martes, 16 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio XII

 


Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO XII


Había llegado el día de la partida para Capri. Battista había decidido acompañarnos a la isla, para hacernos —como había dicho él mismo— los honores de la casa. Cuando bajamos a la calle encontramos, junto a mi pequeño coche utilitario, el poderoso automóvil rojo, fuera de serie, del productor. Estábamos ya a primeros de junio, pero el tiempo se hallaba aún incierto, nublado y ventoso. Battista, con ligera chaqueta de cuero y pantalones de franela, permanecía de pie junto al coche, hablando con Rheingold, el cual a tenor con las circunstancias y como buen alemán que considera a Italia como el país del sol, se había vestido muy ligeramente, con una gorra de visera de tela blanca y un traje de lino rayado, de corte colonial. Emilia y yo salimos de la casa seguidos por el portero y la criada, que llevaban las maletas. Inmediatamente, los dos hombres se separaron del coche y salieron a nuestro encuentro.
    —Bueno, ¿cómo nos vamos a colocar? —preguntó Battista tras los saludos. Y luego, sin esperar la respuesta—: Propongo que la señora venga conmigo, en mi coche, y que Rheingold vaya en el suyo, Molteni. Así, durante el viaje podrán empezar a hablar de la película. Porque —concluyó con una sonrisa, aunque su tono era serio— a partir de hoy empieza el trabajo… Y yo quiero tener el guión en mi poder dentro de dos meses.
    Miré a Emilia casi maquinalmente. Y noté en su cara aquella especie de descomposición de los rasgos que otras veces había observado y que era señal, en ella, de perplejidad y de repugnancia. Pero no hice caso; ni establecí un nexo entre aquella expresión y la proposición —por lo demás, razonable— de Battista.
    —Muy bien —dije, esforzándome por parecer alegre, como me pareció que lo requería la alegre circunstancia de la excursión al mar—, muy bien. Emilia irá con usted, y Rheingold vendrá conmigo. Pero no prometo hablar del guión.
    Emilia empezó a hablar:
    —A mí me asusta la velocidad, y usted, con su coche, corre siempre mucho.
    Pero Battista, cogiéndola impetuosamente por un brazo, gritó:
    —¡Conmigo no ha de tener miedo alguno! Además, ¿por qué ha de tener miedo? También yo aprecio mi pellejo.
    Y así diciendo, casi la arrastró hacia su coche. Vi a Emilia mirarme con aire interrogativo y extraviado y me pregunté si no debía insistir para lograr que fuese conmigo. Pero pensé que Battista podría tomárselo a mal. Tenía la pasión del automovilismo, y, a decir verdad, conducía muy bien. Callé de nuevo. Emilia objetó aún, débilmente:
    —Yo preferiría ir en el coche de mi marido.
    Pero Battista protestó, jovialmente:
    —Pero ¿qué pasa con tanto marido? Todo el día está con él. ¡Vamos, vamos, que me ofenderá!
    Entretanto llegaron al automóvil, Battista abrió la portezuela, Emilia subió y se sentó y Battista dio la vuelta en torno al coche para subir, a su vez, por la otra parte. Me sobresalté mientras la miraba, algo abstraído, al oír la voz de Rheingold, que me decía:
    —Bueno, ¿estamos listos?
    Me agité, subí a mi vez y encendí el motor. Oí a mis espaldas el ruido del coche de Battista, que partía. Luego el coche nos rebasó y, velozmente, se alejó por la estrecha calle en declive. Apenas tuve tiempo de entrever, por el cristal trasero del coche, y de hombros para arriba, a Emilia y a Battista, sentados uno al lado del otro. Luego, el automóvil torció por una esquina y desapareció.
    Battista nos había recomendado hablar del guión durante el viaje. Recomendación superfina. Tan pronto como hubimos atravesado la ciudad de punta a punta, a la mediocre velocidad permitida por mi pequeño coche, y embocado la carretera de Formia, Rheingold, que hasta entonces había permanecido en silencio, empezó a hablar:
    —Diga la verdad, Molteni. Usted tenía miedo aquel día, en casa de Battista, a ser obligado a hacer una película kolossal —y subrayó la palabra alemana con una sonrisa.
    —Y aún sigo teniéndolo —dije distraídamente—, entre otras cosas, porque es lo que hoy está de moda en los estudios italianos.
    —Pues no debe usted tener miedo alguno. Nosotros —dijo adoptando de pronto un tono duro y autoritario— haremos una película psicológica y solamente psicológica…, como pude decirle aquel día. Yo, querido Molteni, no tengo la costumbre de hacer lo que quieren los productores, sino lo que yo quiero. En este asunto yo soy el amo y nadie más. De lo contrario, no hago la película. Sencillo, ¿no?
    Respondí que, en efecto, era muy sencillo. Y lo hice en un tono sinceramente alegre, porque aquella afirmación de autonomía me permitía esperar ponerme fácilmente de acuerdo con Rheingold para un trabajo menos enojoso que lo acostumbrado. Rheingold, tras un momento de silencio, prosiguió:
    —Ahora quiero exponerle algunas de mis ideas. ¿Es usted capaz de conducir y, al mismo tiempo, escuchar?
    Respondí:
    —Por supuesto.
    Pero al mismo tiempo, y tan pronto como me había vuelto hacia Rheingold, en un cruce de caminos, un carro tirado por una pareja de bueyes apareció en la carretera y tuve que virar rápidamente. El coche se inclinó, describió un violento zigzag y yo, no sin trabajo, apenas tuve tiempo de enderezar y evitar por milímetros chocar contra un árbol. Rheingold se echó a reír.
    —Yo diría que no.
    —No haga caso —dije algo enojado—, era imposible ver a esos bueyes de ninguna manera. Hable. Le escucho.
    Rheingold no se hizo rogar:
    —Mire usted, Molteni. Yo he aceptado ir a Capri, pues, en efecto, rodaremos los exteriores de la película en el golfo de Nápoles. Pero eso no será más que el fondo. Para el resto podemos permanecer en Roma, porque, en realidad, el drama de Ulises no es el drama de un marinero, ni de un explorador o un veterano de guerra que regresa. Es el drama de cada hombre. El mito de Ulises esconde la verdadera historia de cierto tipo de hombres.
    Yo dije, como al azar:
    —Todos los mitos griegos ocultan dramas humanos sin tiempo ni lugar, porque son eternos.
    —Exacto. En otras palabras, todos los mitos griegos son alegorías figuradas de la vida humana. Ahora bien, ¿qué hemos de hacer nosotros, los hombres modernos, para resucitar esos mitos tan antiguos y tan oscuros…? En primer lugar, encontrar el significado que puedan tener para nosotros, hombres modernos, y luego profundizar este significado interpretarlo, ilustrarlo…, pero de una manera viva, autónoma, sin dejarnos aplastar por las obras maestras que la literatura griega extrajo de estos mitos. Pongamos un ejemplo. Sin duda conoce usted El luto le sienta bien a Electra , de O’Neill, obra que ha inspirado la película del mismo nombre.
    —En efecto, conozco la obra.
    —Pues bien, O’Neill comprendió asimismo una verdad tan simple: que había que interpretar a la manera moderna los mitos antiguos. Y así lo hizo en el caso de la Orestíada . Pero no me gustó mucho El luto le sienta bien a Electra . ¿Y sabe por qué? Porque O’Neill se dejó intimidar por Esquilo. Creyó, justamente, que el mito de Orestes podía ser interpretado psicoanalíticamente… Pero, intimidado por el argumento, hizo una transcripción demasiado literal del mito. Y, de la misma forma que un buen escolar transcribe un tema sobre un cuaderno de papel rayado, a O’Neill se le ven las rayas, Molteni.
    Oí a Rheingold reír para sí, contento de aquella su crítica de O’Neill.
    Corríamos entonces a través de la campiña romana, no lejos del mar, entre las bajas colinas de trigo maduro, con algún que otro árbol frondoso acá y allá. Debíamos de haber quedado muy rezagados respecto a Battista —pensé—; la carretera, hasta donde alcanzaba la vista, estaba vacía en las largas rectas, en las curvas… A aquellas horas, Battista correría, a más de cien por hora, muy lejos de nosotros, tal vez cincuenta kilómetros más adelante. Oí a Rheingold hablar de nuevo:
    — Si O’Neill había comprendido esta verdad, o sea, que los mitos griegos han de ser interpretados de una manera moderna, según los últimos descubrimientos de la Psicología, no debería haber respetado excesivamente el argumento, sino prescindir de él, abrirlo en canal, renovarlo… Pero no lo hizo, por lo cual, El luto le sienta bien a Electra resulta pesado y frío, parece un deber escolar.
    —A mí me parece bonito —objeté.
    Rheingold no tuvo en cuenta la objeción y prosiguió:
    —Nosotros debemos hacer con la Odisea lo que O’Neill no quiso o no supo hacer con la Orestíada … Abrirla, de la misma forma que se abre un cuerpo en el anfiteatro anatómico, examinar su mecanismo interno, desmontarlo y luego volverlo a montar de acuerdo con nuestras exigencias modernas.
    Me preguntaba adonde querría ir a parar Rheingold. Dije como casualmente:
    —El mecanismo de la Odisea es bien claro y conocido: el contraste entre la nostalgia del hogar, de la familia y de la patria, y los innumerables obstáculos que impiden un pronto retorno a la patria, al hogar, a la familia… Probablemente todo prisionero de guerra, todo veterano de la misma retenido, por algún motivo, lejos de su tierra después de acabada la guerra, es, a su modo, un pequeño Ulises.
    Rheingold soltó una risita que sonó como el cacareo de una gallina.
    —Lo esperaba: el veterano, el prisionero de guerra…, nada de eso, amigo Molteni… Usted se detiene en la superficie, en los hechos. De este modo, la película la Odisea correría el peligro de ser sólo un filme kolossal , de aventuras, tal como lo quiere Battista. Pero Battista es el productor, y justo es que piense de ese modo. Pero usted no, Molteni, que es un intelectual. Molteni, usted es inteligente y debe emplear su cabeza… trate de emplearla.
    —La estoy empleando —dije algo molesto—, no hago otra cosa.
    —No, no la está empleando… Busque bien, mire bien y observe, ante todo, un hecho: la historia de Ulises es la historia de las relaciones de Ulises con su esposa.
    Aquella vez no dije nada. Rheingold prosiguió:
    —¿Qué es lo que nos impresiona más en la Odisea ? La lentitud del retorno de Ulises, el hecho de que tarde diez años en volver a casa…, y de que durante esos diez años, pese a su tan proclamado amor por Penélope, en realidad la traiciona cada vez que se le presenta la ocasión. Homero nos dice que Ulises sólo pensaba en Penélope, sólo deseaba reunirse con ella. Pero ¿hemos de creerle, Molteni?
    —Si no creemos a Homero —dije, algo humorísticamente—, no veo en realidad a quién hemos de creer.
    —A nosotros mismos, hombres modernos, que sabemos ver a través del mito. Molteni, tras haber leído y releído varias veces la Odisea , he llegado a la conclusión de que, en realidad, tal vez casi sin darse cuenta de ello, Ulises no quería volver a casa, no quería reunirse con Penélope. Ésta es mi conclusión, Molteni.
    De nuevo, no dije nada. Rheingold, estimulado por mi silencio, prosiguió:
    —En realidad, Ulises es un hombre que teme volver junto a su mujer, y ya veremos luego por qué; y, al temer esto, busca, en su subconsciente, crear obstáculos a su retorno… Su espíritu aventurero, tan famoso, en realidad es sólo un deseo inconsciente de enlentecer el viaje, disipándolo en aventuras que, en efecto, lo interrumpen y lo desvían… Y los que se oponen al retorno de Ulises no son ya sólo Escila y Caribdis, Calipso y los feacios, Polifemo, Circe y los dioses. No; es el propio subconsciente de Ulises el que poco a poco va ofreciendo al propio Ulises buenos pretextos para estar aquí un año, allí dos, etcétera.
    Así, Rheingold había querido ir a parar a aquella interpretación clásicamente freudiana. Me extrañé sólo de no haber pensado antes en ello: Rheingold era alemán, había dado sus primeros pasos en Berlín, en los tiempos del éxito inicial de Freud, y había pasado por los Estados Unidos, donde el psicoanálisis gozaba de gran predicamento, por lo que era natural que tratase de aplicar sus métodos incluso al héroe por excelencia carente de complejos: al propio Ulises. Dije secamente:
    —Muy ingenioso, pero aún no veo cómo…
    —Un momento, Molteni, un momento… Está bien claro, a la luz de ésta mi interpretación —que es la única justa, según los últimos descubrimientos de la Psicología moderna—, que la Odisea es sólo la historia interna de una repugnancia, por así decirlo, conyugal… Esta repugnancia conyugal es ampliamente debatida y profundizada por Ulises, y, al fin, sólo tras diez años de lucha consigo mismo, logra  vencerla, superarla, aceptando precisamente la situación que la había provocado… En otras palabras, Ulises, durante diez años, se plantea a sí mismo todos los posibles retrasos, se inventa todos los posibles pretextos para no volver bajo el techo conyugal. E incluso piensa más de una vez en unirse a otra mujer. Sin embargo, al final logra dominarse y regresa. Ahora bien, este retorno de Ulises equivale precisamente a aceptar la situación por la que se había marchado y no quería regresar.
    —¿Qué situación? —pregunté, esta vez realmente extrañado. Ulises, ¿no partió simplemente para participar en la guerra de Troya?
    —Exterioridad, exterioridad —repitió Rheingold con impaciencia. Pero de la situación en Ítaca, de los aspirantes a la mano de Penélope y de todo lo demás hablaré cuando explique las razones por las que Ulises no quiere volver a Ítaca y teme volver a encontrarse con su mujer. De momento sólo quiero subrayar un primer punto importante: la Odisea no es una aventura en extensión a través del espacio geográfico, como trataría de hacernos creer Homero. Por el contrario, es un drama completamente interno de Ulises, y todo lo que ocurre en ella son símbolos del subconsciente de Ulises. Naturalmente, usted conocerá a Freud, ¿verdad, Molteni?
    —Sí, algo.
    —Pues bien, Freud nos servirá de guía en este paisaje interior de Ulises, y no Bérard, con sus mapas geográficos y su filología, que no explica nada. Y, en vez del Mediterráneo, nosotros exploraremos el ánimo de Ulises, o, mejor aún, su subconsciente.
    Dije, oscuramente irritado, tal vez con violencia excesiva:
    —Pero entonces es inútil ir a Capri para un drama de boudoir . Más valdría trabajar en una estancia amueblada, en un barrio moderno de Roma.
    Al oír aquellas palabras, Rheingold me lanzó una ojeada entre sorprendida y ofendida; pero luego rio desagradablemente, como quien prefiere tomar a broma una discusión que amenaza acabar mal.
    —Lo mejor es que prosigamos esta conversación en Capri, con calma —dijo, para añadir luego—: Molteni, no puede usted a la vez conducir y discutir conmigo de la Odisea . Lo mejor es que usted conduzca y yo me dedique a admirar este bellísimo paisaje.
    No me atreví a contradecirlo. Y durante casi una hora marchamos en silencio. Ante nosotros se extendía la tierra de las antiguas lagunas o cenagales pontinos, con el canal perezoso y denso a la derecha de la carretera y la verde llanura bonificada a la izquierda. Pasamos por Cisterna y, más adelante, por Terracina. Tras esta última ciudad, la carretera empezó a discurrir junto al mar, de una parte, y, de la otra, junto a las mediocres montañas rocosas tostadas por el sol. El mar no estaba en calma: más allá de las dunas amarillentas y negras se veía de un verde turbio, que se adivinaba causado por la mucha arena arrancada al fondo por una tempestad reciente. Macizas olas se levantaban lentamente para morir sobre la breve playa con su agua blanca y jabonosa. Más lejos, el mar se veía movido, pero sin olas, y el color verde viraba hacia un azul casi violento, sobre el que corrían rápidamente, empujados por el viento, apareciendo y desapareciendo alternativamente, blancos rizos de espuma. En el cielo se observaba el mismo desorden caprichoso y vivaz: nubes blancas que viajaban en todos los sentidos; vastos espacios azules, barridos por una luz radiante y cegadora; aves marinas que volteaban, se abatían y se abandonaban, como si trataran de secundar con su vuelo las ráfagas y los remolinos del viento. Conducía con los ojos clavados en aquel paisaje marino. Y de pronto, como si se tratara de una reacción al remordimiento que me había inspirado la mirada sorprendida y ofendida de Rheingold cuando definí su interpretación de la Odisea como «drama de boudoir », se me ocurrió pensar que, después de todo, yo no carecía de razón: sobre aquel mar de tintas tan frescas, bajo aquel luminoso cielo, a lo largo de aquel litoral desierto no habría resultado difícil imaginar las negras naves de Ulises, perfiladas entre una ola y otra, navegando hacia las tierras entonces vírgenes y desconocidas del Mediterráneo. Y Homero había querido representar precisamente un mar como aquél, bajo un cielo idéntico, a lo largo de un litoral semejante, con personajes que se parecían a aquella naturaleza y tenían su antigua sencillez, su amable mesura. Todo estaba allí y no había nada más. Y, por el contrario, Rheingold quería ahora hacer de este mundo tan coloreado y luminoso, animado por los vientos, poblado de criaturas sutiles y vibrantes, una especie de tinieblas viscerales, sin colores ni formas, sin sol y sin aire: el subconsciente de Ulises.
    De esta forma, la Odisea no sería ya la maravillosa aventura del descubrimiento del Mediterráneo, en la fantástica infancia de la Humanidad, sino el drama interior de un hombre moderno atrapado en las contradicciones de una psicosis. Como una conclusión de estas reflexiones, me dije que, en cierto sentido, no habría podido tocarme un guión peor que aquél: a la acostumbrada proclividad del cine a empeorar, mediante cambios, todo cuanto no tenía necesidad alguna de ser cambiado, se añadía, en este caso, la particular melancolía y tristeza, completamente mecánica y abstracta, del psicoanálisis, aplicada, por añadidura, a una obra de arte tan libre y tan concreta como la Odisea .
    En aquel momento pasábamos a poquísima distancia del mar: al otro lado de la carretera se veían los verdes sarmientos de una exuberante viña plantada casi en la arena, y luego la orilla breve, negra de detritos, sobre la cual las olas, lentas y henchidas, se abatían espumeantes de cuando en cuando. Frené de golpe y dije secamente:
    —Necesito estirar las piernas.
    Bajamos, y yo me encaminé en seguida por un estrecho sendero que, a través de la viña, desembocaba en la playa. Dije a Rheingold:
    —He estado encerrado en casa durante ocho  meses. No veo el mar desde el verano pasado. Vayamos un momento a la playa.
    Él me siguió en silencio. Tal vez estaba aún ofendido y me hacía mala cara. El sendero serpenteaba a través de la viña durante más de cincuenta metros, para morir sobre la arena de la orilla. Ahora, el rumor mecánico y monótono del motor había sido sustituido por el fragor irregular y sonoro —delicioso para mí— de las olas, que se amontonaban y rompían en desorden. Caminé durante un breve trecho, ora adentrándome sobre la espejeante y mojada arena, ora retrocediendo, a medida que las olas avanzaban o se retiraban. Finalmente, me detuve y permanecí largo rato inmóvil, de pie sobre una duna, con la vista clavada en el horizonte. Tenía la impresión de que había ofendido a Rheingold; que, de cualquier forma, había de reemprender la conversación de una manera más cortés y que él esperaba que lo hiciera así. Y aunque lamentase mucho interrumpir aquella mi extasiada contemplación de los espacios marinos, al fin me decidí a hacerlo:
    —Perdone, Rheingold —dije de pronto—, tal vez no me haya expresado bien hace un rato. Pero, a decir verdad, su interpretación no me ha convencido del todo. Si quiere, le diré por qué.
    Él replicó inmediatamente, con obsequiosidad:
    —Diga, diga. Discutir forma parte de nuestro trabajo, ¿no le parece?
    —Pues bien —proseguí sin mirarlo—, no estoy convencido del todo porque la Odisea podrá tener también ese significado, no lo discuto. Pero la cualidad distintiva de los poemas homéricos, y, en general, del arte clásico, es la de esconder tales significados y otros miles que se nos puedan ocurrir a nosotros, los hombres modernos, de una forma definitiva que yo llamaría profunda. Quiero decir —añadí con repentina e inexplicable irritación— que la belleza de la Odisea radica precisamente en ese creer en la realidad tal como es y como se presenta objetivamente…, en suma, en esa forma que no se deja analizar ni desmontar y que es la que es; y así se ha de tomar o dejar. En otras palabras —concluí, siempre mirando al mar, no a Rheingold—, el mundo de Homero es un mundo real. Homero pertenecía a una civilización que se desarrolló de acuerdo con la Naturaleza y no en contraste con la misma. Por eso Homero creía en la realidad del mundo sensible y lo veía realmente como lo representó. Y también nosotros deberíamos tomarlo tal y como es, creyendo en él como creía Homero, literalmente, sin tratar de buscarle ocultos significados.
    Callé, aunque no calmado, sino, por el contrario, extrañamente exasperado por mi intento de aclaración, como si hubiese realizado un esfuerzo que sería inútil. Y, en efecto, casi inmediatamente me llegó la respuesta de Rheingold, junto con su carcajada, esta vez triunfante:
    —Extrovertido, extrovertido… Usted, Molteni, como todos los mediterráneos, es un extrovertido y no sabe lo que es ser introvertido. Sin embargo, no hay nada de malo en ello. Yo soy introvertido y usted es extrovertido. Precisamente lo he elegido por eso. Usted contrapesará con su carácter extrovertido mi carácter introvertido. De esta forma, verá usted cómo nuestra colaboración marcha a las mil maravillas.
    Estuve a punto de responderle; y creo que mi respuesta lo habría ofendido de nuevo, porque volví a sentirme intensamente irritado por su terca obtusidad. Pero entonces oí de improviso a mis espaldas una voz bien conocida:
    —Rheingold, Molteni, ¿qué hacen ustedes ahí? ¿Están tomando el fresco del mar?
    Me volví y, recortadas contra la fuerte luz de la mañana, allá donde las dunas eran más altas, vi las figuras de Battista y de Emilia. Battista bajaba rápidamente hasta donde nos encontrábamos nosotros, agitando una mano en señal de saludo; Emilia lo seguía más lentamente, mirando hacia abajo. En la actitud de Battista, todo denotaba una alegría y una seguridad superiores a lo acostumbrado. En cambio, en la de Emilia me pareció advertir descontento, perplejidad y no sé qué de repugnancia.
    Dije en seguida a Battista, algo extrañado:
    —Los creíamos mucho más adelantados…, tal vez en Formia, e incluso más lejos.
    Battista respondió, con voz desenvuelta:
    —No hemos adelantado mucho porque he querido enseñar a su esposa un terreno que tengo cerca de Roma y en el que estoy haciendo construir una finca. Luego hemos encontrado un par de pasos a nivel cerrados. —Se volvió hacia Rheingold y dijo—: ¿Va todo bien, Rheingold? ¿Han hablado de la Odisea ?
    —Sí, todo va bien —respondió Rheingold en el mismo estilo telegráfico, bajo la visera de su gorra de tela. Evidentemente, la llegada de Battista le molestaba, pues habría preferido continuar la conversación que sosteníamos.
    —¡Magnífico, estupendo! —Battista nos cogió confidencialmente por el brazo y empezó a andar arrastrándonos hacia Emilia, que se había detenido a cierta distancia de la playa—. Entonces —añadió con una galantería que me pareció insufrible—, entonces, bella señora, es usted la que ha de decidir. ¿Comemos en Nápoles o en Formia? Elija usted.
    Emilia se sobresaltó y dijo:
    —Decídanlo ustedes. A mí me es igual.
    —No, no; corresponde a las mujeres decidir, ¡qué diablo!
    —Pues bien, comamos en Nápoles. Ahora no tengo apetito.
    —Estupendo. En Nápoles, pues… ¡La sopa de pescado con ese juguillo tan delicioso, y las orquestinas tocando ’O sole mio !
    No cabía la menor duda de que Battista estaba realmente alegre.
    —¿A qué hora zarpa el vaporcito para Capri? —preguntó Rheingold.
    —A las dos y media. Bueno, vámonos —dijo Battista. Nos dejó y trepó por el sendero.
    Rheingold lo siguió y yo lo alcancé, caminando a su lado. Emilia, por el contrario, permaneció aún parada unos instantes, fingiendo ver al mar, como para dejar que se adelantaran. Pero tan pronto como llegué a su altura, me cogió del brazo y me dijo en voz baja:
    —Ahora iré en tu  coche…, y procura no contradecirme.
    Quedé impresionado por su tono urgente:
    —Pero ¿qué ha sucedido?
    —Nada… Sólo que Battista corre demasiado.
    Recorrimos en silencio el sendero. Cuando llegamos a la carretera, ante los dos coches parados, Emilia se dirigió resueltamente hacia el mío.
    —¡Eh! —gritó Battista—, ¿no viene conmigo la señora?
    Me volví. Battista se hallaba junto a la portezuela, abierta, de su automóvil, en medio de la carretera llena de sol. Rheingold, incierto, permanecía de pie entre los dos coches, mirándonos. Emilia dijo sin levantar la voz, con toda calma:
    —Ahora voy con mi marido. Nos volveremos a ver en Nápoles.
    Esperaba que Battista renunciara, sin insistir. Mas, por el contrario, vi, sorprendido, que corría a nuestro encuentro:
    —Señora, con su marido estará dos meses en Capri. En cambio, yo —añadió en voz baja, para que no lo oyera el director— he estado demasiado tiempo en Roma con Rheingold, y le aseguro que no es divertido. Su marido no tendrá nada en contra a que venga usted conmigo, ¿no es verdad, Molteni?
    No pude por menos de responder, aunque con esfuerzo:
    —Absolutamente nada… Pero Emilia dice que corre usted demasiado.
    —Iré a paso de tortuga —prometió Battista chispeante y animado—. Pero le ruego que no me deje solo con Rheingold —bajó de nuevo la voz—. ¡Si supiese usted lo aburrido que es! Sólo habla de cine.
    No sé lo que me ocurrió en aquel momento. Tal vez pensé que no valía la pena disgustar a Battista con un pretexto tan fútil. Antes aun de que tuviese tiempo de reflexionar, dije:
    —¡Vamos, vamos, Emilia!, ¿no quieres contentar a Battista? Además, tiene razón —añadí con una sonrisa—. Con Rheingold sólo se puede hablar de cine.
    —Exactamente —contestó Battista, contento. Y luego, cogiendo a Emilia por un brazo, muy arriba, bajo la axila, añadió—: ¡Vamos, bella señora, no sea mala! Le prometo que iré a paso de hombre.
    Vi a Emilia lanzarme una mirada que de momento no supe definir y, al fin, responder lentamente:
    —Si me lo dices tú… —Por fin, volviéndose con repentina decisión, añadió—: Vamos, pues —y se fue con Battista, el cual la mantenía cogida por el brazo, como si temiera que se le escapara. Quedé incierto, de pie junto a mi automóvil, viendo cómo se alejaban Battista y Emilia. Al lado de Battista, tosco y más bajo que ella, Emilia caminaba con paso indolente, lento, forzado y, sin embargo, lleno de intensa y misteriosa sensualidad. En aquel momento me pareció bellísima. No la «bella señora» burguesa a la que aludía Battista, con voz anhelante y metálica, sino precisamente bellísima, como una criatura sin tiempo ni lugar, que armonizaba con el centelleante mar y con el luminoso cielo, contra el cual se recortaba su figura. Luego, mientras la miraba, me asaltó este pensamiento: «¡Imbécil! Tal vez ella quería estar a solas contigo. Tal vez quería explicarse de una vez, confiarse. Quizá quería decirte que te ama…, y tú la has obligado a que fuera con Battista».
    Al hacerme esta reflexión sentí una tremenda pena y levanté el brazo como para llamarla. Pero ya era demasiado tarde. Había subido al automóvil de Battista, éste se había sentado a su lado y Rheingold se dirigía hacia mí. También yo subí a mi coche, y Rheingold se sentó a mi lado. En el mismo momento, el coche de Battista nos rebasó, se empequeñeció rápidamente en lontananza y desapareció de nuestra vista.
    Tal vez Rheingold advirtió el violento mal humor que en aquel momento me agitaba, porque en vez de reanudar, como temí, la conversación sobre la Odisea , se caló la gorra sobre los ojos, se retrepó en el asiento y no tardó en quedar amodorrado. Yo conduje en silencio, arrancando la máxima velocidad a mi pequeño e impotente coche. Entretanto, y de manera incontrolable y furiosa, crecía mi mal humor. La carretera se había alejado del mar, y ahora atravesaba una campiña próspera y dorada por el sol. ¡Cómo habría gozado en otros momentos al ver aquellos árboles frondosos, que de vez en cuando se reunían sobre mi cabeza, formando una viva galería de susurrantes ramas! ¡Aquellos olivos grises, desparramados, hasta donde llegaba la vista, sobre las rojizas colinas! ¡Aquellos bosquecillos de naranjos de hojas lustrosas y oscuras, a cuyo través resplandecía el oro de sus frutos! ¡Aquellas viejas alquerías ennegrecidas, junto a los rubios pajares! Pero yo no veía nada. Me limitaba a conducir, y a medida que pasaba el tiempo, más se intensificaba mi miserable mal humor. No trataba de descubrir el motivo del mismo, el cual, sin duda, superaba el simple remordimiento de no haber insistido para que Emilia fuese conmigo. Aunque lo hubiese querido, mi mente se hallaba tan ofuscada por la ira, que no habría sido capaz de reflexionar sobre ello.
    Así, semejante a una especie de incontrolable convulsión nerviosa que dura sólo cuanto debe durar y luego en fases sucesivas, se atenúa poco a poco y acaba por cesar, dejando al enfermo dolorido y aturdido, mi mal humor, a través de los campos, llanuras y montañas, alcanzó su punto culminante, para disminuir luego y, finalmente, en las proximidades de Nápoles, desaparecer del todo. Ahora bajábamos rápidamente la colina hacia el mar, frente al golfo azul, entre pinos y magnolias. Y yo me sentía lánguido y obtuso, precisamente como el alma y el cuerpo de un epiléptico que hubiese sido agitado por una convulsión violenta e irresistible.







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