William Somerset Maugham |
Somerset Maugham
Chutes de vida y amargura
Rosa Belmonte
9 de diciembre de 2009
La última vez que William Somerset Maugham (WSM) estuvo en España, en 1954, dijo a César González-Ruano que había unas veinte personas aguardando su muerte para escribir su vida. Les haría esperar once años. Quizá las inyecciones de fero de cordero que recibía en la clínica de Vevey (Suiza) tuvieron algún efecto en eu longevidad reptiliana. WSM moriría el 16 de diciembre de 1965, a los 91 años. César había desaparecido un día antes. Mucha más coincidencia que la que se dio (de la que no se dio) entre Shakespeare y Cervantes. El primer libro sobre la vida del escritor británico se publicaría en 1965, «Los dos mundos de Somerset Maugham, de Wilmon Menard; el último, apenas hace tres meses, «The secret lives of Somerset Maugham», de Selina Hastings, obra que ha recibido elogios y unanimidad entre los críticos del «Guardian», el «Times» o el «Telegraph» (éste ha señalado el equivalente literario del famoso retrato de Sutherland colgado en la Tate).
Dorothy Parker aseguraba que «esa anciana» era un aburrimiento tremendo. No pensaban así sus contemporáneos. Con su doble vida de casado y de homosexual, su reputación de gran escritor, con la forma en que vivió, con ese escenario fastuoso de Villa Mauresque, su casa en Cap Ferrat, contribuyó a crear (junto al errante Graham Greene) el estereotipo del novelista famoso en Europa. A los 33 años ya era rico y continuó siéndolo el resto de su novelesca existencia, que incluyó una ocupación como espía del Gobierno británico en la primera guerra mundial. Según Selina Hasting, murió amargado, cerca de la locura y asqueado del mundo y su corrupción, como un Lear del siglo XX. Lo cual no está muy lejos de lo que Virginia Woolf anotaba en 1938 en su diario: «Sus labios están encogidos, como los de un muerto. Tiene unos ojos pequeños de hurón, una mirada de padecimiento, maldad, mezquindad y sospecha» (César escribió que su rostro se parecía demasiado al de una tortuga). Uno de los méritos de Hasting ha sido rehabilitarlo como escritor cuya reputación ha declinado injustamente, rescatando novelas no valoradas en su tiempo y descubriéndolo más como realista que como cínico. Si los personajes de Maugham eran tridimensionales, el propio Maugham también lo era. Una de las revelaciones de Hasting es el suicidio de un hermano mayor probablemente porque era homosexual. Por tanto, la apariencia de respetabilidad de Maugham con sus amantes que se hacían pasar por secretarios era una necesidad. También es verdad que después del juicio de Oscar Wilde, la generación de Maugham tuvo que vivir con miedo al chantaje, el escándalo público y el arresto. WSM procuró borrar toda evidencia de amores homosexuales. Pero su obra da pistas («casi toda novela obedece, no ya a una realidad, sino a una autobiografía más o menos deformada», le decía a César). Si el matrimonio de «El velo pintado» tenía mucho del suyo con Syrie Wellcome o el personaje femenino de «Servidumbre humana» estaba basado en un tipo que lo humilló y le rompió el corazón, lo más probable es que la Rosie de la novela que prefería, según le contó a César, fuera su primer amante masculino, ése al que conoció en Heidelberg cuando a los 16 años fue a estudiar alemán y con el que, tras completar sus estudios de medicina, se marchó a Capri (el sitio donde por primera vez se sintió vivo).
A César le anunció que literariamente ya había hecho cuanto tenía que hacer pero que iba a publicar «Diez grandes novelas y sus autores» (le escribió en un papel los autores y las novelas). Había debutado en 1897 con su novela «Liza of Lambeth». En 1907, después de 17 rechazos, «Lady Frederick» sería su primera obra de teatro (los años siguientes llegó a tener cuatro obras en cartel). Decía que le faltaba imaginación y que escribía sobre lo que oía, leía u observaba. Tenía el truco y el don de escribir. Era popular y a la vez sofisticado. Y sus textos, codificados o no, siguen teniendo el valor de la literatura. En «A Writer´s notebook» (1944), el «Carnet de un escritor» que Ruano le comentaba, se lee: «El escritor no tiene necesidad de comerse el cordero entero para decirte a qué sabe su carne». Y eso que a los ochenta se lo inyectaría.
ABC
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