John Steinbeck Los crisantemos
Una niebla invernal, gris y espesa separaba al Valle de Salinas del cielo y del resto del mundo. Era una densa bruma que se apoyaba por sus bordes en las crestas de las montañas, convirtiendo el valle en una olla tapada. En el fondo, donde el suelo era llano, los arados abrían surcos profundos por los que asomaba la tierra rica y rojiza. En las laderas de los montes, al otro lado del río Salinas, los campos de espigas amarilleaban como si estuvieran bañados en una pálida luz solar, pero esta no llegaba hasta allí. Los álamos y sauces que crecían apretados al borde del río, parecían gigantescas antorchas cuyas llamas eran sus hojas amarillas o pardas.
Era una hora tranquila, como de espera. El aire era frío, pero carecía de asperezas. Un viento flojo soplaba del sudoeste y los granjeros esperaban confiados la lluvia inminente; pero antes debía levantarse la niebla, porque la lluvia y niebla nunca van juntas.
En el rancho de Henry Allen, al pie de la montaña, entre esta y el río, había poco que hacer, porque todo el heno había sido segado y los campos estaban arados, en espera de la lluvia que los fecundase. Las reses que se encaramaban por los ribazos tenían un aspecto marchito y reseco como la misma tierra.
Elisa Allen, que trabajaba en su jardín, levantó los ojos un momento para mirar al otro lado del patio, donde Henry, su marido, hablaba con dos hombres que parecían agentes comerciales. Los tres estaban de pie, junto al cobertizo del tractor, los tres fumaban cigarrillos y los tres miraban el pequeño “Fordson” mientras hablaban. Elisa los contempló un momento y luego reanudó su trabajo. Tenía treinta y cinco años. Su cara era delgada y de expresión enérgica, y sus ojos claros y transparentes como el agua. Vestida de jardinera, con un sombrero masculino encasquetado hasta los ojos y un delantal de pana muy grande, en cuyos cuatro bolsillos guardaba las tijeras de podar, un rollo de alambre y otras herramientas de jardinería, su silueta aparecía pesada y torpe, carente de gracia femenina. Tenía puestos unos guantes de cuero para protegerse las manos mientras trabajaba.
Con unas tijeras cortas y fuertes estaba cortando los tallos de los crisantemos del año anterior, mientras de vez en cuando echaba otra ojeada a los tres hombres junto al tractor. Todo en ella revelaba energía y fuerza, hasta el modo de manejar las tijeras. Los frágiles tallos de los crisantemos parecían indefensos bajo sus implacables manos.
Apartó de los ojos un mechón rebelde, ensuciándose de tierra la frente con el dorso de la mano enguantada. A su espalda se alzaba la casita blanca, enteramente rodeada de geranios rojos. Era un edificio pequeño y limpio, cuyas ventanas brillaban como espejos. Ante su puerta podía verse una estera de cáñamo para limpiarse los zapatos antes de entrar.
Elisa volvió a mirar hacia el cobertizo. Los forasteros subían a su “Ford” coupé. Se quitó un guante e introdujo sus fuertes dedos en la masa de crisantemos que crecían en torno a los viejos tallos. Apartando hojas y pétalos examinó cuidadosamente los tallos nuevos en busca de orugas, insectos o escarabajos.
Se sobresaltó al oír la voz de su marido. Se le había acercado sin hacer ruido y se apoyaba en la cerca de espino que protegía el jardín de las incursiones de reses, perros o aves.
—¿Otra vez lo mismo? —preguntó él—. Veo que vas a tener una abundante cosecha este año.
Elisa se enderezó y volvió a ponerse el guante que se había quitado.
—Sí. Este año crecen con fuerza.
Tanto en el tono de su voz como en su expresión había cierta aspereza.
—Eres muy mañosa —observó Henry—. Algunos de los crisantemos que tenías el año pasado medían por lo menos un palmo de diámetro. Me gustaría que trabajases en la huerta y consiguieras manzanas de este tamaño.
A ella se le iluminaron los ojos.
—Tal vez podría. Es cierto que soy mañosa. Mi madre también lo era. Cualquier cosa que plantase, crecía. Solía decir que todo era cuestión de tener manos de plantador. Manos que saben trabajar solas.
—Desde luego, con las flores parece que te da resultado —dijo él.
—Henry: ¿Quiénes eran esos con quienes hablabas?
—¡Ah, sí! Es lo que venía a decirte. Eran de la Compañía Carnicera del Oeste, le he vendido las treinta reses de tres años. A un precio muy bueno, además.
—Me alegro —dijo ella—. Me alegro por ti.
—He pensado —continuó él— que, como es sábado por la tarde, podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y después al cine... a celebrarlo.
—Me parece muy bien —dijo ella—. ¡Oh, sí! Muy bien.
Henry sonrió.
—Esta noche hay lucha. ¿Te gustaría ir a la lucha?
—¡Oh, no! —se apresuró ella a contestar—. No, no me gustaría nada.
—Era broma, mujer. Iremos al cine. Vamos a ver. Ahora son las dos. Voy a buscar a Scotty y entre los dos bajaremos las reses del monte. Eso nos entretendrá un par de horas. Podemos estar en la ciudad a eso de las cinco y cenar en el “Hotel Cominos”. ¿Qué te parece?
—Estupendo. Me encanta comer fuera de casa.
—Entonces, decidido. Voy a buscar dos caballos.
Ella contestó:
—Creo que me queda tiempo para trasplantar algunos esquejes entretanto.
Oyó como su marido llamaba a Scotty, junto al granero. Poco después vio a los dos hombres cabalgando por la ladera amarillenta, en busca de las reses.
Tenía un pequeño parterre para cultivar los crisantemos más jóvenes. Con una pala removió concienzudamente la tierra, la alisó y la oprimió con fuerza. Luego practicó en ella unos surcos paralelos. Cogió unos esquejes nuevos, les cortó las hojas con las tijeras y los dejó en un ordenado montón.
Un chirridos de ruedas y resonar de cascos llegaba a sus oídos desde el camino. Levantó la vista. La carretera seguía los bordes de unos campos de algodón que se extendían junto al río y por ella se aproximaba un curioso vehículo, de extraña traza. Era un viejo carromato de ballestas, cubierto con una lona, que recordaba vagamente los carros de las expediciones de pioneros del Oeste. Tiraban de él un viejo bayo y un burro diminuto de color gris, con manchas blancas en el pelaje. Lo conducía un hombre gigantesco, sentado entre las lonas de la abertura delantera. Debajo del carromato, entre las ruedas posteriores, caminaba un perro escuálido y sucio. La lona estaba pintada con grandes letras que decían: “Se arreglan potes, sartenes, cuchillos, tijeras, segadoras.” El “se arregla” estaba escrito en letras más grandes. La pintura negra se había corrido dejando unos puntitos debajo de cada letra.
Elisa, todavía agachada sobre su parterre contempló con interés el paso del extravagante vehículo. El perro perdió de improviso su pasividad y echó a correr, adelantando al carro. Inmediatamente corrieron hacia él dos perros pastores del rancho, que no tardaron en darle alcance, luego, se detuvieron los tres y con gran solemnidad se olisquearon detenidamente. La caravana fue a detenerse con gran estrépito, junto a la cerca que separaba a Elisa de la carretera. Entonces el perro, como comprendiendo que estaba en minoría se retiró de nuevo bajo el carro con el rabo entre las piernas y los dientes al descubierto.
El conductor del carromato exclamó:
—Mi perro puede ser muy malo en una pelea, cuando quiere.
Elisa se echó a reír.
—Ya lo veo. ¿Y cuándo quiere?
El hombre coreó su risa con simpatía.
—A veces tarda semanas y hasta meses en decidirse —contestó. Apoyándose en la rueda, saltó al suelo. El caballo y el asno, al detenerse, parecían haberse marchitado como las flores sin agua.
Elisa pudo comprobar que era un hombre verdaderamente gigantesco. Aunque tenía muchas canas en la cabeza y en la barba no parecía muy viejo. Su traje negro, y muy gastado, estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa. En cuanto dejó de hablar, la risa huyó de sus labios y de sus ojos. Eran unos ojos negros, llenos de toda la reflexión silenciosa que se encuentra en los ojos de los arrieros y de los marino. Su callosas manos, apoyadas en la cerca de espino estaban llenas de grietas, y cada grieta era una línea negrísima. Se quitó el sucio sombrero.
—Me he apartado de la carretera principal, señora —explicó—. ¿Conduce este camino, atravesando el río hasta la carretera de Los Ángeles?
Elisa se incorporó del todo y guardó las tijeras en uno de los bolsillos de su delantal.
—Pues, sí, pero primero da muchas vueltas hasta que finalmente atraviesa el río por un vado. No creo que sus animales sean capaces de vadearlo.
—Se sorprendería viendo lo que estos animales pueden llegar a hacer —contestó él con cierta aspereza.
—¿Cuándo quieren? —preguntó ella.
Él sonrió por un segundo.
—Sí. Cuando quieren.
—Está bien —dijo Elisa—. Pero creo que ganará tiempo retrocediendo hasta Salinas y tomando allí la carretera.
El hombre tiró con el dedo del alambre de púas, haciéndolo vibrar como cuerda de guitarra.
—No tengo ninguna prisa, señora. Cada año voy de Seattle a San Diego para regresar por el mismo camino. Dedico mucho tiempo a ese viaje. Unos seis meses en el camino de ida y otros tantos en el camino de vuelta. Procuro seguir el buen tiempo.
Elisa se quitó los guantes y los guardó en el mismo bolsillo que las tijeras. Se llevó la mano al borde del sombrero masculino con que se tocaba, intentando arreglar unos rizos rebeldes que asomaban.
—Esa forma de vivir parece que ha de ser muy agradable —observó.
El hombre se inclinó sobre la cerca con aire confidencial.
—Ya se habrá fijado en los letreros que hay en mi carro. Arreglo cazuelas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Tiene algo de eso para mí?
—¡Oh, no! —se apresuró ella a contestar—. Nada de eso.
Sus ojos se habían endurecido súbitamente.
—Las tijeras son lo más delicado —explicó el hombre—. La mayoría de la gente las echa a perder sin remedio intentando afilarlas, pero yo tengo el secreto infalible. Patentado, incluso. Puede estar segura de que no hay sistema igual.
—No, gracias. Todas mis tijeras están afiladas.
—Está bien. Un cacharro, entonces —insistió el hombre, con tenacidad—. Un cacharro abollado o que tenga un agujero. Yo puedo dejárselo como nuevo y usted se ahorrará comprar otro. Siempre vale la pena.
—No —repitió ella—. Ya le he dicho que no tengo nada de eso.
El rostro de él adoptó una expresión de exagerada tristeza. Su voz se convirtió en un gemido lastimero.
—Hoy no he podido encontrar trabajo en todo el día. Como le dicho, me he apartado de mi ruta acostumbrada. Mucha gente me conoce a todo lo largo del camino de Seattle a San Diego. Me guardan cosas para que las arregle o afile porque saben que lo hago muy bien y les permito ahorrar dinero.
—Lo siento —dijo Elisa con irritación—. No tengo nada para usted.
Él dejó de mirarla y contempló el suelo unos instantes. Su mirada vagó sin rumbo hasta detenerse en el parterre de crisantemos en que ella había estado trabajando.
—¿Qué plantas son esas, señora?
La irritación y el mal humor desaparecieron de la expresión de Elisa.
—Oh, son crisantemos, gigantes, blancos y amarillos. Los cultivo todos los años... los más grandes del contorno.
—¿Es una flor de tallo muy largo? ¿Con aspecto de nubecilla coloreado? —preguntó el buhonero.
—Exacto. ¡Y qué modo tan bonito de describirla!
—Huelen bastante mal hasta que uno se acostumbra —añadió él.
—Es un olor acre, pero agradable —protestó ella—. No diría yo que huelen mal.
El hombre se apresuró a cambiar de tono.
—También a mí me gusta.
—El año pasado conseguí flores de más de un palmo —siguió diciendo ella con orgullo.
El forastero se inclinó más sobre la cerca.
—Oiga. Conozco a una señora, junto a la carretera, que tiene el jardín más bonito que se ha visto nunca. Tiene toda clase de flores menos crisantemos. La última vez que le arreglé un cacharro me dijo: “Si alguna vez encuentra algunos crisantemos que valgan la pena, me gustaría que me trajera algunas semillas.” Eso fue lo que me dijo.
Los ojos de Elisa se iluminaron con súbito interés.
—Sin duda sabía muy poco de crisantemos. Pueden sembrarse, desde luego, pero es mucho más cómodo plantar esquejes pequeños, como éstos.
—¡Ah! —exclamó él—. Entonces supongo que no puedo llevarle ninguno.
—Claro que puede —contestó Elisa—. Le pondré unos cuantos en arena húmeda y usted se los lleva. Echarán raíces en el tiesto si procura mantenerlos siempre húmedos. Luego ella puede trasplantarlos.
—Estoy seguro de que la entusiasmarán, señora. ¿Dice usted que son bonitos?
—Preciosos —dijo ella—. ¡Oh, sí, magníficos! — Le brillaban los ojos. Se quitó el sucio sombrero y agitó sus cabellos rubios—. Los pondré en esta maceta vieja para que usted se los lleve. Entre en el patio, por favor.
Mientras el hombre atravesaba la verja, Elisa corrió excitada hasta la parte posterior de la casa. De allí volvió con un tiesto vacío, pintado de rojo. Se había olvidado de los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al parterre y con las uñas escarbó en la tierra arenosa, llenando con ella la maceta vacía. Luego tomó un manojo de pequeños esquejes y los plantó en la arena húmeda, oprimiendo bien con los nudillos la tierra en torno a las raíces. El hombre estaba inclinado sobre su espalda.
—Le diré lo que debe que hacer —dijo ella, sin volverse—. Deberá recordarlo para poder decírselo a la señora.
—Sí; intentaré acordarme.
—Verá, echarán raíces dentro de un mes. Entonces atiene que sacarlos de aquí y plantarlos en tierra abonada, dejando un palmo de distancia entre uno y otro. —Tomó un puñado de tierra del parterre para que él viera bien—. Así podrán crecer aprisa y mucho. Y recuerde lo siguiente: en julio deberá cortarlos, a una altura de palmo y medio del suelo aproximadamente.
—¿Antes de que florezcan? — preguntó él.
—Sí; antes de que florezcan. —Su rostro estaba tenso y sus palabras indicaban gran entusiasmo por el tema—. Crecerán otra vez enseguida. Hacia finales de septiembre volverán a aparecer capullos.
—El cuidado de los capullos es lo más difícil —añadió vacilante—. No sé cómo explicárselo. —Lo miró a los ojos, como intentando averiguar si era capaz de comprenderla. Su boca estaba entreabierta, y parecía escuchar una voz interior—. Intentaré aclarárselo —dijo por fin—. ¿Ha oído decir alguna vez que hay gente que tiene “manos de jardinero”?
—No podría asegurárselo señora.
—Verá: sólo puedo darle una idea. Se comprende mejor cuando hay que arrancar los capullos sobrantes. Los cinco sentidos se concentran en las yemas de los dedos. Son los dedos los que trabajan... solos. Es una sensación muy particular. Se mira una las manos y comprende que actúan por su cuenta. Arrancan capullo tras capullo y no se equivocan nunca, ¿comprende? Los dedos del jardinero se compenetran con la planta. Es algo que se siente, como una sensación física, como un cosquilleo especial que sube por el brazo hasta el codo. Los dedos saben lo que tienen que hacer. Cuando se siente eso, es imposible cometer un error. ¿Comprende lo que le digo? ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
Estaba arrodillada en el suelo, mirándolo. Su pecho subía y bajaba agitadamente.
El hombre encogió los ojos hasta reducirlos a dos rayitas minúsculas. Luego miró hacia otro sitio, meditabundo.
—Tal vez sí —murmuró—. Algunas veces por la noche, estando en mi carro...
La voz de Elisa se hizo más opaca. Lo interrumpió.
—Nunca he vivido como usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es oscura... cuando las estrellas parecen diamantes... y todo está en silencio. Entonces parece que se flota sobre las nubes y que las estrellas se claven en el cuerpo. Eso es. Algo agradable, maravilloso... que se quisiera hacer durar eternamente.
Todavía arrodillada, sus dedos se aproximaron al negro pantalón del forastero, sin llegar a rozarlo. Luego su mano descendió al suelo y ella se agachó más, como si quisiera esconderse en la tierra.
—Lo explica de un modo muy bonito —murmuró él—. Sólo que cuando no se tiene nada para cenar no es tan bonito.
Ella se irguió entonces, con expresión avergonzada. Le ofreció el tiesto con las flores, depositándolo cuidadosamente en sus brazos.
—Tenga. Póngalo en el pescante de su carro, en un sitio donde pueda vigilarlo bien. Tal vez encuentra algún trabajo para usted.
Volviendo a la parte posterior de la casa, revolvió una pila de cacharros viejos, de los que escogió dos ollas de aluminio, muy estropeadas. A su regreso, se las entregó.
—¿Podría arreglarlas?
La actitud de él cambió, volviendo a ser profesional.
—Sí, señora; se las dejaré como nuevas.
Fue hacia su carromato de donde sacó unas herramientas, poniéndose a trabajar bajo la mirada atenta de Elisa. La expresión de su boca era firme y tranquila. En los momentos más delicados de su trabajo se mordía el labio inferior.
—¿Duerme usted en el carro? —le preguntó Elisa.
—En el carro, sí, señora. Llueva o haga sol, el carro es mi casa.
—Debe ser muy agradable —dijo ella—. Muy agradable. Me gustaría que las mujeres pudiéramos hacer esas cosas.
—No es una vida adecuada para una mujer.
Ella levantó ligeramente el labio superior, mostrando los dientes.
—¿Cómo lo sabe? ¿Por qué está tan seguro? —preguntó.
—No lo sé, señora —protestó él—. Claro que no lo sé. Aquí tiene sus ollas, igual que cuando las compró. No tendrá que adquirir otras nuevas.
—¿Qué le debo?
—Oh, con cincuenta centavos será suficiente. Procuro mantener precios baratos y trabajar bien. Así es como tengo muchos clientes a todo lo largo del camino.
Elisa fue a buscar la moneda de cincuenta centavos, que depositó en su palma extendida.
—Le sorprendería saber que yo podrá ser una rival para usted. Yo podría demostrarle lo que una mujer es capaz de hacer.
Él guardó el martillo y las demás herramientas en una caja de madera, con gran parsimonia.
—Sería una vida demasiado solitaria para una mujer, señora, y pasaría mucho miedo cuando se colasen animales de todas clases, por la noche, dentro del carro. —Se encaramó en el pescante, apoyándose en la grupa del burro para subir. Una vez sentado tomó las largas riendas en una mano—. Muchísimas gracias, señora —dijo—. Haré lo que me aconsejó: retrocederé en busca de la carretera de Salinas.
—No se olvide —le recordó ella—. Si el viaje es largo procure conservar húmeda la arena.
—¿La arena, señora?... ¿La arena? Ah, sí, claro. Se refiere a los crisantemos. Desde luego, no se me olvidará.
Chasqueó la lengua y los dos animales levantaron las cabezas, haciendo sonar las campanillas de sus collares. El perro fue a situarse entre las ruedas. El carro describió una curva y empezó a moverse en la misma dirección por donde había venido, a lo largo del río.
Elisa permaneció en pie junto a la cerca, viendo alejarse el vehículo. Estaba inmóvil, con la cabeza y los ojos entornados. Sus labios se movían en silencio, formando las palabras: “Adiós, adiós.” Luego añadió más alto:
—¡Quién pudiera ir en la misma dirección... hacia la libertad!
El sonido de su propia voz la sobresaltó. Inquieta, miró en torno para asegurarse de que nadie la había oído. Los únicos testigos eran los perros. Levantaron sus cabezas, que yacían soñolientas en el polvo, la miraron un momento con indiferencia y volvieron a dormirse. Elisa se volvió del todo y se dirigió rápidamente hacia la casa.
En la cocina palpó las paredes del termosifón para asegurarse que tenía agua caliente disponible. Al ver que era así, se dirigió al cuarto de baño y se despojó de sus sucias ropas que arrojó a un rincón. Luego se frtó concienzudamente el cuerpo con un fragmento de piedra pómez, hasta que tuvo enrojecida la piel de sus brazos, muslos, vientre y pecho. Una vez seca se situó frente al espejo del dormitorio y estudió su cuerpo, levantado la cabeza y los brazos. Dando media vuelta, se miró la espalda por encima del hombro.
Al cabo de un rato empezó a vestirse, muy despacio. Se puso la ropa interior más nueva que tenía, sus mejores medias y el vestido de las grandes ocasiones. Se peinó cuidadosamente, se perfiló las cejas y se pintó los labios.
Antes de terminar su tocado oyó el rumor de cascos y las voces de Henry y su ayudante, que metían las reses en el corral. Oyó luego el portazo de la verja y se preparó para recibir a Henry.
Sus pasos sonaban ya en la casa. Desde el vestíbulo gritó:
—Elisa, ¿dónde estás?
—En el dormitorio, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente si quieres bañarte. Data prisa que se hace tarde.
Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa extendió el traje oscuro de su marido sobre la cama, colocando a su lado una camisa limpia y unos calcetines. En el suelo dejó el par de zapatos que había limpiado. Luego salió al porche y se sentó a esperar. Miró hacia el río bordeado de álamos amarillentos, semiocultos en la niebla baja, que gracias al color de las hojas parecía estar bañada de sol o llena de fuego interior. Era la única nota de color en la tarde decembrina y grisácea. Elisa siguió inmóvil mucho tiempo, casi sin parpadear.
Henry salió, dando un portazo, y se acercó metiendo bajo el chaleco el extremo de su corbata. Elisa se irguió aún más y su expresión se endureció. Henry se detuvo bruscamente, mirándola.
—¡Caramba, Elisa! ¡Estás muy elegante!
—¿Elegante? ¿Crees que estoy elegante? ¿Y por qué lo dices?
Henry vaciló, algo sorprendido.
—No lo sé. Quiero decir que estás distinta, más guapa, más fuerte... más feliz.
—¿Fuerte? Sí, claro que soy fuerte. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Él estaba perplejo.
—¿Qué juego te traes entre manos? Porque es un juego, ¿verdad? Pues insisto en que estás fuerte y guapa.
Momentáneamente Elisa perdió su rigidez.
—¡Henry, no te burles! Es muy cierto que soy fuerte —se jactó—. Nunca hasta hoy había comprendido lo fuerte que soy.
Henry miró hacia el cobertizo del tractor, diciendo:
—Voy a sacar el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras se calienta el motor.
Elisa entró en la casa. Le oyó poner en marcha el coche y conducirlo hasta la verja. Con mucha cala, se colocó el sombrero, dándole tironcitos por un lado y por el otro hasta que estuvo a su gusto. Cuando oyó que Henry cansado, paraba el motor, se puso rápidamente el abrigo y salió.
El pequeño automóvil descapotable inició su macha por la carretera polvorienta, siguiendo el curso del río, obligando a los pájaros a levantar el vuelo y a los conejos a huir a refugiarse en sus madrigueras.
Dos cigüeñas pasaron volando lentamente sobre las copas de los árboles y fueron a zambullirse en el río.
En mitad del camino, a lo lejos, Elisa divisó un punto oscuro. Sabía lo que era.
Procuró no mirar al pasar, pero sus ojos no la obedecieron. Pensó, llena de tristeza: “Podía haberlos arrojado fuera del camino. No le habría costado mucho. Pero ha querido conservar el tiesto —se explicó a sí misma—, porque le será útil. Por eso no los tiró fuera del camino.”
El coche dobló un recodo de la carretera y Elisa descubrió el carromato a lo lejos. Se volvió hacia su marido para no tener que mirar el lento vehículo tirado por dos casinos animales.
Pronto lo alcanzaron, dejándolo atrás al instante. Ella no quiso volverse.
Entonces dijo en voz alta, para ser oída sobre el estrépito del motor:
—Será agradable cenar fuera esta noche.
—Ya has vuelto a cambiar —exclamó Henry, separando una mano del volante para darle un cariñoso golpecito en la rodilla—. Tendría que llevarte a cenar fuera de casa con más frecuencia. Será mucho mejor para los dos. La vida en el rancho se hace pesada.
—Henry —preguntó ella, casi con timidez—. ¿Podríamos beber vino con la cena?
—¡Claro que sí!¡Vaya, es una idea estupenda!
Ella guardó silencio unos minutos. Luego dijo:
—Henry, en la lucha, ¿se hacen mucho daño?
—A veces sí, pero no siempre. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que he leído que se rompen las narices y les corre sangre por el pecho. He oído decir que es un deporte salvaje.
Él se volvió a mirarla.
—¿Qué te pesa, Elisa? No sabía que leyeses esas cosas.
Detuvo el coche para maniobrar mejor al entrar a la carretera de Salinas, pasando el puente.
—¿Van algunas mujeres a la lucha? —siguió preguntando Elisa.
—Sí, desde luego. Dime de una vez qué te pasa Elisa. ¿Es que quieres ir? Nunca hubiese creído que te gustaría, pero si de veras te hace ilusión...
Ella se echó para atrás en el asiento.
—Oh, no. No, no quiero ir. Seguro que no. —Apartó el rostro de él—. Ya es bastante si tomamos vino con la cena. No hace falta más.
Se subió el cuello del abrigo para que él no se diera cuenta que estaba llorando... como una mujer débil y vieja.
John Steinbeck
El valle largo
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