Tom Sharpe Fotografía de Jamina Sharpe |
Tom Sharpe
Un diablo tras la oreja
Con el humor como bandera, sus novelas han ocupado los primeros puestos de las listas de venta de todo el mundo. Él confiesa que se divierte escribiendo. Convertido en un clásico de la literatura británica, amo y señor de las carcajadas escritas, Sharpe domina la tecnica de reírse de todo bicho viviente. Y, por supuesto, también de sí mismo
Soledad Alameda, 14 JUL 1991 - 12:34 CET
Wilt me gusta porque es alguien que hace ya algunos años que renunció a la visión romántica de la vida, que ha aprendido que hay que sobrevivir haciendo cosas que a menudo no nos gustan”. Tom Sharpe, que habla así de su personaje literario preferido, suscribiría estas palabras para sí mismo. "Wilt soy yo”, ha dicho en otro momento. Es un hombre muy alto, muy blanco, muy sonriente. Está contento de su trabajo, “con el que me gano el pan”, porque para él la literatura es eso: un trabajo que hay que realizar con sensatez, con horario y tratando de escribir aquello que el lector pide. Porque de otro modo nadie va a comprarse un libro, y si eso no se logra el escritor ha fracasado.
Es un escritor de éxito mundial, ha vendido 11 millones de dólares en libros, y ya se le considera un clásico del humor negro británico. Sharpe es un tipo que se burla en sus libros de todo bicho viviente y que se divierte mientras escribe. En sus ratos libres cultiva un jardín y fabrica su propio abono, todo muy británico. Reunión tumultuosa, Exhibición impúdica, Una dama en apuros y Wilt son algunos de los títulos de este maestro del humor salvaje que tiene 63 años.
—¿Sabe que está alojado en el hotel donde se hospedan habitualmente los toreros?
—Sí, claro que lo sé. Una vez me invitaron a una: corrida y, así de pronto, pensé que sería interesante conocer ese ambiente. Pero cuando llegó el día no pude asistir; creo que no me sentía en condiciones de poder soportar la náusea. Matar animales después de jugar con ellos durante una hora me parece una brutalidad.
—En este país mucha gente lo considera un arte.
—Porque han crecido con ello, se han acostumbrado. Yo he visto matar muchos cerdos y no lo encuentro nada artístico. Pero no he venido para criticar la cultura española; también la caza de zorros puede considerarse una crueldad; en todos los países hay algún deporte de sangre.
—Está en nuestro país para promocionar su obra literaria. ¿Hasta qué punto un autor que ha vendido más de seis millones de dólares necesita someterse a este ritual de dejarse ver, dejarse entrevistar?
—La cifra está equivocada, he vendido cerca de 11 millones de dólares en libros.
—Perdone, es una cantidad tremenda. Pero con más razón puede evitarse las promociones.
—No me molesta, incluso me divierte hacer entrevistas. Es cierto. Tengo una vida muy tranquila, pero venir aquí es agradable. Los periodistas de su país hacen las preguntas con interés. Y yo estoy acostumbrado a los británicos, que llegan con el magnetófono enchufado y mientras hablan contigo miran el reloj muchas veces.
—¿No se considera bien tratado por la prensa británica? ¿Piensa que no le quieren?
—Desde luego, yo no les quiero a ellos. La prensa británica está en manos de perros de presa, como Maxwell y Murdoch. Durante una época, The Times se convirtió en el órgano de las necesidades de Murdoch; todavía hoy mismo está lleno de artículos presionando al Gobierno británico para que se bajen los tipos de interés. ¿Por qué? Porque Murdoch está lleno de deudas con los bancos. Son señores que no tienen mucho interés en las noticias; lo tienen en los beneficios. Cuando me entrevistan periodistas españoles tengo la impresión de que conocen mis libros, de que les interesan. Hace poco vino a entrevistarme un equipo de televisión español. Hablamos de Suráfrica y descubrí que uno de los técnicos tenía muy buena información de lo que allí pasaba. Me sorprendió, porque un técnico de televisión británico no sabe nada más que lo referente a la técnica de su trabajo específico.
—De una manera o de otra, en todas las entrevistas usted acaba hablando de África del Sur; es uno de sus temas preferidos. ¿Cree que, abolido el apartheid, y mientras la nueva situación legal se abre camino en la vida cotidiana, las luchas tribales impedirán la normalización?
—Todos los países de África son artificiales, no existían antes del colonialismo. Esto crispa la situación, porque existen todavía las viejas disputas, las rivalidades de tribu. La única salida es una solución federal, del mismo tipo que la que hace falta en Europa. La situación en África del Sur es verdaderamente mala. Está el problema de siempre, este otro problema de las tribus, y además tenemos allí una generación, los que eran niños en 1976, en la revuelta de los escolares, y que están sin educar. Esta generación, que se ha educado en la calle, sólo conoce la violencia.
—¿De dónde procede su gran interés por Suráfrica?
—En 1864, mi abuelo, que era carpintero, emigró a Australia, donde prosperó en la construcción de Melbourne. Cuando llegó la quiebra de los bancos se trasladó a Johanesburgo, donde se vivía la fiebre del oro. Fue uno de los primeros constructores de la ciudad. Allí se conocieron mis padres y allí estuve yo hasta los seis años. Luego, como era un niño débil, enfermo, cada vez que mi madre viajaba de Londres a África del Sur me llevaba con ella. Es curioso; no es que estuviera gravemente enfermo, lo que sucedió fue que el médico de cabecera de mi familia tenía a uno de sus hijos enfermo y desatendía a la clientela. Eso agravó mi estado.
—Yo había pensado que tal vez existía alguna relación entre su estancia en África, trabajando con los más pobres, y el hecho de que su padre fuera nazi, racista. Como si se debiera a un deseo de enfrentamiento con su padre, o algo así.
—No. Mi padre había muerto ya, y más que nada fue un nazi excéntrico. Él estuvo en África del Sur como pastor cuando tenía 38 años, después de la muerte de su primera mujer, y en ese tiempo incluso asistía a una escuela que impartía las enseñanzas de Gandhi. Luego sus ideas se fueron transformando de una determinada manera, algo rara. Por ejemplo, nunca llegó a conocer el holocausto de judíos de la II Guerra Mundial. Porque después de la primera jamás leyó los periódicos. Sus ideas, de un cierto socialismo, fueron un poco distorsionadas por los sucesos que veía. La revolución rusa, por ejemplo, le dejó sin salida. ¿Qué hacer? El tenía unas ideas platónicas, románticas.
—¿Llegó al nazismo por oposición a la revolución rusa?
—Durante la I Guerra Mundial volvió de Canadá a Inglaterra, donde trabajó en una fábrica de armamento. Había leído a Nietzsche y además confiaba en la propaganda de los servicios británicos, que mentían constantemente. Decían, por ejemplo, que los alemanes fundían la carne de las monjas para convertirla en velas. La gran ironía es que esa mentira se convirtió en realidad en la II Guerra. Mi padre, que primero se creyó que las monjas se convertían en velas y luego vio que era completamente falso, cuando le dijeron que volvía a suceder no lo creyó; y esa vez era cierto. Esto aumentó su decepción. Él creía en el siglo XIX, aquél había sido un siglo de progreso; pero la I Guerra y luego la revolución rusa derrumbaron por los suelos los ideales de-su generación.
—¿Cree que ha buscado usted el modo de justificar a su padre?
—Él no era pacifista, pero no deseaba una II Guerra Mundial. Y además, como todo el que había leído Mein Kampf interpretó que Hitler indicaba en su obra una clara intención de atacar a Rusia, y con eso mi padre estaba totalmente de acuerdo porque creía que los verdaderos enemigos eran los bolcheviques.
—He leído en alguna parte que usted a los 15 años quería ser de las SS.
—Sí, es cierto; y también sabía disparar porque mi padre me regaló una pistola. Pero cuando tenía 17 años salieron unos documentales sobre el hallazgo de los aliados en algunos campos de concentración. Para mí supuso un verdadero choque. Tenía pesadillas todas las noches, veía aquellas imágenes, me dominaban; duró un tiempo y creo sinceramente que nunca he logrado librarme del todo de aquello. No quiero ponerle demasiado énfasis, porque va a parecer que ha condicionado toda mi vida, pero realmente el efecto fue tan total que convulsionó mi pensamiento. Me parece que la mejor manera de explicar su enormidad es que lo compare con la impresión que puede sufrir un cristiano que en un momento descubre, más allá de cualquier sombra de duda, que el mismísimo Cristo es el diablo. Así de tremendo fue mi choque. Me siento muy orgulloso de haber sobrevivido a aquella crisis.
—Acabó escribiendo un libro, El bastardo recalcitrante, inspirado en su propio padre. He leído que antes de escribirlo usted comentaba que no debía ser humorístico, pero al final sí lo ha sido.
—El punto de partida no era mi padre; era un héroe suyo. Pero cuando avancé un poco, mi propio padre se apoderó de la historia, fue echando a su héroe y colocándose en su lugar. Y es humorístico, una vez más, porque ésa es la manera que tengo de escribir, la manera que me ha elegido. Yo hubiera escogido una literatura llena de simbolismo, de significados trascendentes, pero uno no elige estas cosas.
—El humor elige a Sharpe. ¿Se considera usted un típico escritor de humor británico?
—Hay un contraste entre el estilo y el contenido. De eso se trata, eso explica en parte el humor de la situación. Sucede sobre todo en las primeras novelas, donde empleaba un estilo más bien británico, pero chapado a la antigua. Es decir, para explicar las cosas más sencillas empleaba un estilo muy ornamental.
—Alguien que conoce bien su obra me decía que sus novelas tienen la estructura de una obra teatral: con planteamiento, nudo y desenlace.
—Es una forma tradicional de escribir. En ese sentido no reclamo ninguna originalidad. Pero, en cambio, creo que es un estilo que funciona, que hace más fácil mantener la atención del lector.
—¿No le da importancia a la técnica literaria?
—Ya es bastante difícil escribir sin meterse en esos asuntos que usted cita. Muchas veces mis propios libros me preocupan, me extrañan, me sorprenden. Creo que el hecho de crear es de por sí bastante difícil como para meterme en complicaciones añadidas. Si quieres ganarte la vida escribiendo, tienes que ser serio. Ningún autor tiene ganado el derecho a ser leído por haber escrito un libro. Yo me gano el pan porque me leen, y tengo que escribir para que me lean. El mundo en general no le debe nada a nadie, a no ser que uno sea minusválido.
—¿Usted se divierte escribiendo?
—Sí, cuando va bien. Entonces es maravilloso, sobre todo porque no sabes de dónde viene. A veces he pensado que tenía razón Kipling cuando decía que tenía un diablo que le soplaba lo que escribía. Esta sensación la compartimos los escritores con otros creadores. Pienso que un músico que interprete puede sentir lo mismo, un músico de jazz, por ejemplo.
—Precisamente un pianista de jazz me decía hace poco que en esos momentos de los que
usted habla él se sentía como Dios. ¿Y usted?
—Dios está muerto, y yo no, así que todavía no me puedo sentir como él. ¡Dios mío, ya veo el titular que le va a poner usted a esta entrevista!
—No tema. Su sentido del humor, ¿hasta qué punto es debido a esa adolescencia tan torturada que tuvo, a la necesidad de superarla?
—No sabría qué decirle, porque yo no entiendo el humor. Sé lo que hace reír, pero nunca he entendido por qué se produce la risa, lo que hay detrás de la risa. Hay muchos misterios en la vida. Se puede saber si uno tiene humor antes de que abra la boca; lo mismo que la inteligencia, que se nota con mirar a los ojos a una persona. Odio los chistes, a la gente que se empeña en contarme chistes. No me hacen ninguna gracia ni creo que tengan nada que ver con el humor.
—¿Y qué es lo que le hace reír?
—A veces, las situaciones más horrorosas. Mire, hace poco estuve en Alicante con mi mujer, y cuando llegamos al hotel sólo había habitaciones en pisos altos. Pero yo sufro de vértigo, no puedo dormir en un cuarto que pase del primer piso, y lo dije. Entonces me explicaron que si quería podía quedarme en el piso primero, pero que estaban haciendo una obra de redecoración muy completa y que estaba un poco desordenado. Allí nos fuimos, y dormimos bien, hasta que de pronto empezamos a oír unos ruidos tremendos. Nos levantamos, y al salir al pasillo nos encontramos con que detrás de nuestra puerta ya no había nada. Lo habían destrozado por completo.
—Físicamente es el típico británico, y además cultiva su jardín. ¿Se considera usted un británico de los pies a la cabeza?
—Supongo que lo soy. Ésa es una idea que me ha interesado. Mis antecedentes son de las colonias, lo que es importante; y la cantidad de ideas raras que tuve en mi infancia me influyó. Tal vez por todo eso he sentido envidia de los que encaman la quintaesencia de ser inglés. En las novelas planteo esa fascinación, me fascina saber que la gente quiere convertirse en inglés. Me pregunto si un argentino quiere convertirse en español, si tiene esa idea simbólica de lo que es ser español.
—¿Usted cree que el humor es diferente en cada país o que todo el mundo se ríe por lo mismo?
—Creo que hay un humor inglés, un humor alemán, que es por cierto básicamente anal. Y ustedes también tienen un humor especial. Me llamó la atención que cuando, grabando un programa en televisión, me dio un infarto, lo que de verdad les horrorizaba a los españoles era que yo bromeara sobre mi situación, sobre la posibilidad de morirme. Bromear sobre la propia muerte es bueno, aunque es una idea que me horroriza. Había un humorista muy popular en Inglaterra que entre otras bromas tenía en su repertorio una que consistía en hacer magia y que siempre le saliera mal. Era muy divertido. Un día, en el escenario, se agarró el corazón, se movió dos o tres veces y cayó al suelo. La gente aplaudió hasta darse cuenta de que había muerto de verdad. Es una buena muerte. Muy poca gente consigue aplausos después de muerto.
—En sus libros ataca instituciones, grupos sociales, gente corriente...
—Las instituciones están fastidiadas porque la gente está, como dicen ustedes, jodida.
—¿Cree que al lector le gusta que le critiquen, verse ridiculizado?
—No, nunca he conocido a nadie que confiese esa afición a ser criticado, y yo personalmente odio que me critiquen, sinceramente.
—La gente entonces, cuando lee sobre personajes que pueden ser como ellos y que son ridiculizados, ¿no se reconoce?, ¿piensa que aquel tipo es en realidad igual que su vecino?
—Tengo un personaje en Wilt que es idéntico que un hombre que conozco, que está vivo y es un gran admirador de mis libros. Bueno, pues todo el mundo sabe que ése del libro es él, menos él mismo. Hasta su propia mujer lo sabe; no se lo ha dicho, probablemente porque tiene una asesoría matrimonial.
—Antes hablaba de la muerte y el horror que le produce. ¿A un escritor como usted le consuela la idea de sobrevivir en la literatura?
—En absoluto. Sería como pasarse la vida cargando con la lápida de la propia tumba. Ésa es una de las grandes fantasías que existen, un auto engaño total.
—En el tiempo de la guerra del Golfo, los británicos en las encuestas públicas estaban a favor de la participación de su país en el conflicto, al contrario de lo que sucedía con los ciudadanos de otros países europeos. ¿Cree que es por la vieja idea del imperio, todavía?
—Cuando no existe el imperio, el ejército y la marina trotando por las colonias, existen los hooligans. Creo que en el caso de la guerra del Golfo más bien se debe a la creencia de una relación especial con Estados Unidos, y que yo particularmente detesto. Inglaterra se ha convertido en mercenaria de los americanos, y nosotros no recibimos nada a cambio. Ni siquiera logramos que la colonia irlandesa en ese país deje de enviar dinero al IRA.
Morirse de risa
ENRIQUE MURILLO
La enfermera le dijo a Tom Sharpe que se echara en la camilla. Sharpe me miró, y le traduje la indicación. Sharpe obedeció. Tenía el rostro congestionado de dolor. Miró a su mujer, una norteamericana menuda y de ojos azules. Ella mantenía silencio.
La enfermera le preguntó a Sharpe sí era alérgico a alguna cosa. Se lo traduje.
—Dile que sí, que soy alérgico a la muerte.
Por fin nos distendimos todos un poco. Pero el calvario, que él salpicaría de chistes hasta el final, apenas acababa de empezar. En realidad se había iniciado la noche antes, en Madrid, en 1987, durante la grabación de una entrevista para un programa de Pilar Trenas. Aquella tarde estuve con Sharpe en el hotel Villamagna, acompañándole en su primer contacto con periodistas españoles, haciendo a veces de intérprete. Luego le dejé y tomé el puente aéreo.
A la mañana siguiente, cuando Sharpe llegó a la editorial, ya en Barcelona, era obvio que lo estaba pasando muy mal. Le acompañé a la clínica Corachán.
Estaba sufriendo una angina de pecho y, por inverosímil que nos pareciese a todos, nadie parecía haberlo diagnosticado la noche anterior.
En la clínica tuve graves dificultades para seguir haciendo de improvisado intérprete, pues mis conocimientos de inglés médico son nulos. Aquel hombre estaba bastante cerca de la muerte. Todos a su alrededor nos manteníamos tensos. Como él, por supuesto. Pero sólo él encontró recursos, en medio de esa tensión, para aliviarla.
Recuerdo sobre todo el rato tremendo que vivimos mientras le hacían la prueba de esfuerzo.
Agarrado a una barra, obligado a caminar a paso cada vez más rápido por la cinta continua que se deslizaba bajo sus pies, al límite de sus fuerzas, todavía tuvo arrestos para pedirme que le preguntara al médico:
—¿A cuántos han matado con esta máquina?
Tom Sharpe
FOTÓGRAFO
Galería Carles Taché
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