He oído decir que hay gente que se ríe para mostrar sus hermosos dientes y otra gente que llora para mostrar que tiene buen corazón. En todas mis fotos M. está riéndose, pero no como esas famosas que salen en los ecos de sociedad. Esas pavisosas siempre aparecen con los dientes a la vista, pero nunca están realmente riéndose, están mirando hacia el objetivo de la cámara pensando en lo que van a decir sus amigas cuando vean la foto publicada, fingiendo que ríen, y cuando el fotógrafo se va, ellas muestran su rostro ceñudo, a veces incluso triste. Yo anduve en esas fiestas y sé muy bien lo que digo. Los que se ríen de verdad, como los que están enamorados, no tienen la menor noción de lo que acontece a su alrededor, no ven nada en torno a ellos. No ven, por ejemplo, a un fotógrafo sacando fotos. Reír es bueno, pero puede joderle la vida a uno.
M., cuando lloraba, se sonaba la nariz, quizá porque es así como en las películas lloran las protagonistas: empiezan a llorar y el galán, o bien otro hombre cualquiera, nunca otra mujer, saca el pañuelo del bolsillo, los hombres llevan siempre un pañuelo limpio en el bolsillo, se lo dan a la moza y la moza se limpia la nariz. Claro que esto tiene una justificación biológica, las lágrimas, aparte de humedecer la conjuntiva, pueden penetrar en las fosas nasales. El día en que M. lloró, el tipo que estaba con ella no llevaba pañuelo, o quizá sí lo llevaba, pero no estaba limpio, porque si uno lleva un pañuelo en el bolsillo de los pantalones es para ensuciarlo, a no ser que el fulano esté trabajando en una película. Él le dio su corbata a M. y ella se sonó con la corbata. Pero tengo la impresión de que estoy poniendo el carro delante de los bueyes. Vayamos por orden.
Alguien me avisaba cuando M. salía de casa. Yo hacía mi trabajo sin prisa, de manera discreta, siguiendo el manual. Mi misión era descubrir si ella se encontraba con algún hombre.
Seguía a M. desde hacía cuatro días cuando vi por primera vez a los dos juntos, en el centro de la ciudad, en la barra de uno de esos establecimientos que sólo sirven café expreso. Estaban tranquilos, tomarse un cafecito es cosa inocente, y aún más si se toma de pie, en una barra. Se reían mucho, eso sí, y ella aún más, con una risa alegre pero casi silenciosa, sin apartar los ojos del hombre que la acompañaba. M. estaba enamorada.
El segundo encuentro fue en un restaurante japonés que quedaba en un primer piso del centro. M. comió con los palillos, eso me irrita, quienes tienen que comer con los palillos son los japoneses, uno no. Él usaba tenedor y cuchillo. Hubo un momento en que él cogió su mano y se quedaron los dos callados durante un tiempo. Se despidieron en la puerta del restaurante.
El tercer encuentro fue de nuevo en el lugar donde servían café expreso. Estaban los dos serios y tensos. El tipo tomó dos expresos y M. tres antes de decidirse.
Ninguno de los dos era muy experto, salieron casi al mismo tiempo del café y empezaron a andar en la misma dirección, el hombre delante, a unos cinco metros de distancia. El centro de la ciudad es el mejor lugar para esos encuentros furtivos, hay abundancia de territorios neutrales, oficinas, despachos, consultorios, a veces todo en la misma planta. Y las calles están siempre llenas de gente de todo tipo yendo de un lado a otro.
Cuando el hombre entró en un edificio, yo me apresuré, rebasé a M., y aún me dio tiempo de entrar con él en el ascensor. Un novato elegiría a la mujer, pero en estos casos es mejor pegarse al hombre. La mujer, en estas situaciones, está siempre alerta, desconfiando de todos. Esos fulanos ni reparan en quien va con ellos en el ascensor, y especialmente los que van de chaqueta y corbata, como el tipo a quien yo seguía, que probablemente trabajaba en una casa de la ciudad y subía en ascensor todos los días. Me quedé a su lado, y el hombre ni me miró, ni siquiera cuando salimos juntos.
Echó a andar por el corredor y abrió la puerta del 1618. Yo no esperé a que M. llegara. Cogí un ascensor que bajaba y volví a mi casa, tomé un comprimido de vitamina C y me eché a dormir. Tenía un virus que hacía que me doliera todo el cuerpo. Sonó el teléfono, pero no lo cogí, respondió el contestador automático. Oí el recado corto del cliente diciendo que tenía que hablar conmigo. Lo llamé a su móvil.
¿Hay algo nuevo?, preguntó.
Nada, respondí.
Nada, nada, ¿cómo que nada? Ella se ha pasado toda la tarde fuera.
Iba de shopping .
¿Pero hizo compras? Llegó con las manos vacías.
A las mujeres, lo que les gusta es ver escaparates, le dije.
Me han dicho que es usted el mejor, que puedo confiar en usted.
Sí, soy el mejor, puede confiar.
No la deje un minuto.
Descuide, pero voy a necesitar dinero para un equipo especial.
¿Qué equipo?
Cosas del trabajo.
Ya le he dicho que el dinero no es problema. Hable con Gilberto.
Gilberto era un tipo gordo, como suelen ser los abogados que ganan mucho. Tenía el despacho en la Avenida Rio Branco. Tardó media hora en recibirme. Le dije la cantidad y él me dio un cheque, sin discutir. Firmé el recibo y me fui. Compré el material en casa de Serginho, que hacía contrabando de cachivaches electrónicos. Eran cacharros de alta tecnología. Cupo todo en la cartera que llevaba yo colgando del hombro.
No me costó nada abrir la puerta del 1618. Examiné cuidadosamente la sala, el dormitorio, el cuarto de baño. En la sala había un equipo de alta fidelidad, un frigorífico pequeño, un sofá y dos butacas. Dentro del frigorífico, varias botellas de agua mineral con gas. En el dormitorio, una cama, una mesita de noche. En la pared colgaba una pintura con una mujer desnuda saliendo de una concha. Las sábanas eran de lino y estaban limpias, como si no se hubieran usado. Sin duda debía de arreglar aquello una asistenta. El baño olía a productos de limpieza, debía haber sacado de allí todo aquello, fue un fallo estúpido. Puse en marcha el equipo de sonido por ver cómo funcionaba. Luego lo apagué, abrí la caja del amplificador y saqué un transistor. Aquella mierda podía traerme problemas, a los enamorados les gusta oír música juntos, eso iba a dificultar mi grabación. Luego coloqué dentro de la caja de sonido mi pequeña grabadora. Según Serginho, cualquier sonido ambiental, por pequeño que fuese, activaría aquel aparatito. Lo probé. Una maravilla, hay que ver lo que inventa la gente.
Me seguía doliendo el cuerpo, no me servía de mucho la vitamina C.
Al día siguiente me puse de plantón ante la casa donde los dos tortolillos se encontraban. Si venía la asistenta, entraría yo luego detrás de ella a comprobar si la cinta había grabado los ruidos que ella hacía limpiando.
La capacidad del aparato era de cuatro horas, según Serginho, pero la asistenta podía ser lenta.
Pero quien llegó fue el fulano aquel. Me escondí antes de que apareciese M. Tomé un zumo de cajú, dicen que el cajú tiene mucha vitamina C. Después di unas vueltas ante la casa esperando que salieran los dos. Estuvieron dentro unas tres horas. Salieron juntos. Fue entonces cuando ella se puso a llorar y se sonó con la corbata de él. Se separaron, siguiendo direcciones diferentes.
Volví a la casa, entré en el 1618, abrí la caja de altavoces, saqué la grabadora y me fui a casa a oír la cinta.
No voy a contar todo lo que oí, las palabras y los gemidos de dos que están chingando no son novedad para nadie y es cosa en la que nadie ha de meter las narices. Estaban vistiéndose, los sonidos sugerían eso, cuando M. dijo:
No te veré más, me siento culpable, no puedo dormir, no puedo vivir así, con esta doble vida.
Tampoco eso es nada nuevo, cualquier casada que tiene un lío acaba diciendo eso tarde o temprano.
Vamos a vivir juntos, la voz del hombre.
Él me necesita, voz de M.
También yo te necesito.
Tú eres un hombre lleno de salud, él tiene ese problema. Es mejor que no volvamos a vernos.
Los dos amantes estuvieron mucho tiempo charlando pero yo no voy a contar nada más.
Llamé al móvil de mi cliente.
Ella no se encuentra con ningún hombre, creo que podemos cerrar la investigación.
Quince días más, dijo el cliente.
De acuerdo, respondí.
Durante aquellos quince días me quedé en casa descansando y se me fueron los dolores víricos.
Llamé de nuevo al cliente.
Mire, la verdad es que usted no me necesita, su mujer no se encuentra con ningún hombre.
Bueno, ¿podemos cerrar el caso? ¿Me asegura usted que podemos cerrarlo?
Se lo aseguro.
Tuve la impresión de haber oído un suspiro sofocado.
Vaya a ver a Gilberto y cobre lo que queda de sus honorarios. Y no me llame más.
Colgué el teléfono y me quedé pensando en M., en la foto que no le había hecho cuando se sonó con la corbata del amante, llorando porque estaban diciéndose adiós y porque, aparte de hermosos dientes, M. tenía también buen corazón.
Alguien me avisaba cuando M. salía de casa. Yo hacía mi trabajo sin prisa, de manera discreta, siguiendo el manual. Mi misión era descubrir si ella se encontraba con algún hombre.
Seguía a M. desde hacía cuatro días cuando vi por primera vez a los dos juntos, en el centro de la ciudad, en la barra de uno de esos establecimientos que sólo sirven café expreso. Estaban tranquilos, tomarse un cafecito es cosa inocente, y aún más si se toma de pie, en una barra. Se reían mucho, eso sí, y ella aún más, con una risa alegre pero casi silenciosa, sin apartar los ojos del hombre que la acompañaba. M. estaba enamorada.
El segundo encuentro fue en un restaurante japonés que quedaba en un primer piso del centro. M. comió con los palillos, eso me irrita, quienes tienen que comer con los palillos son los japoneses, uno no. Él usaba tenedor y cuchillo. Hubo un momento en que él cogió su mano y se quedaron los dos callados durante un tiempo. Se despidieron en la puerta del restaurante.
El tercer encuentro fue de nuevo en el lugar donde servían café expreso. Estaban los dos serios y tensos. El tipo tomó dos expresos y M. tres antes de decidirse.
Ninguno de los dos era muy experto, salieron casi al mismo tiempo del café y empezaron a andar en la misma dirección, el hombre delante, a unos cinco metros de distancia. El centro de la ciudad es el mejor lugar para esos encuentros furtivos, hay abundancia de territorios neutrales, oficinas, despachos, consultorios, a veces todo en la misma planta. Y las calles están siempre llenas de gente de todo tipo yendo de un lado a otro.
Cuando el hombre entró en un edificio, yo me apresuré, rebasé a M., y aún me dio tiempo de entrar con él en el ascensor. Un novato elegiría a la mujer, pero en estos casos es mejor pegarse al hombre. La mujer, en estas situaciones, está siempre alerta, desconfiando de todos. Esos fulanos ni reparan en quien va con ellos en el ascensor, y especialmente los que van de chaqueta y corbata, como el tipo a quien yo seguía, que probablemente trabajaba en una casa de la ciudad y subía en ascensor todos los días. Me quedé a su lado, y el hombre ni me miró, ni siquiera cuando salimos juntos.
Echó a andar por el corredor y abrió la puerta del 1618. Yo no esperé a que M. llegara. Cogí un ascensor que bajaba y volví a mi casa, tomé un comprimido de vitamina C y me eché a dormir. Tenía un virus que hacía que me doliera todo el cuerpo. Sonó el teléfono, pero no lo cogí, respondió el contestador automático. Oí el recado corto del cliente diciendo que tenía que hablar conmigo. Lo llamé a su móvil.
¿Hay algo nuevo?, preguntó.
Nada, respondí.
Nada, nada, ¿cómo que nada? Ella se ha pasado toda la tarde fuera.
Iba de shopping .
¿Pero hizo compras? Llegó con las manos vacías.
A las mujeres, lo que les gusta es ver escaparates, le dije.
Me han dicho que es usted el mejor, que puedo confiar en usted.
Sí, soy el mejor, puede confiar.
No la deje un minuto.
Descuide, pero voy a necesitar dinero para un equipo especial.
¿Qué equipo?
Cosas del trabajo.
Ya le he dicho que el dinero no es problema. Hable con Gilberto.
Gilberto era un tipo gordo, como suelen ser los abogados que ganan mucho. Tenía el despacho en la Avenida Rio Branco. Tardó media hora en recibirme. Le dije la cantidad y él me dio un cheque, sin discutir. Firmé el recibo y me fui. Compré el material en casa de Serginho, que hacía contrabando de cachivaches electrónicos. Eran cacharros de alta tecnología. Cupo todo en la cartera que llevaba yo colgando del hombro.
No me costó nada abrir la puerta del 1618. Examiné cuidadosamente la sala, el dormitorio, el cuarto de baño. En la sala había un equipo de alta fidelidad, un frigorífico pequeño, un sofá y dos butacas. Dentro del frigorífico, varias botellas de agua mineral con gas. En el dormitorio, una cama, una mesita de noche. En la pared colgaba una pintura con una mujer desnuda saliendo de una concha. Las sábanas eran de lino y estaban limpias, como si no se hubieran usado. Sin duda debía de arreglar aquello una asistenta. El baño olía a productos de limpieza, debía haber sacado de allí todo aquello, fue un fallo estúpido. Puse en marcha el equipo de sonido por ver cómo funcionaba. Luego lo apagué, abrí la caja del amplificador y saqué un transistor. Aquella mierda podía traerme problemas, a los enamorados les gusta oír música juntos, eso iba a dificultar mi grabación. Luego coloqué dentro de la caja de sonido mi pequeña grabadora. Según Serginho, cualquier sonido ambiental, por pequeño que fuese, activaría aquel aparatito. Lo probé. Una maravilla, hay que ver lo que inventa la gente.
Me seguía doliendo el cuerpo, no me servía de mucho la vitamina C.
Al día siguiente me puse de plantón ante la casa donde los dos tortolillos se encontraban. Si venía la asistenta, entraría yo luego detrás de ella a comprobar si la cinta había grabado los ruidos que ella hacía limpiando.
La capacidad del aparato era de cuatro horas, según Serginho, pero la asistenta podía ser lenta.
Pero quien llegó fue el fulano aquel. Me escondí antes de que apareciese M. Tomé un zumo de cajú, dicen que el cajú tiene mucha vitamina C. Después di unas vueltas ante la casa esperando que salieran los dos. Estuvieron dentro unas tres horas. Salieron juntos. Fue entonces cuando ella se puso a llorar y se sonó con la corbata de él. Se separaron, siguiendo direcciones diferentes.
Volví a la casa, entré en el 1618, abrí la caja de altavoces, saqué la grabadora y me fui a casa a oír la cinta.
No voy a contar todo lo que oí, las palabras y los gemidos de dos que están chingando no son novedad para nadie y es cosa en la que nadie ha de meter las narices. Estaban vistiéndose, los sonidos sugerían eso, cuando M. dijo:
No te veré más, me siento culpable, no puedo dormir, no puedo vivir así, con esta doble vida.
Tampoco eso es nada nuevo, cualquier casada que tiene un lío acaba diciendo eso tarde o temprano.
Vamos a vivir juntos, la voz del hombre.
Él me necesita, voz de M.
También yo te necesito.
Tú eres un hombre lleno de salud, él tiene ese problema. Es mejor que no volvamos a vernos.
Los dos amantes estuvieron mucho tiempo charlando pero yo no voy a contar nada más.
Llamé al móvil de mi cliente.
Ella no se encuentra con ningún hombre, creo que podemos cerrar la investigación.
Quince días más, dijo el cliente.
De acuerdo, respondí.
Durante aquellos quince días me quedé en casa descansando y se me fueron los dolores víricos.
Llamé de nuevo al cliente.
Mire, la verdad es que usted no me necesita, su mujer no se encuentra con ningún hombre.
Bueno, ¿podemos cerrar el caso? ¿Me asegura usted que podemos cerrarlo?
Se lo aseguro.
Tuve la impresión de haber oído un suspiro sofocado.
Vaya a ver a Gilberto y cobre lo que queda de sus honorarios. Y no me llame más.
Colgué el teléfono y me quedé pensando en M., en la foto que no le había hecho cuando se sonó con la corbata del amante, llorando porque estaban diciéndose adiós y porque, aparte de hermosos dientes, M. tenía también buen corazón.
Rubem Fonseca
Secreciones, excreciones y desatinos
Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 59-65
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