Adrian McKinty
LA CADENA
PRIMERA PARTE
Todas las chicas perdidas
I
Jueves, 7.55
Está sentada en la parada del autobús mirando los 'Me gusta' de su cuenta de Instagram y no se fija siquiera en el hombre de la pistola hasta que lo tiene casi al lado.
Podría haber arrojado la mochila del colegio y correr a través de las marismas. Es una chica ágil de trece años y conoce las ciénagas y las arenas movedizas de Plum Island. Hay una leve niebla marina y el hombre es corpulento y desgarbado. La idea de correr tras ella lo habría puesto nervioso, y desde luego habría tenido que abandonar la persecución antes de que llegara el autobús escolar a las ocho en punto.
Todo esto se le pasa por la cabeza en un segundo.
Ahora el hombre está plantado frente a ella. Lleva un pasamontañas negro y le apunta al pecho con su pistola. Ella suelta un grito y el teléfono se le cae al suelo. Obviamente, no es una broma ni una travesura. Es noviembre, pero ya ha pasado una semana desde Halloween.
—¿Sabes qué es esto? —pregunta el hombre.
—Una pistola —dice Kylie.
—Una pistola que te apunta al corazón. Si gritas, te resistes o intentas correr, te dispararé, ¿entendido?
Ella asiente.
—Muy bien. De acuerdo. Mantén la calma. Ponte esta venda en los ojos. De lo que haga tu madre en las próximas veinticuatro horas dependerá que vivas o mueras. Y cuando..., y si te soltamos, no queremos que puedas identificarnos.
Temblando, Kylie se coloca la venda elástica y acolchada.
Un coche se detiene junto a ella. Se abre la puerta.
—Sube. Ojo con la cabeza —indica el hombre.
Se mete a tientas en el vehículo. La puerta se cierra. Piensa a toda velocidad. Sabe que no debería haber subido. Así es como desaparecen las chicas. Así es como se las llevan todos los días. Si subes al coche, se acabó la historia. Estás perdida. No has de subir; tienes que dar media vuelta y correr y correr.
Demasiado tarde.
—Ponle el cinturón —ordena una mujer desde el asiento de delante.
Kylie empieza a llorar bajo la venda.
El hombre se sienta detrás, a su lado, y le pone el cinturón.
—Procura mantener la calma, Kylie, por favor —pide—. No queremos hacerte daño en realidad.
—Tiene que ser un error —replica ella—. Mi madre no tiene dinero. No empieza en su nuevo trabajo hasta...
—¡Dile que se calle! —grita la mujer desde delante.
—No es por dinero, Kylie —explica el hombre—. Mira, mejor no digas nada, ¿vale?
El coche arranca sobre un montón de arena y grava. Acelera con brusquedad y va cambiando de marchas.
Kylie aguza el oído mientras cruzan el puente de Plum Island y se estremece al oír el ronco estertor del autobús escolar que pasa junto a ellos.
—No corras —dice el hombre.
El seguro de las puertas se cierra con un chasquido y Kylie se maldice a sí misma por la ocasión perdida. Podría haberse quitado el cinturón, haber abierto la puerta y rodado fuera del vehículo. Un ciego pavor empieza a apoderarse de ella.
—¿Por qué hacen esto? —gime.
—¿Qué le digo? —pregunta el hombre.
—No le digas nada. Que cierre el pico —replica la mujer.
—Tienes que estar callada, Kylie —señala él.
El coche circula deprisa por lo que debe de ser Water Street, cerca de Newburyport. Kylie se obliga a respirar hondo. Inspira y espira, inspira y espira, tal como le han enseñado los psicólogos del colegio en la clase de meditación. Sabe que para seguir viva debe ser paciente y estar atenta. Cursa octavo grado del programa acelerado. Todos dicen que es inteligente. Debe conservar la calma, fijarse en las cosas y aprovechar las ocasiones que se presenten.
Aquella chica de Austria sobrevivió, y también las chicas de Cleveland. Y ella vio en Good Morning America a la chica mormona a la que raptaron a los catorce años. Todas sobrevivieron. Tuvieron suerte, o quizá fue algo más que eso.
Se traga otra oleada de terror que casi la ahoga.
Oye que el coche entra en el puente de la Ruta 1 en Newburyport. Van a cruzar el río Merrimack hacia New Hampshire.
—No tan deprisa —masculla el hombre.
El coche reduce la velocidad unos minutos, pero poco a poco vuelve a acelerar.
Kylie piensa en su madre. Esa mañana va a Boston a ver a la oncóloga. "Pobre mamá, esto la va a..."
—Ay, Dios —dice la mujer que conduce, repentinamente horrorizada.
—¿Qué pasa? —pregunta el hombre.
—Acabamos de pasar frente a un coche de policía. Estaba parado en la frontera del estado.
—Calma. Me parece que estás... ¡Oh, no, sus luces se acercan! —exclama el hombre—. Te está indicando que pares. ¡Ibas demasiado rápido! Tienes que parar.
—Ya lo sé —responde la mujer.
—No importa. Aún no habrán denunciado el robo del coche. Llevaba semanas en ese callejón de Boston.
—El problema no es el coche. Es ella. Pásame la pistola.
—¿Qué pretendes hacer?
—¿Qué podemos hacer?
—Librarnos a base de labia —insiste el hombre.
—¿Con una chica secuestrada en el asiento trasero?
—Ella no dirá nada. ¿Verdad, Kylie?
—No. Lo prometo —gime.
—Dile que se esté callada. Quítale esa venda. Que baje la cabeza y mire hacia abajo —indica la mujer.
—Mantén los ojos cerrados. Y no hagas ningún ruido—le dice el hombre a Kylie, quitándole la venda y bajándole la cabeza.
La mujer se detiene en el arcén. El coche de policía debe de haber parado detrás. Ella, obviamente, está observando al agente por el retrovisor.
—Está anotando la matrícula en su agenda —señala—. Y es probable que haya informado también por radio.
—No pasa nada. Habla con él. Todo saldrá bien.
—Estos patrulleros de la policía estatal llevan cámaras en el salpicadero, ¿no?
—Ni idea.
—Buscarán este coche. Y a tres personas. Tendremos que esconder el coche en el granero. Quizá durante años.
—No exageres. Sólo te va a poner una multa por exceso de velocidad.
Kylie oye un crujido de botas cuando el agente se apea de su vehículo y camina hacia ellos.
Luego oye cómo baja la ventanilla del lado del conductor.
—Ay, Dios —suspira la mujer cuando se acerca el agente.
El crujido de botas se detiene junto a la ventanilla abierta.
—¿Hay algún problema, agente? —pregunta la mujer.
—Señora, ¿sabe a qué velocidad iba? —dice el agente.
—No —responde ella.
—La he cronometrado a ochenta y tres kilómetros por hora. Y esto es una zona escolar de velocidad restringida a cuarenta por hora. Supongo que no habrá visto las señales.
—No. No sabía que había un colegio por aquí.
—Hay un montón de señales, señora.
—Lo siento, no las he visto.
—Tendré que examinar... —empieza a decir el agente, pero se interrumpe.
Kylie sabe que la está mirando a ella. Ahora tiembla de pies a cabeza.
—¿Es su hija la que está sentada a su lado, señor? —pregunta el agente.
—Sí —afirma el hombre.
—A ver, señorita. ¿Quiere mostrarme la cara, por favor?
Kylie levanta la cabeza, pero mantiene los ojos cerrados con fuerza. Aún está temblando. El agente se ha dado cuenta de que pasa algo raro. Transcurre medio segundo mientras el policía, Kylie, la mujer y el hombre deciden qué hacer.
La mujer deja escapar un gemido y luego suena un solo disparo.
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