En París, adonde iba a mendigarle al cielo una segunda oportunidad en la que no creía, la ausencia de Marianne acabó de pudrir en mí. Pasé ahí dos años vociferantes, nulos, en sueños: imploraba auxilio en voz alta para tener la oportunidad de rechazarlo mejor; decuplicaba mi desamparo torturando a las pocas almas caritativas o débiles a las que habían conmovido mis excesivas llamadas. Me mudaba siguiendo a esas pobres chicas, en la indiferencia, en el furor: en la rué Vaneau, rompía puertas por la noche, y temblaba al día siguiente, frente a la conserje; en la rué du Dragón, reclutado por puntillosos desechos humanos de mi misma condición, fui promovido a la categoría de hashishín y dormía debajo de un fregadero; en Montrouge, quedé extraviado todo un invierno: la jovencita a la que martirizaba entonces recorría todo París, con los bolsillos llenos de recetas médicas falsificadas, y me traía barbitúricos a carretadas; sus ojos muy verdes y clementes me miraban, su mano de niña me alcanzaba dulcemente esa oscura provisión, todo se tambaleaba, mi velar era sueño; me temblaba tanto la mano que las innumerables páginas escritas en ese coma son misericordiosamente ilegibles: el Cielo hace bien lo que hace. Una vez, vi por la ventana una lila en flor, y era primavera. Ignoro el nombre del barrio elegante de donde, una noche de invierno, huí o me echaron de un estudio en el último piso de una casa art nouveau : había estucos con risitas socarronas entre la madera fría, faunos, fauces abiertas bajo la luna; insulté a alguien; mis manos rasguñadas buscaban rejas, heridas, salidas. Ni la caminata ni la helada me quitaron la borrachera: vuelvo a ver el agua de plomo del canal Saint-Martin, un siniestro cafetucho cerca de la Bastilla, y bajo las luces de neón a giorno la deserción de caras prometidas a la noche, ruinas de mi conciencia entonces devastada y del recuerdo que hoy se eclipsa. Los grandes trenes miserables sobre las viguetas temblorosas trajeron el alba; una población de espectros agotados y muy tranquilos llegaba de las afueras, con el día pisándole los talones: estaba en la estación de Austerlitz, no me marchaba.
Y sin embargo escapé, salvado de los fastos de la capital por una ceguera de mujer, que me creyó autor; el asunto se arregló en una noche, en un bar de Montparnasse donde un camarero burlón me servía vino blanco en un vaso para cerveza: llevé la complacencia hasta las lágrimas. Ella me escuchaba bebiendo limonada tras limonada; me encontró amable, me llevó consigo. Era rubia y bonita, sin maldad, devota del psicoanálisis.
Claudette era normanda, así que fui a Normandía; sólo las leyes de una exogamia caprichosa son bastante fuertes para hacerme cambiar de lugar. En Caen, me instalaron en el primer piso de una casita, entre los libros y los árboles de un gran jardín que se agitaban en las ventanas, cargados de lluvia atlántica. Uno de ellos, evidentemente un roble, aunque sometido al aguacero común, era más elocuente que los otros; tenía un pasado, lo cual es una forma de tener nombre y lenguaje: a sus pies, me dijo Claudette, Charlotte Corday había jurado antaño matar al matador de reyes antes de alejarse con su pañoleta sobre los hombros, en el alba mojada de Auge, hacia la muerte de otro y la suya propia, la cuchilla y la salvación. Abracé a Claudette, la besé, le toqué los senos; mientras tanto imaginaba a Charlotte, demente y razonadora, con su paquetito de viaje envuelto en un pañuelo, obtusa, contándole a la obtusa corteza historias deshilvanadas de reinas profanadas, de matanzas en septiembre, de puñal y de mandato divino: como un autor, pensé, que no sabe de qué habla ni para quién, pero que se basa en la proliferación de palabras huecas para exigir a los cielos una categoría única, y en la muerte desastrosa, asumir un nombre memorable. El árbol ciego chorreaba.
A pesar de ese ilustre modelo y de su público frondoso, no escribí nada. Salía del largo sueño de los barbitúricos, había destruido desde el primer día las recetas, tal vez por desafío y por hacer un gesto, o, más banalmente, para conformarme a la risible fantasía del segundo nacimiento; y la solicitud de Claudette evitaba que mis ojos se encontraran con botellas. Pero soñaba que escribía: me ayudaban en esa ficción festines de anfetaminas, a las que me había convertido sin dificultad una amiga de Claudette menos prudente que ella.
Visto por el prisma agudo de esa droga fría, Caen fue para mí un desierto: estaba luminoso, estaba tenso, cuando me acercaba luminosas tensiones desgarraban el espacio masificado alrededor de ángulos duros; matices y profundidades se me escapaban, y se me escapaba el milagroso descanso de las sombras progresivas, las azules y las pardas y aquellas en que los azules de oro se desvanecen poco a poco, la humilde rebeldía y el último refugio de las cosas frente a la lucidez intransigente del cielo; duros cubos de viejos maestros sieneses cortaban la ciudad, sus horizontes y sus climas, y en esa helada el aire impalpable cuajaba en grandes poliedros fríos: yo estaba jubiloso en ese banco de hielo, con una mano aterida alrededor del corazón, ojos de vidrio nítido y una inteligencia lívida de condenado del último círculo. En vano los dulces campanarios de Caen, tan queridos por Proust en sus bosquecillos húmedos y su aureola de aire lluvioso, me hacían señales: sólo la verticalidad batalladora de la Abadía de los Hombres enfrentándose a los cielos violentos encontraba un eco en mí: toda mi alma crispada en un puño de nieve, como una fachada deslumbrante contra la que viene a dar, invariable y sin esperar ningún apagavelas nocturno, un rayo duro de sol petrificado. Sobre esa fachada yo escribía, en sueños.
Me instalaba desde temprano frente a mi mesa de trabajo, ante la mirada cada día más dubitativa de Claudette; antes había desaparecido algunos segundos en el baño para tragar una dosis triple o cuádruple, y la hermosa rubia no se dejaba engañar por ese juego del escondite del que regresaba con la mirada alegre y las manos duras, avergonzado tal vez pero rebosante de alegría malvada. Dolida, se iba por fin a su consultorio, donde la esperaban casos sociales y débiles mentales a los que rodeaba de atentos cuidados que tal vez eran menos desde que escondía entre sus muros un caso mayúsculo, poco decorativo e incorregible; yo reía con sorna. ¿Qué me importaban esas tonterías, a mí a quien un poco de polvo blanco me consagraba cotidianamente como Gran Escritor? Empezaba una mañana exaltada, infecunda y fúnebre, pero, repito, alegre; yo era llama y fuego frío, era hielo que alguien rompe y cuyas hermosas esquirlas, tan variadas, resplandecen; frases demasiado apresuradas, profusas y siniestramente vivarachas, pasaban sin tregua por mi mente, en un instante variaban, se enriquecían con su volatilidad, y florecían en mis labios que las echaban al espacio triunfal del cuarto; ningún tema ni estructura, ningún pensamiento ponía trabas a su prodigioso parloteo; escondida en todos los rincones, tiernamente inclinada sobre mí y bebiendo en mis labios, una gran Madre deslumbrada, benévola y toda oídos, acogía la menor de mis palabras como oro contante y sonante; y a oro sonaba a mis oídos la menor de mis palabras, se decuplicaba en mi mente, y volvía a salir por mi boca como segundo oro: avaro, no le confiaba ni una onza al papel. ¡Qué bien iba a escribir!, declamé sin embargo; ¿acaso no bastaba con que mi pluma dominara la centésima parte de esa fabulosa materia? Pero ¡ay! sólo lo era porque no tenía ni toleraba amo alguno, aunque fuera mi propia mano. Si la hubiera escrito no hubiese dejado en la página más que cenizas, como un leño después de quemarse o una mujer después del placer. Vamos, de todos modos iba a escribir, al rato; no había prisa. A las cinco de la tarde, me castañeteaban los dientes. Con el agotamiento del artificio que lo había suscitado, mi ojo solar se eclipsaba bajo una noche gris que llenaba de tinieblas el universo: miraba sobre la mesa una pila de papel blanco intocado; ningún eco en la habitación muda celebraba la memoria de la obra impotente una vez más proferida, eludida. Así pasaba el tiempo: el árbol histórico afuera de la ventana se adornaba cada día de hojas más parlanchinas que nada debían a la locuacidad de una mujer antes inspirada, muerta.
Las anfetaminas me destrozaban: pero hoy pienso, con un sentimiento de corazón y una añoranza como de mujer que una vez hubiera sido mía y que ya no tuviera, que les debo los instantes de felicidad más pura, y de algún modo literaria. Cuando las había tomado, estaba impecablemente solo; era rey de una población de palabras, su esclavo y su par; estaba presente; el mundo se ausentaba, los vuelos negros del concepto lo recubrían todo; entonces, sobre esas ruinas de mica radiantes con mil soles, mi escritura postiza, virtual y soberana, espectral pero única superviviente, planeaba y se zambullía, desenrollando una banda interminable con la que envolvía el cadáver del mundo. Yo, sobre esa tumba cuyo epitafio declamaba incesantemente, única boca que devanaba la infinita filacteria, triunfaba: pasaba del lado del amo, del lado del mango, del lado de la muerte. Esa dicha no le debía nada a la fuerza del alma, sino que era quizás, superlativamente, dicha de hombre; como la jubilación de las bestias viene de que no difieren de la naturaleza de la que participan, la mía venía de coincidir exactamente con lo que, según dicen, es naturaleza para el hombre: de las palabras y del tiempo, de las palabras echadas como vana pitanza al tiempo, sin importar cuáles palabras, las falsas y las verídicas, las bien sentidas y las insensibles, el oro y el plomo, precipitadas con pérdida y estruendo en la corriente siempre íntegra, insaciable, vacía y tranquila.
Esperaba que Claudette me diera mi provisión de veneno; se negó. Le hacía el amor sin miramientos, bruscamente: hubiera querido que su carne fuera tan lábil y servil como lo eran para mí las palabras; pero no, era efectivamente parte del mundo, existía sin mí, tenía voluntad y resistía, y yo me vengaba dándole placer: de sus gritos al menos me creía la causa, eran palabras a las que la obligaba. A pesar de mis vagas negaciones y de mis simulacros matutinos, ella sabía muy bien que yo no escribía: el autor fanfarrón de Montparnasse era esa piltrafa exaltada, ese maniático sentado a la mesa frente a las hojas vírgenes; además, había rechazado con indignados sarcasmos los trabajitos profesionales que sus relaciones le permitían ofrecerme; ella me alimentaba; se desesperaba, pues mi risa había llenado de ridículo las pobres pasiones de biblioteca romántica, o que mi presunción creía tales, que le daban una imagen no demasiado irrisoria de sí misma: el tenis, el piano, el psicoanálisis y los vuelos en chárter.
Y sin embargo tenía nobleza. Recuerdo su mirada, un día de invierno, al borde del mar; empezaba a desengañarse ya, pero no había perdido toda esperanza: ciertamente yo no era un autor, era perezoso y un poco mentiroso; pues bien, lo aceptaría, haría todo lo posible, pero por lo que más quería, que le hiciera el favor de dignarme permitir que viviese en este mundo como ella permitía que yo viviera fuera de él: y todo eso, lo decía su mirada sobre mí, sin insistencia ni lágrimas, con dignidad, con amor. Llevaba un gorrito de lana tejida, botas de caucho amarillas, infantiles y alegres sobre la arena triste; el frío la sonrosaba, el grito brusco de las gaviotas añadía a su melancolía; mis ojos la dejaron, recorrieron el inmenso horizonte de las playas que el invierno condenaba a la violencia neutra, a la lamentación, al embotamiento de siempre; vi un Volkswagen blanco detenido lejos en las dunas, un cielo intenso, gris de hierro con toques enloquecidos de aguada de albayalde, y la gran reptación marina irritada, hinchada, sin fin miserable: el mundo, y menos fútil que inalienable. Y debajo de eso Claudette, pequeñita en la arena con sus zapatos amarillos, llena de buena voluntad, que se detiene un poco en mi memoria, camina valientemente entre ese verde y ese gris que la borran, unos pasos más, todavía un poco de amarillo, la bruma del mar se la lleva, desaparece.
A Claudette la decepcioné, y es poco decir; el último sentimiento que tuvo hacia mí, la última mirada que me dirigió, fue quizás de repulsión, de temor y lástima entremezclados. Huyó de lo que la desposeía, y quizás se encontró a sí misma en el curso de las cosas. Seguramente se casó con algún universitario, deportista e ingenioso, de pensamiento marginal o devenir de notable; corre por el verde de los campos de golf, en falda de tenis da saltos de la sombra a la luz, el bonito ruido de la pelota llega con precisión, sus muslos tiernos se detienen, arrancan otra vez, en su cintura baila la tela suave; seguramente terminó su tesis y se ruborizó por los elogios del jurado; ríe debajo de una pequeña vela en el mar alegre, las manos que la abrazan le cortan el aliento, el mundo inagotable está hecho de distancias kilométricas, de altas mezquitas y de flores exultantes inclinadas sobre playas infinitas, de horarios de vuelo y de hombres apresurados, que pasean su gran nombre y su ropa de gala en los jardines de verano, voluntariosos y serenos como estatuas, gloriosos como patriarcas, ardientes como jovenzuelos, y que la cortejan. Su análisis interminable está preñado de saltos imprevistos que hacen su vida a falta de hacerle otra vida; hay desapariciones que la agobian, huidas, la felicidad no viene; o bien a lo mejor está muerta y hubiera merecido una Vida Minúscula más amplia. Que no se acuerde de mí.
Me fui de Caen en circunstancias vergonzosas. En la estación donde Claudette me dejó, los dos estábamos agobiados, nuestras manos se evitaban, instalados temerosamente en lo inevitable. Recuerdo que me había esperado allí mismo una noche, con vestido largo y maquillada, ofrecida al duro deseo de los ferroviarios, al rebaño abrumado de hombres de mirada brutal, de manos ávidas y negras, destrozados por trabajos lejanos, para los cuales el lujo de una mujer escotada, fresca belleza entre los billetes arrugados y los soldados borrachos, resulta un insulto. Yo había sido devuelto a ese rebaño, ya no le desabrocharía la ropa interior; huyó; la noche de fin de verano corría sobre los rieles deslumbrantes, los trenes ardientes resplandecían. Vacilé indistintamente entre varios destinos; una suerte bromista o hastiada echó los dados, me subí a un vagón, los cambios de agujas hicieron el resto: llegué a Auxanges.
Allí conocí a Laurette de Luy.
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