La encontré de nuevo, unos días después, en el aeropuerto. Yo llevaba un traje hecho a medida en Londres, zapatos ingleses, camisa italiana y corbata francesa, e iba cuidadosamente afeitado y peinado. Sólo me acicalo tanto cuando voy en viaje de negocios, llamémosle así. En Brasil me afeito dos veces por semana y nunca me pongo esa ropa, ni siquiera para verme con una mujer ni para negociar con el traficante ni para ir al funeral de un figurón o para presidir las reuniones de mi empresa, qué sé yo. Lo que me gusta es pasar inadvertido.
Chico, qué coincidencia tan agradable, me dijo ella deteniéndose ante mí y, prácticamente, impidiéndome seguir mi camino.
Toda la gente que trabajaba para mí, en cualquier cosa que fuese, sabían que tenían que llamarme Chico. Los que no trabajaban para mí, también me llamaban Chico.
Chico, pareces diferente, dijo.
Yo me había escondido en la sala vip y salí directamente para el embarque en cuanto los altavoces avisaron. No esperaba verla, ni a ella ni a nadie, en la sala de embarque del aeropuerto.
¿Trabajas aquí?, pregunté.
Ya te lo dije, respondió.
No me acordaba.
Y lo demás, ¿también lo has olvidado?, preguntó con una sonrisa maliciosa.
No recuerdo que me hubieras dicho que trabajabas en una compañía de aviación. Dices que parezco diferente. ¿Por qué?
Pareces disfrazado.
En cierta forma, voy disfrazado. Y me encanta verte.
Llámame.
Te llamaré. Adiós.
Esperaré la llamada.
Entré en el pasillo que llevaba al avión.
¿Cómo se llamaba? ¿Camila? ¿Cassia? ¿Cordélia? Tenía que acabar con aquello de llevarme a la cama a cualquier mocita pizpireta que se me pusiera a tiro en el chiringuito de los bocadillos o en un restaurante de lujo. Pero había actuado de acuerdo con lo que solía: conocer a una mujer, llevármela a la cama y, adiós, que te vaya bien.
Nos encontramos por tercera vez en una reunión de la organización filantrópica Acabar con el Hambre Ahora, AHA, que mi empresa subvencionaba.
Qué sorpresa tan agradable, dije.
Soy voluntaria de la AHA. Es maravillosa la labor de esta asociación. Enhorabuena.
¿Cordélia?
Carlota.
Para los nombres, soy un desastre.
Me gusta más lo que llevas hoy. Te quedan bien los tejanos. Y sin afeitar.
Tú también me gustas con tejanos.
Había en la reunión un montón de gente que venía de sectores diversos, todos interesados en acabar con el hambre, no voy a entrar en detalles. Carlota estuvo callada la mayor parte del tiempo. Me di cuenta de que ella, discretamente, me observaba como si intentara resolver un rompecabezas.
Busqué a Carlota cuando la reunión se acabó.
No recuerdo tu apellido, ¿Corday?
La que se apellidaba Corday era Charlotte. Yo soy Carlota, como la Joaquina.
Ah, claro.
Estoy estudiando historia. No quiero pasarme el resto de mi vida trabajando en una compañía de aviación.
¿Y cómo es tu nombre completo? ¿Carlota Joaquina?
Mendes.
¿Y dónde estudias?
Aquí, en la universidad.
Bueno, adiós. Ha sido un placer.
Adiós. El placer fue mío.
La cuarta vez, Carlota estaba en una fiesta en casa de un banquero con quien yo tenía relaciones de negocios, un español. Le llamaremos Juan. Yo estaba entrando en el lavabo cuando la vi. En el lavabo, limpié la caspa que empezaba a acumulárseme en los hombros. Al salir, allí estaba Carlota en la puerta.
Hola, dijo, qué coincidencia tan agradable. ¿También es agradable para ti?
Claro.
¿Has olvidado el número de mi móvil?
Lo guardé tan bien que no lo encuentro.
Anótalo otra vez.
Lo anoté.
Tú eres el único que lleva tejanos en esta fiesta.
Estilo que tiene uno.
Carlota entró en el lavabo. Fui a buscar a Juan. Coincidencia es un evento accidental que parece como si hubiera sido planeado, pero no lo ha sido, por eso es considerado una coincidencia. Con todo, esa coincidencia muchas veces no tiene nada de fortuita, e incluso puede haber sido amañada. Cuando digo eso, mis socios dicen que soy un paranoico. Un paranoico es un individuo que vive siempre sospechando de todo, pero yo soy lúcido, racional. Por eso no me falla nada.
Juan, ¿quién es esa rubita que está charlando con aquel tipo gordo?
Él es Ramos, de la aduana.
No, la chica, ¿quién es?
No lo sé.
No mires hacia allá, por favor, no quiero que sospeche que estamos hablando de ella. ¿Sabes quién ha sido el que la invitó?
Habrá sido Ramos, quizá.
No, no ha sido Ramos. Cuando ella se le acercó, me di cuenta de que no se conocían. ¿Podrías enterarte de con quién ha venido? Discretamente…
Voy a ver, dijo Juan, y fue a mezclarse con el grupo.
Anduve un poco por los salones de la casa, estudiando a la gente. Me encontré de nuevo con Carlota.
¿Andas huyéndome? ¿Qué tengo que hacer para que vuelvas a interesarte por mí? ¿Tengo que teñirme el pelo de negro azabache?
Cualquier cosa menos eso.
¿Hacerme un tatuaje?
¿Dónde?
Donde quieras.
Lo pensaré.
Carlota me pasó la mano por los hombros.
Tienes caspa, ¿lo sabías?
Ya lo he hecho todo para acabar con ella.
Yo tengo un remedio casero infalible. ¿Cuándo puedo ir a tu casa para lavarte la cabeza con un champú especial? ¿Mañana?
Me quedé pensando. Siempre había deseado librarme de aquella maldita caspa y había probado todos los tratamientos imaginables, había consultado a los mejores especialistas de Brasil y del extranjero, sin éxito.
Mañana, no, respondí, dame dos días. Tienes mi dirección, ¿no?
La tengo. Es aquel sitio a donde fuimos, ¿no? Parecía un piso deshabitado.
Eres una buena observadora.
Entonces hasta el jueves. ¿Te parece a las nueve?
Vale.
Voy a dar una vuelta. Ya he visto que a ti tampoco te gusta estar parado.
Al cabo de media hora me llamó Juan a un rincón.
Esta chica se ha metido aquí por narices. Eso es un problema, nunca consigue uno controlar quién se mete en sus fiestas, a menos de poner a alguien en la puerta diciendo quién entra y quién no. Es muy desagradable. ¿Qué hago con ella?
Nada.
Dos días después, a las nueve en punto, llegó Carlota a mi piso, a aquel lugar donde no vivía nadie. Aquellos dos días habían sido muy útiles para mí.
Quítate la camisa. Vamos al lavabo.
Al entrar allí, Carlota dijo:
Es mejor que te desnudes. Vamos.
Me desnudé y entré.
Creo que yo también voy a desnudarme, dijo.
Yo la había visto ya desnuda, era una imagen muy seductora.
Primero te voy a humedecer la cabeza, luego aplico el champú y hago un montón de espuma.
¿De qué está hecho el preparado ese?
No puedo decir la fórmula, es un secreto, un invento de mi abuela, que era farmacéutica. Ahora tienes que aguantar cinco minutos con la espuma en la cabeza. Mientras tanto, puedes besarme y acariciarme.
Pasamos cinco minutos besándonos y acariciándonos.
Ahora vamos a quitar la espuma y aplicaré nuevamente el preparado.
Otros cinco minutos de besos y caricias.
Luego, nos metimos los dos bajo la ducha durante el tiempo que ella creyó necesario. Salimos y nos secamos.
Fuimos inmediatamente a la cama. Ella merecía algo más que un revolcón, hay que reconocerlo. Era la última vez, y tenía que aprovecharla.
Estábamos tendidos en silencio, sudados, saciados.
¿Puedo quedarme a dormir aquí? Me gustaría pasar la noche contigo.
¿Pero quién eres tú?
Carlota Mendes. ¿Lo has olvidado?
No existe ninguna Carlota Mendes estudiando historia en la facultad. Lo he preguntado.
Pues te informaron mal, querido.
Ni consta tu nombre en el departamento de personal de las líneas aéreas que operan en el aeropuerto. En Acabar con el Hambre nadie sabe quién eres, no aparece tu nombre en las listas de voluntarios.
La AHA no está tan bien organizada como tú crees. Aquello es un barullo, ni control tienen de todos los voluntarios. Incluso tengo unas sugerencias para mejorar el funcionamiento de la secretaría, estoy haciendo un borrador, cuando lo tenga acabado, te lo daré.
Juan dijo que eras una intrusa en la fiesta.
¿Intrusa yo? Fui invitada.
¿Quién te invitó?
Un chico llamado Joãozinho.
No te vi con ningún Joãozinho en la fiesta.
Él estaba con su novia.
¿Y por qué, después de despedirte de mí, no te despediste también de él? Te fuiste inmediatamente, sin hablar con nadie.
Él se había ido ya.
Tu teléfono no está en el listín.
Los móviles de tarjeta funcionan así, tonto.
Me eché sobre ella. La besé suavemente en la boca.
Dime la verdad de una vez, Carlota, o como te llames.
Estoy diciendo la verdad. No seas paranoico.
Le agarré el pescuezo con las dos manos.
Voy a apretar hasta que me digas la verdad. Y no soy paranoico, para que te enteres. Soy muy lúcido.
Se debatió. Carlota, o como se llamara, tenía mucha fuerza en los brazos. Luchamos un tiempo, hasta que ella se quedó inmóvil.
En su bolso no había ningún documento de identificación, ni cosméticos, sólo una cuerda fina de nilón.
Llamé al Flaco.
Oye, ven. Tengo un servicio para ti. Trae una maleta grande, de ruedas.
Dentro de media hora estoy ahí, me dijo el Flaco.
Llegó en veinte minutos, con la maleta que había pedido.
Va a ser fácil, es menudita, dijo el Flaco contemplando el cuerpo sobre la cama.
¿Has entrado por el garaje?
Sí, tengo el mando a distancia.
El Flaco metió a la mujer en la maleta. Tenía razón, fue fácil.
Apagué las luces del apartamento. Llevé al Flaco hasta la ventana.
¿Ves aquel coche parado allí en la esquina? Dentro están dos tipos. Ten cuidado y comprueba si te siguen.
El Flaco se fue, arrastrando la maleta de ruedecillas.
Diez minutos después el Flaco me llamó por el móvil.
Estos tíos no me siguieron.
Lo sé. Están parados aún en la esquina.
A las cuatro de la madrugada, el coche de los dos tipos se fue. ¡Cuánto vago hay por el mundo! Por eso no salen bien las cosas.
Me miré al espejo. Me froté el cuero cabelludo. Me hubiera gustado que los armarios de la ropa no estuvieran vacíos, podría así ponerme una camisa oscura y comprobar el resultado. Pero, incluso siendo blanca, se veía la caspa en la camisa, sobre los hombros. Sabía que eso iba a ocurrir, lo había intentado ya todo para acabar con la maldita caspa, y no había conseguido nada.
Rubem Fonseca
Secreciones, excreciones y desatinos
Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 21-30
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