randall. Apoyado en su arado, manifestó que aún no estaba decidido, pero lo dijo en forma tal que todos pudieron comprender que deseaba guardar el secreto. Cuando se negó a contestar a varias preguntas directas, cesaron las visitas a su rancho, y todos se dirigieron en tropel a casa de Clark de Witt, que había decidido sembrar cebada. Esta decisión fue seguida por la mayoría.
Pero si las preguntas habían cesado, no así la curiosidad. Todos los que pasaban junto a las tierras de Randall estudiaban el campo atentamente procurando adivinar por el tipo de labranza cuál era la cosecha proyectada. Pero nadie se acercó cuando Peter empezó a sembrar, porque Peter había dado a entender claramente que se trataba de un secreto.
Ed Chappell no lo traicionó. Ed estaba un poco avergonzado desde aquella noche; avergonzado de la debilidad moral de Peter y también de su intromisión. Vigilaba a Peter deseoso de averiguar si sus intenciones eran auténticas o se trataba solamente de un arrebato pasajero. Pudo darse cuenta de que los hombros de Peter no estaban levantados y de que le sobresalía el estómago sobre el cinturón. Fue a visitarlo a su casa y experimentó notable alivio al ver que la casa no estaba sucia y que el reloj de pie marchaba acompasadamente.
La señora Chappell hablaba con frecuencia de aquella tarde.
—Podía creerse que se había vuelto loco. No hacía más que gritar. Ed estuvo con él casi toda la noche hasta que se tranquilizó. Tuvo que darle un poco de whisky para que se durmiera. —Luego añadía—: Pero el trabajo es un buen alivio para las penas. Peter Randall se levanta ahora a las tres de la madrugada. Desde mi cuarto veo la luz de su cocina.
Los sauces se mancharon de lentejuelas de plata y los caminos se llenaron de maleza. El Río Salinas tuvo una crecida de aguas negrísimas, antes de encauzarse de nuevo en una mansa corriente verdosa. Peter Randall había llenado de surcos bien trazados todo su campo. Ningún terrón era mayor que un guijarro, y bajo la lluvia la tierra parecía de color negro metálico.
Luego, poco a poco, los campos fueron llenándose de manchitas verdes. Durante la noche, uno de los vecinos se arrastró por debajo de la cerca y arrancó una de las tiernas plantas.
—Era alguna legumbre —dijo a sus amigos—. Guisantes, supongo. ¿A qué venía tanto secreto? Le pregunté qué iba a sembrar, y se negó a contestarme.
La noticia corrió por todas partes.
—Son guisantes. ¡Más de dieciocho hectáreas de guisantes!
—La gente acudía a casa de Clark de Witt, para saber cuál era su opinión.
Su opinión era la siguiente:
—Hay quien se cree que porque se pagan de veinte a sesenta centavos por una libra de guisantes, es posible hacerse rico con ellos. Pero se trata de la cosecha más delicada del mundo. Si no se la comen las orugas, aún puede salvarse. Pero luego viene un día de mucho calor que mata los capullos y te quedas sin nada. O un poco de lluvia que lo echa todo a perder. No es mala idea sembrar un trozo de terreno a ver qué pasa, pero no todo un rancho. Peter no está bien de la cabeza desde la muerte de Emma.
Esta opinión se difundió considerablemente, y cada uno la esgrimió como si fuera suya. Cuando se repitió demasiado, Peter Randall se enfadó, y un día se puso a gritar:
—Decidme, ¿de quién son las tierras? Si se me antoja arruinarme, tengo derecho a hacerlo, ¿no es verdad?
Estas declaraciones obligaron a recapacitar a todos. Empezaron a recordar que Peter había sido siempre un buen granjero. Tal vez era cierto que poseía conocimientos especiales. Además, aquellos dos hombres calzados con botas altas debían ser... ¡especialistas en química del suelo! Muchos granjeros empezaron a arrepentirse de no haber sembrado guisantes.
Su arrepentimiento se hizo mayor cuando las plantas crecieron, cubriendo la tierra con sus ramas, y cuando empezaron a formarse los capullos y pudo calcularse que la cosecha sería abundante. Luego se abrieron las flores: dieciocho hectáreas de color, dieciocho hectáreas de perfume. Podían olerlo los habitantes de Salinas, a siete kilómetros de distancia. Venían autocares con niños de las escuelas para contemplar el maravilloso panorama. Un grupo de expertos de una compañía tratante en semillas estuvo un día entero mirando la plantación y examinando la tierra.
Peter Randall se sentaba en los soportales de su casa cuando caía la tarde. No quitaba la vista de aquellos grandes cuadros multicolores, y cuando se levantaba la brisa nocturna, respiraba profundamente. Se desabrochaba la camisa, como si quisiera aspirar el perfume por todos los poros de su cuerpo.
Algunos iban a visitar a Clark de Witt para conocer su opinión. Él les decía:
—Hay por lo menos diez cosas que pueden echar a perder esa cosecha. ¡Váyanse al diablo él y sus guisantes! —Todos pudieron comprender por el malhumor de Oark que sentía celos.
Mirando los campos espléndidos de Peter, sentían por él nueva admiración y respeto.
Ed Chappell fue a visitarlo una tarde.
—Me parece que vas a tener una magnífica cosecha.
—Eso creo —contestó Peter.
—He echado un vistazo y los capullos son estupendos.
Peter suspiró.
—Pronto terminará la floración —di jo—. Me dolerá ver caerse los pétalos.
—Pues a mí me alegraría muchísimo poder verlo. Si no ocurre nada vas a forrarte de oro.
Peter se limpió la frente con un gran pañuelo listado y luego estornudó ruidosamente.
—Sentiré dejar de aspirar este perfume.
Entonces Ed se atrevió a hacer referencia a aquella noche. Hizo un guiño disimulado.
—¿Has encontrado quien te cuide la casa?
—No me he preocupado de buscar —confesó Peter—. No he tenido tiempo. —Sus ojos parecían preocupados. Pero no era extraño que estuviera preocupado, se dijo Ed, teniendo en cuenta que un solo chaparrón bastaría para destruir el trabajo de todo un año.
Si aquel año hubiera sido fabricado de encargo para sembrar guisantes, no hubiera podido salir mejor. Por las mañanas, durante las labores de recogida, una niebla tibia se mantenía pegada al valle. Cuando los verdes tallos estuvieron amontonados sobre grandes lonas, asomó el sol facilitando la separación de los frutos. Los vecinos acudieron a presenciar cómo iban llenándose los sacos y se volvieron a sus casas calculando mentalmente el dinero que Peter ganaría con su formidable cosecha. Clark de Witt perdió buen número de seguidores, porque los hombres decidieron enterarse de lo que Peter pensaba plantar el año próximo. Porque, ¿cómo había podido adivinar, por ejemplo, que aquel año iba a ser bueno para guisantes? No cabía la menor duda de que poseía un sexto sentido privilegiado.
Cuando un habitante del valle de Salinas va a San Francisco por negocios o para tomarse unas vacaciones, se aloja invariablemente en el Hotel Ramona. Es una buena idea, porque es casi seguro que allí se encontrará con alguien de su distrito. Sentados en los butacones del salón, pueden hablar de las cosas del valle.
Ed Chappell tuvo que ir a San Francisco para recoger a la prima de su mujer que llegaba de Ohio. En el salón del Ramona, Ed buscó a alguien del valle de Salinas, pero sólo pudo descubrir extraños entre los que se sentaban en las butacas y divanes. Entonces salió para ir al cine. Cuando volvió, buscó de nuevo algún conocido, pero seguían siendo extraños. Estuvo tentado de echar un vistazo al registro, pero ya era muy tarde. Se sentó a fumar un habano antes de ir a acostarse.
Se oyó ruido en la puerta. Ed vio que un empleado hacía un gesto y un botones salía corriendo. Ed se volvió en su asiento para curiosear. Fuera, un hombre salía con esfuerzo del interior de un taxi. El botones lo tomó del brazo y le ayudó a llegar a la puerta. Era Peter Randall. Sus ojos estaban turbios y tenía la boca entreabierta. Iba sin sombrero y estaba despeinado. Ed se levantó de un salto acercándose a él.
—¡Peter!
Peter estaba luchando con el botones.
—Déjeme —decía—. Estoy perfectamente. Si me deja de una vez, le daré propina doble.
Ed volvió a llamar.
—¡Peter!
Aquellos ojos empañados se volvieron a él y pronto Peter cayó en sus brazos.
—¡Mi viejo amigo!—exclamó—. ¡Ed Chappell, mi viejo, mi viejísimo amigo! ¿Qué estás haciendo aquí? Sube a mi cuarto y echaremos un trago.
Ed lo sostuvo por los sobacos para que no se cayera.
—Claro que sí —contestó—. Beberemos un poco antes de irnos a dormir.
—¿Qué estás diciendo de dormir? Saldremos otra vez y nos iremos a ver algún espectáculo.
Ed le ayudó a entrar en el ascensor y lo condujo hasta su habitación. Peter cayó pesadamente sobre la cama y luego, con gran esfuerzo, se incorporó.
—Tengo una botella de whisky en el cuarto de baño. Traéla, por favor.
Ed trajo la botella y dos vasos.
—¿Qué estás haciendo aquí, Peter, celebrar la cosecha? Debes haber hecho muchísimo dinero.
Peter hizo un gesto significativo con los dedos.
—Sí; he hecho mucho dinero... montones, pero es como si hubiera estado jugando a la ruleta. Azar, puro azar.
—Sí, pero has ganado.
Peter emitió un gruñido.
—Igual hubiera podido perder hasta la camisa. He estado muy preocupado un año entero. Ya te lo he dicho, es exactamente igual que jugar.
—Sí, pero has ganado —insistió Ed.
Peter cambió entonces de tema.
—Me he puesto malo —dijo—. Hace un momento, en el taxi. Venía de una juerga en la Avenida Van Ness —explicó—. Acababa de llegar a la ciudad. Hubiese estallado si no lo hubiera hecho.
Ed lo miró con curiosidad. La cabeza de Peter pendía entre sus hombros. Su barba estaba muy descuidada.
—Peter —dijo Ed—, la noche que Emma... falleció, dijiste que ibas a... cambiarlo todo.
La cabeza de Peter se alzó lentamente. Sus ojos apagados miraron a Ed.
—Ella no murió del todo —dijo con voz espesa—. No me ha dejado hacer nada a mi gusto. Ha estado martirizándome todo el año con lo de los malditos guisantes. —Sus ojos miraban al vacío—. Sigo sin saber cómo puede dominarme de esta manera. —Luego frunció el entrecejo—. Pero te aseguro, Ed Chappell, que no volveré a ponerme el arnés. De eso puedes estar bien seguro. No lo olvides. —Volvió a dejar caer la cabeza. Al instante la levantó de nuevo—. He estado borracho —afirmó—, y he ido a sitios poco recomendables. —Se acercó a Ed con aire confidencial, mientras su voz se reducía a un susurro—. Pero no se me notará. Cuando vuelva a casa, ¿sabes lo que voy a hacer? Instalar luz eléctrica. Emma siempre ha deseado tener luz eléctrica. —Se dejó caer en la cama, volviéndose hacia el lado opuesto.
Ed Chappell lo desnudó y lo cubrió con las sábanas antes de irse a su cuarto.
John Steinbeck
El valle largo
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