lunes, 31 de enero de 2022

Thomas Mann / Muerte en Venecia V



Thomas Mann
Muerte en Venecia
V

      Durante la cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones desagradables relacionadas con el mundo exterior. Primeramente le pareció notar que, a medida que avanzaba la estación, la concurrencia parecía más bien disminuir que aumentar en el hotel. Advirtió especialmente que el alemán iba escaseando, hasta el punto de que llegó un momento en que en la mesa y en la playa su oído percibía sólo sonidos extraños. Un día, en la peluquería adonde iba a menudo, atrapó una frase que le dejó preocupado. El peluquero habló de una familia alemana que se había ido, tras corta permanencia, y añadió, en tono ligero e insinuante: «Usted se quedará, caballero; usted no tiene miedo al mal.» Aschenbach le miró replicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?» El hablador enmudeció fingiendo distracción y pasó por alto la pregunta. Luego, cuando Aschenbach insistió más decididamente, declaró que no sabía nada, y, evidentemente desconcertado, procuró desviar la conversación.
      Eso sucedía hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a Venecia, a pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los hermanos polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las. mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té, advirtió de pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía pensar en plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y reconoció poniéndose pensativo; y, terminando su colación, abandonó la plaza por el lado frontal del templo. Al penetrar en las calles estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se veían pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que debía privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales admoniciones era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente del pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
      Al pasar junto a una tienda donde se vendían collares de coral y alhajas de amatistas falsas, Aschenbach pidió explicaciones al dueño, que se encontraba de pie en la puerta, acerca del fatal olor. El hombre le miró seriamente y adoptó inmediatamente un tono de forzada alegría. « ¡Es simplemente una medida de previsión! », respondió accionando con viveza. «Una disposición de la Policía, que debemos aplaudir. El calor aprieta; el siroco no es bueno para la salud. En una palabra, ya comprende usted..., una medida acaso exagerada.» Aschenbach dio las gracias y siguió. También en el vapor que le llevó a Lido la última vez percibió el olor del desinfectante.
      —Ya de regreso en el hotel, se dirigió en seguida a la mesita de los periódicos, que había en el vestíbulo, y les pasó revista. En los extranjeros no encontró nada. Los diarios, locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían negativas oficiales y dudaban de su exactitud. Así se explicaba, pues, la desaparición del elemento alemán y austríaco. Los súbditos de las demás naciones no sabían nada, sin duda; no sospechaban nada; aún no habían podido intranquilizarse. «¡Hay que callar!», pensó Aschenbach, excitado, volviendo a dejar los periódicos sobre la mesa. « ¡Hay que guardar silencio! » Y al mismo tiempo, su corazón se sintió satisfecho de la posible aventura en que el mundo exterior iba a entrar. Pero la pasión, como el delito, no se encuentra a sus anchas en medio del orden y el bienestar cotidiano; todo aflojamiento de los resortes de la disciplina, toda confusión y trastorno le son propicios, porque le dan la esperanza de obtener ventajas de ellos. Así, Aschenbach sentía una satisfacción oscura ante los fingimientos de las autoridades de Venecia, ante el secreto inconfesable de la ciudad, que se fundía con el suyo propio y que tanto le importaba no se divulgase. Y eso, porque lo único que le preocupaba era que Tadrio pudiera marcharse. No sin espanto había comprendido ya que no sabría cómo vivir si tal hecho aconteciera.
      Los domingos, los polacos nunca iban a la playa; adivinó que iban a oír misa en San Marcos; fue allá él también, y entrando desde la plaza ardiente en la penumbra dorada del templo, halló al muchacho oyendo misa arrodillado en un reclinatorio. Se quedó en pie, atrás, sobre el mosaico, en medio de las gentes humildes arrodilladas que murmuraban plegarias y se santiguaban. La pompa armoniosa del templo oriental posaba espléndida sobre sus sentidos. Ante el altar se movía, rezaba y cantaba el sacerdote; flotaba el incienso, envolviendo en su niebla las débiles luces, y al olor del humo del sacrificio, parecía mezclarse subrepticiamente otro olor, el de la ciudad enferma. Entre el incienso y el brillo de las luces, Aschenbach veía al muchacho, que lo miraba.
      Cuando, poco después, la multitud salía por las amplias puertas a la plaza resplandeciente, llena de palomas, Aschenbach se quedó en el pórtico, escondido, al acecho. Desde allí vio que los polacos salían de la iglesia, que las muchachas se despedían ceremoniosamente de su madre, y que ésta se dirigía a casa por la Piazzeta; esperó que el muchacho, las monjiles hermanas y la institutriz tomaran la derecha, pasando por la puerta de la torre del reloj, y, penetrando en la Mercería, dejó que le tomasen alguna delantera; luego los siguió disimuladamente en su paseo por Venecia. Tenía que pararse cuando se detenían; tenía que guarecerse en un portal o en un patio cuando ellos daban de pronto la vuelta, para dejarlos pasar. Los perdía, los buscaba, cansado y acalorado, por puentes y sucios callejones, y soportaba minutos de angustia mortal cuando, de pronto, aparecían en algún pasaje estrecho donde no había modo de apartarse. Sin embargo, no puede decirse que sufriese.
      Una vez Tadrio y los suyos tomaron una góndola, deseosos de pasear, y Aschenbach, que mientras subían a ella se había mantenido oculto detrás de la columna de una fuente, hizo lo propio cuando había arrancado ya su góndola. Hablaba ansioso y con voz sofocada para pedir al marinero, ofreciéndole una buena propina, que siguiese incesantemente, a cierta distancia, aquella góndola que doblaba la esquina, y se avergonzaba cuando el hombre, con picaresca conformidad, le aseguraba que le servía a conciencia.
      La embarcación se deslizaba, pues, rápidamente, balanceándose en el agua. Mientras Aschenbach permanecía recostado en los blandos almohadones negros, siguiendo empujado por su apasionado sentimiento a la otra embarcación negra, con su pico afilado. A veces la perdía de vista, y entonces se sentía poseído de inquietud y dolor. Pero su conductor, que debía de estar habituado a tales menesteres, acertaba siempre por medio de astutas maniobras, rodeos y requiebros.
      El aire se mostraba en calma, y el sol quemaba a través de las nubes tenues, coloreadas, que lo envolvían. El agua golpeaba sordamente sobre la madera y la piedra de los canales. Los gritos del gondolero, avisos y saludos a medias, eran respondidos desde lejos, en el silencio del laberinto, por medio de extrañas señales entre ellos convenidas.
      En los muros altos de los pequeños jardines colgaban masas de flores blancas y purpúreas. Olía a almendras. Las escaleras de mármol de una iglesia descendían hasta mojarse en el agua; un mendigo, de pie en uno de los peldaños, presentaba su sombrero exponiendo su miseria, y mostraba el blanco de los ojos como si estuviera ciego; un vendedor de antigüedades, ante su tenducho, invitaba a los que pasaban, con gestos humildes, a entrar, con la esperanza de poder engañarlos. Así era Venecia, la bella insinuante y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y enervaban. El aventurero creía que sus ojos recogían todo aquel esplendor, que sus oídos estaban envueltos en aquellas melodías; recordaba también que la ciudad estaba enferma y que se trataba de ocultar tal circunstancia por codicia. Así avanzaba con ansia desenfrenada hacia la góndola que marchaba ante él.
      No faltaban momentos en que se detenía y reflexionaba confusamente. « ¡Por qué caminos me extravío! », pensaba entonces con espanto. ¡Por qué caminos! Como todo hombre a quien sus méritos innatos, han infundido algún interés aristocrático por su ascendencia, se había habituado a recordar en todos los actos de su vida la historia de sus antepasados, a asegurarse en espíritu su consentimiento, su aquiescencia, su aprecio. También por entonces, enredado en una aventura así, perdido en tan exóticos extravíos del sentimiento, recordaba la severidad y la varonil apostura de sus ascendientes y sonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero, qué dirían al juzgar toda su vida, una vida tan diferente a la de ellos, hasta haber caído en la degeneración; al juzgar una vida dedicada al arte, de la cual él mismo, en sus. años juveniles, se había burlado, influido por el espíritu burgués de sus antepasados, y que había sido tan semejante a la de ellos en el fondo! También él había hecho su servicio de guerra, también él había sido soldado y guerrero como muchos de ellos, pues el arte era una guerra, un esfuerzo agotador, para el cual los hombres de hoy ya no tienen resistencia. Una valla de contención y dominio de sí mismo, una vida recia, constante y sobria, que él había elaborado en sus obras como la forma sensible del heroísmo moderno. Podía llamarse varonil a esa vida, podía calificarla de valiente, y hasta le parecía que el Eros que se había adueñado de él, era también en cierta forma adecuado y favorable a una vida como la suya. ¿No había gozado de alto prestigio en los pueblos más valientes? ¿No se decía que había brillado por su valor en las ciudades? Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad habían llevado su yugo, pues no había humillación alguna en obedecer los caprichos del dios del amor, y acciones que si se hubiesen hecho por otros medios hubieran sido censuradas como obra de cobardía —arrodillarse, jurar, suplicar tenazmente, someterse como esclavos— no sólo no redundaban en desdoro del amante, sino que por ellas merecían grandes alabanzas.
      Así pensaba en la confusión de su espíritu; de este modo trataba de justificarse, de mantener su dignidad. Pero, al mismo tiempo, su atención permanecía siempre fija, avizorando lo que ocurría en el interior de Venecia, en aquella aventura del mundo exterior, que armonizaba oscuramente con la de su corazón y que alimentaban su pasión con vagas y anormales esperanzas. Para saber algo nuevo y seguro acerca del estado y de los progresos del mal, revisaba, en los cafés de la ciudad, los periódicos locales, que habían desaparecido desde hacía varios días de la mesa del hall del hotel. En ellos alternaban afirmaciones y rectificaciones. Por un lado se decía que el número de defunciones ascendía a veinte, a cuarenta, a ciento, incluso a más; pero por otro lado, si no se negaba en redondo la existencia de la peste, se la limitaba a casos aislados. Y, diseminadas aquí y allá, aparecían advertencias amonestadoras, protestas contra el peligro, ruegos de las autoridades. No había manera de adquirir una certidumbre. Sin embargo, el solitario creía tener cierto derecho para compartir el secreto, encontrando una satisfacción extraña en dirigir preguntas a quienes estaban enterados y obligando a mentir descaradamente a quienes debían guardar el secreto. Un día, durante el desayuno, interrogó al encargado, al hombrecillo aquel que andaba suavemente con su levita de corte francés, saludando y vigilando el servicio y que se había parado ante Aschenbach para decirle algunas frases afables.
      —¿Por qué —preguntó el huésped en tono .desenfadado—, por qué desinfectan Venecia desde hace algún tiempo?
      —Se trata —respondió el empleado— de una medida de la policía encaminada a prevenir debidamente todas las alteraciones de la salud pública que podría originar este tiempo bochornoso.
      —Me parece acertada la conducta de la Policía —asintió Aschenbach.
      Después de haber hecho algunas observaciones meteorológicas pertinentes al caso, el encargado se despidió.
      Aquel mismo día, después de cenar, aparecieron en el jardín del hotel unos músicos callejeros de la misma ciudad. Eran dos hombres y dos mujeres, y se habían situado alrededor del poste de hierro de uno de los focos, con los rostros iluminados por la luz blanca, vueltos hacia la gran terraza donde los huéspedes del hotel tomaban café y refrescos y escuchaban las manifestaciones de este arte popular. El personal del hotel —botones, camareros y empleados— escuchaba también a las puertas del vestíbulo. La familia rusa, siempre anhelante de diversión, había hecho que bajasen unas sillas de mimbre al jardín, para estar más cerca de los ejecutantes, y se había sentado en semicírculo. Detrás de los caballeros estaba en pie la vieja esclava, con una manteleta que le cubría la cabeza, en forma de turbante.
      Los instrumentos que manejaban los músicos mendigos eran una mandolina, una guitarra, un acordeón y un violín. Alternaban números instrumentales con números de canto; en estos últimos la muchacha más joven, con una voz chillona y estridente, cantaba dúos amorosos, sentimentales, con el tenor de voz dulzona, de falsete. Pero el director, que ejecutaba el verdadero número de fuerza, era indudablemente el otro personaje, el que tocaba la guitarra y cantaba al mismo tiempo. Era una especie de barítono bufo que apenas tenía voz, pero que poseía una mímica altamente expresiva y una extraordinaria fuerza cómica. A veces, se apartaba del grupo, con su guitarra bajo el brazo, avanzaba accionando hacia la terraza, donde sus ocurrencias más o menos picarescas producían sonora hilaridad. Los rusos se mostraban notablemente admirados de semejante vivacidad meridional; sus aplausos y gritos de aprobación estimulaban al actor para que se produjera cada vez con más osadía y seguridad. Aschenbach, sentado ante la balaustrada, se humedecía de cuando en cuando los labios con un refresco de soda y granadina que brillaba, con color rubí, a través del vaso. Sus nervios acogían ansiosos los lánguidos tonos, las melodías sentimentales y vulgares, pues la pasión paraliza el sentido crítico y recibe con delicia todo aquello que en un estado de serenidad se soportaría con disgusto. Sus facciones, excitadas por las farsas del histrión, se habían contraído en una sonrisa fija y ya dolorosa. Estaba indolentemente sentado, prestando una máxima atención a la figura de Tadrio, quien se encontraba apoyado sobre el antepecho de piedra, a unos pasos de él.
      Llevaba puesto el traje blanco con el que a veces se vestía para bajar a la cena, con su gracia infalible, con los pies cruzados, mirando a los músicos con una expresión que no era casi sonrisa, sino lejana curiosidad, atención cortés puramente. A veces se erguía y, ensanchando el pecho con un gracioso movimiento de ambos brazos, se bajaba la blanca blusa por debajo del cinturón de cuero. Otras veces, Aschenbach le notaba una expresión de triunfo, un estremecimiento de cierto espanto, vacilante y tímido; o también, apresurado y súbito, como si se tratase de una sorpresa, volvía a veces la cabeza y miraba por encima del hombro izquierdo hacia el sitio de Aschenbach. En el fondo de la terraza estaban sentadas las mujeres que atendían a Tadrio. Algunas veces, en la playa, en el vestíbulo del hotel y en la plaza de San Marcos, había creído notar que llamaban a Tadrio cuando le veían próximo a él, que trataban de mantenerlo a distancia, hecho que encerraba una ofensa monstruosa que torturaba su orgullo de una manera desconocida.
      Entretanto, el guitarrista había empezado a cantar un solo y se acompañaba él mismo. Se trataba de una canción callejera muy popular por entonces en toda Italia; en su estribillo entraban todas, las voces y todos los instrumentos del conjunto. El actor recitaba con gran fuerza plástica y dramática. Delgado de cuerpo, flaco y escuálido también de rostro, se había colocado a alguna distancia de los suyos, con el gastado sombrero de fieltro sobre la nuca, dejando al descubierto un mechón de cabellos rojos. Su actitud era de cinismo y bravata. Acompañándose con su guitarra, iba arrojando a la terraza, en un expresivo recitado melódico, sus chistes, mientras su esfuerzo hacía que se le hinchasen las venas de la frente. No parecía ser de casta veneciana, sino más bien del tipo de los cómicos napolitanos, rufián y comediante a medias, brutal y cínico, peligroso y divertido. La canción, de letra estúpida, adquiría en su boca, gracias a sus muecas, a sus gestos, a su manera de guiñar el ojo expresivamente, al movimiento de su lengua en las comisuras de la boca, un sentido equívoco, vagamente indecoroso. De aquel cuello deportivo, que llevaba para completar su traje corriente, surgía, gruesa y puntiaguda, su nuez. Su cara, pálida, de nariz achatada, en cuyos rasgos era difícil descifrar su edad, aparecía surcada de arrugas, de huellas de vicios, y excesos. Armonizaban de un modo muy extraño las contracciones de su movida boca y las dos arrugas tersas, dominadoras, casi brutales, que se le ahondaban entre sus cejas. Pero lo que realmente hacía que la atención del solitario se concentrase en él, consistía en que la equívoca figura parecía comportar también una atmósfera equívoca. Cada vez que, al comenzar de nuevo el estribillo, emprendía el cantante una grotesca marcha en derredor, y llegaba a pasar muy cerca de Aschenbach, emanaba de él una oleada de aquel olor sospechoso que envolvía a la ciudad.
      Cuando terminó el canto, procedió a hacer su colecta. Comenzó por los rusos, que le dieron sus monedas con agrado, y luego subió la escalinata. Todo el cinismo que había mostrado al recitar, se trocaba ya en humildad. Haciendo profundas reverencias, iba deslizándose por entre las mesas con una sonrisa de picaresca sumisión que ponía al desnudo sus fuertes dientes, mientras las dos arrugas se ahondaban amenazadoras entre sus cejas. Las gentes contemplaban su aspecto exótico y pintoresco con curiosidad y cierto matiz de repugnancia; arrojaban en el sombrero que les presentaba las monedas con la punta de los dedos, cuidando muy bien de no tocarlo. La anulación de la distancia material entre el comediante y la correcta concurrencia, a pesar del placer que les había causado, les producía cierta perplejidad. Él advertía el malestar y trataba de disculparse empequeñeciéndose al máximo. Llegó donde estaba Aschenbach y con él el olor que no parecía preocupar a la concurrencia.
      —¡Oiga! —dijo el solitario a media voz y casi maquinalmente—. ¿Por qué desinfectan Venecia?
      El cómico respondió, con voz un poco ronca:
      —Por la Policía. Está indicado por el calor y el siroco. Ya ve usted cómo oprime el siroco... No es bueno para la salud.
      Hablaba aparentando asombro de que pudiera alguien preguntar semejante cosa, y con la mano indicaba gráficamente cómo oprimía el siroco.
      —¿De manera que no hay ninguna epidemia en Venecia? —preguntó Aschenbach con voz casi imperceptible, hablando entre dientes. Los musculosos rasgos del histrión se contrajeron expresando un asombro que tenía mucho de cómico.
      —¿Una epidemia? ¿Qué epidemia va a haber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una epidemia nuestra Policía? ¡Usted bromea! ¡Una epidemia! ¡No diga usted eso! Sólo se trata de una medida de previsión policial. ¿Entiende usted? Una disposición en vista del tiempo bochornoso.
      Y acabó en una serie de gestos.
      —Está bien —dijo Aschenbach rápidamente y en voz baja, depositando en el sombrero una moneda desproporcionada para el caso.
      Luego hizo al hombre señas de que podía irse. Pero, antes de llegar a la escalera, se arrojaron sobre él dos empleados, y con sus rostros muy cerca del suyo lo sometieron en voz baja a un interrogatorio. Él se encogía de hombros, hacía afirmaciones, juraba que había sido discreto, se reía.
      Cuando lo dejaron ir, tras una corta deliberación con los suyos, cantó bajo el foco del jardín una canción de gracias y despedida.
      Era una canción que el solitario no recordaba haber oído nunca; una canción popular de dialecto incomprensible, que terminaba en un jocundo estribillo que coreaba a pulmón lleno toda la comparsa. En el estribillo no había palabras, y los instrumentos callaban; no quedaba más que una risa rítmicamente ordenada no se sabe cómo, pero que parecía espontánea, a la que el solista, con su gran talento cómico, infundía especialmente una vivacidad extremada. Una vez restablecida la debida distancia, el personaje había recobrado su cinismo, y las carcajadas rítmicas, que lanzaba desvergonzadamente a la terraza, sonaban a burla. Ya al final de la parte articulada, parecía luchar con un incontenible deseo de reír. Su voz se entrecortaba, vacilaba, oprimía la boca con la mano, movía violentamente los hombros, y en el momento de recomenzar el estribillo, su risa irrumpía, saltaba, estallaba con ímpetu irresistible, con tal verdad, que se hacía contagiosa, comunicándose al auditorio de modo que toda la terraza se veía envuelta en un regocijo sin motivo, que sólo se alimentaba de sí mismo. Pero tal hecho, a su vez duplicaba la jocundidad del cantante. Doblaba las rodillas, se golpeaba los muslos, se palpaba las caderas, parecía estar a punto de desmayarse; ya no reía; gritaba, aullaba. Señalaba con el dedo hacia arriba, como indicando que nada había tan cómico como la riente sociedad en la terraza y, al final, todos reían a carcajadas, los botones y los criados, asomados a las puertas.
      Aschenbach no permanecía ya indolentemente en su silla; se había erguido, como en ademán de defensa o de fuga. Pero las risas y el olor de hospital que hasta él llegaba se complicaban creándole una atmósfera de pesadilla que implacablemente envolvía su cabeza y sus sentidos. En medio de la agitación y abandono generales, se atrevió a mirar a Tadrio, y notó que, respondiendo a su mirada, el muchacho conservaba igualmente su seriedad, como si su conducta y la expresión de su fisonomía siguiesen a las de Aschenbach, y como si toda aquella animación que le rodeaba nada pudiese sobre él, puesto que el solitario permanecía indiferente. Aquella docilidad infantil tenía algo tan poderoso, tan conmovedor, que Aschenbach tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no esconder la cara entre las manos. También le había parecido que Tadrio se erguía, a veces, a causa de alguna opresión del pecho, que se resolvía en un suspiro. «Es enfermizo; probablemente, no llegará a viejo», pensaba con aquella frialdad que, en ocasiones, hace que la embriaguez y la exaltación se emancipen de un modo singular. Su corazón se llenaba entonces de pura compasión y de un sentimiento de satisfacción malsana.
      Mientras tanto, los venecianos habían terminado y desfilaban. La concurrencia los despedía con aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las manos en forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual hacía que él acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y gesticulaciones. Cuando sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salir retrocediendo, tropezara en el poste de uno de los focos. Al lastimarse así, corrió hacia la puerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara de bufón, se irguió elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia y se sumió en la oscuridad.
      Las gentes fueron dispersándose poco a poco. Tadrio había desaparecido de la balaustrada, pero el solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de granadina. La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres, hacía muchos años, había un reloj de arena... De pronto vio ante sus ojos, como con gran claridad, el frágil aparato. La arena roja y fina corría incesantemente por el pico de cristal, corría, monótona y silenciosamente, eternamente...
      Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los acontecimientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello partido por la mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan exótica, tan maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión ambigua. Comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin importancia seria. Disposiciones de esa naturaleza se toman a menudo para prevenir los posibles daños del calor y del siroco...»
      Pero, al levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El inglés enrojeció: «Ésta es, al menos —siguió a media voz y con cierta vivacidad—, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego, en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.
      Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Éstos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
      La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.
      Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las. grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
      El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos. ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste, habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el sur del país o en Oriente.
      La deducción que de todas estas cosas sacó el inglés, fue decisiva.
      —Haría usted bien en marcharse, mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos habrán acordonado.
      —Muchísimas gracias —respondió Aschenbach, y salió.
      La plaza yacía bajo el bochorno de un día nublado. Los forasteros, seguramente ignorantes de los hechos, estaban sentados en las terrazas de los cafés, o andaban por delante de la iglesia, toda cubierta de palomas, mirando cómo los. pájaros, batiendo sus alas y empujándose unos a otros, se precipitaban sobre los granos de maíz que se les mostraba en la palma de la mano. El solitario paseaba de aquí para allá en el magnífico patio, en una excitación febril, gozoso de poseer ya la verdad, con un sabor de repugnancia en la lengua y un fantástico estremecimiento en el corazón. Pensaba en algún acto depurador y honrado. Por la noche, después de cenar, podía acercarse a la señora ataviada de costosas perlas y hablarle de un modo que él literalmente imaginaba: «Permítame usted, señora, que un extranjero la sirva con un consejo, una advertencia que la codicia niega. Váyase usted inmediatamente con Tadrio y con sus hijas; Venecia está apestada.» Luego podría pasar la mano, en señal de despedida, sobre la cabeza del instrumento de una deidad maligna, apartarse y huir de aquel pantano.
      Pero, al propio tiempo, sentía que no quería en realidad dar en serio un paso semejante. Eso le traería la calma, le volvería a sí mismo; pero el que está fuera de sí, nada aborrece tanto como volver a su propio ser. Recordaba un edificio blanco, adornado con inscripciones orientales, en cuyo misterio se habían perdido los ojos de su espíritu. Recordaba luego aquella figura viajera que había evocado en él, hombre maduro, sentimientos juveniles de nostalgia por lo lejano y lo exótico, y la idea del retorno al hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo y la maestría le repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor físico: «¡Es preciso callar! », murmuró con energía; y luego: « ¡Callaré! » La conciencia de su complicidad le embriagaba como embriagan a un cerebro enfermo unas cuantas gotas de vino. El cuadro de la ciudad enferma y desmoralizada, que se presentaba a su imaginación, encendía en él esperanzas confusas que traspasaban los linderos de la razón y eran de una infinita dulzura. ¿Qué valía la apacible dicha con que había soñado comparada con la esperanza? ¿Qué valían el arte y la virtud ante la presencia del caos? Siguió en silencio, y se fue.
      Aquella noche tuvo un sueño terrible, si puede llamarse sueño a un acontecimiento psicofísico, ocurrido, es cierto, en pleno sueño y en completa independencia, pero que se había desarrollado propiamente en su alma; los acontecimientos que pasaban ante él, y que venían de fuera, quebrantaban su resistencia, una resistencia profunda y espiritual; violentamente aseladores penetraban en su alma, para dejar arrasada su existencia y toda la cultura de su vida.
      Se inició con miedo. Miedo y placer y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos se acercaba un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente excitante, que producía una sensación de enervamiento y despertaba en las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se le ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El dios desconocido! Súbitamente el lugar se iluminó con un fuego humeante, y apareció un paisaje de montaña análogo al de su quinta de verano. Y en la luz vacilante y temblorosa, desde la cumbre poblada de árboles, descendía en furioso torbellino el torrente de hombres y animales, gritando ferozmente. La ladera del monte se inundaba de cuerpos y de llamas, y ardía un tumulto ensordecedor y una danza frenética. Mujeres que caminaban con trajes de pieles alargadas, con las cabezas echadas hacia atrás, tocaban panderetas, blandían antorchas encendidas o puñales desnudos, se ceñían serpientes a la cintura...
      Unos hombres con cuernos en la frente, con pieles al hombro, alzaban brazos y piernas, hacían sonar bandejas de metal y golpeaban furiosamente sobre tambores, mientras unos niños desnudos, con varas floridas, pinchaban a machos cabríos, a cuyos cuernos se agarraban, dejando que los arrastrasen en sus saltos entre gritos estridentes.
      Y la turba, enloquecida, lanzaba un grito de suaves sonidos que terminaba en una u prolongada, un grito dulce y estridente al mismo tiempo. Sonaba prolongado y retorciéndose en el aire como si brotara de un cuerno, y un coro de múltiples voces lo repetía; el grito incitaba a bailar y a echar al aire piernas y brazos, a no callar nunca. Mas todo ello resultaba penetrado y dominado por el sonido profundo y sugestivo de la flauta. ¿No lo llevaba también a él, que trataba de resistir la tentación, a la fiesta y al júbilo enloquecido del sacrificio extremo? Eran grandes su repugnancia y su temor, era sincera su voluntad de amparar hasta el último extremo lo suyo contra lo extraño, contra el enemigo del espíritu digno y sereno. Pero el estrépito, el griterío ululante, multiplicado por los ecos sonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lo dominaba todo, trocándose en una locura arrebatadora.
      Despertó de la pesadilla enervado, deshecho y sin fuerza ya para resistir al espíritu tentador. Ya no temía las miradas indagadoras de las gentes. Por lo demás, todos huían, se iban; había numerosas casetas vacías; en las mesas del comedor quedaban muchos sitios libres y era raro encontrarse con un forastero en la ciudad. Sin embargo, la dama ataviada de ricas perlas permanecía con los suyos, a pesar de que la verdad parecía haberse impuesto ya, y de que el pánico cundía, sin que lograsen contenerlos todos los esfuerzos de los interesados. Fuese porque los rumores que circulaban no llegaban hasta ella, o por ser demasiado orgullosa para ceder a tales rumores, lo cierto es que ni ella ni Tadrio ni los suyos se iban. Aschenbach, en su obsesión, imaginaba a veces que la huida y la muerte podrían hacer desaparecer toda la vida en derredor y dejarlo a él dueño de la isla; cuando, por las mañanas, a la orilla del mar, su mirada trágica, perdida, descansaba obsesionada; cuando, a la caída de la tarde, le seguía infamemente por callejuelas donde la muerte repugnante escogía en secreto a sus víctimas, todo lo monstruoso le parecía posible y toda moralidad le parecía abolida.
      Hundido en un sillón de la peluquería, consideraba tristemente su cara en el espejo.
      —Canas —murmuraba con gesto amargo.
      —Algunas —respondía el peluquero—. Eso proviene de un pequeño descuido, de una indiferencia por lo exterior, que en personas notables es comprensible, pero que no puede alabarse, tanto más cuanto que tales personas deberían estar libres de prejuicios en lo relativo a las diferencias, entre lo natural y lo artificial. Si la severidad moral con que ciertas personas miran las artes cosméticas fuese lógica y se extendiese hasta sus dientes, producirían repugnancia. En último término, sólo tenemos la edad que aparenta nuestro espíritu y nuestro corazón y a veces el pelo gris es menos verdad que la corrección, tan censurada sin embargo. En el caso de usted, señor mío, uno tiene derecho al color natural de su pelo. ¿Me permite usted que le devuelva, sencillamente, lo que es suyo?
      —¿Y cómo lo haría? —respondió Aschenbach.
      El interpelado, sin más preámbulos, lavó entonces el pelo del huésped con dos clases de agua, una clara y otra oscura, y lo dejó negro como en su juventud. Lo peino, luego dio un paso atrás y se quedó contemplando su obra.
      —Ahora sólo me falta refrescar un poco la piel de la cara.
      Y como si no pudiera terminar nunca, como si nada le pareciera suficiente, con una actividad cada vez más agitada, pasó de una tarea a otra. Aschenbach, cómodamente arrellanado, incapaz de resistencia, excitado más bien y lleno de esperanza ante lo que le acontecía, veía en el espejo que sus cejas se enarcaban más pronunciadas y más uniformes, que sus ojos se le alargaban aumentando su brillo en virtud de unos ligeros toques de pintura en el párpado inferior; veía que hacia abajo, allí donde la piel había tomado un tinte sombrío de cuero, aparecía un carmín delicado; sus pálidos labios se coloreaban como fresas, mientras los surcos de las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos, desaparecían bajo la crema. Su corazón palpitaba estremecido, viendo aparecer ante sus ojos aquella renovada juventud. El peluquero se dio al fin por satisfecho, y, como es costumbre entre esa gente, dio las gracias a su parroquiano con humilde cortesía. «¿Ve usted qué fácil ha resultado? —dijo dando los últimos toques al tocado de Aschenbach—. Ahora puede el señor enamorarse sin reparo.» Aschenbach salió ebrio de felicidad, confuso y temeroso. Su corbata era de color encarnado, y su ancho sombrero llevaba una cinta de profusos colores.
      Soplaba viento cálido, de tormenta. Llovía rara vez y en escasa cantidad, pero el aire era húmedo, pesado y lleno de olores putrefactos. El viento silbaba, azotaba, rugía. Aschenbach, febril, bajo su pintura, llegaba a creer que andaban por el espacio espíritus maléficos del viento, aves de mal agüero que venían del mar, que revolvían en su comida y la llenaban de excrementos. Porque con el bochorno se le había ido el apetito, y tenía la impresión de que los alimentos estaban envenenados con sustancias contagiosas.
      Una tarde, Aschenbach se había hundido en el laberinto de callejuelas de la ciudad enferma. Su estado febril le hacía caminar desorientado. Las callejas, los canales, fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras. Por eso procuraba no despistarse y se veía obligado a esconderse de un modo lamentable, oprimiéndose contra un muro, buscando protección tras algún transeúnte que le precedía, perdida ya la conciencia del cansancio y agotamiento en que habían sumido a su espíritu y su cuerpo su excitación sentimental y la perpetua ansiedad en que vivía.
      Tadrio iba detrás de los suyos; en sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a sus hermanas, y caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para asegurarse con una mirada de sus singulares, ojos de ensueño de que Aschenbach los seguía. Veíalo y no lo denunciaba. Los polacos habían atravesado un puente ligeramente combado; la altura del arco los escondía a los ojos de su perseguidor, de tal manera que cuando éste llegó arriba, ellos habían desaparecido. Los buscó vanamente en tres direcciones, caminó adelante y a ambos lados del muelle angosto y sucio. El cansancio y el desfallecimiento lo obligaron a suspender sus pesquisas.
      Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes.
      Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.
      Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.
      Algunos días después, Gustavo von Aschenbach, que se sentía mal, salió del hotel por la mañana más tarde de lo acostumbrado. Tenía que luchar con vértigos, sólo a medias corporales, acompañados de cierto terror violento, de cierto sentimiento de encontrarse sin salida y sin esperanza, y que no sabía claramente si se referían al mundo exterior o a su propia existencia. En el vestíbulo vio una gran cantidad de equipaje dispuesto para el transporte. Preguntó a un portero quiénes eran los viajeros y le respondieron que era la familia polaca por quien él se interesaba. Oyó la noticia, sin que los desfallecidos rasgos de su rostro se contrajesen, con aquella ligera inclinación de cabeza con que uno se entera distraídamente de algo que no le interesa, y preguntó: «¿Cuándo?» Le respondieron: «Después de comer.» Dio las gracias y se fue hacia el mar.
      La playa presentaba un aspecto desagradable. Sobre la ancha y plana superficie de agua que separaba la playa del primer banco de arena, se rizaban estremecidas y tenues olas que corrían de delante hacia atrás. Otoño y decadencia parecían abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de colores, y en aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún sitio, descansaba junto al mar sobre su trípode, y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al viento.
      Tadrio, junto con los tres o cuatro compañeros de juego que le habían quedado, corría a la derecha de su caseta; luego se puso a descansar en su silla de tijera, a mitad de camino entre el mar y la hilera de casetas, con una manta sobre las piernas. Aschenbach lo contemplaba por última vez. El juego, que no estaba ya vigilado, pues las mujeres debían de andar ocupadas con el equipaje, era más violento que de costumbre. Aquel chico robusto, con traje de marinero y cabello negro y liso a fuerza de pomada, a quien llamaban Saschu, excitado y cegado por un puñado de arena que le habían tirado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y comenzó una lucha que pronto terminó con la caída del polaco, que era el más débil. Después, como si en el instante de la despedida ese sentimiento de humillación que suele poseer el inferior se trocase en cruel brutalidad y quisiera tomar venganza de una larga esclavitud, el vencedor no dejó libre al vencido, sino que, apoyando sobre la espalda de éste sus rodillas, le oprimió la cara tan largo rato contra la arena, que Tadrio, a quien la caída había dejado ya casi sin aliento, parecía a punto de ahogarse. Sus intentos de desembarazarse de su opresor eran contracciones, que cesaban a ratos y sólo sobrevenían como una convulsión. Espantado, Aschenbach se disponía a intervenir en el instante en que el brutal Saschu soltó a su víctima. Tadrio, muy pálido, se incorporó a medias, y apoyándose en un brazo estuvo unos minutos inmóvil, el cabello en desorden y los ojos húmedos. Luego se levantó para alejarse lentamente. Sus compañeros lo llamaron alegremente al principio, luego temerosos y suplicantes. El moreno, que sin duda sintió en seguida el remordimiento de su falta, le alcanzó y quiso reconciliarse con él. Pero aquél lo rechazó con un movimiento de hombros. Tadrio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.
      Deteniéndose al borde del agua, con la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimiento de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infinita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El contemplador estaba allí, sentado en el mismo sitio donde por primera vez la mirada de aquellos ojos de ensueño se había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.
      Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.

1911


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