martes, 5 de mayo de 2020

Rubem Fonseca / Ahora tú (o José y sus hermanos)


piuntura_a_latina_custom.jpg

Rubem Fonseca 

BIOGRAFÍA

AHORA TÚ (O JOSÉ Y SUS HERMANOS)

Traducción de Basilio Losada


¿Quién quiere hablar primero?
    Yo. Ayer entré en el ascensor, uno de esos modernos que no tienen botón para apretar, los números de los pisos están en cuadraditos que se iluminan. Estiré la mano acercando suavemente el dedo al número del piso al que yo iba, muy suavemente, casi un soplo, y aparté el dedo con la mayor rapidez, sólo para ver. El número se iluminó. Realmente funcionaba. Ah, qué gracia, dijo alguien con voz aflautada. Era un ascensor grande, iba lleno de gente, pero no fue difícil identificar al patán que había hablado. ¿Decía algo?, pregunté como un duro de esos del cine. ¿Hablaba conmigo? A ver, ¿qué decía? Pero el tipo, que era un poco cagueta y más bien palurdo, dijo, sí, cariño, hablaba contigo. Me eché sobre él, no porque me tomara por maricón, perdón, a mí me es igual, que cada uno sea lo que quiera, ¿pero quién te crees que eres tú? Y me eché encima de él, porque no me gusta que un fulano como aquél me hable sin que yo le dé permiso. ¿Sería hijoputa?, perdonen, la verdad es que le cascaría aunque sólo me hubiera dado los buenos días. Sólo un viejo, entre todos los que iban en el ascensor, protestó, no puede usted hacer eso. No le hice ni caso. El tío mierda que me había provocado la envainó y corrió a meterse detrás de los otros, al fondo del ascensor. Nadie dijo nada, y si alguien hubiera dicho algo, iba a ver cómo acababa. No estaría mal, armarla dentro de un ascensor, a hostias, cosa que nunca hice hasta hoy. Reconozco que soy un poco crudo, que, cuando me da, no me contengo. Yo era flacucho y delicado, y todos se metían conmigo, hasta una vez uno me palpó el culo, disculpen, porque yo era bonito, y a la gente no le gustan los hombres guapos. Pero el caso es que fui a una academia de esas para sacar músculo, y me harté de tomar pastillas, practiqué las artes marciales, me convertí en un toro, me hice un tatuaje en el brazo, un diablo con cuernos y todo, aquí está. Encima del bíceps. Los cuernos crecen cuando hago músculo, ¿ven? Pero sigo siendo un hombre que tiene su moral, soy incapaz de atizarle a un viejo, a un niño, a un lisiado o a una mujer, no me meto con nadie. Uno cría músculo, pero el alma sigue igual. Hoy ya nadie se mete conmigo, a no ser algún gilipollas que no ve lo que se le cae encima, como esos imbéciles que en el zoo quieren acariciar la cabeza del tigre enjaulado y se quedan sin brazo. Los idiotas que se meten conmigo no pierden el brazo, pero tienen luego que llevarlo enyesado y comprarse una dentadura postiza. Eso si me cogen en un día bueno.


    Ya hemos oído a José. Ahora, habla tú, Xuxinha.
    A mí me gustaba un chico que sólo me buscaba para, bueno, para joder. Un día le dije, tú sólo me quieres para chingar, nunca me llevas a ningún sitio, ni al McDonald’s, y él me dijo, es verdad, perdona. Y no volvió nunca más. Desapareció. Me eché un novio, un chico al que le gustaba el teatro, me llevaba a comer a un japonés, porque sabía que a mí me gustaba comer allí, y el día de mi cumpleaños me regaló un reloj Cartier, cuando el otro no me había dado nunca ni una flor. Pero yo no conseguía olvidar al otro, y acabé con el del reloj Cartier. Luego descubrí que era una imitación. Todos los días pienso en aquel novio que no volvió más. Eso es todo.
    Muy bien, Xuxinha. ¿Quieres hablar ahora tú, Gerlaine?
    No, no, ahora no, por favor.
    Bueno, pues ahora tú, Mário.
    Yo querría contar una historia como la de José, pero a mí nunca me pasa nada, la gente ni se entera de que existo, puedo silbar, bailar un zapateado en medio de la calle, ponerme un ropón lleno de campanillas, y nada. Saldré de aquí y nadie recordará mi nombre, aún peor, nadie me reconocerá. Hoy, antes de subir, encontré a alguien a la puerta, no voy a decir quién, y le dije, hombre, nos encontramos otra vez, y él me preguntó, ¿quién eres tú? Y resulta que ya me ha visto aquí tres veces.
    Una vez. Ésta es nuestra segunda reunión, Mário. Y ahora tú, Renato.
    Yo no querría contar una historia igual a la de José, lo que yo querría era ser José y reaccionar a todas las provocaciones que tengo que aguantar porque soy tartaja. Pero no tengo valor. No creo que haya en la ciudad quien se trague más sapos que yo.
    Tal vez sea preciso que alguien te meta el dedo en el culo, perdonen.
    José, espera a la hora del debate. Renato, ¿es sólo eso?
    Lo que yo querría era ser José, y arrearle a la gente. Pero yo no soy él y, como él dice, tengo que aguantarme.
    Renato, ¿te has dado cuenta de que no has tartamudeado ni una vez? Eso es un avance.
    ¿De verdad? Gracias. Es, es, sólo eso.
    ¿Gerlaine? ¿Después? ¿Al final? Está bien. Ahora tú, Clebson.
    Yo no tengo problemas. Lo único que me pasa es que no consigo dormir de un tirón ocho horas como todo el mundo. Duermo tres horas por la noche, pero mi mujer dice que es mentira, que duermo mucho más. Ella sí que duerme ocho horas, y a mí se me lleva el diablo, porque ella duerme mientras que yo no pego ojo, y luego dice que soy un mentiroso, y lo peor es cuando se pasa uno toda la noche sin dormir y la otra, a tu lado, no hace más que roncar. Y cuando es la mujer de uno, peor. La verdad es que nunca dormí con otra mujer, pero creo que si no fuera la mía, si fuera otra, no me lo tomaría a mal.
    Pues duerme con otra, a ver qué pasa.
    José, por favor, espera un poco, vamos a empezar el debate enseguida. Y, por favor, a ver si dejas de escupir por la ventana. ¿Algo más, Clebson?
    Yo no querría ser José.
    Preferirías ser un pobre diablo que no duerme, ¿no?
    José, si sigues así se acaba la reunión.
    Está bien, está bien.
    Ahora tú, Gerlaine. ¿Después? Entonces, ahora tú, Marcinha.
    Lo que yo quería decir en la primera reunión es algo sobre mi manía de comer chocolate. Pero no dije nada porque sólo era el día de la presentación y yo dije que me llamo Marcinha, pero como todo el mundo está abriéndose el corazón aquí, es decir, abriéndose un poco, quisiera empezar diciendo que no me llamo Marcinha, que ése es un seudónimo, aunque no llega a ser una mentira, ¿no?, porque siempre he querido llamarme Marcinha y, si queréis, podéis llamarme Marcinha. Pero estaba hablando de esa locura mía por el chocolate. Me paso el día comiendo chocolate, y engordo cada vez más y lo que más me gustaba era ir a la playa, y cada año el verano es más fuerte y ya no me atrevo, no voy, me desespero cuando me veo el cuerpo en el espejo, con el traje de baño entero que me compré y que ya no llevan ni las abuelas.
    Si se come chocolate, hay que currar duro para quemar calorías.
    José, que está hablando ella.
    No hablaré mucho más, es que no puedo aguantarme. Tengo siempre tabletas de chocolate en casa, un día cerré la despensa y tiré la llave, pero poco después, eché abajo la puerta de la despensa y me comí de una sentada varias tabletas, y acabé con los intestinos fastidiados. Bueno, he dicho que no iba a hablar mucho y acabaré. El otro día, estaba en casa, viendo la tele, y cuando fui a coger algo de chocolate vi que no había, que se había acabado. Salí corriendo desesperada a comprar chocolate en el supermercado que hay cerca de casa, y cuando ya estaba allí, ante una estantería llena de chocolate de todas clases, me di cuenta de que no había cogido el monedero y no tenía un céntimo. Me sentí tan desgraciada que me eché a llorar frente a la estantería. No podía aguantar ni un minuto más sin comer un pedazo de chocolate. Entonces me metí una tableta por el escote, aquí, tener las tetas grandes al menos me serviría para eso, y salí con la tableta y cuando estaba en la calle devoré el chocolate. Pero no se me quitaban las ganas y yo, lo que hay que hacer es abrir el corazón, ¿no?, pues yo me metí en otro supermercado e hice lo mismo, cogí dos tabletas y me largué, y en la calle me comí las dos tabletas, y después fui a una confitería y cogí tres tabletas, las escondí en el pecho y me las comí en la calle. Creo que mi historia es la peor de todas.
    ¿Quieres decir algo más?
    Después.
    Está bien, Marcinha. Ahora, tú, Salim.
    No puedo ver a un turista, sobre todo si es rubio, esos tíos que hacen el tour por los barrios de barracas, que se tiran a nuestras mulatas y se ponen morados de caipiriña y se compran bandejas de alas de mariposa y encima se van luego hablando mal del Brasil. Y para nosotros, los brasileños, ellos son lo máximo, eso es lo que más me cabrea, que creamos que son lo máximo y nos volvamos locos por ir a sus países y cuando llegamos allá vemos que no era para tanto, y que a ellos no les gustan los extranjeros, en Francia, en Inglaterra, en todas partes, ni un solo país se salva. Un día fui a Alemania. Me decían, tienes que ir a Alemania, y fui a Alemania, y cuando llegué no vi más que gordas con la nariz colorada como un pimiento, y lo peor es que me trataban mal en todas partes, hasta el cabrón que vendía salchichas en un tenderete en la calle, y cuando le pregunté a un brasileño que estaba conmigo, éramos dos matrimonios, yo y mi mujer y él y la suya, le pregunté por qué los gringos me trataban de una manera distinta a como le trataban a él, que tampoco es que lo recibieran muy bien, mi amigo contestó que ellos se creían que yo era turco.
    Pero tú eres turco realmente, Salim.
    ¡Qué coño voy a ser turco! Yo soy hijo de libaneses.
    Bueno, vamos a ver si hay calma, que estamos aquí para aliviar tensiones, no para crearlas. José, por favor.
    No veo qué hay de malo en ser turco.
    José, te estoy pidiendo por favor que te calles.
    Pues no diré ni una palabra más.
    Continúa, Salim.
    Soy brasileño, y creo que nosotros, los brasileños, tenemos que estar muy orgullosos de lo que somos y no andar ahí con la boca abierta como papamoscas, como imbéciles viendo bobadas como la Disney, un montón de bobos gastándose los cuartos para ver bobadas. El avión que viene de Miami parece un autobús que llega del Paraguay con quincalleros llenos de baratijas. Brasil es el mejor país del mundo. Lo digo yo. Y tú, José, en vez de andar a palos con gente de aquí debías sacudirles a esos gringos.
    Ya molí a porrazos a muchos.
    Bueno, así no es posible. ¿Es que no puedes estarte callado un minuto, José? ¿Y cuántas veces he de decirte que no eches gargajos por la ventana?
    Yo no miro la nacionalidad, ni el color, ni la ropa que lleva la gente, yo lo dije, nunca le he pegado a un viejo, a un niño, a una mujer o a un tullido, ésos, que hagan lo que quieran, que yo no les voy a hacer nada. Y son doce pisos, no voy a tragarme los gargajos, ¿no? Tengo moco, no me lo voy a tragar, ¿no?
    Pero, bueno, José, ¿es que quieres que dé por terminada la reunión? Si interrumpes otra vez, se acabó. Y si vuelves a soltar un gargajo por la ventana, se acabó también. Hay gente que pasa por la calle, y no importa que haya doce pisos hasta allá abajo. ¿Algo más, Salim?
    Sólo una cosa: amor con amor se paga, y el desprecio también. Eso es lo que debíamos poner en la bandera del Brasil, y no orden y progreso.
    Bueno, Salim. Ahora tú, Gerlaine.
    Yo no quiero decir nada.
    Venga, Gerlaine, cuenta algo. Aquí todo el mundo habló.
    No me da la gana.
    Pero tienes que hablar. Formas parte del grupo, ¿no? ¿No es así? Pero, bueno, quédate escuchando si quieres, te aseguro que escuchando no pierdes tampoco el tiempo. Mis queridos amigos y amigas, hemos oído de todos cosas interesantes. Ahora, pasamos al debate. Vamos a ver, José, por favor, a ver si controlas tu temperamento, ¿eh? Y vamos a ser comprensivos unos con los otros, vamos a oír la opinión ajena con atención y respeto, aunque no estemos conformes. Perdón, suena mi móvil. He tenido que dejar el móvil abierto porque estoy esperando una llamada importante y urgente, perdón. Sí, sí, diga. Lo sé, lo sé, sí, oigo muy bien. ¿Cómo que no puede hacer eso? Habíamos quedado así. Mira, estoy reunido, sí, lo oí, ese fulano se niega, pues entonces, tú no le pagas, y ya está, y dile que no quiero oírle. Ahora no puedo seguir hablando, tengo que cortar. Ya hablaré con él luego. Bueno, os pido disculpas por la interrupción. Pues bien, como iba diciendo, ha sido una reunión muy útil, el jueves que viene, a la misma hora, haremos el debate, con calma, y tú, Gerlaine, vas a tener que contarnos algo, ¿lo prometes? Pues hasta el jueves, mis queridos amigos. ¿Pero dónde he dejado el móvil?


Rubem Fonseca
Secreciones, excreciones y desatinos
Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 7-19

No hay comentarios:

Publicar un comentario