Bruno Schulz Poster de T.A. |
Bruno Schulz: nadando en un Chagall sumergido
Por: Marcos Ordóñez
24 de octubre de 2012
1972. Tenía quince años cuando descubrí a Bruno Schulz. Era la época en que me acercaba a libros y discos por sus portadas o sus títulos. El de la edición de Barral no podía ser más perfumado: Las tiendas de color canela. ¿Habéis visto esas películas – Merlín el Encantador es la primera que me viene a la cabeza – en las que un mago le entrega un libro a un niño, y el niño lo abre y del libro brota una luz intensa y dorada, una luz que parece venir de un tiempo sin tiempo?
Schulz era el mago y el libro era su libro, y yo había dejado de ser niño pero volví a ver mi rostro de entonces, de nuevo iluminado por la luz de verano eterno de sus páginas. O reflejado, porque al otro lado de aquel espejo había otro niño de ojos entrecerrados y sonrisa triste, un niño llamado Bruno que no había querido crecer, y vivía, viviría siempre, en un país tan lejano, rutilante y desaparecido como el de los veranos de mi infancia.
Así comenzaba “Agosto”, el primer relato del libro: “En el mes de julio mi padre se iba a tomar las aguas y nos dejaba, a mi madre, a mi hermano mayor y a mí, abandonados a las jornadas del verano, resplandecientes y embriagadoras. Hojeábamos, aturdidos por la luz, el gran libro de las vacaciones, cuyas páginas centelleaban de sol y conservaban en su fondo la pulpa de las peras doradas, azucaradas hasta el éxtasis”.
Aquel otoño creí descubrir un nuevo libro de Schulz en la librería Ianua de la Vía Augusta barcelonesa, una posible segunda parte de Las tiendas de color canela. Se llamaba La calle de los cocodrilos y pensé, no sin cierta lógica (a menudo el deseo necesita de la lógica) que bien podría ser una extensión del cuento central de Las tiendas, quizás una novela corta. El libro tenía membrete argentino (Centro Editor de America Latina, colección Narradores de hoy). En aquella época llegaban aquí con gran puntualidad las ediciones sudamericanas. Me abalancé sobre el índice. Decepción. Era Las tiendas retitulado. Y mutilado, porque faltaban tres relatos, “La borrasca”, “La noche de julio” y “La estación muerta”, así que volví a acariciar el volumen de Barral (con su sobrecubierta de plástico, algo insólito entonces y no digamos hoy) como si fuera un álbum de cromos sin un solo hueco. Sin embargo, al cabo de un tiempo lo compré. Era una tontería, pero quería tenerlo. Yo diría que no era por completismo. No, no exactamente. A lo mejor pensé que, muy a la manera de Schulz, podría mutar por la noche y convertirse en el libro que yo deseaba. No es mala idea para un cuento. Sí, la mutación solo se produciría por la noche. A la mañana siguiente, el libro volvería a ser el que era. Noche tras noche, el libro va cobrando vida, tiembla, se agita, desprende luz, calor. En uno de los finales posibles, el libro asesina a un enemigo del chaval lector. Un nazi, por ejemplo, que viene a llevárselo a los campos. Madrugada. El libro echa a volar. Entra por la ventana de la habitación del oficial nazi que a la mañana siguiente ha de llevarse a la familia a un campo de concentración. Las hojas del libro le seccionan la carótida. El libro vuelve a la mesilla de noche, como un pájaro fatigado. El tajo en el cuello desaparece, diagnostican muerte natural. Ni el niño ni su familia, por supuesto, sabrán nunca que el libro les ha salvado. Título posible: La venganza de Bruno).
Las tiendas de color canela trepó sin el menor esfuerzo a lo alto de un podio donde refulgían El país de octubre, de Bradbury, e Historias del atardecer, de Buzzati, lecturas capitales de aquel año. No sabía hasta qué punto iba a convertirse en una influencia perdurable. Lo comprobé este verano, mientras acababa de escribir Un jardín abandonado por los pájaros. La parte del verano, por supuesto. Algunas imágenes, algunos éxtasis. ¿O sí lo sabía, lo supe desde que atravesé su espejo y de la mano del pequeño Bruno nadé entre las criaturas de su mundo como quien nada en el interior de un Chagall sumergido?
Nadar en un Chagall sumergido. Es curioso. Anteayer hablo con Jorge Carrión. Le digo que estoy escribiendo un papel sobre Bruno Schulz y me dice, con su incendiada seriedad habitual, dos cosas.
La primera: “Haces bien. Schulz no está lo bastante presente en nuestro imaginario. Hay que insistir”.
La segunda: “Tienes que leer Véase: amor de David Grossman”.
Me cuenta que el protagonista de la novela de Grossman es un novelista llamado Momik, superviviente del Holocausto, que quiere escribir sobre Bruno Schulz y, si lo entendí bien, en un universo paralelo logra salvar a Schulz de su muerte convirtiéndole en salmón y lanzándole al mar.
Nademos un rato juntos por la Galitzia sumergida.
Hijo de un comerciante judío que regentaba una tienda de tejidos en Drohobycz, una pequeña ciudad al suroeste de la Galitzia austrohúngara (luego Polonia, hoy Ucrania), Bruno Schulz se dio a conocer como grabador y dibujante antes de convertirse, con solo dos libros de cuentos, en un mito literario, el “tercer mosquetero”, junto a Witkiewicz y Gombrowicz, de la vanguardia polaca. Había estudiado arte en una academia de Viena y arquitectura en la universidad de Lwow, la capital de Galitzia bajo el imperio austrohúngaro, y comenzó a escribir para aliviar el aburrimiento provinciano: la colección de cartas enviada a su amiga, la novelista Debora Vogel, en las que narraba episodios de su infancia, fue descubierta por otra escritora, Zofia Nalkowska, que quedó fascinada por la originalidad y la fuerza poética de aquellos textos, y le propuso a Schulz su publicación. Pero eso todavía estaba lejos.
En 1933, para sorpresa de todos, publica Las tiendas de color canela, crónica de aquel estío arcádico “que se derramaba como miel” sobre una Drohobycz elevada a la categoría de “República de los Sueños”, cercada por los voraces comerciantes de la nueva era (a un lado, el mundo de las tiendas humildes y anacrónicas; al otro, la temible calle de los Cocodrilos) y presidida por el viejo Jakub Schulz, el padre inabarcable, contradictorio, dulcísimo y tiránico, por quien el pequeño Bruno profesaba una admiración sin límites y en el que quiso ver la encarnación de la imaginación creadora: un soñador al que la enfermedad permitió abandonar el negocio de telas y que en el libro aparece como un demiurgo enloquecido y dichoso, entregándose a experiencias mesméricas, criando pájaros exóticos en el desván, regalando toda su bodega de vino de frambuesas al cuerpo de bomberos de la ciudad, construyendo complicadas máquinas y tratando de insuflar vida a un ejército de maniquíes, mientras los comerciantes enriquecidos por la guerra y el petróleo de la vecina localidad de Boryslaw intentan hacerle vender su tienda, y la temible Adela, la criada que quintaesencia el orden racional, desbarata una y otra vez, a golpes de escoba, sus fantásticos proyectos.
Su universo literario y vital, escribió Kapuscinski, “era un triángulo formado por las calles Florianska, Zielona y la plazoleta de la panadería”.
No habría salido de ese triángulo, contemplado desde la ventana de su habitación, de no ser por el éxito de Las tiendas de color canela. La excelente acogida crítica le lleva a colaborar en varias revistas literarias y a conocer a sus pares. Fue el primero en escribir una reseña entusiasta de Ferdydurke, y Gombrowicz detectó en su mundo otra reivindicación pareja de la inmadurez como fuerza creadora. Y gracias a Witkiewicz, que alabó sin reservas las propuestas estéticas condensadas en "Tratado de los maniquíes", tan cercanas a su teoría de la Forma Pura, fue quien le animó a escribir Sanatorio bajo la clepsidra, su segundo y último libro de cuentos, que publicará en 1937.
El lirismo sensual y veraniego de Las tiendas de color canela vira aquí hacia la fantasmagoría invernal, desolada. El padre ha muerto, pero Josef, el mismo protagonista del libro anterior, el alterego de Bruno, lo encuentra de nuevo en el misterioso sanatorio del título. Un médico, que bien podría llamarse Valdemar, le dice: “La muerte que alcanzó a su padre en su país aquí no ha llegado todavía”. El sanatorio parece alzarse en la misma zona imaginaria en la que Bioy situó El perjurio de la nieve, y quizás no sea muy distinto delsheol judío, una suerte de purgatorio donde los muertos siguen existiendo pero viven una especie de vida congelada, la sombra de una vida: no experimentan nada ni tienen conciencia de nada, ni siquiera de Dios. Así lo vio Wojciech Has, el genial adaptador del Manuscrito encontrado en Zaragoza, cuando llevó al cine Sanatorio bajo la clepsidra en 1973.
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