sábado, 13 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio II


Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO SEGUNDO

Después de aquella noche, y por lo que respecta al trabajo, todo fue mucho mejor. Al día siguiente fui al despacho de Battista, firmé el contrato para el guión y recibí el primer anticipo. Recuerdo que se trataba de una película de poca importancia, cómico-sentimental, género para el cual no creía estar hecho, dada mi seriedad, pero que, por el contrario, reveló en mí, durante el trabajo, una insospechada vocación. Y aquel mismo día celebré la primera reunión con el director y con el otro guionista.
    De la misma forma que me es posible indicar con exactitud el comienzo de mi carrera de guionista o sea, la velada en casa de Battista, me resulta muy difícil decir con la misma precisión cuándo empezaron a empeorar mis relaciones con mi esposa. Naturalmente, podría designar como punto de partida de tal empeoramiento aquella misma velada. Pero, como suele decirse, a lo hecho, pecho. Y me resulta tanto más difícil por cuanto que Emilia no dejó entrever, durante algún tiempo, ningún cambio en su actitud hacia mí. Tal cambio se produjo, sin duda, en el mes que siguió a aquella velada; pero no podría decir cuándo, en el ánimo de Emilia, los platillos de la balanza dieron el empujón definitivo, ni qué fue lo que provocó tal empujón.
    En aquel tiempo veíamos a Battista casi todos los días, y podría explicar, con abundantes pormenores, otros muchos episodios semejantes al de la primera velada en su casa. Episodios —digo— que entonces no se distinguían en modo alguno, por lo menos a mis ojos, del color general de mi vida, pero que posteriormente empezaron a adquirir más o menos un brillo y un significado particulares. Quisiera anotar solamente un hecho: cuantas veces nos invitaba Battista —lo cual ocurría ya muy a menudo—, Emilia demostraba siempre, al principio, cierta resistencia no muy fuerte ni resuelta —es cierto—, pero extrañamente persistente en su expresión y en sus justificaciones. Siempre aducía cualquier pretexto, que no tenía nada que ver con Battista, para no acompañarme. De la misma forma, yo siempre le demostraba con facilidad que el pretexto no era válido, e insistía por saber si Battista le era antipático y por qué motivo. Finalmente, ella siempre contestaba a ésta mi pregunta, aunque con cierta pizca de perplejidad, que Battista no le era antipático en modo alguno, que no tenía nada que reprocharle y que, simplemente, no quería salir con nosotros porque aquellas veladas la cansaban y, en el fondo, la aburrían. Yo no quedaba satisfecho con aquellas explicaciones genéricas, y volvía a insinuar que algo debía de haber ocurrido entre ella y Battista, ya sin que éste se hubiese dado cuenta, ya lo hubiese querido. Pero ella, cuanto más trataba yo de demostrarle que no sentía simpatía por Battista, más parecía abroquelarse en su negativa. Finalmente, desaparecía del todo la perplejidad para ceder su lugar a una terca obstinación y decisión. Entonces, tranquilizado del todo respecto a los sentimientos de ella hacia Battista y la actitud de Battista hacia ella, pasaba a ilustrarla acerca de las razones que militaban en favor de su intervención en nuestras veladas. Nunca hasta entonces había salido sin ella, y Battista lo sabía. Su presencia le era grata a Battista, como demostraba su recomendación cada vez que nos invitaba:
    —Como es natural, vendrá usted con su esposa.
    Su ausencia, imprevista y difícilmente justificable, habría podido tener el carácter de un despecho o, peor aún, de una afrenta a Battista, del cual dependía ahora nuestra vida. Finalmente, como ella no sabía aportar ningún motivo válido para justificar su ausencia, y yo, en cambio, estaba en condiciones de darle muchos y muy buenos para recomendar su presencia, era preferible que soportase el cansancio y el aburrimiento de aquellas veladas. Emilia solía oír éstos mis razonamientos con una atención descuidada y casi contemplativa. Se habría dicho que, más que mis razones, le interesaban mi cara y mis ademanes mientras los exponía. Finalmente, y de una manera invariable, acababa por rendirse y empezaba a vestirse para salir. En el último momento, cuando ya estaba dispuesta, le preguntaba por última vez si le disgustaba verdaderamente acompañarme. Y lo hacía no tanto porque dudase de su contestación, cuanto por no dejarle dudas acerca de su libertad de decisión. Entonces ella me contestaba, de una manera categórica, que no le desagradaba, y, al fin, salíamos.
    Sin embargo, como ya he dicho, todo esto lo reconstruí mucho más tarde, resiguiendo pacientemente en la memoria muchos hechos insignificantes —por lo menos entonces—, hechos que, en el momento en que se produjeron, me pasaron casi inadvertidos. De lo único que me di cuenta en aquel tiempo fue de un empeoramiento de la actitud de Emilia hacia mí, aunque sin explicármelo ni definirlo en modo alguno. Y me di cuenta de la misma forma que se advierte, por la pesadez y el cambio de la atmósfera, que se acerca una tempestad en un cielo sereno. Empecé a pensar que no me quería ya como antes, porque advertí que ya no sentía tanta ansia de estar a mi lado, como en los primeros tiempos de nuestro matrimonio. Entonces decía:
    —Tengo que salir y estaré fuera un par de horas. Volveré lo más pronto posible.
    Ella no protestaba, pero daba a entender, con el semblante triste, pese a la resignación, que mi ausencia le disgustaba. Tanto es así, que, a menudo, renunciaba a salir, liberándome como podía del compromiso, o bien, si era posible, la llevaba conmigo. Entonces era tan grande su cariño por mí, que un día, en que me acompañó a la estación de la que debía partir para un brevísimo viaje a Italia del Norte, la vi, en el momento de la despedida, volver la cara hacia otra parte para que yo no viera que las lágrimas habían llenado sus ojos. Aquella vez fingí que no me había dado cuenta de su dolor. Pero durante todo el viaje me acompañó el remordimiento de aquel llanto vergonzoso e invencible. Y desde entonces dejé por completo de viajar sin ella.
    En cambio, ahora, en vez de poner, como de costumbre, aquella cara ligeramente velada de contrariedad, cuando le anunciaba mi ausencia se limitaba a responder tranquilamente, y a menudo sin dignarse ni siquiera levantar los ojos del libro que estaba leyendo:
    —Muy bien. De acuerdo. Nos veremos a la hora de la cena. Sé puntual.
    A veces, parecía incluso desear que mi ausencia durase mucho más de lo que yo pretendía. Le decía, por ejemplo:
    —Tengo que salir. Volveré a las cinco.
    Y ella contestaba:
    —Puedes estar fuera cuanto quieras, porque tengo quehacer.
    Un día observé, en tono ligero, que parecía como si ella no quisiera que estuviese allí. Pero ella no respondió directamente y se limitó a decir que al estar yo muy ocupado, de un modo u otro, casi todo el día, lo mejor sería que nos viésemos sólo a la hora de la comida y de la cena, porque así ella podría hacer en paz su trabajo. Esto era cierto sólo en parte. Mi trabajo de guionista me obligaba a estar fuera de casa sólo por la tarde. Y hasta entonces había procurado pasar con ella el resto del día. Sin embargo, desde entonces empecé a salir también por las mañanas.
    En el tiempo en que Emilia daba a entender que mis ausencias le desagradaban, yo salía de casa con el corazón ligero, contento, en el fondo, de aquel disgusto como de una prueba del gran amor que me tenía. Pero tan pronto como me di cuenta de que no sólo no demostraba desasosiego alguno, sino que incluso parecía preferir estar sola, empecé a sentir una oscura angustia, como la de aquél que, de pronto, se da cuenta de que le falla la tierra bajo los pies. Ahora salía no solamente por la tarde, para trabajar en el guión, sino también por la mañana, como he dicho, y, a menudo, sin más objeto que el de aquilatar la novísima y, para mí, tan amarga indiferencia de Emilia. Y, sin embargo, ella no sentía ya tristeza alguna, antes bien, aceptaba mi ausencia con placidez, si no incluso, como me pareció, con mal disimulado alivio. Al principio traté de consolarme de esta frialdad arguyendo que, después de dos años de matrimonio, la costumbre, aunque afectuosa, sustituye fatalmente al amor, y la seguridad de ser amado quita todo carácter pasional a las relaciones entre los cónyuges. Pero me daba cuenta de que aquello no era cierto. Lo sentía más bien que lo pensaba, ya que el pensamiento es siempre más falible, aun en su aparente precisión, que el oscuro y turbio sentimiento. En suma, sentía que Emilia había dejado de lamentar mis ausencias,  no porque las considerase inevitables y sin consecuencia para nuestras relaciones, sino porque me amaba menos o había dejado de amarme por completo. Y sentía asimismo que algo debía de haber ocurrido para modificar su sentimiento, en otro tiempo tan anhelante y exclusivo.





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