miércoles, 28 de octubre de 2020

Gene Wolfe / Kevin Malone



Gene Wolfe

KEVIN MALONE



    Marcella y yo nos casamos en abril. Perdí mi puesto en Ketterly, Bruce and Drake en junio, y al llegar agosto estábamos desesperados. Conservamos el apartamento -creo que ambos pensábamos que si permitíamos que bajase nuestra posición no habría luego posibilidad de volver a recuperarla-, pero el alquiler fue mermando nuestros pequeños ahorros. Durante todo el mes de julio yo había intentado encontrar trabajo en otra firma de corretaje, y en agosto llamaba ya a los hermanos de la fraternidad universitaria, a los que no había visto desde mi graduación, para expresarles mi total disposición a trabajar en cualquier tipo de negocio que sus padres poseyeran. Creo que uno de ellos fue quien nos hizo llegar el anuncio.
    Pareja joven y atractiva, bien educada y con buenas relaciones, recibirá vivienda gratis y un generoso estipendio para sus gastos a cambio de servicios mínimos.
    Había un número de teléfono, que omito por razones que más adelante se comprenderán.
    Enseñé el recorte a Marcella, que estaba tumbada en la chaise longue con su coctelera en la mano. Dijo: «Por qué no», y marqué el número.
    El teléfono zumbó en mi oído, hizo una pausa y zumbó de nuevo. Me repantigué en el sillón. El solo hecho de llamar parecía absurdo. Si el anuncio había llegado a nosotros hoy, habría aparecido como más tarde ayer por la mañana. Y eso si el puesto valía la pena.
    — The Fines.
    Me incorporé.
    — Han puesto ustedes un anuncio clasificado. Pidiendo una pareja atractiva, bien educada, etcétera.

    — No lo he, puesto yo, señor. Pero sí creo que lo ha puesto mi señor. Yo soy Priest, el mayordomo.
    Miré a Marcella, pero tenía los ojos cerrados.
    — ¿Sabe usted, Priest, si el puesto está todavía vacante?
    — Creo que sí, señor. ¿Puede decirme qué edad tiene usted?
    Se lo dije. A petición suya, le dije también la edad de Marcella -que era dos años más joven que yo- y le di los nombres de las escuelas a las que habíamos asistido, le describí nuestro aspecto y mencioné de paso que mi abuelo había sido gobernador de Virginia y el tío de Marcella embajador en Francia. No le conté que mi padre se había pegado un tiro para no tener que hacer frente a la quiebra ni que la familia de Marcella la había desheredado, pero sospecho que Priest entendió bastante bien en qué situación nos hallábamos.
    — Disculpará usted, señor, que le haga tantas preguntas. Estamos a casi medio día de camino en coche y no querría que se llevara usted una decepción.
    Le dije que agradecía su consideración y convinimos una fecha -el martes de la semana que viene-, en la que Marcella y yo nos presentaríamos para tener una entrevista con «el señor». Cuando me di cuenta de que no me había enterado del nombre de su patrono, Priest había colgado ya.


    Durante las décadas de los diez y los veinte, algunas gentes muy ricas se hicieron construir mansiones a imitación de los palacios del Renacimiento italiano. The Pines era una de éstas, y su estado de conservación era mejor de lo habitual; el surtidor del patio seguía funcionando, los mármoles estaban limpios y no se habían vuelto amarillos y, aunque no descendiera la escalinata ningún cardenal vestido de púrpura para subir a un carruaje con el escudo de armas de los Borgia, uno tenía la impresión de que simplemente el cardenal acababa de marcharse. Seguro que aquello se había llamado en un principio
La Capanna o Eremo.
    Un hombre de aspecto grave y ataviado con librea oscura nos abrió la puerta. Por un instante, se quedó mirándonos fijamente desde el otro lado del umbral.
    — Muy bien… -dijo.
    — ¿Cómo dice?
    — Digo que me parecen ustedes muy bien. -Nos dirigió una inclinación de cabeza, primero al uno y luego al otro, y se hizo a un lado-. Señor, señora: yo soy Priest.
    — ¿Podrá vernos su señor?
    Por un instante, una expresión misteriosa, que habría podido ser de diversión, pareció tirar de su rostro solemne.
    — ¿Tal vez en la sala de música, señor?
    Le dije que me parecía perfecto, y fui tras él. En la sala de música había un Steinway, un arpa y una docena más o menos de cómodos sillones; daba a un jardín con rosales en el que ciertas variedades trepadoras iniciaban esa segunda estación que es más opulenta, si bien menos generosa, que la primera. Un jardinero, de rodillas, arrancaba las malas hierbas de uno de los macizos.
    — Una casa magnífica -dijo Marcella-. De veras, yo no creía que quedara ya nada así. Le he dicho que tomarás un John Collins, ¿no? Estabas mirando las rosas.
    — Quizá sea mejor conseguir primero el trabajo.
    — Ahora no puedo hacer que vuelva, y, si no conseguimos el trabajo, al menos habremos tomado los cócteles.
    Asentí con la cabeza. Los cócteles llegaron a los cinco minutos, y los bebimos y fumamos los cigarrillos guardados en un humidificador: cigarrillos ingleses de fuerte tabaco turco. Vino una criada y dijo que el señor Priest agradecería le dijéramos cuándo deseábamos cenar. Le contesté que cenaríamos en el momento en que fuera conveniente, y la muchacha hizo una pequeña reverencia y se retiró.
    — Al menos -comentó Marcella-, hace que nos sintamos cómodos mientras esperamos.
    La comida consistió en cordero en salsa y ensalada, servidos por una criada -no la misma de antes- y un lacayo, mientras Priest permanecía allí plantado, sin alejarse mucho, para cuidar de que todo se hiciera como era debido. Comimos uno a cada lado de una pequeña mesa en una terraza que daba a otro jardín, donde las antiguas estatuas pasaron a ser relucientes formas blancas mientras el sol se ponía.
    Se acercó Priest para encender las velas.
    — ¿Me va a necesitar después de la cena, señor?
    — De lo que se trata es de si su patrón va a necesitarnos a nosotros.
    — Bateman le enseñará su habitación, señor, cuando esté usted listo para retirarse. Julia se ocupará de la señora.
    Yo miré al lacayo, quien traía una bandeja con fruta.
    — No, no, señor. Este es Cárter. El que lo atiende a usted es Bateman.
    — Y Julia -intervino Marcella- es mi criada, ¿no?
    — Exacto. -Priest soltó una tosecita casi inaudible-. Tal vez, señor, y señora, esto les resulte a ustedes útil. -Sacó una fotografía de un bolsillo interior y me la entregó.
    Era una instantánea en blanco y negro, con los bordes algo gastados. Una veintena larga de personas, la mayoría de ellas ataviadas con un tipo u otro de librea, estaban de pie bajo un esplendoroso sol en lo alto de la escalinata de la entrada, los hombres detrás de las mujeres. Había nombres escritos en tinta beige al pie de la fotografía: James Sutton, Edna DeBuck, Lloyd Bateman…
    — El personal de la casa, señor.
    — Gracias, Priest -contesté yo-. No, no tiene que quedarse usted esta noche.
    A la mañana siguiente, Bateman me afeitó en la cama. Lo hizo muy bien, utilizando una navaja recta y jabón perfumado que aplicó con una brocha. Yo había oído hablar de estas cosas. Pienso que quizá el ayuda de cámara de mi abuelo debía de afeitarlo así a él antes de la Primera Guerra Mundial; pero jamás hubiera imaginado que todavía hubiera quien mantenía viva esta tradición. Bateman sí lo hacía, y comprobé que a mí me encantaba. Cuando me hubo ayudado a vestirme, preguntó si iba a desayunar en mi habitación.
    — No creo -contesté yo-. ¿Sabe qué planes tiene mi esposa?
    — Creo que con toda probabilidad estará en la Terraza del Sur, señor. Julia ha dicho algo en este sentido cuando yo le traía a usted el agua.
    — Entonces, iré a reunirme con ella.
    — Naturalmente, señor -dijo Bateman, vacilante.
    — No creo que vaya a necesitar un guía, pero quizá podría usted decirle a mi esposa que estaré con ella dentro de unos diez minutos.
    Bateman repitió su «Naturalmente, señor» y abandonó la estancia. Lo cierto era que yo quería asegurarme de que todo cuanto llevaba en los bolsillos de mi viejo traje -las llaves del coche, la cartera, etcétera- había sido traspasado al traje nuevo que él había dispuesto sobre la cama para mí; y no quería ofender a Bateman, si me era posible evitarlo, haciéndolo delante de él.
    Todo estaba en su sitio, y había un pañuelo limpio en lugar del mío, ligeramente sucio. Lo saqué para mirarlo -lino irlandés- y salió acompañado de un revuelo verde: dos billetes, ambos de cincuenta.
    Mientras comíamos los huevos Benedict felicité a Marcella por su nuevo vestido, y le pregunté si había observado de dónde procedía.
    — De Rowe's. Una pequeña boutique de la Quinta Avenida.
    — Así que lo sabes. ¿Nada especial?
    — No, nada especial -contestó ella con mayor rapidez de lo debido, y yo supe que había también dinero en sus nuevas ropas y que no tenía intención de hablarme de ello.
    — Cuando terminemos, nos vamos a casa. Me pregunto si esta gente querrá que les devuelva la americana.
    — ¿A casa? -Marcella no levantó la mirada del plato-. ¿Por qué? Y ¿quiénes son «esta gente»?
    — Quien sea el propietario de esta casa.
    — Ayer hablaste de «él». Dijiste que Priest hablaba del «señor», y esto en sí parecía bastante lógico. Ahora temes estar enfrentándote a supuestos problemas masculinos. -Yo no dije nada-. Crees que él -prosiguió Marcella- ha pasado la noche en mi habitación; nos han separado, y tú creías que era por eso y has estado allí esperando (¿debajo de una sábana?) a oírme gritar o algo así. Y no ha ocurrido nada de eso.
    — Yo esperaba que gritaras, y no te oí.
    — ¡No ocurrió nada, demonios! Me acosté y me dormí; pero, en cuanto a lo de irnos a casa, tú te has vuelto loco. ¿No ves que tenemos el empleo? Quienquiera que sea, y dondequiera que esté, le caemos bien. Vamos a quedarnos aquí y a vivir como seres humanos, al menos durante un tiempo.
    Y esto es lo que hicimos. Empezamos por alargar nuestra estancia de hora en hora ese día; después, de día en día; y finalmente, de semana en semana. Yo me sentía como debió de sentirse Klipspringer, el hombre que fue durante tanto tiempo huésped de Jay Gatsby que no tenía otro hogar; aunque, es de suponer, Klipspringer veía a Gatsby de vez en cuando, tenía sin duda con él agradables conversaciones y tal vez incluso tocaba el piano para él. Nuestro Gatsby estaba ausente. No quiero decir que nosotros lo eludiéramos ni que él nos eludiera a nosotros; no había estancias cuyo acceso nos estuviera prohibido, y en ningún momento los miembros del servicio se mostraban excesivamente deseosos de que fuéramos a jugar a golf, a nadar o a montar a caballo. Antes de que el buen tiempo llegara a su fin, dos parejas vinieron a pasar el fin de semana; y cuando Bette Windgassen preguntó si Marcella había heredado la mansión, y luego si la teníamos en alquiler, Marcella dijo: «Ah, ¿les gusta?», de tal manera que se fueron, creo, convencidos de que era nuestra, o de que era como si lo fuera.
    Y así era. Salíamos cuando nos venía en gana, lo cual no ocurría con mucha frecuencia, y regresábamos cuando queríamos, de prisa. Comíamos en las diversas terrazas y barandas, en el gran comedor ceremonial y en nuestros dormitorios. Montábamos en los caballos que queríamos y conducíamos el Mercedes y el desvencijado pero bonito Jaguar antiguo como si todo ello nos perteneciera. Lo hacíamos todo, de hecho, salvo comprar la comida y pagar los impuestos y al servicio; pero otra persona se encargaba de esto. Y todas las mañanas yo me encontraba cien dólares en los bolsillos de mi ropa limpia. Si el verano hubiera durado eternamente, tal vez yo estuviera todavía allí.
    Los álamos se quedaron sin hojas en el curso de una sola semana de octubre; cuando ésta terminó, yo me dormía escuchando el zumbido de la bomba que vaciaba la piscina. Cuando vinieron las lluvias, Marcella se volvió malhumorada y comenzó a beber en exceso. Una noche, cometí el error de rodearla con el brazo por los hombros cuando nos sentamos delante del fuego en la sala de trofeos.
    — Quítame esas guarras manos de encima -dijo-. Yo no te pertenezco. Priest -añadió dirigiéndose al mayordomo-, fíjese: no me ha dicho una palabra inteligente en todo el día ni ha hecho nada decente y ahora quiere manosearme toda la noche.
    Por supuesto, Priest hizo como que no la había oído.
    — ¡Mire esto! Demonios, usted es un ser humano, ¿o no?
    Este comentario no lo pasó por alto Priest.
    — Sí, señora, soy un ser humano.
    — Sé que lo es. Usted es más hombre que él. Este es su sitio, y nosotros sus animalitos de compañía… ¿es a mí a quien desea? ¿O a él? Usted nos envió el anuncio, ¿verdad? Él cree que usted se mete en mi habitación todas las noches, o eso es lo que dice. A lo mejor se mete en la de él… ¿es eso?
    Priest no contestó, y yo dije:
    — Por el amor de Dios, Marcella.
    — Aunque sea usted viejo, Priest, creo que es demasiado hombre para eso. -Se puso en pie, vacilando sobre sus largas piernas y sosteniéndose en la mampostería de la chimenea-. Si me desea, tómeme. Si esta casa es suya, yo soy suya también. A él lo enviamos a Las Vegas… o lo echamos al vertedero.
    En un tono mucho más suave del que solía emplear, el mayordomo dijo:
    — Yo no deseo a ninguno de los dos, señora.
    Me levanté entonces, y lo cogí por los hombros. Yo también había bebido, aunque sólo la mitad o la cuarta parte que Marcella; pero creo que había algo más: toda la frustración contenida desde que Jim Bruce me dijo que estaba acabado. Yo pesaba como mínimo veinte kilos más que Priest, y tenía veinte años menos.
    — ¡Quiero saber! -dije.
    — Suélteme, señor, por favor.
    — Quiero saber quién es; quiero saberlo ahora mismo. ¿Ve ese fuego? O me lo dice, Priest, o le juro que lo arrojo a él.
    Su rostro se puso tenso al oír esto.
    — Sí -susurró, y yo lo solté-. No es la señora, señor. Es usted. Quiero que esto quede claro ahora.
    — ¿De qué demonios está hablando?
    — No lo hago por lo que ella ha dicho.
    — Usted no es el dueño, ¿verdad? ¡Diga la verdad, santo cielo!
    — Yo siempre he dicho la verdad, señor. No, yo no soy el dueño. ¿Recuerda la fotografía que le di? -Yo asentí y él prosiguió-: Usted la tiró. Yo, señor, me tomé la libertad de recuperarla del cubo de desechos de su cuarto de baño. La tengo aquí. -Se metió la mano bajo la chaqueta y sacó la foto, igual que había hecho el primer día, y me la entregó.
    — ¿Es uno de éstos? ¿Uno de los sirvientes?
    Priest asintió y, con un dedo índice que lucía una manicura impecable, señaló la figura situada en el extremo derecho de la segunda hilera. El nombre que había debajo era Kevin Malone.
    — ¿Éste?
    En silencio, Priest asintió de nuevo con la cabeza.
    Yo había examinado la fotografía la noche en que él me la entregó, pero sin prestar ninguna atención en especial a esta figura en concreto, de poco más de un centímetro de altura. La persona que esta imagen representaba podía haber sido un jardinero, era un hombre de mediana edad, de poca estatura y tal vez algo rechoncho. Un sombrero flexible, manchado por el sudor, arrojaba sombra sobre su rostro.
    — Quiero ver a este hombre. -Miré hacia Marcella, todavía apoyada contra la piedra de la repisa-. Queremos verlo.
    — ¿Está seguro, señor?
    — ¡Que venga, maldita sea!
    Priest se quedó donde estaba, mirándome fijamente; yo me sentía tan furioso que creo habría sido capaz de cogerlo como había amenazado hacer y lanzarlo al fuego.
    Se abrieron en este momento las puertas cristaleras y entró una ráfaga de viento. Creo que, por un instante, esperé ver aparecer un fantasma o bien algún turbulento espíritu elemental. Sentí ese cosquilleo en el cuello que se siente cuando se lee a Poe a solas por la noche.
    El hombre al que había visto en la foto entró en la sala. Era un hombre pequeño y de aspecto vulgar, vestido con ropa gastada de color caqui, pero dejó las puertas cristaleras abiertas de par en par tras él, de tal modo que con él entró la noche y estuvo presente en la estancia durante todo el tiempo que duró la conversación.
    — Esta casa le pertenece a usted -dije yo-. Usted es Kevin Malone.
    Sacudió la cabeza.
    — Yo soy Kevin Malone… y yo pertenezco a esta casa.
    Marcella estaba ahora de pie, más erguida, borracha pero todavía en ese estado de ebriedad en que era consciente de él y capaz de equilibrarlo.
    — Yo también pertenezco a ella -dijo y, andando casi con normalidad, cruzó la sala hasta el señorial sillón que Malone había escogido para sí, y consiguió sentarse a sus pies.
    — Mi padre era el hombre para todo de la casa. Mi madre, la doncella. Yo crecí aquí, lavando los coches y sacando las hojas de los estanques. ¿Me sigue? ¿Dónde creció usted?
    — En diversos sitios -contesté encogiéndome de hombros-. Richmond, Nueva York, tres años en París. Hasta que me enviaron a la escuela vivimos en hoteles casi siempre.
    — Entonces, ya sabe. Puede entender. -Malone sonrió por un instante-. Está recreando la vida que conoció de niño, o lo intenta. ¿Me equivoco? Ninguno de nosotros puede ser feliz de otro modo, y pocos somos los que siquiera lo intentamos.
    — Según Thomas Wolfe, es imposible volver al hogar -aventuré yo.
    — Cierto, es imposible volver al hogar. Hay un solo lugar al que nunca podemos ir, ¿no ha pensado nunca en eso? Podemos descender hasta el fondo de los mares y, algún día, la NASA nos llevará hasta las estrellas, y sé de hombres que se han hundido en el pasado… o en el futuro… y se han ahogado. Pero hay un lugar al que no podemos ir. No podemos ir allí donde ya estamos. No podemos volver al hogar, porque nuestra mente, nuestro corazón y nuestra alma inmortal están ya allí.
    Sin saber qué decir, yo asentí con la cabeza y esto pareció dejarlo satisfecho. Priest aparentaba la tranquilidad de siempre, pero no hizo nada por cerrar las puertas y yo tuve la sensación de que, de algún modo, tenía miedo.
    — A mí me llevaron a un orfanato a los doce años, pero jamás olvidé The Fines. Hablaba de ella a los otros chicos, y cada año la casa era más y más grande; pero sabía que lo que dijera jamás podría compararse a la realidad.
    Cambió de posición en su asiento y el ligero movimiento de sus piernas hizo caer a Marcela, casi desmayada, que siguió, sin embargo, conservando cierta elegancia; siempre he creído que es un don que se adquiere estudiando ballet en la infancia. Malone reanudó su charla.
    — Le dirán a usted que no es posible que un chico pobre, con una educación de segunda, haga fortuna. Bueno… sí hace falta suerte; pero yo la tuve. También hay que estar dispuesto a arriesgarlo todo. Y esto también yo lo tenía, porque sabía que, para mí, cualquier cosa que no fuera la fortuna equivalía a nada. Tenía que poder comprar este lugar; tenía que regresar y comprar The Fines, dotarla de servicio y mantenerla. Esto es lo que yo quería, y cualquier cosa por debajo de esto carecía de valor.
    — Debo felicitarlo -respondí yo-. Pero por qué…
    Rió. Era una risa profunda, pero carente de humor.
    — ¿Por qué no llevo lazo ni ceno en la cabecera de la mesa grande? Lo probé. Lo probé durante casi un año, y todas las noches soñaba con mi casa. Aquello era mi casa, ¿entiende?, no The Pines. Mi casa son las tres habitaciones que hay encima de los establos. Allí vivo ahora. Estoy en casa, estoy donde hay que estar.
    — Me parece a mí que le habría resultado mucho más sencillo solicitar el empleo que tiene ahora.
    Malone sacudió la cabeza con impaciencia.
    — Con eso no se habría conseguido nada. Yo debía tener el control. Es algo que aprendí en los negocios… a tener control. Otro propietario habría querido efectuar cambios, y tal vez incluso habría vendido la finca para que la dividieran. No. Además, cuando yo era niño esta finca pertenecía a una joven pareja elegante. Imagine que la hubiera comprado un hombre de mi edad. O una mujer joven, tal vez una ramera. -Apretó los labios, luego éstos se relajaron-. Usted y su esposa eran las personas ideales. Ahora tendré que poner a otros, eso es todo. Pueden quedarse esta noche, si lo desean. Mañana por la mañana haré que los conduzcan hasta la ciudad.
    — Entonces, usted nos quería para que hiciéramos de propietarios -aventuré-. Yo estaría dispuesto a quedarme en esas condiciones.
    Una vez más, Malone movió negativamente la cabeza.
    — Ni hablar. Yo no necesito propietarios, sino actores. En los negocios he representado pequeños espectáculos para la competencia, no sé si sabe a lo que me refiero, y a veces incluso para mi propia gente. Y he aprendido que los únicos actores que de verdad pueden hacer justicia a sus papeles son aquellos que desconocen lo que son.
    — Permítame…
    Me cortó con una mirada, y por unos segundos permanecimos así, mirándonos fijamente. Algo terrible vivía tras aquellos ojos. Asustado a pesar de cuanto la razón pudiera decirme, añadí:
    — Entiendo. -Y me puse en pie. No parecía haber otra cosa que hacer-. Al menos, me alegro de que no nos odie. Teniendo en cuenta su infancia, sería natural que así fuera. ¿Le explicará todo eso a Marcella por la mañana? Se pegará a usted, diga lo que diga yo.
    Asintió, ausente.
    — ¿Puedo hacerle otra pregunta? No entiendo por qué tuvo usted que marcharse e ir a un orfanato. ¿Murieron sus padres, o los despidieron?
    — ¿No se lo has contado, Priest? -dijo Malone-. Es la leyenda del lugar. Creía que lo sabía todo el mundo.
    El mayordomo carraspeó.
    — El señor Malone padre era el caballerizo de la casa, señor, aunque eso fue antes de que llegara yo aquí. Mató a Betty Malone, que era una de las criadas. O, al menos, se cree que lo hizo. Nunca hallaron el cuerpo, y es posible que la acusación fuera falsa.
    — La enterró en los terrenos de la finca -añadió Malone-. Encontraron jirones ensangrentados y el martillo, y él se colgó en el establo.
    — Lo siento… no era mi intención meterme en lo que no me importa.
    Los cortinajes, azotados por el viento, parecían banderas de color rojo vino. Hicieron que se volcara un jarrón y Priest dio un respingo, pero Malone no pareció reparar en todo esto.
    — Ella era veinte años más joven y una ramera -dijo-. Son cosas que ocurren.
    — Sí. Ya sé que ocurren -dije y subí a acostarme.
    No sé dónde dormiría Marcella. Tal vez allí sobre la alfombra, tal vez en la habitación que había ocupado hasta ese día, quizá incluso en el piso para el servicio que Malone tenía encima de los establos. Desayuné solo en la terraza, y luego -sin la ayuda de Bateman- hice mis maletas.
    Sólo volví a verla una vez. Llevaba un vestido de seda negra; tenía ojeras y debía de dolerle terriblemente la cabeza, pero su mano era firme. Cuando abandoné la casa, quitaba el polvo a los jarrones de Sévres con un plumero de plumas de pavo real. No hablamos.
    Me he preguntado en ocasiones si me equivocaba por completo al prever la aparición de un fantasma cuando se abrieron las puertas cristaleras. ¿Cómo sabía Malone que había llegado el momento de hacer su aparición?
    Naturalmente, he consultado los informes del asesinato aparecidos en los periódicos. Todos los periódicos atrasados están en microfilm en la biblioteca, y dispongo de mucho tiempo.
    En estos informes no se habla para nada de un niño. De hecho, tengo la impresión de que los apellidos idénticos del asesino y de su víctima eran una coincidencia. «Malone» es un apellido bastante común, y abundaban en aquella época los sirvientes irlandeses.
    Me pregunto a veces si será posible que un hombre -aun siendo rico- esté poseído sin que lo sepa.

1980

· «Kevin Malone», de Gene Wolfe, aparecido por primera vez en New Terrors, publicada por Ramsey Campbell.



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