miércoles, 7 de octubre de 2020

Curzio Malaparte / La mujer roja

Fotógrafa viajó por el mundo para captar hermosos vestidos

Curzio Malaparte
La mujer roja

Tania había quedado en acompañarme aquel día al Nowodievici Monastir, allá en el fondo de esa especie de península que se alarga, pasado el suburbio de Hamowniki, en la amplia curva del Moscova.
    La plaza Sverdlow, donde nos hallábamos en espera del tranvía número 34, estaba menos concurrida que de ordinario. No llovía ya y el olor de la primavera —aroma de agua y tierra— alegraba el aire y todo el claro horizonte que se abría sobre las cúpulas del Kremlin.
    De las stalovaie , pequeños restaurantes populares, salían en gran número los obreros y empleados que se dirigían luego, presurosos, hacia la embocadura de la Twerskkaia. Llegaban hasta nosotros, desde el fondo de la plaza, los reclamos y los pregones de los vendedores de buñuelos y de pepitas de girasol, apoyados todos, en una larga fila, contra los muros almenados de la Ciudad china, la Kitai Gorod.
    Delante de la fachada del Pequeño Teatro Académico, un grupo de operarios se atareaba, alrededor de un andamiaje de vigas de madera, luchando por trasladar una estatua desde la plataforma de un camión hasta el pedestal que había de recibirla: era una estatua de Ostrowski, un Ostrowski sentado, pero que en aquellos momentos estaba totalmente aprisionado entre cuerdas y cables, preparado así para el corto salto. Sobre la acera, en las proximidades de tal estatua, totalmente indiferentes a aquellos trabajos y ajetreos, dos vendedoras ambulantes de cigarrillos instalaban sus pequeños tenderetes en los que se veían alineadas las cajas de papirossi bajo unos grandes cartelones que rezaban la palabra «Mosselprom». Mientras tanto, hablaban ambas en voz alta, con esa cadencia tan típica de las mujeres moscovitas, riendo y gesticulando también exageradamente.
    Un grupo de diputados kirguises, cubiertos con sus largas vestiduras de anchas mangas, y tocados con sus gorritos redondos que se colocaban con estilo peculiar sobre el occipucio, con sus cabellos negros y brillantes cortados en forma de melena, con sus altas botas de montar limpias y ajustadas como guantes, se hallaban agrupados tras las columnas del Gran Teatro de la Ópera, cuya fachada aparecía cubierta de grandes colgaduras rojas, esperando el comienzo de la sesión del Congreso Panruso del Soviet. La fachada del Gran Teatro, con todas aquellas tiras de paño rojo brillante, parecía estar iluminada por las llamas de un monstruoso incendio. Una patrulla de soldados, con gorras de plato de corta visera y con uniformes de paño amarillo grisáceo, desfilaban por delante del Hotel Metropol hacia la desembocadura de la calle Petrowka.
    Eran las primeras horas de la tarde: en el aire templado, donde el oro y el verde chocaban contra el azul del cielo, el sordo rumor de la multitud y el estrépito de los vehículos se confundían y aunaban, convirtiéndose así en un vago sonido como el que se escucha acercando el oído a una de esas grandes caracolas.
    —Aquí llega nuestro tranvía —me dijo Tania al cabo de un rato.
    Cuando subíamos a él, pude apreciar una de las piernas de mi acompañante: llevaba unas medias de seda, bastante remendadas aquí y allá, zurcidas con hilos de diferentes colores.
    Ya en la plataforma, Tania se volvió hacia mí, sonriendo con los ojos entornados: el sol le daba en pleno rostro. Me fijé luego en sus párpados, de color rosa, sombreados por una línea de color verde junto al nacimiento de las pestañas.
    Apenas había el tranvía desembocado en la Ochotny Riad, donde antiguamente se hallara situado el mercado de caza, cuando súbitamente disminuyó su marcha con un brusco frenazo: varios grupos de trabajadores, a escasos metros de las vías, estaban agarrados, todos en fila, a unos gruesos cables de acero de los que halaban con visible esfuerzo, apoyándose fuertemente en las piernas y arqueando el busto.
    —¡Ahó! ¡Vamos!… ¡Ahó! ¡Vamos!
    Los obreros seguían la cadencia de las voces de mando, aunando así todos sus esfuerzos.
    —¡Mira, mira! —me advirtió Tania agarrándome fuertemente por un brazo.
    Los cables atravesaban la calle, tan ancha en aquel punto preciso como una plaza, subían luego, y terminaban aferrados a la cruz que se alzaba sobre una cúpula: una cúpula recubierta de ladrillos verdes de mayólica. La cruz oscilaba peligrosamente a cada nuevo estirón de los cables.
    —¡Ahó! ¡Vamos!… ¡Ahó! ¡Vamos!
    Los trabajadores pararon luego un poco, para cobrar nuevos alientos. Se restregaron fuertemente las manos y, después, volvieron a la tarea. A los tirones, caían de vez en cuando los ladrillos de mayólica y se estrellaban contra el suelo, desde lo alto, con un golpe sordo, levantando una pequeña nube de polvo. Muchos paseantes se habían detenido a contemplar el espectáculo. Los inevitables besprisorni jugueteaban por los contornos, bien llevándose los trozos rotos de los ladrillos, bien haciendo como que ayudaban a los obreros a tirar de los grandes cables o haciendo, en broma, grandes y exagerados aspavientos de pena al ver como, poco a poco, se iba estropeando aquella preciosa cúpula.
    —Dicen que hay demasiadas iglesias en Moscú —murmuró Tania—; pero una a una las van deshaciendo todas.
    Hablaba en voz muy baja, mirándome fijamente a los ojos. Se había inclinado ahora hacia delante para ver mejor la cruz, que quedaba fuertemente iluminada por el sol. Se apoyaba así la muchacha con todo su peso sobre mis brazos.
    El tranvía, entretanto, había logrado pasar del sitio en que se afanaban los trabajadores e iba llegando ya, poco a poco, a la calle Mokhovaia, que estaba totalmente repleta de gentes que iban y venían. Ya en ella, vimos en primer lugar, la Dom Sovietow y luego, más allá, el gran edificio de la Universidad de Moscú; a la izquierda, la sede de la Administración, donde en los días de la revolución había sido cortado el galope de los caballos a fuerza de ráfagas de ametralladora.
    Tania me había acompañado también, algunos días antes, a visitar —en la Vosdvijenka— el Museo Central del Ejército Rojo y de la Flota, la casa del Atamán Rasunowski —hoy sede de la Comisión del Gosplan—, la iglesia del Monasterio Krestovosvijenski y el gran palacio del Mosselprom, orgullo de la arquitectura bolchevique.
    Para aquellas visitas habíamos elegido un día en que el calor apretaba. Tania se fatigó pronto. Entramos, pues, en una heladería, llena por completo de estudiantes, de muchachas del pueblo, con sus cabellos recogidos en pañuelos rojos tipo serie, y de señores de aspecto aún ligeramente burgués, que resultaban algo ridículos en su intento de seguir vistiendo —con prendas ya totalmente ajadas— al estilo de los tiempos ya pasados.
    La gente me observaba con extrañeza, con curiosidad, reconociendo en mí un extranjero.
    —Me toman por un burgués —hice notar, con acento divertido.
    Tania me respondió en un tono extremadamente bajo:
    —Si supieras que yo, que no soy sino una pobre burjuica, me he visto tachada más de una vez de burguesa…
    Y comenzó a reír nerviosamente; noté, incluso, que su mano temblaba. Aquélla era la primera vez, con todo, que oía reír a Tania. Pero su risa me dio lástima, puesto que me hice cargo del desagradable fondo que había en cuanto acababa de decirme. Así, pues, acaricié su mano con cariño, tratando de tranquilizarla.
    Y fue justamente en tal momento cuando un besprisorni —uno de esos muchachos abandonados que uno puede hallar a toda hora del día o de la noche por las calles de Moscú entregados a las más raras y extrañas ocupaciones (entre las que no falta, claro está, la del pillaje)— deslizó su mano cuidadosamente en el bolsillo de mi chaqueta. A pesar de todo su cuidado, me percaté inmediatamente de su maniobra. No había yo tenido aún tiempo casi de volverme y de agarrar al ladronzuelo por un brazo, cuando ya un obrero que se hallaba sentado en una mesa vecina a la nuestra se le había echado encima, propinándole al mismo tiempo un fuerte puñetazo. No puedo decir con toda precisión lo que ocurrió en tales momentos, puesto que, seguidamente, se organizó un auténtico alboroto. Pero una vez expulsado del local el ladronzuelo —quien se fue acusando bien claramente los efectos del golpe recibido— pareció volver la calma a la heladería: cada cual regresó a su puesto. Me creí obligado a dirigir una sonrisa de agradecimiento a aquellos hombres que, sin pedírselo nadie, habían salido en mi defensa y se habían ocupado así de librarme del pequeño pilluelo. Mas, súbitamente, Tania —que no se había reunido a la barahúnda, sino que siguió sentada tranquilamente en su puesto— se puso en pie, palidísima, se acercó al obrero que pegara al muchacho y le dio una sonora y rápida bofetada en plena cara.
    Quedé mudo de sorpresa ante aquella reacción tan inusitada. Por ende, no pude captar el sentido de las palabras con que Tania acompañó al golpe. El obrero se puso en pie y agarró a Tania por el brazo, más con ánimo de sujetarla que de hacerle mal alguno. El público volvió a arremolinarse en torno nuestro. Pude notar que todos ellos miraban a Tania con comprensión, como si entendieran y aprobaran la actuación de la muchacha. Tania decía entonces en voz baja:
    —No debió pegarle: no es culpa suya.
    Y lo decía en voz baja, muy baja, con un aire de disculpa parecido al que emplean los niños cuando saben que han sido malos.
    Todo el mundo, repito, se había puesto en pie formando un círculo alrededor de nuestra mesa. Yo me preguntaba aún el porqué del comportamiento de Tania y el porqué de aquel mudo asentimiento del público que llenaba el local. Me extrañaba igualmente la manera en que el obrero había recibido el castigo: parecía haber quedado avergonzado, corrido, ante los ojos de la concurrencia. Todo el mundo comenzó después a hablar en voz alta, rodeándonos cada vez desde más cerca, como si no quisieran perder ni un solo detalle de cuanto aún pudiera ocurrir. En medio de aquel ambiente de bochorno y de excitación, el obrero era el único, con todo, que parecía estar medianamente tranquilo: seguía inmóvil, la mirada baja, aguantando la curiosidad de que era objeto. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, pequeño y delgado, con barba cerrada y fuerte y una mirada dura y opaca. Levantó al fin la cabeza y miró fijamente a Tania.
    —No se debe robar —dijo con voz ronca, mientras se levantaba lentamente.
    Giró la vista a su alrededor y se dispuso a salir del local. Al hallarse en la puerta, dio de nuevo la vuelta, pareció recobrar ánimos, se encaró con la gente y, alzando el puño, exclamó con voz airada:
    —¡Nadie debe robar!, ¿os enteráis?
    Al decir esto, su mirada se había clavado fijamente en Tania. Continuó así algunos instantes y luego, definitivamente, salió del establecimiento dando un fuerte portazo.
    Nadie había abierto la boca en aquel pequeño lapso de tiempo. Tania continuaba impasible. Pero cuando el obrero fijó en ella la última mirada, mi compañera trató de sonreírle tímidamente; pero lo único que logró, en rigor de verdad, fue hacer una mueca extraña: sus labios, incluso, habían perdido todo el color.
    Creí que mi deber era separarla de allí, alejarla de aquel ambiente, procurando distraerla con nuevas cosas. Pasé un brazo en torno a su cintura y la empujé suavemente diciendo:
    —¡Vámonos, Tania; vámonos de aquí!
    —¿Acaso tienes miedo? —me respondió en ruso con acento brusco y enfadado—. No comprendes nada; no eres capaz de comprender nada. ¡No eres más que un pobre burgués!
    Tras ello, se levantó y salió decidida a la calle, soltándose de mi brazo.
    Aquellas palabras, más que enfadarme, me habían extrañado en grado sumo. No lograba yo comprender del todo la reacción de aquella chiquilla ni, mucho menos aún, la frase que había pronunciado. Con todo y con ello, no creí prudente ni oportuno seguir insistiendo sobre tan desagradable tema. Pero luego, y ya a solas, traté muchas veces de analizar el significado de aquella escena. Quise comprender por qué un hecho que a mis ojos no tenía mayor trascendencia la había afectado tanto; por qué había castigado al obrero, que no tenía ni la menor culpa, y por qué, finalmente, me había llamado burgués e incapaz de comprender las cosas. Pero en tanto no supe toda la verdad sobre la vida de Tania fui absolutamente incapaz de hallar nuevas luces.
    Todo ello, en aquel entonces, me hizo caer en la cuenta de lo poco que sabía yo sobre mi compañera. Comprendía, eso sí, que había algo en su vida que ella guardaba celosamente en secreto, algo que no quería decirme y que no estaba dispuesta a dejarme adivinar. Algo, por tanto, que yo tampoco debía investigar a fondo sino que debía respetar. Si la muchacha lo guardaba herméticamente, con auténtico pudor y celo, no era yo quién, en resumen, para tratar de averiguarlo.
    Nuestra amistad se iba haciendo más fuerte y más sincera cada vez. Todas las mañanas la esperaba junto a la capilla de la Virgen de Iberia, a la entrada de la Plaza Roja, justamente bajo la inscripción que campeaba sobre el muro lateral de la Segunda Casa del Soviet de Moscú. Era un enorme cartelón en el que se leía, en gruesos y llamativos caracteres, la consigna: «La religión es el opio del pueblo».
    Tania aparecía siempre por la Nikolskaia y venía luego a mi encuentro sonriéndome. Era una criatura joven, ágil y llena de vida. A los pocos días pude ya notar que iba siempre ataviada con el mismo vestido; sin duda alguna, era el único que poseía. Se trataba de una blusa de algodón color paja y una falda azul turquesa con adornos en blanco.
    —Vamos —me decía siempre al llegar, antes aun de saludarnos.
    Juntos ya, recorríamos infatigablemente Moscú. Unas veces visitábamos un museo, otras una iglesia, una escuela, un club de obreros. Al mediodía hacíamos un alto en una stalovaia, uno de esos restaurantes populares que siempre, a tales horas, se hallan abarrotados de obreros, empleados y trabajadores de todas clases. Veíamos allí, también, estudiantes de los más diversos tipos y de las más variadas regiones: tártaros, armenios, caucasianos… Un conglomerado de oficios y de razas que daban así a tales restaurantes un ambiente extraño de mescolanza.
    Por la tarde, cuando ya Tania se fatigaba de caminar, entrábamos a tomar algo en alguna pastelería o bien nos instalábamos en algún cinematógrafo. Luego, cuando ya las luces de las calles empezaban a encenderse y cuando los grandes reflectores comenzaban a arrojar sus chorros de luz sobre la roja bandera que flameaba en lo alto de la cúpula del antiguo Senado de Moscú, hoy Palacio del Gobierno, situado dentro del amurallado recinto del Kremlin, llegaba entonces, indefectiblemente, nuestra separación. Tenía entonces que acompañar a Tania hasta la desembocadura de la Nikolskaia; quedaba yo allí en la esquina, viendo cómo la muchacha, mezclada con la multitud, iba desapareciendo lentamente, perdiéndose así de mi vista.
    Nunca llegué a saber, ni tan siquiera, dónde vivía. No sé aún por qué, mas el caso es que en aquellos días comencé ya a sospechar algo. La calle Nikolskaia, tras atravesar la Kitai Gorod, iba a parar a la Plaza Lubianka, donde se encuentra, como es harto sabido, la sede central de la GPU o Dirección Política de la Policía del Estado. Hubiera podido seguir a Tania cualquier día al separarnos. No me hubiera sido demasiado difícil hacerlo, toda vez que esas calles se hallan siempre, a tales horas, lo suficientemente llenas de gente como para poder iniciar mi persecución sin mayor riesgo de ser descubierto. Pero no quise nunca hacerlo. Me parecía que ello vendría a ser algo así como una traición hacia aquella reserva que, fuera por lo que fuera, Tania se empeñaba en guardar. Por otro lado, había ya oído numerosas historias sobre determinadas muchachas dedicadas especialmente al trato con extranjeros.
    Una mañana, al encontrarme con ella, le pregunté con aire de broma:
    —¿De dónde vienes, Tania? ¿De la Lubianka?
    Me miró fijamente a los ojos y me respondió con voz serena:
    —¡Yo no soy una espía!
    Lo dijo con un acento tal de sinceridad, que me sentí inclinado a creerla. Sin embargo, pude notar que durante todo aquel día mi compañera se halló un poco ajena a la conversación, un poco, quizá, preocupada.
    Yo, mientras tanto, seguía haciéndome preguntas. ¿En qué trabajaba Tania? ¿De qué vivía? Lo único que sabía de cierto, puesto que así lo había deducido anteriormente de sus propias palabras, era que Tania vivía sola en Moscú. ¿A qué se dedicaba entonces para poder vivir por sus propios medios?
    —Estoy empleada en las oficinas de un teatro —me aclaró una vez cuando nos separábamos en la esquina de la calle Nikolskaia.
    No le había preguntado nada al respecto. Tania, probablemente, había comprendido mis dudas y mis interrogantes.
    —Trabajo allí solamente por la noche; y eso, no creas que es tan molesto como parece. Es sólo cuestión de acostumbrarse, ¿sabes?
    Acepté su explicación sin querer ahondar más. ¿Qué derecho tenía yo para interrogarla ni para querer explorar su vida? Era un extranjero, un europeo: «Europe, vieille canaille!». Ningún extranjero, ningún «burgués», podrá llegar nunca a comprender el pudor que se encierra en estas pobres mujeres de la Rusia del Soviet, aun en las más simples de entre ellas, en cuanto se refiere a las miserias y a las dificultades de sus propias vidas.
    Con respecto a sus modales, Tania parecía proceder de buena familia: incluso me atrevería a afirmar que de familia burguesa. Tendría, más o menos, unos dieciocho años. No había conocido, por lo tanto, la antigua Rusia. Pero sin embargo, su perfecto conocimiento de la lengua francesa, su conversación y su modo de comportarse, dejaban ver, bien a las claras, que la muchacha había recibido, en otros tiempos, una educación bastante cuidada.
    Se sentía feliz cuando podía demostrarme que no estaba aún «bolchevizada». (Recuerdo ahora que cada vez que la chica debía pronunciar esta palabra, «bolchevizada», hacía previamente esta pausa como si dudase, como si le costase trabajo el mero hecho de pronunciarla). Siempre que había ocasión representaba ante mí su papel de «jeune fille bien élevé» y, en tales momentos, disfrutaba sinceramente.
    ¡Pobre Tania! De pie, en la plataforma del tranvía, con su cabeza reclinada sobre mi hombro, pegado su costado al mío (le había yo pasado el brazo alrededor de la cintura), notaba que se confiaba a mí, apoyándose así como un niño lo hace cuando empieza a sentir cansancio o sueño. Sus ojos estaban entornados y respiraba muy lentamente, sonriendo a la par.
    El tranvía, mientras yo recordaba todas estas cosas, había pasado ya del cruce de la calle Znamenka y comenzaba así a recorrer la vía Volchonka: numerosos grupos de estudiantes llenaban sus aceras, paseando calmosamente. Al pasar ante el Museo de Bellas Artes, pensé en los pintores italianos que tanta fama habían alcanzado, como Tiziano, Veronés, Reni, Caracci, Pietro da Cortona, de los cuales logré ver algunas de sus obras, días atrás, en el mismo corazón de Moscú.
    Proseguíamos nuestra marcha: dejamos a la derecha la Universidad, atravesamos la plaza que se abre en torno a la Catedral del Salvador —con sus cinco cúpulas doradas— y desembocamos en la vía Krapotkin, pasando así ante la casa construida por Domenico Gilardi y en la que ahora se halla un museo junto a ella, el Museo Tolstoi.
    —Mira, ¡fíjate! —me dijo Tania.
    El sol encendía con radiantes colores los campaniles de la iglesia de la Trinidad de Zubow.
    La gente, en la parada, descendía del tranvía con aire apresurado. Eran gentes típicas del suburbio: mujeres con niños en brazos, obreros de barba hirsuta, proletarios de cortos y rapados cabellos, muchachos delgados y mal trajeados, con aspecto enfermizo. Me iba fijando en todos según pasaban a mi lado. Nuestro tranvía volvió a arrancar; pasamos luego por la Balsciaia Pirogowskaia, por la vía Zarizinskaia, ya en pleno centro del barrio Hamowniki que estuvo habitado, en tiempos de los zares, por los tejedores.
    —Al final de esta calle —me explicó Tania— hay una vieja casa de madera en la que Tolstoi permaneció encerrado durante veinte largos años.
    El vehículo, poco a poco, fue aminorando su marcha; pasó por delante de los pabellones del Policlínico y llegó a una pequeña plazuela. Terminaba allí nuestro viaje. Habíamos llegado, pues, a las inmediaciones del Nowodievici Monastir.
    Tania caminaba con paso airoso y rápido por el sendero que asciende —flanqueado de árboles— todo a lo largo de las tapias del convento. Más que convento se diría que aquello era un auténtico fuerte, a juzgar por el tamaño de los muros de su cerca, por sus torres e incluso por su estratégica situación en la extremidad de aquella especie de península sobre la que se asienta el barrio de Hamowniki. Repasé mentalmente la historia de este famoso Nowodievici Monastir. Fue allí donde Boris Godunoff esperó ansioso el momento de ocupar el trono, donde la hermana de Pedro el Grande, Sofía, fue obligada a tomar los hábitos y donde, para celebrar tal acontecimiento, fueron ahorcados, en aquellos mismos árboles del jardín, más de trescientos strelzi que eran devotos partidarios de la citada hermana del zar. El espectáculo de aquellas gentes colgadas de los árboles, con sus lenguas desmesuradamente fuera, debió ser una escena de auténtica pesadilla. Hoy en día, sólo quedaban en aquel viejo convento algunas pocas monjas encargadas del cuidado del cementerio situado junto al ancho huerto. Se las veía, pequeñas, tímidas y como asustadas, siempre con las cabezas bajas como rehuyendo constantemente la mirada de las gentes. Se hubiera dicho, a juzgar por su comportamiento, que eran ciegas, sordas y mudas.
    En los claustros, en las grandes salas, se hallaban alojadas, en el momento presente, numerosas familias de obreros y de empleados. Pero algunas otras salas y el refectorio habían sido conservados en calidad de museo. Las voces de los niños que lo poblaban resonaban extrañamente en aquel muerto caserón.
    —Aquéllos son los Montes de los Pájaros —me indicó Tania haciéndome fijar en las colinas que se alzan a la otra orilla del Moscova.
    El cielo, en aquel maravilloso día, lucía un color azul brillante; el aire, refrescado por las lluvias de primavera, olía a mil perfumes diferentes: a tierra mojada, a campo, a flores. Fuimos paseando por un pequeño camino que bordeaba la falda del montículo, llegando después hasta una zona de marismas situada ya junto a la misma orilla del agua. En aquel paraje, las pequeñas ranas se zambullían veloces en las aguas más profundas, asustadas por el ruido de nuestros pasos. Tania se echó a reír feliz y comenzó luego, como una auténtica chiquilla, a corretear por los contornos, gozando al ver la confusión que sus carreras producían entre aquellas tranquilas y asustadizas ranitas.
    Camino adelante, llegamos hasta un terreno ya seco que se veía cruzado por la vía del ferrocarril. Un tren de mercancías, sobre ella, se hallaba maniobrando, soltando furiosos bufidos de vapor desde su locomotora. Los vagones entrechocaban ruidosamente siguiendo los tirones y los frenazos de la máquina. A poca distancia de allí, en un alto, divisamos la pequeña estación de Vorobiowy Goiy, una estacioncita típica de suburbio, montada como a caballo sobre la península.
    La lengua de tierra parecía estar casi desierta en aquella hora. Tan sólo nosotros dos y, un poco más allá, dos muchachuelos que hacían agujeros en el limo buscando lombrices y gusanos con que cebar sus rudimentarias cañas de pesca. En aquel punto el olor agrio del limo deshacía por completo la pureza del aire. Cuando pasamos junto a ellos, los muchachos alzaron sus caras mirándonos con curiosidad.
    Nuestro camino doblaba luego bruscamente a la derecha y desembocamos por él en una especie de paso subterráneo que salvaba, por debajo, una elevación del terreno. Dentro de aquella galería retumbaba como un trueno el rumor del tren de mercancías y sus pitidos se clavaban fuertemente en nuestros tímpanos.
    A la mitad del pasaje, un pelotón de cosacos se cruzó con nosotros. Venían, al trote, en dirección contraria a la nuestra. Los caballos pararon su carrera, bruscamente, asustados quizás al embocar la entrada de aquel pequeño túnel; se pusieron luego al paso con un andar nervioso y desconfiado. El sonido de sus cascos al chocar contra el duro suelo se multiplicaba por la resonancia y por el eco. Tania, pegada contra el muro para mejor dejarles pasar, alargó la mano, acariciando las ancas sudorosas de uno de los cuadrúpedos. Luego, riendo, se volvió hacia mí y me dijo algo que no pude yo entender a causa del ruido de las caballerías.
    Uno de los cosacos, al pasar, se inclinó un poco sobre el arzón de su silla e hizo cosquillas en el rostro de Tania con un puñado de hierbezuelas que llevaba en la mano. Se enderezó después riendo feliz y contento como un muchacho.
    No eran aquéllos los cosacos que todos aún recordamos, con sus impecables kaftanes , sus cartucheras cruzadas en equis sobre el pecho, sus amplias mangas y sus altos y típicos gorros de astrakán. Eran ahora una nueva versión de los cosacos, vestidos con uniformes de paño color amarillo-grisáceo y con gorras de plato de visera corta al estilo inglés. Todos ellos, unos muchachotes jóvenes, morenos y curtidos, de complexión atlética.
    El ruido de los caballos y los rumores de las voces de los cosacos se mitigaron de golpe al salir, unos y otros, de la galería. El cosaco de las hierbezuelas se volvió, sobre su silla, dijo adiós a Tania con la mano, sonriendo aún abiertamente.
    Salimos nosotros también del túnel y llegamos así a unas verdes praderas que contorneaban el camino. Éste, a partir de aquel momento, ascendía ya sensiblemente.
    —Volvamos atrás —me pidió Tania.
    Frente a nosotros se alzaban las colinas, recortándose sus perfiles en el nítido horizonte. Un viento ligero hacía moverse las hierbas de los prados.
    —Volvamos atrás —insistió Tania, tirando esta vez de mi brazo.
    Obedecí su petición. Los dos muchachos seguían ocupados, sobre el limo, en su búsqueda de gusanos. Caminamos en silencio por la orilla, hasta llegar de nuevo al Nowodievici Monastir.
    Pasamos al cementerio del viejo convento, donde descansaba el famoso Salavioff y el escritor Chejov.
    —Detrás de aquel muro, en el nuevo camposanto —me dijo Tania en un susurro— se hallan las tumbas de Scriabin y de Krapotkin.
    Una monjita se movía silenciosa por entre las lápidas, sin levantar nunca la vista del suelo.
    —Tengo frío —se quejó Tania.
    Noté, a la vez, que un estremecimiento recorría su cuerpo. Pasé mi brazo por sus hombros y la apreté contra mí. Se desasió bruscamente y me miró con enfado, sin decirme ni una sola palabra.
    Entramos luego en el recinto, sentándome yo sobre unas piedras, pues empezaba a sentirme fatigado. Tania me esperó en pie sin protestar. Permanecimos así, inmóviles, algunos instantes. Luego, reanudamos la marcha. No sé aún por qué, hicimos un alto, en determinado momento, junto a un sepulcro. En su lápida leí el nombre de Von Meck, y tal apellido me hizo recordar a aquel director general de los Ferrocarriles Soviéticos que terminó sus días ante el pelotón de ejecuciones de GPU .
    —Tengo frío —insistió Tania con voz quejosa.
    Miré a su cara y ella, entonces, trató de ocultarme sus ojos, rehuyendo mis miradas, a la vez que ponía sus manos entre las mías. La atraje hacia mí, haciendo que apoyase su cabeza en mi hombro. Luego, muy suavemente, rocé con mis labios sus cabellos, su cara y, finalmente, el contorno de su boca.
    —Quisiera que todo siguiese así, como ahora, ya para siempre —me dijo ella levantando su cabeza y tratando de sonreír. Pero sus ojos, entretanto, continuaban llenos de lágrimas.
    Fue algún tiempo después cuando pude yo, al fin, comprender la razón de los súbitos cambios de humor de Tania, de su orgullosa sensibilidad, de su impaciencia y, en dos palabras, de su extraño proceder manifestado en tantas y tantas ocasiones. La muchacha nunca me había concedido, hasta aquel entonces, nada más que sonrisas; incluso sus confidencias, sus rarísimos abandonos, su fantasía y sus inquietudes tenían siempre un fondo de rencor y de sospecha. No se podía decir, a fuer de sinceros, que lo nuestro fuera un auténtico amor. Pero tampoco podía afirmarse que fuera meramente una simple amistad. ¡Cuántas veces había yo leído en su mirada algo así como un fondo de tristeza, de anhelo, que me hacía presentir la existencia de un auténtico cariño! Tania, ya lo había yo notado, representaba ante mí el papel de « jeune fille bien élevée ». Mas, a pesar de todo, seguía yo persuadido de que Tania era sincera, absolutamente sincera, cuando me cogía cariñosamente por el brazo.
    Los dos pasábamos juntos muchas de las horas del día. Y durante todo este tiempo, Tania parecía estar viviendo una vida de ficción. Trataba, indudablemente, de seguir comportándose al estilo de una época que ella no había llegado a conocer (era apenas una chiquilla cuando la sorprendió la revolución), de una vida que ella, sin embargo, presentía o incluso notaba en su propio espíritu a través de su herencia. Se veía, cuando llegaba a mi lado, cómo cambiaba súbitamente y cómo, a partir de tales momentos, empezaba a representar su papel de señorita refinada, de señorita de la época anterior a la gran tragedia.
    Parecía tener a orgullo esto de poder demostrar a un extranjero que, aun en medio de aquella ruina del mundo moral y social, de aquel estado caótico al que ella, quisiera o no, pertenecía, se había sabido conservar simple y honestamente burguesa y que no estaba, por consiguiente, nada «bolchevizada» como se decía en aquel entonces. Hacía gala de poderme demostrar que en la Rusia proletaria en la que la revolución había tirado por tierra todos los valores morales y sociales, todos los principios y todos los prejuicios, era aún posible hallar « une jeune fille bien élevée », criada y formada en el seno de una familia de las que aún conservaban tales principios, prejuicios y tradiciones.
    El caso concreto es que tales mudanzas y tales reacciones, incomprensibles las más de las veces, me hicieron preocuparme por ella e incluso entrar en sospecha. Lograba entrever que algo había en Tania; algo que había de ser, sin duda, la clave de sus bruscas e impensadas reacciones, de sus cambios de humor y de sus agrios comentarios. Sentía yo que una sorda rabia, un auténtico rencor turbaban a mi compañera.
    Como todas las muchachas de la Rusia de aquellos días, como toda la juventud criada en tan trágico ambiente, no creí —no podía hacer profesión de fe, al menos— en las teorías burguesas de tiempos pasados. Y sin embargo, cuando estaba en mi compañía, parecía estar cohibida, sujetando sus reacciones, a fin de vivir conmigo, a mi lado, unos días que estuvieran en un todo de acuerdo con aquel mundo moral y burgués que si bien ella no llegó a conocer, debió haber sido el propio de sus mayores; un mundo en el que, a juzgar por todo ello, deseaba Tania fervientemente haber vivido. Así, quizá, podría explicarse aquel empeño ciego en representar tal farsa e incluso aquella rabia latente que parecía existir en el fondo del espíritu de la muchacha.
    Tania era un típico producto de la revolución. Su aspecto, nada fuerte, hablaba bien claramente de las penurias pasadas en la edad crítica de la niñez. Sentía envidia de un mundo —el de ayer— donde existía toda una serie de cosas, de ideas y de principios que ella, aun sin haberlo vivido, añoraba. Pero su orgullo le impedía manifestarlo claramente. No obstante, a través de sus reacciones más simples, cuando jugaba a la «gran señora», era fácil comprenderlo, incluso para un observador —como ocurría en mi caso— apasionado.
    No puedo explicar, por más que quiera, el acento tan extraño con que acogía mis más simples e inocentes comentarios sobre las cosas o las personas de la Rusia revolucionaria. Un día, por ejemplo, habíamos ido juntos a visitar el mausoleo de Lenin, erigido en la Plaza Roja, al pie mismo de las murallas del Kremlin.
    El cuerpo embalsamado de Lenin se hallaba dentro de la gran urna de cristal, a pocos pasos de donde nosotros nos habíamos detenido. El rostro del omnipotente dictador ruso, tremendamente pálido, acababa en una pequeña barba rojiza. Entre la lógica palidez y el deslumbrador efecto de las luces, se hubiera dicho más bien que era una máscara de cera en lugar de un auténtico rostro humano.
    —Pensaba yo, a juzgar por los retratos que he visto, que Lenin tenía negra la barba —observé en voz baja.
    No creí, sinceramente hablando, haber dicho nada inconveniente. Mas, sin embargo, Tania me miró de soslayo, con una auténtica expresión de enfado.
    —¡Cuidado con tus palabras! ¡Con todo y estar muerto, puede aún quitarte a ti tu burguesa vida!
    Me dejó perplejo la reacción de la muchacha. Volvió entonces a mi memoria, por una asociación de ideas, el episodio del besprisorni y el comportamiento de Tania para con el obrero que pegó en tal día al ladronzuelo. Recordé también que en el cementerio del monasterio, y al estar yo haciendo algún comentario sobre el fusilamiento de Von Meck, me permití decir, de pasada, algo sobre el terror que en toda Rusia inspiraba el solo nombre de la GPU. Entonces, Tania me cortó en seco:
    —¡Sólo los traidores tienen miedo a la GPU!
    Después, me volvió bruscamente la espalda y caminó en otra dirección, alejándose de mi lado.
    Creí, francamente, que aquellas palabras habían salido de su boca por la sola acción y efecto de la educación política que, quieras o no, recibía en plan intensivo toda la juventud de las Rusias. Recordé también, en contraposición, cómo los ojos de la chiquilla se llenaron de lágrimas cuando pasábamos por entre las tumbas del Nowodievici Monastir. Alguna relación muy íntima debía haber, pues, entre aquel secreto que tan cuidadosamente guardaba y, por otro lado, la pureza de sus lágrimas.
    Aquella misma tarde, al regreso ya de nuestra excursión al Nowodievici Monastir, y tras haberla acompañado como era de costumbre a la esquina de la calle Nikolskaia, me dirigí yo solo hacia el Teatro de Stanislawski, donde representaban una comedia de Bulgakoff llamada Los días de la familia Turbin . Entré en él; el teatro se hallaba completamente abarrotado del más diverso público. Había allí obreros, empleados, muchachuelos de cabellos rapados y con camisetas de vivos colores, miembros de los Komsomolzs con sus uniformes, luciendo todos una expresión fiera y taciturna en sus semblantes; se veían también soldados de las distintas Armas y hasta algún que otro representante del campo cercano a la capital.
    Hacía calor; un olor agrio y compuesto salía de toda aquella muchedumbre.
    En los entreactos, salía el público fuera de la sala a fumar sus cigarrillos. Los vendedores de limonada circulaban entre los grupos anunciando su mercancía.
    Al final del último acto, cuando se empezaban a oír las notas de «La Internacional» y cuando, por tanto, junto al umbral de la casa de los Turbin resonaba ya el paso cadencioso de las victoriosas tropas rojas que entraban en Kiev, gané la salida presuroso para evitar las aglomeraciones y me dispuse, fuera ya, a regresar calmosamente hacia mi alojamiento, paseando por la plaza Sverdlow.
    Había comenzado ya a caer la noche; una noche clara y serena, típica del norte, que continuaría así, sin oscurecerse ya más, hasta la llegada del alba. Las calles estaban iluminadas profusamente por aquella zona y mucha gente paseaba aún por sus aceras.
    Iría yo por la mitad de la Theatralny Proiesd, la amplia vía que conduce, a lo largo de los muros de la Kitai Gorod, desde la Plaza Sverdlow hasta la Plaza Lubianka, cuando vi un grupo de gente que se hallaba detenido en la esquina de la calle Rojdestvenka, haciendo un corrillo junto a la entrada de una stalovaie. Se empinaban todos sobre las puntas de sus pies para poder ver mejor y, a juzgar por sus expresiones y por sus comentarios, algo muy chusco o muy divertido debía estar ocurriendo allá dentro. Alguien, en el interior de la stalovaie, cantaba acompañándose por algún instrumento de cuerda y su voz se mezclaba con toda una serie de airados gritos y denuestos. La gente coreaba con sus risas tales chillidos.
    —¿Qué pasa ahí dentro? —pregunté a un vendedor de cigarrillos que ocupaba un lugar preferente en el corrillo, pero que se salió finalmente de él, temeroso de que con las aperturas sufriese algún desperfecto la caja que con tabacos y cerillas llevaba colgando del cuello.
    —Son dos prostitutas que se están peleando —me contestó con la risa aún bailándole en los labios.
    Aprovechando la salida del vendedor callejero, pude hacerme un pequeño lugar en medio del grupo. Alzándome yo también en puntillas logré divisar el interior del establecimiento. Vi así cómo dos muchachitas se peleaban airadas, llamándose las peores cosas con voces enronquecidas por la rabia.
    —¡Tania! —grité.
    Al oír su nombre y, sobre todo, mi voz, se volvió rápida la chiquilla, dando la espalda a su adversaria. Pude ver así su cara, pálida como la de una muerta.
    —¡Tania! —volví a llamarla.
    Pero Tania alzó un brazo como queriendo protegerse de mí y, con una voz y un acento que jamás lograré olvidar mientras viva, me gritó desesperada:
    —«Bourgeois! Bourgeois, tu ne comprends rien, bourgeois!».
    Desapareció luego en el interior mientras la muchedumbre acogía sus voces y sus gestos con un clamor de roncas risotadas.


Curzio Malaparte
Sodoma y Gomorra



Curzio Malaparte
CURZIO MALAPARTE era el seudónimo del escritor italiano Kurt Erich Suckert. Nació en Prato,Toscana, Italia, en 1898, y falleció en Roma en 1957. Hijo de madre lombarda y padre alemán, fue un diplomático, periodista y escritor. Se educó en el Collegio Cicognini y en la Universidad de La Sapienza, en Roma. En 1918 comenzó su carrera de periodista.
    Tras combatir en la Primera Guerra Mundial y obtener numerosos honores, Malaparte estuvo ligado a Benito Mussolini, llegando a ejercer una considerable influencia en el Partido Fascista Nacional. Sin embargo, su espíritu rebelde lo llevó a alejarse del dirigente italiano, publicando numerosas obras contra éste y la política italiana de la época en general. En Técnica del colpo di Stato (Técnica del golpe de Estado , 1931) Malaparte atacaba a Hitler y Mussolini, lo que le llevó a ser expulsado del Partido Nacional Fascista y enviado al exilio interno desde 1933 a 1938 en la isla de Lipari. El régimen de Mussolini arrestó a Malaparte de nuevo en 1938, 1939, 1941 y 1943.
    En 1941 fue enviado a cubrir la guerra en Rusia como corresponsal para el Corriere della Sera. Los artículos que envió desde el frente ucraniano, fueron recopilados en 1943 y publicados bajo el título Il Volga nasce in Europa (El Volga nace en Europa ). Esta experiencia le serviría de base para sus dos libros más famosos, Kaputt (1944) y La pelle (La piel, 1949).
    Tras la Segunda Guerra Mundial sus ideales políticos tendieron cada vez más hacia la izquierda, colaborando activamente con el Partido Comunista italiano e interesándose por el comunismo maoísta de China. Habiendo visitado China en 1949 su viaje fue suspendido debido a su enfermedad. Io in Russia e in Cina (Yo en Rusia y en China ), su diario de los acontecimientos, fue publicado póstumamente en 1958. El último libro de Malaparte, Maledetti toscani (Malditos toscanos ), aparecido en 1956 es un declarado ataque a la cultura burguesa.
    Malaparte murió de cáncer en 1957.

La piel, de Curzio Malaparte / La grandeza de aquellos que pierden la guerra




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