jueves, 20 de enero de 2022

Ingmar Bergman / Un amor tormentoso

 

Ingmar Bergman


Bergman, un amor tormentoso


La severa infancia de Ingmar Bergman marcó su carrera artística. Tras sopesar su retirada del cine, el director sueco narró la relación de sus padres en el libro ‘La buena voluntad’, convertido en película por Bille August con el título de ‘Las mejores intenciones’. Su lectura ilumina la obra de un autor clave para la cultura actual

Elvira Lindo
1 de mayo de 2021


Una mañana desapacible del invierno de 1965 el entonces director del Dramaten, Ingmar Bergman, trataba de imponer en el teatro el orden que había desbaratado la tremenda nevada. Todos habían llegado tarde, los actores y el público que asistía a los ensayos. Bergman estaba malhumorado. Recibió de pronto la llamada de su madre, Karin, para informarle de que su padre había sido hospitalizado para ser intervenido por un tumor maligno. La gélida manera en que el director narra esta escena en su autobiografía, Linterna mágica, nos ofrece una idea precisa tanto de una escritura bella y analítica como de una frialdad de corazón que heredó de su padre, el pastor luterano Erik Bergman. Bergman informó a su madre en tono desabrido de que no iría a hablar en el lecho de muerte con quien no tenía nada que decirse. La madre se echó a llorar, y el hijo le recordó que las lágrimas no le conmovían. Dicho esto, colgó con furia el teléfono.

Pasadas unas horas, esa misma tarde, la secretaría del Dramaten interrumpió el ensayo para anunciarle al director que en la puerta le esperaba la señora Bergman. “¿Qué señora Bergman?”, preguntó él irritado. Bergman se había casado tantas veces como para haber sembrado de señoras con su apellido la ciudad. Pero no se trataba de una de sus mujeres, sino de la madre. Su madre, temblorosa, azotada por el frío y por la nieve, enferma ya del corazón, se presentó en el despacho de la más grande autoridad del teatro sueco y le cruzó la cara. Él respondió riendo, ella rompió a llorar. El hijo le pidió de corazón que lo perdonara y prometió visitar al padre, por ella. Pero la historia dio un giro inesperado: la tarde en que Ingmar se estaba preparando para ir a ver a ese padre con el que mantuvo una relación conflictiva le avisaron del hospital que era su madre la que había muerto de un ataque al corazón en la habitación del enfermo.

Tenía Bergman una manera retorcida de librarse del remordimiento. Tanto en la autobiografía como en una serie de entrevistas disponibles en Filmin donde analiza vida y obra da cuenta de ello. Decía el director que regodearse en la culpa es una forma de entregarse a la autocompasión y a la vanidad; por tanto, lo más honesto es eliminarla. O transformarla en arte, que es lo que él hizo toda su vida, dar rienda suelta a sus demonios, librarse de ellos a través de los conflictos que atormentaban a sus personajes. Jamás escondió la herida que arrastraba a consecuencia de una infancia en la que el pecado, la confesión, los castigos y el perdón condicionaron la estricta manera en la que fue criado; la relación entre padres, hijos y Dios como un intermediario implacable lo invadía todo. El castigo, aunque visiblemente arbitrario, jamás podía ser cuestionado. A esa ciega aceptación de la crueldad atribuye Bergman el hecho de que el nazismo fuera asombrosamente asumido por su familia: “Nunca habíamos oído hablar de libertad y mucho menos la habíamos experimentado. En un rígido sistema jerárquico todas las puertas están cerradas”.


Los padres de Ingmar Bergman, Erik Bergman y Karin Åkerblom.© STIFTELSEN INGMAR BERGMAN

Fue, por tanto, su vida una necesidad constante de huida, un rechazo a ese padre que tras imponer el castigo obligaba a sus hijos a besarle la mano. Las parejas que retrata Bergman en su cine se engolfan en discusiones en las que se revela la traición, la deslealtad, la imposición del deseo a cualquier otro deber de la vida. Nos suele presentar el cineasta a mujeres y hombres que habiéndose criado en ambientes de una severidad implacable se dejan abrazar por la irrupción de la modernidad en la sociedad sueca. Pero al ir cumpliendo años, el director fue sintiendo la necesidad de regresar al pasado. Es revelador que eligiera la historia de los niños Fanny y Alexander (1982) como una especie de testamento cinematográfico, de despedida, aunque siguiera dirigiendo para la televisión pública. Alexander, trasunto del propio Bergman, es un niño aterrorizado por su padrastro, un reverendo fanatizado, torturador, que aísla y monopoliza a su madre, que los somete a una vida exenta de ternura y placeres. Bergman encuentra en la fantasía la manera de librarse de ese cruel vasallo de Dios. Como en los cuentos tradicionales, el secuestrador de niños muere.

Faltaban algunos años, nueve, para que el director abordara la memoria de sus padres de una manera menos rencorosa. Un proyecto cinematográfico le animó a ello. Escribió Bergman para el gran director Bille August un guion tan narrativo, tan fuera de las leyes que rigen la escritura cinematográfica que el tiempo ha convertido esas páginas en una de las grandes novelas suecas. La editorial Fulgencio Pimentel rescata en una primorosa edición La buena voluntad, fiel esta vez a su título original, ya que para la primera publicación en español se eligió el título de la película, Las mejores intenciones.

La buena voluntad, ya desde el título, tiene resonancias bíblicas. Es la buena voluntad que se presupone a hombres y mujeres, los buenos propósitos que se ven frustrados o traicionados por aquellas pulsiones humanas que envilecen a lo largo de la vida nuestro corazón. Bergman buceó en las fotos y recuerdos familiares para reconstruir la vida de Erik Bergman y Karin Åkerblom (en el libro, Henrik y Anna). Estos jóvenes que fueron sus padres se conocen en Uppsala, una ciudad universitaria en aquel 1909. Henrik es estudiante de Teología, pobre, atractivo, resentido por un origen miserable, huérfano de padre, puerilmente rencoroso con cualquiera que pueda herir su dignidad; Anna es hija de la burguesía acomodada, inteligente, bella, deseosa de volar por su cuenta tras haber crecido entre algodones. Contra los deseos de los padres de la muchacha, que intuyen en el joven una intransigencia a la que la hija no está acostumbrada, Anna seguirá los pasos de su enamorado hasta el punto de convertirse en la esposa del humilde pastor, trasladándose con él al norte remoto de Suecia, en Forsboda. Se aman. Henrik admira la disposición de su esposa a adoptar una vida rural, dura, inclemente, y Anna tolera la fanática austeridad de su marido, esa intransigencia resentida que enmascara como rectitud.


De izquierda a derecha, los hermanos Bergman: Dag, Margareta e Ingmar.© STIFTELSEN INGMAR BERGMAN

Pero el hijo Bergman se acerca a ellos con una delicada sensibilidad, como si deseara comprenderlos para restituir una relación degradada. Los observa amarse apasionadamente, perdonar las ofensas, dedicarse palabras de hondo amor que probablemente extraería de las cartas. En medio de esa dureza de paisaje, del tiempo inclemente, de obreros pobres tratados como escoria, tienen un hijo, Dag, el hermano mayor de Bergman. Pero llega un día en que Anna no puede más: imposible soportar por más tiempo esa vida oscura, ajena a cualquier placer, esa intromisión del frío helador que acogota y amedrenta; no puede tolerar ya el deseo de su marido celoso de alejarla de cualquier lazo con su vida anterior. La convivencia se va degradando y Anna, embarazada, vuelve a Uppsala con el niño Dag. Días antes del nacimiento de Ingmar, el pastor viaja al lado de su esposa para pedirle que salven su matrimonio. Ahí acaba la historia, en 1918. Sabemos que volverían a vivir juntos y sabemos también que la herida nunca se cerraría: el rencor se había instalado en su relación sin que pudiera ser extirpado. Bergman nacería ya con sus padres juntos pero ajenos, unidos por un amor declinante.

Se critica hoy día con frecuencia el exceso de novelas familiares. Esta novela de Bergman es la prueba de que esa pulsión por comprender a quienes nos trajeron al mundo es una constante en la literatura. Y si de géneros híbridos, tan señalados como poco literarios, se trata, es este libro una obra maestra que no se atiene a ninguna regla creativa. Sin desdeñar el lenguaje cinematográfico y el dramático, advirtiendo en ocasiones de que ha de inventar escenas de las que desconoce el desarrollo, Bergman convierte a sus padres en grandes personajes literarios. Su estilo es seco, sincopado, pero rebosante de belleza. Como maestro de la luz que fue, las escenas están siempre descritas atendiendo a los colores del día y la estación en que se desarrollan.

Con los años, Bergman ha ido creciendo como autor literario. Se publican sus notas, sus obras teatrales, sus guiones. Esta novela dramática, La buena voluntad, que el director terminó de escribir en la isla de Fårö, dialoga con la que fuera su autobiografía: “Cuando escribí Linterna mágica deambulé mucho, más de lo que está incluido en el libro, por las calles de mi infancia y los ambientes, los aromas, la luz… Luego volví a esos ambientes para reencontrarme con mis padres, no con las figuras míticas con las que ya había luchado durante tantos años en mi vida adulta, sino con los dos jóvenes: un estudiante de Teología muy pobre, Erik Bergman, que vivía en una habitación para estudiantes en un lugar llamado Helvetets Sju Gluggar, las siete ventanas del infierno, y una niña de 20 años que vivía en la tranquila y hermosa Trädgardsgatan, la calle del jardín”.

Al principio de la novela, el autor nombra a los dos excelentes actores que representarían el papel de sus padres, Pernilla August y Samuel Froler. Y es así como nosotros los recordaremos si vemos la excelente película, hasta el momento disponible en Filmin. A pesar de la complejidad de ese hombre y esa mujer, de la dificultad que muestran ambos para convertir su buena voluntad cristiana en actos exentos de rencor o crueldad, nosotros acabamos rendidos a su dignidad, su entereza, incluso a las pulsiones violentas de las que no pueden escapar aquellos que de niños fueron maltratados. Al escribir esta historia, Bergman reconoció haberse reconciliado con ellos.

La buena voluntad
Ingmar Bergman.
Traducción de Marina Torres.
Fulgencio Pimentel, 2021.
448 páginas. 22 euros.

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