Al día siguiente, a la hora fijada, acudí a la cita. Las oficinas de Battista ocupaban todo el primer piso de un edificio antiguo, en otro tiempo morada de una familia patricia y ahora, como suele ocurrir, sede de numerosas sociedades comerciales. Los amplios salones de bóvedas cubiertas de frescos y paredes estucadas, habían sido divididas por él, con simples tabiques de madera, en varios despachos, llenos de muebles utilitarios. Allí donde, en otro tiempo, habían estado colgadas pinturas de temas mitológicos o sagrados, se veían ahora grandes cartelones publicitarios, de vivos colores; por doquier se observaban fotografías de actores y actrices, páginas arrancadas de revistas ilustradas, diplomas, enmarcados, de premios conseguidos en festivales, y otros adornos por el estilo, corrientes en las sociedades cinematográficas.
En la antesala, sobre el fondo de descoloridos frescos bucólicos, corría un enorme mostrador de metal barnizado de verde, detrás del cual tres o cuatro secretarias recibían a los visitantes. Battista era un productor joven aún, que se había abierto camino en los últimos años con películas de corte decadente, aunque de gran éxito comercial. Su sociedad, modestamente titulada «Trionfo Film», figuraba entre las más cotizadas en aquellos momentos.
A aquella hora, la antesala estaba atestada ya de gente, y al primer vistazo, con la experiencia que ya tenía en la materia, clasifiqué con seguridad a todos los visitantes: algunos guionistas reconocibles por su aspecto, a la vez cansado e inquieto; por las carpetas que estrechaban bajo el brazo; por la manera de vestir, al mismo tiempo rebuscada y trasnochada; algún organizador o viejo embrollón del cine, semejante por completo a un coloso rústico o a un chalán de caballos; dos o tres muchachas aspirantes a actrices o, mejor aún, a figurantes, jóvenes e incluso agraciadas, pero como prematuramente ajadas —en su estudiada expresión, en su excesivo maquillaje, en su modo de vestir, carente de sencillez— por sus ambiciones; finalmente, algunos individuos no cualificables, que nunca faltan en las antesalas de los productores: actores desocupados, improvisados autores de guiones literarios, peticionarios de distinta índole…
Toda aquella gente paseaba arriba y abajo por el sucio mosaico, o bien se acomodaba en los sillones dorados que circuían las paredes, bostezando, fumando y hablando en voz baja. Las secretarias, cuando no hablaban por los numerosos teléfonos, permanecían inmóviles tras el mostrador, fijando en el vacío los ojos, que el aburrimiento y la ausencia de pensamientos hacían vidriosos y casi estrábicos. De cuando en cuando se oía un timbre, de sonido violento y desagradable. Entonces las secretarias pronunciaban un nombre, y uno de los visitantes se levantaba apresuradamente y desaparecía tras una puerta de batientes blancos y dorados.
Di mi nombre a una secretaria y fui a sentarme, a mi vez, en el fondo de la sala. En aquellos momentos, mi estado de ánimo era tan desesperado como el del día anterior, aunque me encontraba mucho más tranquilo. Inmediatamente después de mi conversación con Emilia, y al pensar en la misma, quedé convencido definitivamente de que me había mentido al afirmar que me amaba. Pero esta vez, un poco por desánimo y otro tanto por la voluntad puntillosa de obligarla a aquella explicación completa y sincera que no había conseguido aún, renuncié, por lo menos provisionalmente, a actuar en consecuencia. Por tanto, no rechazaría el nuevo trabajo de Battista, aunque supiese que ya no tenía objeto, como, por lo demás, no lo tenía el resto de mi vida. De todas formas —pensé—, siempre estaría a tiempo, tan pronto como hubiese logrado arrancarle a Emilia la verdad, de suspender el trabajo y mandar todo al diablo. Más aún, en cierto modo, esta segunda y más clamorosa solución me gustaba más que la primera. El escándalo y el daño subrayarían en cierta forma mi desesperación y, al mismo tiempo, mi firmísima voluntad de acabar de una vez para siempre con las dudas y los compromisos.
Como ya he dicho, me sentía tranquilo. Pero con una tranquilidad apática e inerte: un mal incierto provoca inquietud, porque, en el fondo, se espera, hasta el último momento, que no sea verdad. Mas, por el contrario, un mal seguro infunde durante cierto tiempo una ligera tranquilidad. Me sentía tranquilo, pero sabía que pronto dejaría de estarlo: la primera fase, la de la sospecha, había acabado, o, por lo menos, así me lo parecía a mí. Pronto empezaría la del dolor, la de la rebelión y la del remordimiento. Sabía todo esto, pero también sabía que entre estas dos fases se extendía un lapso de calma mortal, semejante por completo a la falsa y sofocante bonanza que precede al segundo y peor momento de un temporal.
Mientras esperaba ser recibido por Battista, recordé que hasta entonces me había limitado advertir la existencia o inexistencia del amor de Emilia. Pero ahora —como me parecía— tenía la seguridad de que ya no me amaba. Podía, pues —pensé, casi sorprendido por aquel descubrimiento—, dirigir la mente hacia un nuevo problema: el del motivo de su desamor. Entre otras cosas, porque, una vez que hubiese adivinado este motivo, me sería más fácil constreñirla a una explicación.
Debo decir que, tan pronto como me planteé la cuestión, quedé sobrecogido por un sentimiento de incredulidad, casi de extravagancia. Era inverosímil, absurdo: Emilia no podía tener ningún motivo para haber dejado de amarme. No habría sabido decir de dónde sacaba aquella seguridad, de la misma forma que, por otra parte, no habría sabido decir tampoco por qué, mientras, según mi parecer, no podía tener motivo alguno para haber dejado de amarme, sin embargo, como era evidente, no me amaba ya. Por un momento reflexioné, extraviado, sobre aquella contradicción de mi corazón y de mi mente. A] fin, como se hace con ciertos problemas de Geometría, me dije: «Pensemos, por absurdo que parezca, que existe un motivo, motivo que, desde luego, tiene que existir. Y veamos cuál puede ser».
He notado que cuantas más dudas se tienen, tanto más se aferra uno a una falsa lucidez de la mente, como si esperase aclarar con la razón lo que el sentimiento enturbia y hace oscuro. En aquel momento en que el instinto me daba respuestas tan contradictorias, me gustó recurrir a una investigación razonada, casi de policía de novelas de crímenes. Alguien ha sido asesinado, y hay que buscar el motivo por el que puede haber sido asesinado, y, a partir del motivo, llegar fácilmente al culpable… Pensé, pues, que los motivos podían ser de dos clases: los primeros, dependientes de Emilia; los segundos, de mí. Y los primeros, como comprendí inmediatamente, se resumían en uno solo: Emilia no me amaba ya, porque amaba a otro.
A la primera reflexión me pareció poder descartar, sin más, esta hipótesis. No sólo no había habido en la conducta de Emilia, en los últimos tiempos, nada que hiciera pensar en la presencia de otro hombre en su vida, sino que, antes bien, se había dado lo contrario, o sea, un incremento de su soledad y de su dependencia de mí. Emilia estaba casi siempre en casa —como sabía—, donde pasaba el tiempo leyendo, o telefoneando a su madre, o dedicada a los trabajos de la casa. Y para las distracciones, o sea, el cine, el paseo, la cena en el restaurante, dependía casi exclusivamente de mí. Desde luego, su vida había sido mucho más variada y, a su manera modesta, más mundana, inmediatamente después del matrimonio, cuando todavía le quedaban algunas de las amigas de su tiempo de niña. Pero estas amistades no tardaron en ir alejándose. Y ella se había apegado cada vez más a mí, con una dependencia —como ya he dicho— cada vez mayor y, para mí, a veces, incluso enojosa. Por otra parte, esta dependencia no había menguado en modo alguno con la disminución de sus sentimientos por mí. No había buscado, ni siquiera de una manera inocente, el sustituirme o, por lo menos, intentar mi sustitución. Lo mismo que en el pasado, aunque sin amor, esperaba en casa mi regreso del trabajo y dependía de mí para sus escasas distracciones. Más aún, en esta su dependencia carente de amor había algo de patético e infeliz, como de una persona que tuviese la vocación de la fidelidad y permaneciese fiel aunque hubiesen prescrito las razones de tal fidelidad. En resumen, aun no amándome ya, casi ciertamente ella no me tenía más que a mí en su vida.
Por otra parte, una segunda observación me hacía excluir que Emilia estuviese enamorada de otro hombre. Yo la conocía o creía conocerla muy bien. Y sabía que era incapaz de mentir, en primer lugar, por aquella su tosca e intolerante franqueza, por la cual toda falsedad, antes aun que repugnante, le parecía enojosa y fatigosa. Y, en segundo lugar, por su casi total falta de imaginación, que no le permitía aferrarse a ninguna cosa que no hubiese ocurrido en realidad y no existiera concretamente. Con este carácter, yo estaba seguro de que si ella se hubiese enamorado de otro hombre, no habría encontrado nada mejor que comunicármelo inmediatamente. Y, por añadidura, con la brutalidad inconscientemente cruel propia de la clase semipopular de la que procedía. Tal vez sabía ser reticente y silenciosa, como lo era, en efecto, ahora, por lo que se refería al cambio de sus sentimientos hacia mí; pero le habría resultado muy difícil, si no imposible, inventar una doble vida para ocultar el adulterio, o sea las citas con las modistas, las visitas a los parientes o amigas, los retrasos debido a los espectáculos o a la circulación de la ciudad, excusas a las que suelen recurrir las mujeres en semejantes circunstancias. No; su frialdad hacia mí no significaba calor hacia otro. Y si existía el motivo —y forzosamente tenía que existir—, no había que buscarlo en su vida, sino en la mía.
Estaba tan absorto en estas reflexiones, que no me di cuenta de que una de las secretarias, de pie ante mí, sonreía y repetía:
—Señor Molteni, el doctor Battista lo espera.
Me desperté, al fin, y, suspendiendo provisionalmente la investigación, entré apresuradamente en el despacho del productor.
Estaba sentado en el fondo de un vasto salón de techo con frescos y paredes estucadas, tras una mesa de metal barnizado de verde, semejante por completo al gran mostrador de la antesala tras el que se movían las secretarias. Al llegar a este punto me doy cuenta de que, aun habiendo hablado a menudo de él, todavía no lo he descrito, y me parece que no será inútil hacerlo. Battista, pues, era uno de aquellos hombres a los que sus colaboradores y dependientes, una vez le han vuelto la espalda, se refieren con los graciosos epítetos de el Feo, el Mono, el Bestia o el Gorila . No puedo negar que estos epítetos fuesen merecidos, al menos por lo que se refería al aspecto físico de Battista. Sin embargo, mi repugnancia a llamar a nadie por un sobrenombre, me había impedido adoptarlos. Y tampoco lo hacía, porque estos apodos cometían la injusticia, según mi parecer, de pasar por alto un carácter muy importante de Battista: me refiero a su singular astucia, por no decir sutilidad, siempre presente, aunque disimulada bajo una aparente brutalidad. Era, sin duda, un enorme animal, dotado de una vitalidad tenaz y exuberante. Pero esta brutalidad no se expresaba solamente en sus muchos apetitos, sino también en sagacidades a veces demasiado sutiles, dirigidas precisamente a satisfacer aquellos apetitos.
Battista era de mediana estatura, pero de hombros muy anchos, caderas bajas y piernas cortas. De aquí su semejanza con un enorme mono, que le había hecho acreedor a los motes a que me he referido. Y también su cara tenía algo de simio: cabellos que, dejando calvos los dos lados de la frente, se adentraban en el centro, algo hacia abajo; cejas densas y dotadas de una pensativa movilidad; ojos pequeños; nariz corta y ancha; boca grande, pero sin labios, sutil como el corte de un cuchillo y algo saliente. Battista no tenía barriga, sino estómago. Con esto quiero decir que proyectaba hacia delante el pecho y la parte superior del abdomen. Sus manos eran toscas y estaban cubiertas de pelos negros, que continuaban más allá de la muñeca, hasta dentro de la manga. Una vez que habíamos ido juntos a la playa aquel verano, pude ver que aquellos pelos se le enmarañaban en los hombros y en el pecho y descendían hasta el vientre. Pero aquel hombre de aspecto tan brutal se expresaba con voz suave, insinuante, conciliadora, con un acento limpio y casi extranjero, porque Battista había nacido en Argentina. En aquella voz imprevisible y sorprendente había descubierto precisamente un indicio de aquella astucia y de aquella sutilidad a las que me he referido.
Battista no estaba solo. Ante su mesa se hallaba sentado alguien al que me presentó con el nombre de Rheingold. Sabía muy bien quién era, aunque fuese la primera vez que lo veía. Rheingold era un director alemán que en su patria, en el tiempo del cine prenazi, había dirigido algunas superproducciones que tuvieron entonces gran éxito. Desde luego, Rheingold no era de la clase de un Pabst o un Lang, pero era un director honrado, un buen artesano, en modo alguno comercial, de ambiciones tal vez discutibles, pero siempre serias. Tras la subida de Hitler al poder, no había vuelto a saberse nada de él. Se había dicho que trabajaba en Hollywood, pero en los últimos años no se había proyectado en Italia ninguna película firmada por él. Y he aquí que ahora reaparecía, extrañamente, en el despacho de Battista.
Mientras este último nos hablaba, contemplé a Rheingold con curiosidad. ¿Han visto ustedes, en alguna vieja fotografía, la cara de Goethe? Pues el rostro de Rheingold era igualmente noble, regular y olímpico. Y, como el de Goethe, estaba enmarcado por una mata de limpios y brillantes cabellos plateados. Era, en suma, la cabeza de un gran hombre. Pero un examen más atento me descubrió que aquella majestad y nobleza no eran consistentes: sus rasgos eran más gruesos y, al mismo tiempo, esponjosos y ligeros, como si fuesen de cartón piedra, como los de una máscara. Y, en suma, daban la impresión de que detrás no había nada, de la misma forma que no hay nada detrás de las enormes cabezotas de los gigantones que son paseados por las calles por minúsculos hombrecillos en las fiestas de carnaval.
Rheingold se puso de pie para estrecharme la mano, inclinando sólo la cabeza e insinuando un taconazo, con rigidez alemana. Y entonces me di cuenta de que era bajo, aunque sus hombros, como para confirmar la majestad de su rostro, fuesen muy anchos. Noté asimismo que, al saludarme, me sonreía de una manera excesivamente afable, con una ancha sonrisa de media luna, mostrando dos hileras de dientes muy regulares y demasiado blancos que me hicieron pensar, no sé por qué, en una dentadura postiza. Pero inmediatamente después, cuando volvió a sentarse, desapareció de golpe aquella sonrisa, sin dejar huella alguna de la misma, a semejanza de como se oculta la luna en el cielo cuando pasa ante una nube, cediendo su lugar a una expresión demasiado dura y desagradable, entre autoritaria y exigente.
Battista, según su costumbre, empezó a hablar de cosas superficiales. Dijo, señalando a Rheingold:
—Rheingold y yo estábamos hablando de Capri. ¿Conoce usted Capri, Molteni? Respondí:
—Algo.
—Yo tengo una villa en Capri —continuó Battista— y precisamente le estaba diciendo a Rheingold el sitio tan encantador que es Capri. Es un lugar en el que hasta un hombre como yo, que se ocupa en negocios, siente que se convierte algo en poeta.
Éste era uno de los rasgos más frecuentes de Battista: el de manifestar, en primer lugar, su entusiasmo por las cosas bellas, por las cosas buenas…, en suma, por las cosas pertenecientes a la esfera de la idealidad. Pero lo que más me desconcertaba era que tal entusiasmo, como advertí con toda seguridad, era sincero, aunque estaba ligado, de una u otra manera, a fines no desinteresados, Tras un momento, y casi conmovido por sus propias palabras, continuó:
—Una naturaleza exuberante, un cielo maravilloso, un mar siempre azul…, y flores, flores por doquier. Yo creo que si fuese como usted, Molteni, escritor, me gustaría vivir en Capri para inspirarme. Es extraño que los pintores no pinten los paisajes de Capri y nos den, en cambio, unos cuadros tan feos, en los que no se entiende nada. En Capri, por así decirlo, los cuadros son ya bonitos de por sí y están hechos. Basta sólo ponerse ante el paisaje y copiarlo…
No dije nada. Miré con el rabillo del ojo a Rheingold y vi que asentía con la cabeza, con la sonrisa suspendida en medio del rostro como la hoz de la luna en medio de un cielo limpio de nubes. Battista continuó:
—Siempre quiero pasar allí algunos meses sin negocios, sin hacer nada, pero nunca llega la ocasión. Aquí, en la ciudad, llevamos una vida contra natura. El hombre no está hecho para vivir entre carpetas, en una oficina… Y, en realidad, la gente de Capri tiene un aspecto mucho más feliz que el nuestro… Tendrían ustedes que verlos por la noche, cuando salen a pasear: muchachos y muchachas sonrientes, tranquilos, graciosos, alegres, cuya vida no está compuesta de grandes cosas, que tienen pequeñas ambiciones, pequeños intereses, pequeños contrastes… ¡Oh, felices ellos! —Nuevo silencio. Luego prosiguió Battista—: Como ya he dicho, tengo una finca en Capri y nunca estoy en ella, por desgracia… Desde que la compré, habré estado en ella un par de meses en total. Precisamente le estaba diciendo a Rheingold que la finca en cuestión sería un lugar adecuado para hacer el guión de la película… El paisaje lo inspirará. Además, como he hecho observar a Rheingold, dicho paisaje entona mucho con el carácter de la película.
Rheingold dijo:
—Señor Battista, se puede trabajar en cualquier sitio… Desde luego, Capri puede ser útil, sobre todo si, como pienso, vamos a rodar los exteriores en el golfo de Nápoles.
—Exactamente. Sin embargo, Rheingold dice que él prefiere ir al hotel, porque tiene sus costumbres y, por otra parte, le gusta, a determinadas horas, estar solo y reflexionar acerca de su trabajo. Creo que Molteni podrá vivir, en cambio, en la finca, junto con su esposa. A mí me gustaría que alguien viviese, al fin, en ella. Tiene todas las comodidades y no les será difícil encontrar a una mujer que les haga los trabajos de casa…
Inmediatamente pensé en Emilia, como siempre. Y pensé también que una estancia en Capri, en una bonita finca, resolvería muchas cosas. Digo la verdad: sin saber por qué, de pronto tuve incluso la certeza de que las resolvería. Fue por esto por lo que miré a Battista y le di las gracias con sincera efusión.
—Gracias… Yo también creo que Capri es un lugar adecuado para escribir el guión. Y mi esposa y yo viviremos muy a gusto en su finca.
—Perfectamente. Quedamos, pues, de acuerdo —dijo Battista realizando con la mano un gesto que me ofendió oscuramente, como si tratara de detener con aquel ademán una catarata de acción de gracias que, en realidad, yo no tenía intención alguna de desencadenar. Ustedes irán a Capri y yo iré a verlos. Bien, hablemos ahora un poco de la película.
Pensé: «¡Ya es hora!», y miré con atención a Battista. Ahora tenía una oscura sensación de remordimiento por haber aceptado tan pronto la invitación. Sin saber por qué, intuía que Emilia desaprobaría mi precipitación. «Habría tenido que decirle que lo pensaría —me dije, algo irritado—, que lo tendría que consultar con mi esposa». Y el calor con el que había aceptado la invitación me parecía fuera de lugar, algo de lo que casi tenía que avergonzarme. Entretanto, Battista decía:
—Todos estamos de acuerdo en que en el cine se ha de encontrar algo nuevo… Ya ha terminado la posguerra y se siente la necesidad de una fórmula nueva. El neorrealismo, por citar un solo ejemplo, ha cansado un poco a todos. Ahora bien, analizando los motivos por los que nos ha cansado el cine neorrealista, tal vez podamos llegar a comprender cuál puede ser la nueva fórmula.
Yo sabía —como ya he dicho— que la manera preferida de Battista para afrontar un tema no era nunca directa. Battista no era un cínico, o, por lo menos, procuraba no mostrarse como tal. Así, era muy difícil que como tantos otros productores más francos que él, hablase de dinero: los beneficios, que para él eran no menos importantes que para los otros, e incluso tal vez más, quedaban siempre en una sombra discreta. Y si, por ejemplo, el argumento de una película no le parecía bastante rentable, jamás decía, como los otros: «Este argumento no hará ganar ni una lira», sino, más bien: «Este argumento no me gusta por este o ese motivo»; y los motivos eran siempre de orden estético o moral. Pero los beneficios eran siempre la última piedra de toque, y se tenía la prueba de ello cuando, tras muchas discusiones sobre lo bueno y bonito que era el arte del cine —tras muchas de aquellas que yo llamaba las cortinas de humo de Battista—, la elección recaía, invariablemente, sobre la solución más comercial.
De aquí que yo hubiese perdido, hacía mucho tiempo, todo interés por las consideraciones de Battista, con frecuencia largas y complicadas, sobre las películas bonitas o feas, morales o inmorales. Y yo lo esperaba a pie firme allí donde sabía que iría a parar siempre e inevitablemente: en las ventajas económicas. También esta vez pensé: «Sin duda, no dirá que las películas neorrealistas han cansado a los productores porque no son rentables… Veamos lo que dice». Y, en efecto, Battista, tras unos momentos de reflexión, prosiguió:
—Según mi punto de vista, el cine neorrealista ha cansado un poco a todos, en especial, porque no es un cine sano.
Se detuvo, y yo miré a Rheingold de reojo: ni siquiera parpadeaba. Battista, que con aquel silencio había querido subrayar la palabra «sano», pasó inmediatamente a explicarla:
—Cuando digo que el cine neorrealista no es sano, quiero decir que no es un cine que estimule a vivir, que aumente la confianza en la vida… El cine neorrealista es deprimente, pesimista, gris…, aparte el hecho de que presenta a Italia como un país de harapientos, con gran alegría de los extranjeros, muy interesados en pensar, precisamente, que nuestro país es una tierra de harapientos; aparte este hecho, ya de por sí muy importante, insiste demasiado sobre los lados negativos de la vida, sobre todo lo que hay de feo, de sucio, de anormal en la existencia humana… En suma, es un cine pesimista, insano, un cine que recuerda a la gente sus dificultades, en vez de ayudarle a superarlas.
Miré a Battista y quedé indeciso, una vez más, acerca de si pensaba en realidad las cosas que iba diciendo, o bien si fingía pensarlas. Había cierta sinceridad en lo que decía. Quizás era sólo la sinceridad de quien se convence fácilmente de las cosas que le son útiles; pero, aún así, era sinceridad. Battista prosiguió, con aquella su voz de timbre singularmente inhumano, casi metálico, pese a su dulzura:
—Rheingold me ha hecho una proposición que me ha interesado. Me ha hecho notar que en estos últimos tiempos han tenido mucho éxito las películas con argumentos tomados de la Biblia. Y, en efecto, han sido las películas que más ingresos han proporcionado —observó casi pensativamente, pero como abriendo un paréntesis al que deseaba que no se le diera la menor importancia. Pero ¿por qué? Yo creo que se debe a que la Biblia es el libro más sano que se haya podido escribir jamás en este mundo. Pues bien, Rheingold me ha dicho: los anglosajones tienen la Biblia, y ustedes, los mediterráneos, tienen a Homero, ¿no es así? —se interrumpió, dirigiéndose a Rheingold, como si no estuviese seguro de la cita.
—Exactamente —confirmó Rheingold, no sin cierta expresión de ligera ansiedad en su sonriente semblante.
—Para ustedes los mediterráneos —continuó Battista, citando siempre a Rheingold—, Homero es lo que la Biblia para los anglosajones… Entonces, ¿por qué no hacemos una película, por ejemplo, sobre la Odisea ?
Siguió un silencio. Sorprendido, traté de ganar tiempo y pregunté, con cierto esfuerzo:
—¿Toda la Odisea , o un episodio de la misma?
—Ya hemos discutido eso —respondió Battista inmediatamente—, y hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es considerar la Odisea en su conjunto. Pero esto no tiene importancia. Lo realmente importante —añadió levantando la voz— es que, al releer la Odisea , he comprendido finalmente, que era lo que buscaba hacía tiempo, sin darme cuenta de ello. Algo que no podía encontrar en las películas neorrealistas…, algo, por ejemplo, que no he encontrado en los temas que usted, Molteni, me ha venido proponiendo en los últimos tiempos. Algo que, en suma, sentía sin saber explicármelo bien, y que es necesario tanto en el cine como en la vida: la poesía.
Miré de nuevo a Rheingold: seguía sonriendo, tal vez más ampliamente que antes, y aprobaba con la cabeza. Dije como al acaso, más bien secamente:
—Ya se sabe que en la Odisea hay mucha poesía… Todo está en hacerla pasar a la película.
—¡Justo! —exclamó Battista tomando una regla de mesa y apuntando con ella hacia mí—. ¡Justo! Mas para eso están los dos, usted y Rheingold. A ustedes les corresponde sacarla fuera.
Respondí:
—La Odisea es un mundo… Se puede sacar de él lo que se quiera. Es necesario ver el punto en que se sitúa uno.
Battista parecía ahora desconcertado por mi falta de entusiasmo y me consideraba con una atención molesta, como si tratara de adivinar qué intenciones se ocultaban tras mi frialdad. Finalmente, pareció diferir este examen para más adelante y, poniéndose en pie, dio la vuelta a la mesa y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia, con la cabeza alta y las manos en los bolsillos posteriores del pantalón. Nosotros nos volvimos para mirarlo. Sin dejar de pasear, continuó:
—Lo que me ha impresionado sobre todo en la Odisea es que la poesía de Homero resulta siempre espectacular. Y cuando digo espectáculo, digo lo que infaliblemente gusta al público. Tomemos, por ejemplo, el episodio de Nausica. Las bellas muchachas desnudas que chapotean en el agua bajo los ojos de Ulises, escondido tras el césped… Ahí tienen ustedes, con algunas variantes, una escena de Bellezas bañándose . O bien tomemos a Polifemo: un monstruo de un solo ojo, un gigante, un ogro. Pues veo en él King Kong, uno de los mayores éxitos de la preguerra. O bien incluso a Circe en su Castillo…, pero no es Circe, sino Antínea, en la Atlántida . A esto le llamo yo espectáculo, espectáculo que, como he dicho, no es sólo tal, sino también poesía… —Muy excitado, se detuvo ante nosotros y dijo con solemnidad—: Así veo yo una Odisea producida por «Trionfo Film».
No dije nada. Me daba cuenta de que, para Battista, poesía quería decir algo muy distinto de lo que yo entendía por ella; y de que, según aquella concepción, la Odisea de la «Trionfo Film» sería una película calcada de las grandes superproducciones bíblicas made in Hollywood , con monstruos, mujeres desnudas, escenas de seducción, erotismo y grandilocuencia. En el fondo —me dije—, el gusto de Battista seguía siendo el de los productores italianos del tiempo de D’Annunzio. Pero ¿cómo podría ser de otra forma? Entretanto, Battista había dado nuevamente la vuelta en sentido inverso y se había sentado de nuevo ante su mesa, para preguntarme:
—Bueno, Molteni, ¿qué me dice usted de esto?
Todo aquel que conoce el mundo del cine sabe que hay películas de las cuales, aun antes de haber escrito una sola palabra del guión, se puede estar seguro de que se llevarán a cabo, mientras que, por el contrario, hay otras que, aun después de haber firmado el contrato y escrito centenares de páginas del guión, con toda seguridad no se llegarán a filmar. Ahora bien, con aquel mi olfato ya experimentado del guionista profesional, reconocí inmediatamente, mientras hablaba Battista, que aquella Odisea era precisamente de las películas de las que se habla mucho y al final no se hacen. ¿Por qué? No habría sabido decirlo. Tal vez por la desmesurada ambición de la obra; quizá por el aspecto físico de Rheingold, tan majestuoso mientras permanecía sentado, y tan pequeño cuando estaba de pie. Semejante a Rheingold, presentía que la película tendría un arranque imponente y un final mezquino, justificando así la conocida frase sobre las sirenas desinit in piscem . Además, ¿por qué quería hacer Battista semejante película? En el fondo, yo lo consideraba muy prudente y resuelto a ganar sin riesgos. Tal vez latía en el fondo la esperanza de procurarse un sólido financiamiento, quizás americano, al jugar con el gran nombre de Homero, la Biblia de los pueblos mediterráneos, tal como lo definía Rheingold.
Mas, por otra parte, sabía que Battista, que en esto no difería en modo alguno de los restantes productores, si, al final, no se hacía la película, encontraría algún pretexto para no remunerar mi trabajo. Siempre ocurría así: si la película se malograba, se malograban también los pagos, y el productor, casi siempre, proponía transferir la compensación por el guión ya hecho, a otro trabajo por realizar en el futuro. Y el pobre guionista, obligado por la necesidad, no se atrevía a rechazar lo propuesto. Por eso me dije que siempre debería prevenirme y curarme en salud exigiendo un contrato y, sobre todo, un anticipo. Y que para alcanzar este objetivo no había más que un modo: oponer dificultades, hacer desear intensamente mi colaboración. Respondí, secamente:
—Me parece una magnífica idea.
—Pero no lo veo a usted muy entusiasmado.
Dije, con la suficiente sinceridad:
—Temo que no sea mi género…, que sea una película fuera de mis posibilidades.
—¿Por qué? —Battista parecía ahora irritado. Usted siempre ha dicho que le gustaría trabajar en una película de calidad. Y ahora que le ofrezco la posibilidad de hacerlo, se echa atrás.
Traté de explicarme:
—Mire usted, Battista. Yo creo que estoy hecho, sobre todo, para las películas psicológicas. Y ésta, por el contrario, si es que he entendido bien, sería una película puramente espectacular…, o sea, por el estilo de las películas americanas tomadas de temas bíblicos.
Esta vez, Battista no tuvo tiempo de responderme. Intervino Rheingold, de una manera completamente inesperada:
—Señor Molteni —dijo esbozando su acostumbrada sonrisa de media luna, que daba la impresión de un actor que se hubiese puesto de pronto bajo la nariz un falso bigote, mientras se inclinaba algo hacia delante, con expresión obsequiosa y casi aduladora—: el señor Battista se ha expresado muy bien y nos ha dado un cuadro perfecto de la película que trata de realizar con su ayuda. Sin embargo, el señor Battista ha hablado como productor, teniendo en cuenta, sobre todo, los elementos espectaculares, Pero si usted cree que está hecho para los temas psicológicos, debe aceptar, sin más, este trabajo, porque, a fin de cuentas, se trata de una película sobre las relaciones psicológicas entre Ulises y Penélope… Yo trato de hacer una película sobre un hombre que ama a su mujer y no es correspondido por ella.
Quedé desconcertado, y tanto más cuanto que el rostro de Rheingold, iluminado por aquella su sonrisa artificial, estaba muy cerca del mío y parecía cerrarme toda escapatoria. Tenía que contestar, y en seguida. Entonces, y precisamente en el momento en que me disponía a protestar: «Pero no es cierto que Penélope no ame a Ulises», la frase del director: «un hombre que ama a su mujer y no es correspondido por ella», volvió a traer de pronto a mi mente el problema de mis relaciones con Emilia, precisamente las relaciones de un hombre que amaba a su mujer y no era ya correspondido por ella. Y, al mismo tiempo, por una misteriosa asociación de ideas, afloró a la superficie de mi memoria un recuerdo que —como me di cuenta inmediatamente— parecía dar una respuesta a la pregunta que me había planteado en la antesala, mientras esperaba ser recibido por Battista: ¿Por qué había dejado de amarme Emilia?
Cuanto me dispongo a explicar ahora, tal vez parezca largo: pero, en realidad, por la velocidad casi visionaria del recuerdo, duró sólo un instante. Así, mientras Rheingold inclinaba hacia mí su semblante sonriente, me volví a ver de nuevo, de pronto, en la estancia en que vivía realquilado, mientras dictaba un guión. Había llegado ya al final del dictado, que había durado varios días, y, sin embargo, no habría sabido decir si la mecanógrafa era o no bonita. Entonces, un pequeño incidente me abrió, por así decirlo, los ojos. Estaba mecanografiando no sé qué frase cuando, al inclinarme a mirar la hoja por encima de su hombro, vi que había cometido un error. Me incliné aún más y traté de corregir el error mecanografiando yo mismo la palabra. Pero, al hacerlo, le toqué, sin quererlo, la mano, que, según pude notar, era muy grande y fuerte, en extraño contraste con la exigüidad de su cuerpo. Y al tocarle la mano, me di cuenta de que no la retiraba. Mecanografié una segunda palabra, y de nuevo, esta vez no sin intención, le toqué los dedos. Entonces le miré a la cara y vi que ella me devolvía la mirada, con expresión de espera y casi de invitación. Noté también con sorpresa, como si fuese la primera vez que la veía, que era bonita, con una pequeña boca carnosa, nariz caprichosa, grandes ojos negros y exuberante cabellera negra, peinada hacia atrás. Pero su rostro pálido y delicado reflejaba una expresión descontenta, esquiva, despechada. Y he aquí un último detalle; cuando ella me habló, diciéndome con una mueca: «Perdone, me había distraído», me sorprendió el tono seco y preciso de su voz, francamente desagradable. La miré, pues, y vi que sostenía muy bien e incluso me devolvía la mirada, de una manera aún agresiva. Entonces debí de mostrar cierta turbación e incluso responderle mutuamente, porque desde aquel momento, durante muchos días, no hicimos más que mirarnos. O, mejor, era ella la que me miraba continua y descaradamente, con deliberada impudencia, cada vez que podía, buscando mis ojos cuando huían de los de ella, tratando de retenerlos cuando se encontraban con los suyos y sondeando en el interior de los míos cuando se fijaban en ellos.
Como suele ocurrir, al principio, estas miradas fueron raras, y luego, cada vez más frecuentes. Finalmente, no sabiendo cómo evitarlas, me limité a dictarle paseando detrás de ella. Pero aquella tenaz coqueta encontró el modo de superar el obstáculo mirándome a través de un gran espejo colgado en la pared de enfrente, por lo cual, cada vez que yo levantaba la vista, encontraba invariablemente en aquel espejo sus ojos, que me miraban. Finalmente, ocurrió lo que ella deseaba que ocurriera. Un día en que, como de costumbre, me incliné tras su espalda para corregir un error, levanté los ojos hacia ella, nuestras miradas se encontraron y nuestras bocas se unieron un momento en un rápido beso. Lo primero que dijo ella tras el beso fue característico: «¡Menos mal! Ya empezaba a creer que no acabarías de decidirte».
En resumidas cuentas, desde aquel momento parecía estar segura de haberme dominado; tan segura, que, tras el beso, no vaciló en pedirme otros y luego se puso a trabajar de nuevo. Yo quedé confuso y arrepentido. La muchacha me gustaba, sin duda, pues, de lo contrario, no la habría besado; pero también estaba seguro de que no la amaba y de que, en el fondo, aquel beso había sido arrancado por ella a mi vanidad masculina con su petulante y, para mí, halagadora insistencia. Desde entonces escribía sin mirarme ya, con la mirada baja, más bonita que nunca, con su cara redonda y pálida y su gran mata de pelo negro. Luego cometió, tal vez a propósito, otro error, y yo, de nuevo, traté de corregirlo inclinándome sobre ella. Pero ella vigilaba mis gestos, y tan pronto como tuvo mi cara cerca de la suya, se volvió de pronto, me rodeó el cuello con un brazo y atrajo al sesgo mi boca contra la suya. En aquel momento se abrió la puerta y entró Emilia.
Cuanto ocurrió después no creo que sea necesario exponerlo detalladamente. Emilia se retiró en seguida, y yo, tras haber dicho a la muchacha apresuradamente: «Señorita, ha terminado por hoy el trabajo, puede marcharse a casa», salí corriendo del salón para ir en busca de Emilia, que estaba en el dormitorio. En realidad esperaba una escena de celos, pero, en cambio, Emilia se limitó a decirme, cuando entré: «Al menos podrías haberte quitado el carmín de los labios». Me lo quité y luego me senté a su lado, tratando de justificarme diciéndole la verdad. Ella me escuchó con una indefinible expresión de desconfianza recelosa y, en el fondo, indulgente, y, al fin, observó que si yo amaba de verdad a la mecanógrafa, no tendría más que decirlo y ella aceptaría, sin más, la separación. Pero dijo aquellas palabras sin acritud, con una especie de dulzura melancólica, como invitándome tácitamente a desmentirlas. Finalmente, tras muchas explicaciones y mucha desesperación (yo mismo estaba aterrado ante el pensamiento de que Emilia pudiera dejarme), pareció quedar convencida y, tras alguna repulsa y cierta resistencia, accedió a perdonarme. Aquel mismo día, por la tarde, en presencia de Emilia, telefoneé a la mecanógrafa para informarla de que ya no tenía necesidad de ella. La muchacha trató de arrancarme una cita fuera de casa; pero yo le contesté de una manera evasiva, y desde entonces no la volví a ver más.
Como ya he dicho, este recuerdo puede parecer largo, cuando en realidad se presentó a mi memoria en forma de imagen relampagueante: la de Emilia que abría la puerta en el momento en que yo besaba a la mecanógrafa. E inmediatamente me extrañé de no haber pensado antes en ello. Sin duda —pensé—, las cosas se habían desarrollado de la siguiente forma: De momento, Emilia había fingido no dar importancia al incidente, cuando en realidad, tal vez de una manera inconsciente, había quedado profundamente turbada por el mismo. Más tarde habría vuelto a pensar en él, envolviendo en torno a aquel primer recuerdo, cada vez más denso y compacto, el hilo de una creciente desilusión. Y, así, aquel beso, que para mí había sido sólo una debilidad pasajera, había producido, por el contrario, en su ánimo —por decirlo con un término psiquiátrico— un trauma, o sea, una herida que el tiempo, en vez de cicatrizar, había exacerbado cada vez más. Mientras pensaba en estas cosas, sin duda debía de tener un aspecto de persona totalmente obnubilada, ya que de pronto, a través de aquella especie de densa niebla que me envolvía, oí la voz de Rheingold, que preguntaba, alarmado:
—Pero ¿me oye usted, señor Molteni?
La niebla se disipó de pronto, experimenté un pequeño sobresalto y vi la cara sonriente del director, inclinada hacia mí.
—Perdone —dije—, me he distraído un momento… Estaba pensando en lo que ha dicho Rheingold: un hombre que ama a su mujer y no es correspondido por ella…, pero —al no saber qué decir, planteé la objeción que se me había ocurrido al principio—: Ulises, en el poema, es correspondido por Penélope… Más aún, toda la Odisea gira, en cierto sentido, sobre el amor de Penélope por Ulises.
Vi a Rheingold descartar mi objeción con una sonrisa:
—Fidelidad, señor Molteni, no amor… Penélope es fiel a Ulises, pero no sabemos hasta qué punto lo ama, y, como usted sabe, a veces se puede ser muy fiel y no amar… Más aún, en ciertos casos, la fidelidad es una forma de venganza, de chantaje, de resarcimiento del amor propio… Fidelidad, no amor.
Una vez más, quedé impresionado por aquellas palabras de Rheingold. Y, de nuevo, no pude por menos de pensar en Emilia. Y me pregunté si en vez de la fidelidad y de la indiferencia no habría preferido tal vez la traición y el consiguiente remordimiento. Indudablemente, sí. Una Emilia que me hubiese traicionado y se sintiese culpable hacia mí, me habría permitido mirarla con seguridad. Mas apenas me había demostrado a mí mismo que Emilia no me traicionaba; más aún, había sido yo el que la había traicionado a ella. En esta nueva distracción me sorprendió la voz de Battista, que decía:
—Bueno, Molteni, estamos de acuerdo, ¿verdad? Trabajará usted con Rheingold.
Respondí haciendo un esfuerzo:
—Estamos de acuerdo.
—Muy bien —dijo Battista con satisfacción. Entonces haremos lo siguiente: Rheingold tiene que trasladarse a París mañana por la mañana, y permanecerá una semana allí. Usted, Molteni, durante esa semana me hará un resumen de la Odisea y me lo traerá. Y tan pronto como Rheingold vuelva de París, se van ustedes a Capri, y empiezan a trabajar inmediatamente.
Vi a Rheingold levantarse, tras aquella frase conclusiva, y, maquinalmente, me levanté yo también. Me daba cuenta de que habría tenido que hablar del contrarío y del anticipo, y de que, si no lo hacía, Battista acabaría por engatusarme. Pero el pensamiento de Emilia me trastornaba, y aún más la extraña semejanza de la interpretación homérica de Rheingold con mis hechos personales. Sin embargo, logré murmurar, mientras nos dirigíamos hacia la puerta:
—¿Y el contrato?
—Está listo —dijo Battista de una forma inesperada para mí, con una entonación magnánima y casual—, y, con el contrato, el anticipo… Molteni, sólo tiene que pasar por secretaría para firmar el uno y retirar el otro.
Quedé casi aturdido por la sorpresa. Esperaba, como ya me había ocurrido con los otros guiones, las acostumbradas y sutiles discusiones de Battista para rebajar el precio o diferir el pago del mismo. Y ahora, por el contrario, me pagaba inmediatamente y sin discutir. Mientras pasábamos los tres a la sala contigua, la de la administración, no pude por menos de murmurar:
—Gracias, Battista… Ya sabe usted que lo necesito.
Me mordí los labios. En primer lugar no era del todo cierto que lo necesitara, por lo menos, no urgentemente, como la frase daba a entender. Y, además me di cuenta sin saber por qué de que no debería de haber pronunciado aquellas palabras.
Battista remachó aquel mi remordimiento:
—Lo había adivinado, querido muchacho —dijo dándome golpecitos en la espalda, con gesto protector y paternal—, y ya he provisto a ello. —Dirigiéndose a uno de sus secretarios, sentado tras una mesa, añadió—: Éste es el señor Molteni… Viene por lo del contrato y el anticipo.
El secretario, que se había levantado, abrió inmediatamente una carpeta y sacó de ella un contrato ya listo, al que se había adjuntado, por medio de un alfiler, el cheque del anticipo. Battista, después de estrechar la mano de Rheingold, me volvió a dar golpecitos en la espalda, augurándome un buen trabajo, y luego regresó a su despacho.
—Señor Molteni —dijo Rheingold acercándose, a su vez, y extendiéndome la mano—, nos volveremos a ver a mi regreso de París. Usted, entretanto, hará el resumen de la Odisea , se lo entregará al señor Battista y lo discutirá con él.
—Muy bien —dije mirándolo algo extrañado, porque me había parecido sorprender en él cierto gesto de inteligencia mutua.
Rheingold observó mi mirada y, de repente, me cogió por un brazo y, llevando la boca a mi oído:
—Esté tranquilo —me susurró como en un soplo—. Deje usted que Battista hable lo que quiera… Nosotros haremos una película psicológica, solamente psicológica.
Noté que pronunciaba «psicológica» a la manera alemana: «psücologuica», por lo que no pude por menos de sonreír. Me estrechó la mano con una brusca inclinación de cabeza, a la vez que hacía entrechocar sus talones, y se marchó. Me sobresalté mientras lo veía alejarse, al oír la voz del secretario que me decía:
—Señor Molteni, ¿quiere ser tan amable de firmar aquí?
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