Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO XI
A la mañana siguiente me desperté lánguido y dolorido, invadido por una profunda sensación de repugnancia hacia todo lo que me esperaba aquél y los días siguientes, no importaba lo que fuese. Emilia dormía aún en el dormitorio. Y yo, tumbado en el sofá de la sala de estar, titubeé largamente en la penumbra, penetrando, con lentitud y repugnancia, en la realidad que el sueño me había hecho olvidar. Recapitulando, pensé que había de decidir si aceptaba o rechazaba el guión de la Odisea ; saber por qué me despreciaba Emilia y encontrar la manera de reconquistarla.
He dicho que me sentía cansado, lánguido, inerte. Aquella manera casi burocrática de resumir las tres cuestiones vitales de mi vida —como me di cuenta inmediatamente— no era, en el fondo, más que un intento de hacerme la ilusión de que tenía una energía y una lucidez que estaba muy lejos de poseer. Un general, un político, un hombre de negocios tratan de este modo de captar de cerca los problemas que han de resolver, a fin de reducirlos a objetos nítidos, manejables e inanimados. Pero yo no era un hombre de aquella clase, sino algo muy distinto. Y aquella energía y lucidez que me fingía a mí mismo poseer en aquel momento, sentía que me fallarían por completo tan pronto como pasara de la reflexión a la realidad.
Sin embargo, me daba cuenta de aquella insuficiencia mía. Y aun tumbado en el sofá, supino y con los ojos cerrados, comprendía que tan pronto como trataba de formular una respuesta a aquellas tres preguntas, mi imaginación dejaba de marchar sobre el terreno de la realidad para lanzarse al cielo vacío de las aspiraciones. En aquella imaginación, me veía escribiendo el guión de la Odisea con toda facilidad, como si se hubiese tratado de una cosa sin importancia alguna; llegaba a una explicación con Emilia y descubría que toda aquella historia del desprecio, tan terrible en apariencia, había tenido su origen, en realidad, en un equívoco pueril: finalmente, me reconciliaba con ella. Pero al pensar estas cosas me daba cuenta de que consideraba sólo las conclusiones felices, a las que deseaba llegar. Entre estas conclusiones y la situación actual se abría un vacío que no acertaba a llenar en modo alguno; al menos, no conseguía llenarlo con algo que tuviese ni siquiera el más mínimo carácter de solidez y de coherencia. En suma, aspiraba a resolver la situación de acuerdo con mis mejores deseos, pero no sabía en modo alguno cómo acabaría.
Me sentía como adormilado cuando, tal vez, me volví a quedar dormido. De pronto me desperté de nuevo y entreví a Emilia sentada a los pies del sofá, en bata. La sala de estar se hallaba aún en la penumbra, con las persianas bajadas. Pero sobre la mesa, junto al sofá, había encendida una lamparita. Emilia había entrado, había encendido la lámpara y se había sentado junto a mí sin que me diera cuenta.He dicho que me sentía cansado, lánguido, inerte. Aquella manera casi burocrática de resumir las tres cuestiones vitales de mi vida —como me di cuenta inmediatamente— no era, en el fondo, más que un intento de hacerme la ilusión de que tenía una energía y una lucidez que estaba muy lejos de poseer. Un general, un político, un hombre de negocios tratan de este modo de captar de cerca los problemas que han de resolver, a fin de reducirlos a objetos nítidos, manejables e inanimados. Pero yo no era un hombre de aquella clase, sino algo muy distinto. Y aquella energía y lucidez que me fingía a mí mismo poseer en aquel momento, sentía que me fallarían por completo tan pronto como pasara de la reflexión a la realidad.
Sin embargo, me daba cuenta de aquella insuficiencia mía. Y aun tumbado en el sofá, supino y con los ojos cerrados, comprendía que tan pronto como trataba de formular una respuesta a aquellas tres preguntas, mi imaginación dejaba de marchar sobre el terreno de la realidad para lanzarse al cielo vacío de las aspiraciones. En aquella imaginación, me veía escribiendo el guión de la Odisea con toda facilidad, como si se hubiese tratado de una cosa sin importancia alguna; llegaba a una explicación con Emilia y descubría que toda aquella historia del desprecio, tan terrible en apariencia, había tenido su origen, en realidad, en un equívoco pueril: finalmente, me reconciliaba con ella. Pero al pensar estas cosas me daba cuenta de que consideraba sólo las conclusiones felices, a las que deseaba llegar. Entre estas conclusiones y la situación actual se abría un vacío que no acertaba a llenar en modo alguno; al menos, no conseguía llenarlo con algo que tuviese ni siquiera el más mínimo carácter de solidez y de coherencia. En suma, aspiraba a resolver la situación de acuerdo con mis mejores deseos, pero no sabía en modo alguno cómo acabaría.
Al verla sentada a los pies de mi cama, en una actitud familiar que me recordaba otros despertares muy distintos de aquellos tiempos felices, tuve un momento de ilusión. Balbuceé, mientras me incorporaba hasta quedar sentado:
—Emilia, ¿me quieres?
Ella esperó un poco, antes de contestarme; luego me dijo:
—Escucha, quiero hablarte.
Sentía mucho frío. Y estuve a punto de decirle que no deseaba hablar de nada, que me dejara en paz y que tenía que dormir. Mas, por el contrario, le pregunté:
—¿Hablar de qué?
—De nosotros dos.
—Pero no hay nada que decir —respondí, tratando de dominar una repentina inquietud. Has dejado de amarme; más aún, me desprecias. Eso es todo.
—No; quería decirte —pronunció lentamente— que hoy, hoy mismo, me vuelvo a casa de mi madre… He preferido advertírtelo antes de telefonearle… Bueno, ya lo sabes.
No había previsto en modo alguno aquel anuncio, que, por otra parte, después de lo que había ocurrido el día anterior, era completamente lógico y previsible. La idea de que Emilia me abandonase no había podido jamás pasar por mi mente, por muy extraño que pueda parecer. Hasta entonces había creído que ella había alcanzado el límite máximo de su dureza y crueldad hacia mí. Y he aquí que ahora, de un salto, había rebasado aquel límite, de una manera completamente inesperada para mí. Balbuceé, casi incomprensivo:
—¿Quieres dejarme?
—Sí.
Por un momento permanecí en silencio. Luego, de pronto, sentí como un impulso de acción, por la agudeza misma del dolor que me traspasaba. Salté del sofá, y tal como estaba, en pijama, me dirigí hacia la ventana, como si hubiese querido tirar de las persianas hacia arriba para que entrara la luz. Pero en seguida volví atrás y grité con voz fuerte:
—¡Pero tú no puedes irte así! ¡Yo te quiero!
—No seas niño —dijo con voz juiciosa. Separarnos es lo único que nos queda por hacer… Ya no hay nada entre nosotros, al menos por lo que a mí se refiere… Será mejor para los dos.
No recuerdo en absoluto lo que hice después de oír estas palabras; o, mejor aún, recuerdo solamente alguna frase, algún gesto. Como presa de una especie de delirio, debí de decir y hacer entonces cosas de las que no era consciente en absoluto. Creo que empecé a medir la estancia, arriba y abajo, con grandes zancadas, en pijama, despeinado, ora rogando a Emilia que no me abandonase, ora explicándole mi situación, ora incluso monologando, como si estuviese solo.
El guión de la Odisea , la casa, los plazos por pagar, mis ambiciones teatrales sacrificadas, mi amor por Emilia, Battista y Rheingold, todos los aspectos y las personas de mi vida se confundían en mi boca, en una verborrea veloz e incoherente, como los trocitos de vidrio colorado en el fondo de un caleidoscopio agitado por una mano furiosa. Pero, al mismo tiempo, sentía que aquel caleidoscopio no era más que una pobrecita cosa ilusoria, precisamente sólo como los pedacitos de cristales policromos sin orden ni dibujo. Y ahora, el caleidoscopio se había roto, y los trocitos de cristal yacían esparcidos por el suelo, bajo mis ojos. Al mismo tiempo experimentaba una sensación muy precisa de abandono y de espanto por aquel abandono, pero no lograba ir más allá de aquella sensación: me oprimía y me impedía no ya sólo pensar, sino casi ni siquiera respirar.
Todo mi ser se rebelaba con violencia ante el pensamiento de la separación y de la soledad que seguiría a la misma. En efecto, de vez en cuando, la niebla de angustia y de espanto que me envolvía rompíase en jirones, y entonces veía a Emilia sentada en el sofá, siempre en el mismo sitio, que me respondía con calma:
—Pero, Ricardo, razona un poco. Es la única cosa que podemos hacer.
—Pero yo no quiero —repetí por última vez, deteniéndome ante ella. No quiero.
—¿Por qué no quieres? Sé lógico.
No sé lo que contesté, y luego me fui de nuevo al fondo de la estancia y me tiré desesperadamente de los cabellos. Entonces comprendí que, en el estado en que me encontraba, no sólo no era capaz de convencer a Emilia, sino que ni siquiera podía expresarme. Con esfuerzo logré dominarme, volví a sentarme en el sofá y le pregunté, inclinándome y cogiéndome la cabeza entre las manos:
—¿Y cuándo te irás?
—Hoy mismo.
Tras haber dicho estas palabras, se levantó y, sin preocuparse más de mí, que seguía inclinado y con la cabeza entre las manos, salió de la estancia. Noesperaba que se marchase en aquel momento, como hasta entonces no había esperado nada de cuanto había hecho o dicho. Y, por un momento, quedé atónito y casi incrédulo. Luego contemplé la estancia y tuve una extraña sensación, escalofriante por su precisión: se había producido la separación y había empezado mi soledad. La estancia era la misma que cuando Emilia, pocos minutos antes, se había sentado en el sofá; sin embargo, y pese a ello, como pude darme cuenta inmediatamente, era ya distinta por completo. Era como —no pude por menos de pensar— si hubiese desaparecido una de las dimensiones. La estancia había dejado de ser aquélla que había visto hasta entonces, mientras sabía que Emilia estaba en ella. Por el contrario, era ya la que vería Dios sabe durante cuánto tiempo, con la consciencia de que Emilia no estaba ya en ella ni lo estaría jamás. El abandono estaba en el aire, en el aspecto de las cosas, por doquier, y extrañamente, no partía de mí hacia las cosas, sino que, por el contrario, parecía partir de las cosas hacia mí. Todo esto, más que pensarlo, lo advertía en el fondo de mi obtusa sensibilidad, doliente y estupefacta. Luego me di cuenta de que lloraba porque sentí de pronto como una solicitación en la comisura de la boca y, poniéndome un dedo, me di cuenta de que la mejilla estaba mojada. Exhalé entonces un profundo suspiro y empecé a llorar francamente, con violencia. Entretanto, me había levantado y salido de la estancia.
—Está bien, está bien. Me hago cargo; no hablemos más de ello.
Pero fue interrumpida por otra larga parrafada de su madre. Sin embargo, esta vez no tuvo la suficiente paciencia para seguirla escuchando hasta el fin y dijo de pronto:
—Ya me lo has dicho. Está bien. Lo entiendo. Hasta la vista.
La madre dijo todavía algo, ella repitió «hasta la vista» y colgó el aparato, aunque —como pude darme cuenta— siguiera oyéndose al otro lado del hilo la voz de la madre. Luego se levantó y dirigió los ojos hacia mí, pero sin mirarme, como obnubilada. Entonces, con un movimiento instintivo, la aferré de la mano balbuceando:
—No te vayas, te lo ruego, no te vayas.
Los niños conceden al llanto un valor decisivo de persuasión sentimental. Y también, en general, las mujeres y las personas pobres de espíritu y pueriles. En aquel momento, lo mismo que un niño, una mujer o cualquier otra persona débil, aun llorando con dolor sincero, sentía no sé qué esperanza de que mi llanto persuadiera a Emilia a no dejarme. Y esta ilusión, aunque me consolaba algo, me inspiraba, sin embargo, al mismo tiempo, una sensación casi de hipocresía. Como si me hubiese puesto a llorar a propósito, como si hubiera querido servirme de las lágrimas para hacer chantaje a Emilia. De pronto sentí vergüenza por mi actitud; y, sin esperar la respuesta de Emilia, me levanté y salí de la estancia.
Emilia me siguió pocos minutos después. Había tenido justamente el tiempo de recomponerme lo mejor posible, de secarme los ojos, de ponerme una bata sobre el pijama. Me había sentado en la butaca y estaba encendiendo maquinalmente un cigarrillo que no tenía ganas de fumar. Ella dijo de repente, sentándose a su vez:
—Puedes estar tranquilo. No temas, que no me voy.
Pero lo dijo con una voz desesperada, amarga; mas —como pude notar— las comisuras de su boca temblaban, mientras se retorcía la orla de la bata, gesto que revelaba extravío y perplejidad. Luego añadió, con voz repentinamente exasperada:
—Mi madre no me quiere con ella… Dice que ha alquilado mi habitación a una persona. Ya tenía dos realquilados, ahora tiene tres, y toda la casa está llena. Dice que no cree que yo le haya hablado en serio…, que debo pensarlo bien… Por tanto, no sé dónde ir… Nadie me quiere… Me veré, pues, obligada a permanecer contigo.
Aquella frase me hirió, por su cruel sinceridad. Y creo que me agité, como si algo hubiese traspasado mis carnes. No pude por menos de exclamar, resentido:
—Pero ¿por qué me hablas de ese modo? Obligada…, ¿qué te he hecho? ¿Por qué me odias tanto?
Ahora era ella la que lloraba, como pude darme cuenta, aunque tratase de no mostrarlo, escondiendo parte de la cara con una mano. Luego, sacudiendo la cabeza, dijo:
—Tú no querías que me marchara, ¿verdad? Por tanto, deberías de estar contento.
Me levanté del sofá, me senté junto a ella y la estreché entre mis brazos, aunque, al primer contacto, me di cuenta de que se retraía y se me resistía.
—Desde luego que quiero que te quedes —dije—, pero no así…, no obligada, constreñida… ¿Qué te he hecho, Emilia, para que me hables de este modo?
Ella respondió:
—Si quieres, me marcho… Puedo alquilar una habitación…, y sólo tendrías que ayudarme durante un breve período de tiempo… Volvería a trabajar de mecanógrafa… Tan pronto como encontrara trabajo, no te pediría nada.
Grité:
—¡No, no! ¡Quiero que te quedes! Pero, Emilia, ¡no forzada, no obligada!
—No eres tú quien me fuerza —respondió ella, sin dejar de llorar—, sino la vida.
De nuevo, mientras la estrechaba entre mis brazos, sentí la tentación de preguntarle por qué había dejado de amarme e incluso había llegado a despreciarme, y qué había ocurrido, qué era lo que yo le había hecho. Pero ahora, tal vez por contraste con su llanto y su extravío, yo había recuperado, en parte, la calma. Me dije que no era el momento oportuno de plantear ciertas preguntas; que, probablemente, con tales preguntas no llegaría a ningún sitio; que debería recurrir, para saber la verdad, a otros medios menos bruscos. Esperé un poco mientras ella, con la cara vuelta hacia otra parte, seguía llorando en silencio. Luego propuse:
—Mira: suspendamos toda discusión, toda explicación. De todas formas, serviría sólo para hacemos daño el uno al otro. No quiero saber nada más de ti, al menos por ahora. Pero, por favor, escúchame. Pese a todo, he aceptado hacer el guión de la Odisea … Pero Battista desea que la hagamos en el golfo de Nápoles, donde se rodarán casi todos los exteriores… Por tanto, hemos decidido ir a Capri. Te dejaré tranquila, te lo juro… Por lo demás, no podría ocuparme de ti. Tendré que trabajar todo el día con el director, y a duras penas podré verte a las horas de las comidas… Capri es un lugar bellísimo, pronto empezará la temporada de baños… Tú podrás descansar, bañarte, pasear, pensar y decidir sin precipitación lo que quieres hacer… Después de todo, tu madre tiene razón. Debes pensar mejor tu decisión. Luego, dentro de cuatro o cinco meses, me comunicas lo que hayas decidido, y entonces, y sólo entonces, volveremos a hablar de ello.
Ella seguía con la cabeza vuelta hacia el otro lado, como para no verme. Luego preguntó, en tono casi consolado:
—¿Y cuándo partiríamos?
—Muy pronto, o sea, dentro de unos diez días…, tan pronto como el director regrese de París.
Me preguntaba, aun estrechándola contra mí y sintiendo contra mi pecho la redondez y blandura de sus senos, si podía arriesgarme a besarla. En realidad, ella no participaba en modo alguno de aquel abrazo; simplemente, lo sufría, lo toleraba. Pero, de todas formas, me hacía igualmente la ilusión de que aquella pasividad no era indiferente por completo y de que existía un principio de atracción. Luego la oí que preguntaba, siempre con aquel tono consolado y, sin embargo, aún reacio:
—¿Y dónde viviremos en Capri? ¿En un hotel?
Respondí alegremente, pensando en que le gustaría:
—No iremos a ningún hotel. Los hoteles son muy aburridos. Tengo algo mejor que un hotel… Battista nos ha ofrecido su villa. La tendremos a nuestra disposición todo el tiempo que dure la confección del guión.
Inmediatamente me di cuenta —cuando, con excesiva precipitación, acepté el ofrecimiento de Battista— de que a Emilia, por algún motivo muy particular suyo, no le gustaba este proyecto. En efecto, se liberó súbitamente de mi abrazo y, retirándose hacia un rincón del sofá, repitió:
—¿La villa de Battista? ¿Y has aceptado?
—Creí que te gustaría —traté de justificarme—, una villa es mucho mejor que un hotel.
—¿Y has aceptado ya?
—Sí, pensé que procedía correctamente.
—¿Y estaremos allí con el director?
—No; Rheingold vivirá en un hotel.
—¿E irá Battista?
—¿Battista? —respondí, vagamente extrañado por aquella pregunta. Me parece que irá de vez en cuando… Pero un poco… Algún que otro weekend , un día o dos…, para ver cómo va el trabajo.
Aquella vez no dijo nada; pero se buscó en el bolsillo de la bata, se sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Al hacerlo, se le agitó la bata, que se abrió ampliamente hasta por debajo de la cintura, dejándole al descubierto el vientre y las piernas. Las mantenía estrechamente cruzadas, como por pudor; pero su vientre blanco, joven y opulento, se le desbordaba, sobre las piernas cruzadas y musculosas, con una abundancia inocente que parecía más fuerte que todo rechazo. Entonces, al mirarla, sentí, mientras parecía ofrecerse sin saberlo, un deseo violento, de una espontaneidad incompleta que, por un momento, me hizo la ilusión de que podía acercarme a ella y poseerla.
Pero comprendí que no lo haría, pese a todas las ansias que sentía de ella. Y me limité a mirarla casi furtivamente, mientras ella se sonaba la nariz, como temeroso de ser descubierto en aquella mirada y quedar avergonzado. Sin embargo, inmediatamente después me dije que había llegado incluso a aquello: a mirar la desnudez de mi esposa a hurtadillas, con el regusto de las cosas prohibidas, como un muchacho que mirase por la cerradura de una caseta de baños. Y, con una fuerte sensación de enojo, tendí la mano para taparle las piernas con la bata. Ella no pareció darse cuenta de mi gesto. Metiéndose el pañuelo de nuevo en el bolsillo, dijo, esta vez con voz tranquila:
—Iré a Capri, pero con una condición.
—No me hables de condiciones. ¡No quiero saber nada de condiciones! —grité de pronto, de manera inesperada. De acuerdo, iremos. Pero no quiero saber nada más. Y ahora, vete.
Debió de haber en mi voz no sé qué furia, porque ella se levantó inmediatamente, casi espantada, y salió de la estancia a toda prisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario