miércoles, 28 de octubre de 2020

Gene Wolfe / Thag

 



Gene Wolfe

THAG


Érase una vez un niño llamado Eric que tenía un cuervo domesticado y una gorra muy raída y no tenía botas, y vivía con su madre en una cabana del bosque. Eric y su madre eran muy pobres, pero poseían sin embargo un gran tesoro, un talismán antiguo y poderoso. Consistía éste en el cráneo de un oso, que colgaba de la viga del techo de su pequeña casa cogido a una cadena de hierro. Era obra del bisabuelo de Eric, quien para conseguirlo había ahogado al oso con luz de luna y llenado su cráneo con patas algodonosas de conejo y orina de las sombras, y plumas negras arrancadas con gran riesgo de la parte baja de la pata izquierda de un águila, y otras muchas cosas. En el cráneo del oso habitaba Thag, al igual que la colmena es la casa de las abejas; Thag era un poderoso espíritu, aunque a menudo se hallara ausente.
    Un día en que Eric y su madre recogían setas en el húmedo bosque de primavera, él le pidió que le hablara -una vez más- de la última vuelta a casa de Thag; porque esto había tenido lugar el invierno posterior al nacimiento de Eric, y él era entonces demasiado pequeño como para acordarse ahora. Así le contaba la madre a Eric, y era una historia que se hacía mejor cada vez que se narraba, del mismo modo que la empuñadura de un
scramasax* aprende a relucir bajo la mano de su dueño. Porque el padre de Eric, con la ayuda de Thag, había hecho bailar los árboles por la carretera, y había construido en el Prado de los Nueve Hombres un gran salón de cristal a través de cuya cúpula podían verse las estrellas a la luz del día, y había obligado a algunos hombres ricos de la ciudad a restituir una parte de lo que habían conseguido por ley de los campesinos pobres, y por esto último -después de que Thag se fuera de nuevo- lo habían colgado.
    Hubo una gran fiesta en la colina de la horca (según le contó su madre) para presenciar la ejecución, con juglares, pan de jengibre y cerveza gratis, y todos los hombres llenaron sus gorras de cerveza y se las encasquetaron. Ella y Eric fueron el blanco de todas las miradas, la única vez en su vida en que su madre se había sentido importante, y ésta juró por lo tanto que volvería a casarse al día siguiente mismo si sabía que iban a ahorcar también a su esposo; y fue en ese momento cuando Eric decidió que, si Thag regresaba algún día al cráneo del oso, lo utilizaría y dejaría pequeñas todas las hazañas del padre, y ello tanto en espectacularidad como en osadía.
    Pues bien, esa misma noche Thag regresó. Eric yacía dormido en su pequeño desván triangular bajo el tejado cuando soñó que veía a un hombre corriendo, vestido de oro y carmesí, que portaba una falce desnuda. Eric sabía que Thag tenía por costumbre aparecerse en forma de hombre en los sueños y de otro modo en la realidad, y sabía que éste era Thag. Detrás de Thag, borrosas y pequeñas en la distancia, se divisaban tres figuras; pero Eric no les prestó mucha atención. Despertó y la casa entera estaba en calma como el viento en el bosque. Entonces, Gnip el cuervo se agitó, posado en lo alto, y dijo «Misterio», y Eric oyó un zumbido en el cráneo del oso por la ventana y supo que Thag había vuelto. Por la mañana propiciaría a Thag, y luego podría hacer cuanto quisiera.
    Pues bien, el rey de ese país se llamaba Carlos el Sabio y dormía, ya avanzada la mañana siguiente al día siguiente a la noche en que Thag regresó por fin, cuando fue despertado de repente por tres cosas a la vez. La primera fue la entrada en sus aposentos de la reina gritando; y la segunda fue un griterío en el patio, acompañado del estrépito que se produce cuando se dejan caer al empedrado lanzas, alabardas y picas; y la tercera fue que el castillo entero había empezado a balancearse de un lado para otro bajo sus pies, de tal modo que cuando miró por la ventana vio la atalaya que brincaba hacia el cielo como el palo mayor de una galeaza zarandeada en medio de una tempestad. Entonces, la reina -una mujer alta y rubia, de rasgos hermosos, cuyas carnes se estaban asentando sólidamente pasada su mocedad pero con el cerebro de un saco de sémola- gritó: «¡Carlos, salvadme!», y, preguntada por lo que ocurría, explicó que estaban siendo atacados por los diabólicos poderes del Infierno, que todos los caballeros del castillo capaces de pasar una pierna por encima del caballo estaban ya a diez días de camino y los hombres en armas las habían abandonado y se habían escondido en el aljibe, y también los arqueros eran presa del pánico. Y concluyó diciendo que si el rey no huía en este mismo instante estaban todos condenados.

    El rey se puso entonces a pensar y recordó la máxima que su padre le había citado cuando él era todavía un niño, según la cual los reyes estaban sentados sobre taburetes de tres patas: éstas eran sus ejércitos, sus castillos y sus tesoros. Y se le ocurrió que, desperdigado ya su ejército, si abandonaba el castillo, y el oro y la plata que en él había, se quedaría sin nada y dejaría de ser rey. Y también que las nóminas de tributación del reino eran largas y complicadas, y los recovecos de los pasadizos del castillo un verdadero laberinto; y que tal vez a los conquistadores -fueran éstos quienes fueran- les agradaría encontrarse con alguien capaz de explicarles estas cosas y pudiera convencérselos con el tiempo para que se fueran con sus conquistas a otra parte y dejaran los asuntos del reino en manos de su fiel vasallo Carlos, perfectamente capacitado para dirigirlos. Dio, pues, de beber a la reina de un frasco de vino, le rogó que se tranquilizara y se vistió las calzas y un coleto rico e impresionante pero sin presunción, y salió dispuesto a enfrentarse a sus conquistadores. Pero no encontró allí sino a Eric.
    — Bien -dijo el rey-, ¿cómo estás, muchacho? ¿ Adonde se han ido todos?
    — Creo que la mayoría han huido -contestó Eric-. Pero muchos han sido devorados. -El cuervo, Gnipvino y se posó sobre su hombro.
    El rey cayó al instante de rodillas.
    — Veo que sois un mago -dijo-, y que este pájaro es vuestro poderoso compañero; confieso haber pensado siempre que, de ser mago, elegiría volver a esa misma edad con la que vos os manifestáis; pero debo añadir que esa vestimenta que habéis elegido no me parece ser de mucho abrigo; yo os puedo recomendar algo mejor.
    Fue así como Eric llegó a gobernar el país y, después de dar a su madre un reino propio -y de encerrarla luego en una botella porque ella no quería quedarse allí-, reinó sin envejecer en absoluto durante treinta años, al término de cuyo periodo el reino era pura desolación. Los ciervos campaban por las calles de la ciudad, y pocos había para disparar una flecha; los lobos comían de los lagares, y los zorros en las pocilgas; ondinas del mar subían por el río diez leguas más allá del vado; por los caminos, a mediodía, podía verse a los trolls de piedra de las montañas; y los goblins, feos y malos en demasía, con diecisiete dedos en cada mano y dientes de acero, montaban guardia en la barbacana del castillo. Ni que decir tiene que, mientras todo esto ocurría, Eric era enormemente feliz.
    En cuanto a Thag, éste se había hecho dueño de las mazmorras, pero salía prestamente siempre que se lo necesitaba y a veces aunque no se lo necesitase. Adoptaba distintas formas, una niebla negra y vaporosa, un cangrejo cubierto de lodo vivo, un perro con el pelo en llamas, una fuente de arena y muchas más; cuando Eric salía de caza -no era raro verlo montado sobre un unicornio o un hipogrifo-, observaba a veces que el castillo se parecía cada vez más al cráneo de un oso, pero esto no era para él motivo de preocupación.
    El rey Carlos -quien a menudo había asegurado a Eric que su nombre era el Tonto- se quedó allí con su reina, habiéndose ambos convertido en los principales servidores de Eric -exceptuando a Thag- y contentísimos de poseer un hijo llamado príncipe Roberto, quien era el heredero legítimo aunque él apenas lo sabía. Y, si bien el rey se dolía a menudo en secreto por los tiempos en que podía blasonar de orgullo, se consolaba sabiendo que seguía mandando en su castillo y en su tesoro: Eric apenas había gastado un céntimo.
    Así estaban las cosas hasta que una noche, mientras Eric estaba cenando en el gran salón a la luz de una sola vela que goteaba sobre un candelabro de oro de un solo brazo, surgieron de la nada tres figuras notables. La primera era una muchacha rubia de gran belleza, vestida con una diáfana toga que dejaba al descubierto un seno. La segunda era una mujer morena, también muy hermosa, con un mechón blanco cerca de la frente que hizo a Eric pensar en un cielo nocturno hendido por el rayo; esta mujer vestía una túnica blanca bordada en oro y llevaba un báculo ahorquillado en su extremo al modo de los cuernos de un toro. La tercera figura era un hombre, alto y musculoso, con la barba entrecana y un solo ojo. Y cuando apareció este hombre, la última de las tres figuras, se oyó procedente de las mazmorras un angustiado bramido.
    Eric vio al instante que no se trataba de personas corrientes -de lo contrario, habría mandado que los devoraran-, y se puso en pie y se presentó y ofreció compartir su cena con los recién llegados; pero no bien hubo hecho esto, su animal de compañía -los cuervos son pájaros muy longevos, a veces por desgracia- entró aleteando por una ventana y se posó sobre el hombro del hombre tuerto.
    — Bueno -dijo el tuerto-, veo que estamos en una especie de castillo. -Y se puso a examinar las colgaduras y ornamentos como si lo dejara todo en manos de la mujer del báculo.
    — He oído el bramido de Thag -dijo la mujer-, en el instante en que nos hemos materializado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
    — Treinta años -contestó Eric, tan sorprendido que ni siquiera pensó en la posibilidad de no responder.
    — Vaya, sí que pasa rápido el tiempo aquí -comentó el tuerto. Había cogido un espadón de la pared y pasaba el dedo por el filo mientras hablaba-. Yo creía que estábamos muy cerca de Thag.
    — Lo estábamos -explicó la mujer-, pero, como tú muy bien dices, el tiempo pasa rápido aquí… treinta años entre párrafo y párrafo, si es preciso.
    — ¿Qué quieres decir? -preguntó el hombre, pero, antes de que ella pudiera contestarle, entraron el rey y la reina seguidos por el príncipe Roberto.
    Habían estado observando la escena desde un gabinete contiguo, y el rey -quien era de la vieja fe, como suelen serlo los poderosos, tanto si lo admiten como si no- había decidido arrojar su espada.
    — Gran Woden -dijo-, nos ponemos a vuestra merced y a la merced de la serena Frigg y de la adorable Freya. El trono de este país me pertenece, me pertenece mientras viva, para dárselo por derecho paterno a mi hijo cuando muera. Durante muchos años me ha sido arrebatado… matad al monstruo y concededme justicia.
    Y Woden dijo:
    — ¿De qué demonios está hablando? -Y, mientras hablaba, la piedra angular del gran arco del castillo se partió y un trocito de piedra no mayor que una uña cayó ruidosamente al suelo.
    — Cree que somos los dioses noruegos -dijo la mujer, y la muchacha añadió:
    — ¿No ves, papá, que estamos en un libro?
    — Eso es imposible.
    — No más imposible que volver atrás en el tiempo. Mira las cosas que hay a tu alrededor: ahí tienes al perverso mago ese muchacho con el capirote, aquí tienes el castillo; ahí está el verdadero rey, la mujer gorda es la reina, y ese sujeto que esconde la cabeza y hace pucheros es el príncipe. Thag es el monstruo que está en la cripta debajo del castillo. Lo matamos y desaparecemos, al mago se lo arroja desde un tejado o algo por el estilo, y se acabó.
    — ¿Decís que somos personajes de un libro, allí de donde venís? -preguntó Eric.
    El hombre tuerto asintió.
    — Eso es lo que quieren decir… un cuento de hadas… yo no sé si creérmelo. -Hizo una pausa-. ¿Eres leído? ¿Al menos, ateniéndose a lo que aquí se considera como leído?
    Eric asintió también.
    — He pasado muchas horas felices en la biblioteca del castillo; es algo que se espera de nosotros los hechiceros, y ha acabado por gustarme.
    — Entonces, dime una cosa. ¿Se leen alguna vez a sí mismos los personajes de los libros que tenéis aquí?
    — Nunca -contestó Eric, moviendo negativamente la cabeza-, nunca que yo sepa. Siempre están yendo a alguna parte.
    — Quizá sea eso, entonces. Verás, en nuestro mundo, sería perfectamente plausible que un personaje de un libro se sentara apaciblemente frente al fuego a leer las narraciones breves de Alexander Solzhenitsyn. -En este preciso instante irrumpió en la instancia Thag en la forma de un oso sin cabeza, la sangre manando del muñón en carne viva del cuello.
    — ¿Lo mato? -preguntó Woden a Frigg.
    — Hace un momento te habría dicho que sí.
    El oso se alzó hasta ponerse en pie frente al hombre tuerto; y la sangre se desparramaba por sus hombros y sus pezuñas extendidas.
    — Ahora no lo dices… ¿por qué?
    Freya la del cabello de oro le tocó el brazo.
    — Será el final de la historia, ¿no es cierto, papá? Y, si a nosotros no se nos puede matar, ¿cómo se puede matar a Thag? Lleva aquí treinta años, ya lo has oído. ¿No quedará así libre para poder ir a otra parte?
    — No creo que éste sea en realidad su sitio -intervino la mujer llamada Frigg-. Este es probablemente un nivel de energía muy bajo para él, como lo es para nosotros. Y te está pidiendo que lo hagas, ahí de pie, mostrándote el pecho de ese modo… si es que no te está rogando lo contrario. No me gusta esto.
    — Entonces, lo que hay que hacer es mantenerlo aquí.
    Como un pescador que ensartara un pez, Woden introdujo su lanza en el pie trasero del oso, clavándolo al suelo de roble de la sala.
    — Que quede bien sujeto -le aconsejó la mujer llamada Frigg, y con un mangual erizado, él golpeó la barra de hierro hasta que la punta estuvo prácticamente enterrada en la madera.
    — Utilízalo para tus hechizos tanto como quieras -dijo el hombre tuerto a Eric-, pero si ahora lo sueltas consideraré su desaparición como culpa tuya, y te puedo asegurar que volveré aquí y te haré lamentar lo que has hecho.
    — Comprendo, Magister -contestó Eric con una inclinación de cabeza.
    (Frigg susurró a Freya: «Tiene que haber un mundo que corresponda a cada una de nuestras ficciones, querida, ya que lo que nunca fue ni será es inconcebible. Sin embargo, me pregunto qué es Thag en realidad». Y el oso se convirtió en una serpiente clavada por la cola y struck a dos o tres centímetros de su heel.)
    — Magister -preguntó Eric cuando el hombre tuerto empezó a disolverse en el aire-, ¿cómo debo llamaros? ¿Habéis dicho que no sois Woden?
    — Mi nombre es Harry Nailer.
    Eric inclinó de nuevo la cabeza.
    — Hairy Nailer. ** Muy adecuado, Magister. -Eric estaba pensando ya en las cosas que le haría al rey.
    Y en cuanto los tres hubieron desaparecido, las hizo; y vivió, en el sentido más literal de las palabras, Feliz, Siempre, Más.

1975

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    * Cuchillo sajón.
(N. del T.)
    ** «Clavador peludo», en inglés.
(N. del T.)

Thag, de Gene Wolfe, se publicó por primera vez en Continuum.

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