jueves, 27 de enero de 2022

Grace Paley / La jovencita



Grace Paley
LA JOVENCITA

Carter se pasó por el café temprano. Yo acababa de limpiar. Dijo: oye creo que voy a tener compañía luego. Déjame usar mi piso.

Yo le dije: La puerta está abierta, adelante.No está cerrado porque tiene que venir el hombre del contador. Le dije que Angie, mi inquilino, podría estar en casa. Pero está colocado casi siempre. Aunque hubiera practicado con la corneta en la habitación de al lado, ni se enteraría. Tómate todo el tiempo que quieras, Carter. Allí no hay vino, nada de eso. Dijo que tenía algo de otro material para estar en forma. Era una broma. Gracias, hermano, dijo. Le dije: Creo que lo he probado todo, pero la verdad es que prefiero el whisky. Si bebes whisky, te emborrachas, pero si te inflas de droga, te vuelves loco. Sí, tienes toda la razón, dijo. Luego sus globos oculares comenzaron a alejarse.

Fue directo al parque. El parque está lleno de jovencitas rubias. Niñas. Están lejos de casa y, puedes creerlo, les encantan los negrazos que andan paseando por allí antes del mediodía, con el aparato abultando en los pantalones. Creen que con semejantes aparatos van a saltar al cielo. Puede que tengan razón.

Hoy en día, aquí los negros lo tienen muy difícil. Cuando yo era joven, le dabas al manubrio tú solo. Y le dabas y le dabas. Estos chicos de ahora lo tienen muy fácil. 

Luego, Carter se sentó en un banco. Miró a un lado, a otro...

El aparato le hinchaba los pantalones. Le bullía la cabeza. Y apareció una jovencita. Pasaba por allí despistada, con la bolsa de lona, mirando. Y Carter va y le dice:  Eh, tú, ven, siéntate aquí. Aquí, junto a mí, guapa. Ella mira de reojo. Se sienta. En el borde del banco. 

¿De dónde eres, nena?, le pregunta. Tranquilízate, estás entre amigos.

Oh, gracias. Del Medio Oeste. De cerca de Chicago. No quier parecer paleta. Debe ser de algún lugar remotísimo. 

Saliste a hacer turismo, ¿verdad, pimpollito? ¿Y tu novio te dejó marchar'

Oh, no, dice ella. Se puso parlanchina. Me fui yo porque quise, para siempre. Mi madre no me dejaba hacer nada. Tenía que fregar los platos del desayuno cuando llegaba a casa del colegio y limpiar y hacer la habitación  de mis dos hermanos; y ellos no tenían que hacer nada. Y debía estar en casa en mi habitación a las diez, los días de semana, y el sábado a las doce justo cuando empezaba la diversión; y en aquel pueblo, además, apenas había diversión.  Allí no pasaba nada. ¡Nada! Es un pueblo muerto, un agujero asqueroso.  ¡Y el racismo que hay allí! ¡Uy! Al decir esto, se puso un poco colorada, no quería herir sus sentimientos. Es terrible, y luego me cogieron una pizca de yerba de nada que me había dado un tipo de Nueva York que estaba de paso y me tuvieron en casa sin salir una semana entera. Y no hacían más que vigilarme y vigilarme. Son asquerosos, y ¡tan ignorantes!

¡Vaya!, dice Carter. No sé cómo aguantáis los chicos de ahora. El mundo cambia, eso ya se ve, sí, y los viejos no se enteran de nada. Le acariciaba el pelo con la mano, después con la mejilla. Tanteando. Le pasa la punta de la lengua por el lóbulo de la oreja. Es un hombre bien parecido, sabes, tiene un color bonito, no demasiado claro, mediano. Lo único malo que tiene son esas venas rojas de los ojos.

No he visto una chica más guapa que tú, dice. Lo que llamamos ponerlas a punto. No le llevó mucho tiempo, en realidad. Ella se le puso bien enseguida. Le miró. Dios santo, he andado tanto por ahí que estoy agotada. Bostezó.

Él dice: Tengo un piso que está muy bien, podrías refrescarte y descansar un poco allí y luego decidir qué hacer. Podrías darte una ducha. Lo que quieras. Qué guapa eres. Eres más guapa que Miss América. ¿Cuántos años dijiste que tenías?

Dieciocho, soltó ella.

La miró satisfecho; era mentira y Carter lo sabía, creo yo. Eso es lo Primero que tengo contra él. ¿Por qué aquella? Hay jovencitas de ésas a montones. Un hombre adulto tiene que usar la cabeza.

Lo Segundo: salieron hacia mi piso, que está en el centro, a seis o siete manzanas. Pararon a comerse una pizza. Uy, qué buena está, dice ella (era así de simple). Dice: En mi pueblo no las hacen así.

Siguieron hasta mi piso. Ya he visto otras veces cortejar a Carter. Él llevaba al hombro la bolsa de lona. Puede que fuesen con las manos cogidas y balancéandolas.

Abrieron la puerta de la calle del 149, pero cuando lograron subir las cuatro plantas, ella empezó a sentirse decepcionada: en fin, mi casa no es nada del otro jueves. Casi no tengo nada. El catre. Una mesa. Dos sillas. La manta de la cama. Y una almohada. Y una funda de almohada vieja y grasienta. Por el pelo. Soy ya demasiado viejo para dejarme el pelo largo; pero si fuese joven, seguro que me dejaba el pelo afro, bien largo.

Ella se sintió decepcionada.

Espera un momento, dice él, y entra en la cocina y vuelve con agua helada, una caja de pastas. Oh, gracias, dice ella. Justo lo que quería. Luego él dice: Ponte cómoda, querida, descansa. Y ella se echó. Allí, en su ataúdl

¿Quieres fumar? Es muy agradable, dice él. Oh, sí que lo es, dice ella. Es muy agradable. La gente no sabe lo que es bueno.

En fin, terminan. Él va y dice: ¿Te gusta joder? Y ella dice: ¡Anda! ¡Pues claro! Entonces, él le quita el vestido y le quita las bragas y la acaricia aquí y allá, le da bocaditos, le dice: ¿Te gusta esto, nena? ¡Anda! Claro que me gusta, dice ella. Un chico de color me lo hizo una vez allí en mi pueblo, es genial.

Entonces, se desvistió él. Dispuesto ya para el asunto. Ahora bien, lo malo de la cosa, tal como Carter me lo contó a mí, y yo sé que es verdad, es que esas jovencitas andan buscando por ahí lo que les daban antes, salchichitas. Y se encuentran con todo un salchichón. Ya sabes lo bien dotados que estamos. En realidad, Carter tuvo que forzarla. Qué iba a hacer. Ella empezó a gritar. Oh, me duele, me estás matando, me haces mucho daño. Pero Carter me dijo: Fue ella la que lo pidió. Intentó escabullirse, pero él llevaba desde por la mañana empalmado, desde que vino a verme al café. No iba a dejarla escapar.

¿Le pegaste?, le pregunté. Mira, Carter, no voy a decírselo a nadie, pero tengo que saberlo.

Quizá levantase la mano y le arrease uno o dos cachetes. Aquel coñito tonto me lo estaba pidiendo, ¿no? Era tan pequeña, no tenía carne bastante en los muslos ni para alimentar a un perrito enfermo. Podía habérseme escurrido por el hueco de un sobaco, si la hubiera dejado. Las mujeres negras no son así, te lo digo yo. Si ponen algo al fuego, luego lo apechugan y se lo comen. Son orgullosas.

Le corté. Carter es listo, pero a mí no me la da. Le pregunté: Cuando pasan la bandeja y te dicen que elijas, ¿verdad que dices también, como los listos, "Un poquito de aquella carne blanca, por favor"?

¡No, señor!, gritó, como si le hubiera atizado un puñetazo. ¡No, señor! Y me agarró por la camisa. Era una camisa sucia y vieja, y me la hizo pedazos. Se puso solemne. ¡Mierda! ¡Tienes razón! ¡Son veneno! ¡Me están matando! Esa dieta va mandarme seguro a chirona, sólo a dieta de huesos y con almorranas. 

Haciendo broma al borde de la fosa. Por eso me gustaba. No era como los demás. Por eso me gustaba pasar ratos con Carter, al atardecer.

Tranquilo, le dije.

Está bien, dijo él.

Me dijo que sólo acababa de inyectarle una dosis de negritos de pelo de algodón cuando Mangie Angie Emporiore apareció en la puerta. La chica estaba tumbada en mi maldito catre tapándose con una sábana, llorando, sangrando entre las piernas. Carter le había roto algo. En fin, me dijo, yo no soy uno de esos tipejos judíos a quienes les cortan la mitad de pequeños. Angie miraba y miraba. Carter se levantó de la posición de trabajo. Echó un vistazo a Angie, agarró los pantalones, se los puso y se largó. Él me contó, me dijo: No podía quedarme allí, hombre, aquel coño tonto llorando, toda llena de sangre, no hacía nada para protegerse siquiera. Daba asco, y aquel gusano blanco, ese amigo tuyo, que parecía que hubiera salido arrastrándose del desagüe del fregadero. Vamos, hombre. No sé cómo puedes vivir con un yonqui blanco. Esos no pueden hacer nada, no se les empalma. 

¿Y adónde vas a irte ahora, Carter?, le pregunté. A la policía, me dijo, y señaló con el codo en dirección al centro. Me han dicho que andan buscándome. 

Eso fue exactamente lo que hizo, y no ha vuelto a ver la luz en libertad desde entonces.

Poco después, el mismo día, vinieron por mí. Saben quién soy. En la comisaría me dijeron: Dormirás en otro sitio hoy y mañana. Tu piso está precintado. Tendrías que ver aquello, Charlie. A ti nadie te acusa. Sabemos lo que hiciste a cada minuto. El sargento se hacía cargo de que yo no sabía nada. Tampoco me dijeron nada. Me explicaré. Habían dado orden de captura contra Ángel. No querían que yo hablara con él. Que le dijera algo.

Héctor, el policía que hace la ronda por la zona, no sabe tener la boca cerrada. Son así. Hispanos. Charlan y charlan. Y dijo: Lárgate, Charlie. No vuelvas otra vez a esa casa. La cama está destrozada. La jovencita está en el suelo del patio de luces, sobre la basura y los cristales rotos. Se tiró por la ventana del lavabo. Lo saben. La muerte ocurrió al chocar con el suelo.

Al día siguiente me enteré de cosas peores. Héctor me lo contó. Se había jodido la cafetera. No podía trabajar y estaba a la puerta del café. Tenía rotos y astillados todos los huesos entre las rodillas y la caja torácica. La golpearon brutalmente con un instrumento romo o a puñetazos antes de que muriera.

Y, peor aún, la mordieron en la pierna, arriba, por la parte interior, tenía una marca como si la hubiera mordido un animal y le hubiera arrancado la poquita carne que tenía. Yo dije: Está bien, Héctor. Cállate ya. No quiero saber más.

Sacaron la fotografía de la jovencita en el periódico durante una semana. Y cuando sus papás aparecieron al quinto día, dijeron: Nuestra chica se llama Juniper. Tiene catorce años. Es un poco rebelde, pero hoy todos los hijos son así.

Lueto, el juicio. Me costó trabajo decir: Sí, fue en mi casa. Sí, yo le dije a Carter que podía usar mi piso. Sí, Angie era mi inquilino, y, a veces, se quedaba varios días por allí sin salir. Me debía el alquiler de dos meses. Por eso no le echaba.

En el juicio, Carter dijo: Sí, la forcé; pero dijo que no había hecho nada más. 

Angie dijo;: Le pegué cuando vi lo que había hecho, pero no la mordí, señoría, no soy un animal, debió de ser ese hippy negro. 

Nadie confesó, no pudieron sacarle nada a nadie, no tenían pruebas y no podían saber quién la había cogido como si sólo fuera un saco de huesos rotos y la había tirado por la ventana de la quinta planta.



Verdad que es una vergüenza, ellos, dos sementales, por qué tuvieron que desahogarse con ella habiendo tantas jovencitas. Podían haber hecho las cosas de otro modo. En fin, otras veces Carter no hacía esas cosas. La chica podía haberse quedado todo el verano. Somos las Naciones Unidas. Por aquí pasan todos los estados de la Unión, habría recibido educación superior en la quinta planta. En septiembre, vendrían a buscarla su mamá y su papá, le darían unos azotes, es lo que pasa siempre. Llevamos mucho tiempo ya en este mundo, han pasado por nuestras manos muchas jovencitas. Vuelven a casa, y luego, al cabo  de un tiempo, se hacen mujeres, se manifiestan por la integración racial en la piscina y hacen piquetes en los supermercados; un guiño y sin cruzar palabra se sonríen.

Pero eso fue en mi habitación y en mi cama, así que no lo olvido, no dejo de pensar: Aquella chica... Aquella niña... Y se me ocurrió ayer, me tumbé después del trabajo: quizá no fuese nadie. Quizás ella se levantó como pudo y llegó hasta aquella ventana abierta. Estaba destrozada, debió pensar que estaba toda rota por dentro. Debía horrorizarle pensar que luego recordaría, que tendría que recordar, lo que verían sus padres... Debió de repugnarle tanto su vida, que lo hizo: sacó fuerzas de donde pudo y consiguió auparse hasta el alféizar de aquella ventana y, en fin, se tiró. Eso es lo que ahora creo.

Eso es lo que pasó.


Grace Paley
Enormes cambios en el último minuto (1974)
Cuentos completos
Anagrama, Barcelona, 2016, pp.280-286




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